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miércoles, 16 de noviembre de 2016

Cambio extremo

   Era la primera vez que iba a uno de esos consultorios. Lo habían llevado la curiosidad y las ganas de hacer un cambio de verdad importante en su vida. Por alguna razón, ese cambio debía provenir de algo tan drástico como un cambio físico. No podía ser algo tan simple como cambiar los muebles de lugar en su casa o volverse vegetariano. Debía ser algo que fuese permanente, que en verdad tuviera el carácter de cambio y que todos los que posaran sus ojos en él pudiesen ver, de alguna manera. El cambio era para él pero debían notarlo los demás, de eso estaba seguro.

 En la sala de espera solo había mujeres. Era obvio que la mitad, es decir tres de ellas, venían para procedimientos simples como el botox. Había mujeres obsesionadas con el concepto de verse más jóvenes, menos arrugadas y cerca de la muerte. Él tenía claro que ese era un miedo latente en todos los seres vivos, incluido él. De hecho, sus ganas de cambio en parte provenían de ese miedo primigenio hacia la muerte, pues la había tenido demasiado cerca y eso le había hecho pensar que había que hacer serios cambios en su vida.

 Las otras mujeres seguramente venían para procedimientos más complejos, algo como lo que él quería. Eso sí, había una que parecía estar combatiendo el dolor allí mismo. Seguro que venían a una revisión y, por lo que se podía ver, lo que se había operado era los senos. Los tenía demasiado grandes para su cuerpo. La verdad era que la mujer se veía ridícula con esos globos enormes apretados en un vestido que gritaba: “¡Estoy aquí!”. No, él no quería nada así de desesperado y patético. Si iba a hacerlo, debía ser algo que fuera con él.

 Hicieron pasar a la de las tetas grandes y también a dos de las que venían por inyecciones. Al parecer había alguien más para lo segundo. Mejor, pensó, pues así lo atenderían más rápido y podría decidirse pronto por lo que de verdad quería para su cuerpo. No es que no lo hubiese pensado pero quería la opinión de un profesional y se supone que el doctor Bellavista era uno de los mejores en su campo. Y para esta nueva vida, para empezar de nuevo, este hombre quería que solo los mejores lo asesoraran y le explicaran cómo sería su vida en el futuro.

 La última mujer que quedó en la sala de espera con él lo miraba a cada rato. Era obvio que ella creía que no se notaba pero era evidente y, francamente, bastante molesto. Era obvio que los hombres, aparte del doctor, eran muy escasos por estos lados. ¿Pero por qué? ¿No se supone que los tipos que se hacen operaciones y cosas de esas habían aumentado en los próximos años? Algo que él no quería ser era el centro de atención. Lo que quería era hacer algo por sí mismo y no por los demás. Debía hablar de eso con el doctor, aunque no sabía que tan pertinente era el tema.

 Cuando por fin lo hicieron pasar, el doctor lo recibió en su consultorio con una sonrisa enorme. Era un hombre de unos cincuenta años, canoso y bastante fornido. No era la imagen del doctor que él tenía en su mente. Su sonrisa era como una crema, calmaba a sus pacientes y los hacía tomar confianza con él en pocos minutos. Esa vez no fue la excepción. Primero hubo preguntas de tipo médico, como alergias y cosas por el estilo. Pero lo segundo fue la operación en sí. En ese momento, el hombre no supo que decir, eligiendo el silencio por unos minutos.

 El doctor le aclaró que no era algo inusual no estar seguro. Le pasaba a la mayoría de los que pasaban por el consultorio. Pero entonces el hombre lo interrumpió y le dijo cuál era la intervención por la que venía. Había leído que el doctor Bellavista era uno de los expertos en esa operación en el país y por eso había acudido a él. Necesitaba el asesoramiento del mejor y ese era él, al parecer. El doctor sonrió de nuevo y le dijo a su paciente que no eran necesarios los halagos. Estaba contento de poder ayudar a la gente a realizarse, a alcanzar su ideal.

