Los zapatos ya estaban atrás, hechos pedazos
por lo duro del camino y porque era peor tenerlos puestos que no tener nada.
Las medias también desaparecieron eventualmente, no mucho después. Su paso era
lento pero constante, no había día que no caminara, no había día que no moviera
su cuerpo hacia delante y planeara algo que hacer. Debía hacerlo o sino
perdería la razón.
Con frecuencia hablaba solo o fingía hablarle
alguna persona que no estaba allí. Era algo necesario para que no se volviera
loco. Eso podría parecer que no tenía sentido pero era mejor para él gritar
decirlo todo en voz alta, para que sus ideas fueran lo más claras posibles y
sus ganas no se vieran reducidas a nada por el clima y las diferentes cosas que
pudiesen pasarlo en un día normal caminando por el mundo.
Seguían habiendo animales y esos podían ser
los encuentros más difíciles. Había algunos que parecían haber crecido. Ahora
era más atemorizantes que antes y había que saber evitarlos. Si eso no era
posible, había que saber como asustarlos para que se alejaran con rapidez o él
pudiese alejarse con rapidez. Había osos y lobos y gatos salvajes e incluso
animales más pequeños pero igual de agresivos. Al fin y al cabo la escasez de
comida era general y a todos les tocaba tratar de encontrar comida en un mundo
donde no quedaba mucho.
Con el tiempo, además de los zapatos y las
medias, perdió toda la demás ropa y solo se quedó con una chaqueta que había
encontrado en uno de los muchos edificios abandonados. Le quedaba grande,
llegándole hasta por encima de las rodillas. Era una chaqueta gruesa, que daba
calor y tenía una superficie muy caliente en el interior. Era perfecta para
dormir en la noche en sitios fríos o para evitar tocar el suelo cuando estaba
cubierto de vidrios o de piedras.
Gente ya no había o no parecía haber. Mucha
había muerto en las revueltas del pasado y otros habían perecido después, por
la falta de comida y de oportunidades de supervivencia. Porque en el mundo ya
no había nada de lo de antes. El mundo conectado que había habido por tanto
tiempo ya no existía y ahora tocaba conformarse con uno que apenas podía
mantenerse vivo.
Era difícil tener que viajar y caminar todo el
tiempo, pero así eran las cosas y no tenía sentido quejarse de nada. Cuando
empezó, todo era más difícil: lloraba seguido y pensaba que moriría después de
unos días. Pero fue encontrando comida, fue planeando a partir de mapas viejos
y del clima que cada vez era más cálido y pesado. Supo defenderse y solo siguió
adelante, sin mirar atrás.
Por supuesto, recordaba a sus padres, al resto
de su familia, a sus amigos e incluso a esas personas que solo veía una vez a
la semana en el supermercado o lugares por el estilo. Todo los días pensaba en
todos ellos y se preguntaba que había pasado, como habrían sido sus últimos
días en la Tierra. Esperaba que ninguno de ellos hubiese sufrido. Eso era lo
único que uno podía esperar. De resto era difícil exigir mucho pues no había de
donde ponerse quisquilloso.
Los primeros meses se desplazó por todo su
país únicamente, a veces siguiendo las carreteras y otras veces siguiendo los
lindes marcados de muchos de los terrenos que habían pertenecido, alguna vez, a
los poderosos. Se reía de eso. Se reía de la gente que había acumulado riquezas
de todo tipo y ahora ya no estaba por ninguna parte. Estaban muertos y de nada
les servía tener todo lo que habían tenido. A la muerte le da igual cuantas
propiedades tiene alguien.
La carretera era más fácil de recorred pero
había el inconveniente de que muchos de los animales más agresivos se habían
dado cuenta de lo mismo. No era extraño ver grupos de lobos pasearse campantes
por la carretera, como si fueran vacaciones. Eran seres inteligentes y se daban
cuenta de todo lo que el hombre había construido y trataban de sacarle provecho.
