Toda vez que fuese la primera, me ponía
nervioso. Era algo que me pasaba desde que era pequeño y tenía que ir a la
escuela, de nuevo, cada año. El primer día de clases era una tortura pues
muchas veces era en un lugar nuevo, con personas nuevas. Y cuando no lo era, no
estaba seguro de si quedaría con mis amigos o con otros con lo que no
simpatizaba mucho que digamos. Era una tortura tener que vivir esa
incertidumbre una y otra vez. Esto no era nada diferente.
Me había mirado la cara varias veces antes de
salir, en el espejo del baño y en el que había en el recibidor. Tenía la
sensación de que no iba bien vestido pero tampoco sabía como solucionar el
problema. Me había puesto ropa formal pero no nada muy exagerado tampoco. No
quería que creyeran que estaba teniendo alucinaciones, creyendo que me iban a
contratar como el ejecutivo del año en la empresa o algo por el estilo. Solo
quería dar a entender que era responsable y ordenado.
Decidí salir con tiempo por dos razones: eso
me daba la posibilidad de tomar el bus que iba directo y era más barato que un
taxi pero también me daba la oportunidad de relajarme un poco y no estar tan
tenso. Esa era la idea al menos porque la verdad no me calmé en los más mínimo
durante todo el recorrido y eso que fue de casi una hora. El efecto había sido
el contrario: esperar y esperar aumentaban mi tensión y podía sentir dentro de
mi como me circulaba la sangre, haciendo mucha presión.
El autobús lo tuve que esperar algunos
minutos, cosa que no redujo mucho aquella tensión. Iba con tiempo y se suponía
que nada de eso me tenía que poner tenso y, sin embargo, estaba moviendo los
pies sin descanso y daba vueltas en la parada como si fuera un tigre esperando
que lo alimenten. Las personas que estaban en el lugar me miraban bastante pero
no parecían interesados de verdad sino solamente curiosos. Al fin y al cabo,
para ellos todo el asunto no era nada nuevo.
Ya en el bus, tuve un momento de indecisión
para elegir la silla en la que iba a
sentarme. Tanto me demoré en decidir que las sillas se ocuparon y tuve que
mantenerme de pie, con la mano firmemente agarrada a uno de los tubos que pasan
por encima de las cabezas de los pasajeros. Mi mano parecía querer pulverizar
el tubo y varias veces tuve que recordarme a mi mismo que tenía que respirar y
relajarme, no podía seguir así como estaba o simplemente moriría de un infarto.
Cerrar los ojos y respirar lentamente fue la clave para no morir allí mismo.
El viaje en el autobús se sintió mucho más
largo de lo que había esperado. Eso sí, me tomó una hora ir de un punto a otro
pero como estaba tan desesperado, había vivido el recorrido como si la
distancia hubiese sido el triple. Lo peor fue cuando, en un momento dado, sentí
que estaba sudando: una gota resbaló desde la línea de mi cabello, por todo el
lado de mi cara, hasta el mentón. Allí se había quedado y luego caído al suelo
del bus. Obviamente sentía que todos me miraban, pero nadie lo hacía.
Cuando el autobús paró para recoger pasajeros,
aproveché para limpiarme la cara. No estaba tan sudoroso como pensaba pero de
todas maneras me limpié y traté de mantener la calma. Tratando de no ser muy
evidente, me revisé debajo de las axilas muy sutilmente para saber si había
manchado la camisa recién planchada que tenía puesta. Sí se sentía un poco
húmedo pero no tanto como yo pensaba. Traté en serio de respirar pero no me
sentía muy bien. Sentía que me ahogaba.
Traté de no hacer escandalo. Respiré como pude
por la nariz y apreté el tubo al que estaba garrado con mucha fuerza. Creo que
una lágrima me resbaló por la cara pero no lo hice mucho caso. Solo traté de
poder respirar un poco más. Cuando sentí que el oxigeno fluía de nuevo, tomé un
gran respiro y me limpié la cara. Fue entonces que, como por arte de magia, me
di cuenta que por fin había llegado adonde quería estar. Casi destruyo el botón
de parada del bus con el dedo.