 Mientras el paciente se quitaba la ropa detrás de un biombo, el doctor le explica los costos y el tiempo que duraría la operación y la recuperación de la misma. El proceso era largo, por ser una operación que implicaba tanto y que podía complicarse si no se tenían los cuidados adecuados. Eso dependía tanto del médico como del paciente, entonces debía haber un trabajo conjunto muy serio del  cuidado apropiado de la zona que iba a ser intervenida. Todo tenía que ser hecho con mucho cuidado y con una dedicación casi devota.

 El hombre salió desnudo de detrás del biombo y el doctor lo revisó exhaustivamente, con aparatos y sin ellos. Fue para él bastante incómodo pues nunca nadie había estado tan cerca de él sin ropa, o al menos no en mucho tiempo. Se sentía tonto pero sabía que estaba con una persona profesional y no había nada que temer. El doctor terminó la revisión en poco tiempo y de nuevo explicó todo a su paciente. Cuando terminó, preguntó si quería seguir pensándolo o si ese era el procedimiento por el cual él había venido.

 El paciente se puso de pie y le dijo que estaba seguro. Quería poner fecha de una vez, lo más pronto posible. Con la asistente del doctor arreglaron todo y se estrecharon las manos como cerrando el trato. En dos semanas se verían en la clínica para el procedimiento, cuyo proceso de recuperación sería largo e incluso molesto pero sería todo lo que él de verdad quería, al menos en ese momento. Era lo que quería hacer con su vida, no había vuelta atrás.

 Cuando el día llegó, estaba muy nervioso. Recorrió su apartamento varias veces, mirando que nada se le hubiese quedado. Llevaba algo de ropa para cuando saliera del hospital, así como su portátil y algunos libros para distraerse. No sabía si podría usar todo lo que llevaba pero era mejor estar prevenido. Le asustaba la idea de aburrirse mucho más que la del dolor o que algo pudiese pasar durante la operación. De alguna manera, estaba tan seguro de sí mismo, y de lo que estaba haciendo, que no temía nada en cuanto a la operación como tal,

 En el hospital lo recibieron como realeza. Le invitaron al almuerzo y el doctor vino a verlo esa misma noche. El procedimiento era al otro día en la mañana, pero habían pensado que sería mejor para él si viniese antes, como para hacerse a la idea de un hospital. Mucha gente se pone nerviosa solo con los pasillos blancos y las enfermeras y el olor de los medicamentos. Pero él estaba relajado o al menos mucho más de lo que incluso debía estar. El doctor le dijo que esa era prueba de que estaba seguro de lo que quería y eso era lo mejor en esos casos.

 El procedimiento empezó temprano y duró varias horas. No había nadie que esperara fuera o a quien le pudiesen avisar si pasaba algo. Él había insistido en que no quería involucrar a ningún familiar. Además, le había confesado al doctor que no tenía una familia propia, solo algunos hermanos que vivían lejos y poco más que eso. Así que mientras estuvo dormido, nadie se preocupó ni paseó por los pasillos preguntándose que estaría pasando, como estaría el pobre hombre. Era él, solo, metiéndose de lleno en algo que necesitaba para sentirse más a gusto consigo mismo.

 En la tarde, fue transferido a su habitación. La operación duró un par de horas más de los esperado pero no por nada grave sino porque los exámenes previos no habían mostrado ciertos aspectos atenuante que tuvieron que resolver en el momento. Pero ya todo estaba a pedir de boca. Solo se despertó hasta el día siguiente, hacia el mediodía. El dolor de cuerpo era horrible y, en un momento, tuvo que gritar lo que asustó a toda esa zona del hospital. Él mismo se asustó al ver que había una zona que lo ayudaba a orinar pero luego recordó que eso era normal.