No solo a las carreteras sino también a los campos que ahora eran lugares con
hierba crecida pero mucho alimento sin controlar.
Pero casi siempre llegaban primero los más
rápidos y acababan con todo. Los tiempos de compartir y ser amable se habían terminado
hacía mucho. Los pájaros acababan con un cultivo en unos pocos minutos y los
lobos atacan a los animales menores y solo dejaban los huesos. El humano que
viajaba descalzo muy pocas veces podía comer carne porque, además del problema
de no encontrarla, estaba el lío para cocinar y que el humo no alertara a los
depredadores.
En esos casos, comía la carne cruda. El sabor
era asqueroso al comienzo pero después se fue acostumbrando. Tenía que comer lo
que había, lo que encontrara, o sino moriría de hambre y esa no era una opción
que se planteara. Era algo extraño pero seguía echando para adelante, seguía
pensando que valía la pena seguir viviendo.
Era un mundo vuelto al revés, al borde del
colapso total. Era algo que se podía ver todos los días, al atardecer, cuando
las partículas de las explosiones nucleares flotaban en el aire y se veían allá
arriba, como estacionadas, recordándole a la poca humanidad que había que su
tiempo se había terminado.
Sin embargo, él seguía adelante. Escalaba
montañas y hacía los mayores esfuerzos para comer al menos una vez al día,
fuesen bichos o carne cruda o solo plantas que otros animales no hubiesen
atacado ya. Muchas veces tenía que parar y hacer una pausa en su vida salvaje.
Al fin y al cabo, seguía siendo un ser humano. Seguía necesitando cosas que los
humanos habían juzgado necesarias.
Un ejemplo de ello era el baño. Se metía al
menos dos veces a la semana en algún río o lago para quitarse la suciedad
acumulada en la piel. Se limpiaba con hojas o con objetos que hubiese
encontrado en el camino. En los bolsillos de la chaqueta guardaba pequeños
tesoros, como una pequeña esponja de baño casi nueva, y los conservaba cerca
como si fueran sus más grandes tesoros.
Cuando estaba en el río, o donde fuese, usaba
la esponja con cuidado y sentía, por algunos momentos, que volvía a ser un ser
completamente civilizado. Sonreía y se imaginaba estando en uno de esos grandes
baños en los que hombres y mujeres compartían anécdotas y noticias en el
pasado. Eran baños agua caliente y con mucho vapor pero eran relajantes. De
esos casi no había. En todo caso su imaginación era interrumpida siempre por
algún aullido o algún otro sonido que le recordaba que el mundo ya no era el
mismo.
No lloraba. Era algo raro. No sabía si era que
no podía o si no tenía razones reales para hacerlo. El caso es que no lo hacía
nunca, así se golpeara en los pies o si se le clavaba una espina o un vidrio en
alguna parte del cuerpo. No había lagrimas. Lo que había, era insultos y
gritos. Porque se había dado cuenta que los animales todavía le tenían
aprensión a la voz humana y cuando pensaban que había muchos cerca, simplemente
no se acercaban. Al menos tenía una ventaja todavía y la usaba cuando estaba
frustrado.
Estarse moviendo todo el día era difícil.
Hubiese querido poder quedarse en un solo sitio y vivir allí para siempre, tal
vez incluso morir en un sitio de su elección. Pero, al parecer, ya no podría
elegir nada en su vida. Le tocaba aceptar lo que había y seguir adelante. Ya no
había felicidad ni tristeza. Todo era un sentimiento tibio, ahí en la mitad de
todo en el que no había cabida para nada demasiado complejo.
Alguna vez se encontró a otro ser humano.
Estaba agonizando entre los escombros de una casa que parecía haberse venido
abajo. Quien sabe cuanto había podido vivir ahí. Pero todo termina y así había
terminado la pobre, sepultada por su propio hogar. Lo único que él hizo fue
seguir caminando y no mirar atrás. No valía la pena.
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