Apenas bajé, sentí como si el mundo por fin
estuviese lleno de aire para respirar. Estaba temblando un poco y me di cuenta
de que casi había tenido una crisis nerviosa. Ya de nada servía seguirme
diciendo que me relajara y que no tenía razones para preocuparme. Todo eso no
servía para nada puesto que yo siempre vivía las cosas de la misma manera, nada
puede cambiar el hecho de que me den nervios al estar tan cerca de algo que me
pone en una tensión increíble. Así soy.
Tenía que caminar un poco para llegar adonde
necesitaba. Tenía aún unos cuarenta y cinco minutos para respirar el aire de la
ciudad, relajarme cruzando por andenes y un parque pequeño, hasta llegar a un
conjunto de torres de oficinas que parecían haber sido construidas hacía muy
poco tiempo. Automáticamente, saqué mi celular para revisar la dirección, a
pesar de haberla buscado un sinfín de veces antes de salir. Solo quería
asegurarme de que todo estuviese bien. Me detuve un momento para tomar aire y
entonces me dirigí a uno de los edificios.
Me revisó un guarda de seguridad y luego pasé
a la recepción para decir que venía por una entrevista de trabajo. Se suponía
que era una formalidad, pero yo nunca me he creído eso de que las cosas estén
ya tan seguras antes de hacerlas. No creo que nada sea seguro hasta que hay
contratos o hechos de por medio que lo garanticen. Por eso estaba nervioso y
por eso siempre lo estoy cundo se trata de cosas que pueden irse para un lado o
para el otro. Nada es cien por ciento seguro, ese es mi punto.
La joven recepcionista me dijo que tomara el
ascensor al séptimo piso. Me dio también una tarjeta para poder pasar por los
torniquetes de acceso al edificio. Fue un momento divertido pues era como
entrar a una estación de tren pero sin viajar a ningún lado, a menos que se
cuente el corto trayecto en ascensor como un viaje. Apenas entré en el aparato,
dos personas más lo hicieron conmigo pero se bajaron bastante pronto. Solo estaba
yo para ir al séptimo piso. El ascensor no hacía ruido.
Cuando se abrieron las puertas, tuve que tomar
otra bocanada de aire. Me sentí muy nervioso de repente y tuve que caminar
despacio hasta una nueva recepción, donde otra joven mujer me miró un poco
preocupada pero pareció olvidar su preocupación cuando le dije a lo que venía.
Marcó un número en un teléfono, habló por unos pocos segundos y entonces me
dijo que esperara sentado a que vinieran por mi. Frente a ella había algunas
sillas donde se suponía que debía esperar.
Pero elegí no sentarme, ya había estado mucho
tiempo sentado en el bus. Quería estirar un poco la espalda puesto que el
retorno a casa iba a ser del mismo modo. Con la mirada recorrí el lugar y
detallé que no había cuadros de ningún tipo en el lugar, ni siquiera afiches o
algo por el estilo. Todo era gris, casi tan lúgubre como el espacio de trabajo
de un dentista. No había nadie más en la sala de espera. Solo estábamos yo y la
señorita recepcionista que parecía estar leyendo una revista.
El ascensor se abrió en un momento dado y
salieron algunas personas, todas evitando mirarme a los ojos. Me pareció algo
muy raro, aunque no del todo extraño. Volvían al trabajo de comer y seguro
tendrían sueño en unos minutos. Era la parte más difícil del día.
Por fin, la persona que había venido a ver
vino por mi. Sentí que era mis piernas las que me hacían mover y no yo. Nos
dirigimos a su oficina y fue muy amable. Tan amable de hecho que su primera
pregunta fue: “¿Cuando puedes empezar?”
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