 El doctor vino luego y le explicó que todo estaba muy bien y que saldría de allí en unos cinco días pues debían estar seguros de que todo estaba bien. Revisó debajo del camisón de su paciente y dijo que todo se veía bien pero que se vería mejor en un tiempo. Cuando se fue, el hombre quedó solo y una sola lágrima resbaló por una de sus mejillas: era lo que siempre había querido y por fin lo había hecho. De pronto tarde, pero lo había hecho y ahora era más él que nunca antes.

viernes, 21 de octubre de 2016

La muerte de Bigotes

   El viaje desde la veterinaria hasta la casa fue el más deprimente que jamás hubiesen hecho. Ninguno de los pasajeros de la camioneta hablaba, ni siquiera parecía que respiraran. Estaban tan tristes y tan confundidos, que no sabían que hacer o que decir o como actuar. Al fin y al cabo que se les había muerto su querido Bigotes, el gato con el que habían convivido por más de cinco años. No había muerto de vejez sino por una extraña enfermedad que el da a los de su especie. Habían tenido que tomar la decisión de ponerlo a dormir y eso los tenía pensativos a todos.

 En el asiento trasero, iba el pequeño Nico. Había llorado desde por la mañana, cuando encontró a Nico casi sin vida al lado de su plato de comida y agua. Todas las mañanas el niño tenía la costumbre de visitar al gato en su habitación al lado de la cocina. Lo encerraban allí por las noches porque ya había sucedido que se salía a la calle sin previo aviso y se pasaban un buen par de horas buscándolo por todos lados. Así que decidieron cerrar la puerta en la noche y así enseñarle a Bigotes que no podía irse adonde quisiera, cuando quisiera

 Pero eso no había ayudado esta vez. La enfermedad, al parecer, había avanzado lentamente por mucho tiempo y para cuando Nico lo encontró estaba en un estado en el que ya no se podía hacer nada por él. Fue difícil tatar de explicarle a Nico lo que pasaba. Lloraba tanto que no se dejaba explicar lo que sucedía y cuando dejaba de llorar parecía que las palabras no tenían sentido para él. Bigotes era su mejor amigo, dicho por él mismo. La verdad era que el gato y el niño sí tenían una conexión especial, poco común se podría decir.

 Cuando durmieron a Bigotes, Nico empezó a gritar y a patalear tan fuerte que muchas de las mascotas que esperaban ser atendidas tuvieron una pequeña crisis nerviosa por el ruido y el alboroto. El padre de Nico tuvo que sacarlo a la calle y allí calmarlo un poco. Quiso comprarle un helado o caramelos pero el niño se negó, llorando como si tuviera reservas eternas de lágrimas. Cuando volvieron adentro, ya todo estaba hecho y la veterinaria tuvo la buena idea de que el niño pudiese despedirse de su amiguito. Fue un momento muy duro para los padres y el resto de presentes.

 Tuvieron que esperan un rato más pues en el mismo lugar incineraban los cuerpos de las mascotas y daban los restos a la familia para que pudiesen enterrarlas o lanzarlas en algún lugar especial o lo que quisieran hacer. En el viaje de vuelta a casa, la cajita estuvo quieta en el asiento al lado del de Nico, que le echaba miradas a la cajita y parecía estar a punto de llorar de nuevo pero parecía controlarse y no lo hacía. Apenas llegaron a la casa, Nico subió corriendo a su cuarto y se encerró allí sin decir una palabra a sus padres.

 Ellos tomaron la cajita y la pusieron en el cuarto que había ocupado Bigotes. Incluso para ellos había sido una experiencia dura pues en muchos de los recuerdos más alegres de la familia, Bigotes había estado presente. Era la mascota de la familia y tenían miles de fotografías que lo probaban. Nico tenía solo ocho años y para él ese gato había estado allí toda su vida, compartiendo con él y jugando. Debía ser muy duro y los padres trataron de discutir como hacerle entender que era algo normal y que no podía ponerse triste por lo que había ocurrido.

 Al parecer, Bigotes tenía una enfermedad que atacaba a través de la sangre, haciendo que de un momento a otro no pudiese caminar ni hacer ningún movimiento brusco. Era como si el cuerpo se le apagara de un momento a otro. La veterinaria les explicó que era poco común pero que ya lo había visto ocurrir y no había manera de prevenirlo o de hacer nada para remediar la situación. La recomendación de cremarlo también fue de ella pues pensaba que podía ser lo mejor cuando se trataba de enfermedades tan extrañas como esa.

 Esa noche, Nico no quiso bajar a comer. Ni siquiera la promesa de dos bolas de helado con chicles fue suficiente para convencerlo. No quisieron entrar de golpe al cuarto porque querían respetar el duelo de su hijo pero cada cierto rato pasaban frente a la puerta y preguntaban si estaba bien. Él siempre respondía, con la voz desganada y claramente cansado y todavía muy afectado por lo que había pasado. Como era jueves, decidieron no mandarlo a la escuela el viernes y que tuviesen tres días para procesar su dolor por el gato.

 El viernes no salió pero por lo menos dejó que su madre le pusiera en el escritorio un plato con comida. Cuando ella lo buscó más tarde, no había comido casi nada y se la pasaba en el suelo haciendo nada o en la cama acostado sobre su pecho. Les rompía el corazón ver a su hijo así y estuvieron a punto de llamar a un psicólogo infantil pero el papá de Nico dijo que el luto era normal y que Nico debía procesarlo a su manera, sin apurarlo ni nada por el estilo. Debía ser él el que les dijera cuando estuviese listo.

 Para el sábado en la noche, Nico ya salió de su habitación y se quedó con ellos en la sala para ver una película. A propósito, su padre puso una que sabría que le gustaría y el niño se mantuvo entretenido lo que duró la película pero en ningún momento soltó una carcajada ni nada parecido. Pero estaba allí con ellos y eso era un avance. El fin de semana terminó de manera similar aunque cuando lo acostaron el domingo por la noche, Nico preguntó a sus padres que se sentía morir.

 La pregunta los cogió fuera de base. No debía haber sido así pero no sabían muy bien como responder. Tratando de ser cuidadosos, le explicaron al niño que las personas solo morían una vez y que por eso nadie sabía muy bien lo que se sentía. Además, no todos mueren igual entonces por eso era muy difícil responder la pregunta. Entonces, Nico preguntó si a Bigotes le había dolido la inyección de la doctora y ellos se apuraron a decir que no, que seguramente había sentido mucho sueño y que así había ocurrido todo. No preguntó nada más.

 Al otro día ya tenía escuela. Cuando llegó en la tarde parecía más alegre, más energético. Pidió tomar una leche con chocolate y poder ver dibujos animados antes de hacer las tareas. Todo el tiempo que estuvo en la sala se rió de las situaciones que veía y la madre quedó sorprendida. Todo se explicó al otro día, cuando tuvo que ir a la escuela y la profesora le contó que su hijo había preguntado en clase sobre la muerte. Al comienzo había sido difícil responder pues no era una pregunta que hiciese un niño de esa edad en la escuela.

 Pero según la profesora, fueron los compañeros de Nico los que empezaron a responder y a contar sus propias experiencias. La mayoría había tenido mascotas y habían pasado por situaciones parecidas. Los que no tenían mascota, habían tenido familiares que también habían enfermado y muerto y le explicaron a Nico cada una de sus experiencias. La profesora no intervino mucho pero se dio cuenta de que era el mejor espacio para el que niños tan jóvenes hablaran de lo que la muerte era para ellos y como la percibían en sus vidas.

 Cuando sonó la campana del recreo, los niños siguieron hablando del tema y ella tuvo que hacerlos salir para que tomaran aire y comieran algo. Muchos siguieron discutiendo durante el recreo pero cuando volvieron al salón de clase ya todo parecía haber sido hablado porque pudo retomar el tema original de la clase sin ningún problema. El punto era que Nico había superado la situación por el mismo, sin ayuda de nadie y haciendo las preguntas correctas y a las personas correctas. Era eso lo que necesitaba desde el comienzo.


 El fin de semana siguiente fue el entierro de las cenizas de Bigotes en el patio trasero de la casa. Nico no quiso lanzarlas porque quería tenerlo cerca. Sus padres estuvieron de acuerdo. El mismo cavó el huevo, echó las cenizas y tapó con tierra. Cada uno dijo algunas palabras y al final la madre plantó algunas semillas que prometió a Nico crecerían para ser flores hermosas que les recordarían a Bigotes para siempre. El niño sonrió y desde ese día maduró un poco.

viernes, 12 de agosto de 2016

Contacto

   Gracias al traje que tenía puesto, el grito de Valeria no fue Oído por nadie. Los canales de radio estaban cerrados en ese momento y el control de misión estaba esperando a que fuesen reactivados después del corto viaje del equipo dentro de la nave extraterrestre. Valeria tuvo que recomponerse rápidamente y seguir caminando como si no hubiese visto nada pero la impresión la tenía caminando lentamente, como si en cualquier momento alguna de esas criaturas le fuese saltar al cuello.

 Pero no lo hicieron. A los que vieron por ahí no les importaba mucho la presencia del grupo de tres seres humanos. O al parecer ese era el caso. Parecían estar ocupados manejando la nave así que era entendible que no les pusieran atención. Además, era de asumirse que su civilización ya había logrado algo por el estilo anteriormente. En cambio para la Humanidad era solo la primera vez.

 Valeria, el soldado Calvin y el científico Rogers llegaron a un punto de chequeo o al menos eso lo parecía. Una de las criaturas estaba allí, de pie, como esperándolos. Las paredes se hacía más estrechas y les tocaba caminar de a uno, con mucho cuidado. Seguramente el pasillo tenía esa forma de embudo para prevenir un ataque o algún tipo de estampida. El ser que había en la parte más estrecha los observó con atención, o al menos eso habían sentido. No había dicho nada, solo los miraba. Cuando el grupo pasó, despareció.

 Llegaron a una zona muy abierta y no tuvieron que tener el canal de audio abierto para que fuera obvio el sentimiento que los embargaba: era la sorpresa, la incredulidad. Frente a ellos se extendía una hermosa selva. Los árboles eran un poco raros pero estaba claro que eran árboles. Fue en ese momento que restablecieron la comunicación y empezaron a transmitir para todo el mundo. Ese había sido el acuerdo con las criaturas.

 En cada casa del planeta Tierra, pudieron presenciar la belleza de un jardín extraterrestre: había flores flotantes y árboles que se movían según el ángulo de la luz. No había seres en esa zona y los astronautas se preguntaban porqué. Estaban fascinados por semejante lugar, un espacio totalmente inesperado en una nave que hasta ahora había sido bastante seca en su diseño y detalle.

 Se dieron la vuelta cuando se fijaron que los observaban. Allí, si se puede decir de pie, estaba uno de los seres. Más atrás, había otros dos. El ser que estaba más cerca de ellos se acercó lentamente y ellos se le quedaron mirando, fascinados. Cuando estuvo cerca, la criatura pareció cambiar de color y entonces hizo algo que no hubiesen esperado nunca: empezó a hablar en su idioma.

 Valeria era lingüista y antropóloga. Había sido elegida precisamente para tomar nota sobre cada uno de los componentes sociales de los extraterrestres. Su trabajo en la misión era dar información clara de las posibles bases del idioma extraterrestre y t también hacer conclusiones sobre sus costumbres y tradiciones más importantes. Al hablar en idioma humano, el ser había casi hecho obsoleto el punto de tener a Valeria en el equipo. Sus compañeros parecieron compartir el pensamiento pues la voltearon a mirar al instante.

 Las criaturas eran difíciles de comprender: no tenían piernas como las nuestras, más bien algo que parecían raíces pero más gruesas. Tenían varias de ellas pero lo más curioso era que no parecían usarlas mucho: siempre que se movían era como si flotaran un centímetro por encima del piso. Era algo por comprender. Tenían ojos, dos como los seres humanos, pero sin boca ni nariz.  Los brazos parecían ramas de árbol, sin hojas.

 En español, la criatura les dije que eran bienvenidos a la nave espacial y que esperaba que tuvieran una buena estadía. Ellos sonrieron. Valeria fue quién habló primero, impulsada puramente por la curiosidad. Dio un paso al frente y le preguntó a la criatura si podría explicarles las bases de su anatomía a ellos para poder comprender su funcionamiento básico.

 La criatura hablaba en sus mentes. Cuando Valeria terminó de hablar, sus raíces y ramas temblaron y todos concluyeron que el ser estaba riendo. Por fin contestó, explicando que en la sociedad extraterrestre no era algo muy común el explica el funcionamiento biológico del cuerpo. Sin embargo les explicó en segundos que sus cuerpos eran parecidos a los de las plantas terrestres pero mucho más desarrollados. Por eso tenían semejante jardín en la nave: les recordaba su etapa temprano y las selvas de su mundo.

 El ser empezó a “caminar” y los astronautas lo siguieron, adentrándose en la selva. Los árboles se movían para darles paso y no se sentía calor ni humedad. Era muy extraño. Valeria explicó el cuerpo humano mientras caminaban y después la criatura les contó de donde venían exactamente. En los hogares, todo el mundo buscó rápido en internet el lugar del que hablaba la criatura. Era en una constelación cercana.

 Cuando llegaron al otro lado del bosque, la criatura hizo aparecer unas plantas que parecían suaves. Dijo que ellos no tenían la habilidad de doblar su cuerpo pero que los humanos podrían hacerlo para sentarse. Mientras lo hacían, el científico Rogers preguntó sobre la química básica de sus cuerpos. La criatura se demoró en responder pero cuando lo hizo, lo hizo con lujo de detalles.

 La pregunta difícil vino del soldado Calvin: sin tapujos, quiso saber qué hacían las criaturas allí en el sistema solar. Porqué estaban aparcados sobre Júpiter y porqué habían demorado tanto tiempo en revelar su presencia. La criatura pareció reír de nuevo y les comunicó que la curiosidad humana era algo muy interesante. Al soldado solo le respondió que eran una nave de exploración nueva y que habían elegido Júpiter como objeto de investigación por sus características peculiares. Aclaró que revelar su presencia nunca había sido una prioridad en su misión.

 Valeria intervino entonces. Quiso saber si las criaturas tenían algún deseo a favor o en contra de la humanidad. El ser le respondió casi al instante: la verdad era que su civilización no había sabido de la existencia de los seres humanos hasta que habían llegado a Júpiter y reconocieron las señales electromagnéticas de varias naves que habían cruzado por el sistema solar. Eran señales primitivas pero existían rastros. Cuando se enteraron de la humanidad, pensaron retirarse pero su planeta decidió que lo mejor era establecer contacto.

 El científico y el soldado le pidieron que les explicara eso. La criatura se movió entonces de manera extraña, como si estuviera incomodo por las preguntas. Sin embargo respondió: un concejo de sabios había decidido que valía la pena hacer contacto, para beneficiar a ambas sociedades. Por eso ellos estaban allí ahora, por eso la nave extraterrestre se había dejado detectar por los aparatos humanos. Era una decisión de su gobierno y debía respetarla. Para todos fue obvio que él no compartía la decisión.

 Era difícil definir sentimientos y propósitos en las palabras que les ponía la criatura en la mente. Era como oír un dictado hecho por una máquina, en la que todo se oye igual pero no lo es. La criatura les propuso un paseo por otra de las salas en las que podrían aprender más de su mundo y sus costumbres. Pensaba que era mejor que estar allí, “perdiendo el tiempo”.

 Mientras caminaban hacia el espacio del que había hablado la criatura, los astronautas seguían pensando en la expresión usada por el ser. Podía ser que “perder el tiempo” no fuese algo que ellos entendieran. Podía ser un error o tal vez una elección de palabras poco cuidada. Pero los intrigaba porque podía significar mucho más de lo que parecía.


 El cuarto al que llegaron era como un museo diseñado para mentes y manos humanas. Estuvieron allí varias horas. El ser solo los miraba, sin decir ni hacer nada. Cuando hubo que marcharse, la criatura dio una ligera venia y se retiró. Ellos fueron transportados a su nave por un rayo de luz. Estaban agradecidos de ver algo familiar. Además, había mucho trabajo que hacer en ese primer día y mucho que pensar.

viernes, 10 de junio de 2016

El jarabe

   El jarabe que me había dado el doctor tenía un sabor horrible. No era algo sorprendente ya que prácticamente todos los jarabes sabían horrible, no importa de que sabor se supone que sea. Este era para mi garganta, pues la tenía bastante gastada por culpa de la gripa. Por un par de días no había podido hablar del dolor y el jarabe fue como magia para mi cuerpo, pues ya al otro día podía hablar con normalidad. Decidí ser juicioso y tomarme la cucharada que debía tomarme cada tantas horas sin falta. No deseaba quedarme con ese horrible dolor toda la vida.

 Lo malo de todo era que tenía que seguir trabajando, haciendo cosas para ganar al menos un poco de dinero para seguir viviendo. Mi trabajo consistía en moverme de un lado al otro de la ciudad, vendiendo productos por catalogo a quienes lo solicitaran. Internet hacía la mayoría del trabajo pero había quienes preferían hacerlo con un ser humano porque así podían hacer preguntas que serían respondidas al instante. Y la gente siempre tenía muchas preguntas.

 Cuando iba por la mitad del jarabe, tuvo que visitar a una señora mayor al otro lado de la ciudad. La casita en la que vivía no era nada muy especial por fuera. Sin embargo por dentro era como entrar en un museo de hace cincuenta años. Todo estaba perfectamente conservado pero nada de lo que había por ahí era actual. Lo único que contrastaba con el diseño general era el celular que la mujer cargaba en la mano.

 Tuve que llevar mi tableta electrónica para mostrarle a la mujer los productos. Mientras ella veía lo que había, me contaba de su hija la psicóloga, quien era la persona que le había recomendado el servicio. Me hablaba de ella como si yo la conociera y francamente no tenía idea de quién me estaba hablando. Debía ser que otro vendedor se había encargado de ella o que pedía por internet y la señora no entendía muy bien lo que eso significaba.

 Le tuve mucha paciencia. De hecho, estuve toda la tarde allí, esperando a que mirara cada una de las secciones del catalogo, incluso aquellas que obviamente a ella no le interesaban, como la de los juguetes o la de aparatos electrónicos. Me sirvió leche entera, que no puedo tomar porque soy intolerante a la lactosa, y varias galletas de avena que parecían hechas por ella misma.

 Las galletas me las comí despacio pues estaban algo secas y tuve que pedirle agua para poder comerlas. Le expliqué lo de la leche pero la señora no entendía nada de la lactosa y de las horribles cosas que me pasarían si me ponía a tomar leche. El caso es que me dejó servirme un vaso de agua en la cocina. Aprovechando, me tomé mi cucharada de jarabe ahí mismo.

 Esa jugada no fue la más inteligente. Siempre se me olvidaba que el medicamento me daba un sueño tremendo, una sensación debilitante bastante desagradable. Era como si me curar a partir de la destrucción de todo lo que era mi ser. Cuando me preguntó sobre el tipo de madera que habían usado para la tapa de un piano, yo ya estaba medio dormido, con la sensación de tener la cabeza inflada y llena de humo. Le respondí a partir de mi memoria y miré el reloj. No era tan tarde como creía pero tampoco tan temprano como para no irme.

 Le pregunté a la mujer si podíamos seguir otro día y ella me dijo que le parecía lo mejor. Sin embargo, me pidió que le repitiera lo que había pedido para asegurarse de no haber pedido algo innecesario y también para saber si se le había olvidado algo. Fue el momento más complicado de mi vida. Me sentía peor que borracho, me sentía a la merced de cualquier persona. Como pude, fui diciendo uno a uno los nombres de los productos que había ido anotando.

 Me esforzaba por pronunciar bien cada nombre, por no equivocarme y parecer un idiota. Sentí que el tiempo se dilataba y que cada palabra que salía de mi boca tomaba años para salir en verdad, como si fuera un truco de magia muy lento. Al terminar miré a la mujer y, como yo la veía, parecía calmada y no del todo extrañada por mi comportamiento. Mientras ella pensaba si faltaba algo, tomé más agua.

 Cinco minutos después estaba en la puerta, despidiéndome con un apretón de manos que de pronto fue muy fuerte. No se me podía pedir que controlara la fuerza en ese caso. Me sentía muy extraño y lo único que quería era volver a mi casa. Creo que tuve un ataque de pánico apenas estuve en la calle y tuve la suerte de no estar en un sitio concurrido ni nada por el estilo. Sentía mis dientes castañar y el sonido de mis rodillas al temblar.

 Decidí respirar profundo y caminar hacia la avenida, que no quedaba muy lejos de allí. Eran solo dos calles. Esa era mi primera misión. Ya después habría otras pero lo importante era ir paso a paso. Así que puse un pie frente al otro y empecé a caminar hacia la avenida. El mundo no se quedaba quieto, me daba vueltas y tenía unas ganas terrible de vomitar. Era la primera vez que el jarabe me sentaba así de mal.

 Tal vez había sido la mezcla con la galletas de avena viejas o ese sorbo que había tomado de la leche a petición de la mujer. Era ofensivo cuando alguien no creía que uno supiera sus propios gustos. Era algo insultante pero tuve que concederle el deseo a la anciana para que mi tiempo allí terminara lo más rápido posible.

 Cada paso lo daba como si sus pies fueran de plomo. Los exageraba mucho para poder sentir que estaba avanzando. Muchas veces me pasaba que creía haber caminado y de verdad no me había movido del mismo sitio. Era algo horrible pero eso al menos me había pasado en casa un domingo, cuando había tomado el jarabe y me habían dado ganas de ir al baño. Lo único terrible de esa historia es que tuve que cambiar las sabanas cuando recobré mi estado mental normal.

 Cuando por fin llegué a la avenida, tomé aire y respiré intranquilo. Sentía que sudaba frío, que las gotas me resbalaban por la nuca y por las sienes. Traté de no mirar a nadie a los ojos pero fracasé olímpicamente. Caminé hacia una parada de bus cercana y sentí como todo el mundo me miraba a mi. Me miraban de arriba abajo como si fuera un monstruo caminando suelto por ahí. Yo no mantenía la mirada con nadie y solo miré la calle, esperando que apareciera un taxi pronto.

 Jamás me subía a los taxis en mi ciudad. Los conductores eran groseros y no tenían ni idea de manejar. Además, cobraban como si estuviesen llevando a la reina de Inglaterra y no a mí, un pobre diablo que apenas y tenía un trabajo con el cual poder seguir viviendo de manera más o menos decente. Mantuve la mano arriba mientras pasaban los carros y por fin paró uno. Lo miré y, aunque la imagen era brillante, supo que sí era un taxi. Me subí con torpeza a la parte trasera y el conductor arrancó.

 Me preguntó para donde iba pero yo no podía hablar de inmediato. Necesitaba recuperar mis fuerzas. Sin embargo hice el mayor esfuerzo y dije algo que no supe que fue pero al parecer sí había sido mi dirección porque el hombre no volvió a preguntarme nada. Sin embargo, no confiaba en mí mismo así que saqué mi celular y busqué mi nombre. Tenía escrita mi dirección por si se me perdía el aparato alguna vez, aunque ningún ladrón devuelve nada en estos tiempos.

 Le mostré la dirección al hombre y creo que asintió. En el asiento trasero de ese taxi me sentí morir. Quería llorar y gritar y patear y hacer otro montón de cosas porque me sentía débil y a punto de perder el conocimiento. El viaje parecía no parar y yo miraba por la ventana y hacia delante moviendo las piernas con desespero, cruzando los dedos porque parara ya.

 Cuando por fin lo hizo, me enredé sacando dinero y creo que le di más de lo que era. No me importó, no en ese momento. Salí a la calle con mi maletín en una mano y mi celular en la otra. Caminé derecho y descubrí que sí estaba en mi edificio. Minutos después la ropa estaba por el piso y yo estaba metido en la cama temblando.


 ¡Maldita medicina! Y yo no decía nada porque la porquería sirve y, ¿qué sentido tendría quejarse de lo que sirve?