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lunes, 12 de marzo de 2018

Adiós a la República


   Las explosiones se sucedieron la una a la otra. Desde la terraza del apartamento se veían con claridad los focos que se estaban encendiendo poco a poco a lo largo y ancho de la ciudad. Era casi un milagro que tuvieran semejante vista del caos que estaba desatándose por todas partes, pero ciertamente no había sido nada planeado. La fiesta había sido programada hacía mucho tiempo y todos los asistentes sabían que iban a estar allí, en una ladera de la montaña, observando la ciudad de noche.

 También estaba claro que todos sabían muy bien del estado de las cosas en el país: después de un periodo breve de estabilidad, las cosas se habían puesto feas de nuevo. Pero, como siempre en el pasado, empezaron por ponerse mal en lugares donde no vivía mucha gente. A las personas de las grandes ciudades poco o nada le importaban las cosas que pasaban allá lejos, donde no vivían ni compraban, donde no tenían propiedades ni había actividades que les interesaran.

  Las explosiones les recordaron el país en el que vivían y el momento por el que muchos estaban pasando. Mientras ellos bebían champaña y hablaban de su última compra, fuera un automóvil ultimo modelo o un viaje al Caribe, allá abajo la gente sufría. No inmediatamente abajo, donde estaban los barrios de los ricos y poderosos, barrios con cercas y patrullas de seguridad por todas partes. No, mucho más allá, donde la tierra empieza a aplanarse y la gente se mezcla con más facilidad.

 Algunos podían jurar que oían los gritos de las personas cerca de las explosiones. Pero eso era imposible puesto que los focos que se encendían, enormes hogares hechas de un fuego incontrolable, estaban muy lejos y debía ser imposible escuchar a nadie desde el lugar en el que estaban. Alguien entró de repente, un mesero, escuchando una radio que puso sobre una de las mesas cubiertas con una tela que podría pagar la comida de su familia por días. Él escuchaba las noticias.

 Al parecer, un grupo había surgido de la nada y reunía a miles de personas que se habían cansado del estado de las cosas. Las explosiones al parecer no eran ataques contra la población sino contra aquellos que había amasado fortunas y propiedades, haciendo que todas las riquezas del país fuesen solo de ellos, unos pocos, y no de todos. Según la mujer que hablaba por la radio, una enorme turba de estos rebeldes caminaba a esa hora, casi en silencio y a oscuras, hacia la sede central del gobierno. Al parecer, la idea era cercar al presidente y a quienes estuvieran por ahí a esa hora.

 De pronto hubo otra explosión y esa generó gritos y un escandalo apabullante. La onda explosiva rompió la vitrina del salón y tumbó a algunas de las personas al suelo. La bomba había explotado ahí abajo, ahora sí en los barrios donde muchos de ellos vivían. Y ahora sabían que estaban escuchando gritos, sabían que lo que sucedía les sucedía a sus familias, amigos y conocidos. Allí abajo, había un edificio entero en llamas y había gente vestida completamente de negro marchando por doquier.

 Aunque algunos de los asistentes a la fiesta salieron corriendo del susto, la mayoría supo pensarse mejor las cosas y se quedaron quietos donde estaban. De hecho, cerraron las puertas del lugar e hicieron silencio. Estaba claro que los rebeldes estaban buscando gente, tal vez utilizando las bombas para hacer que la gente saliera de sus casas y ahí matarlos o quien sabe qué hacerles. Estaba claro que eran unos animales y que venían por ellos para sacrificarlos por los crímenes que creían haber cometido.

 Hay que decir que nadie en ese salón de fiesta pensaba en si mismo como un criminal. Era cierto que muchos eran dueños de grandes empresas y consorcios que habían ganado millones a través de contratos con el gobierno y con empresas de gente del gobierno. Todo era un pequeño circulo en el que la misma gente siempre se rotaba los negocios y el dinero. Prácticamente nunca surgía alguien nuevo y si eso sucedía, era porque alguien lo manejaba o era el hijo desconocido de algún magnate.

 Muchos de los asistentes, ahora agazapados en el suelo e incluso debajo de las mesas, tenían tierras en otras regiones. La mayoría las tenían produciendo aún más dinero, fuera con plantaciones de alguna fruta o verdura o con ganado de gran calidad. Nada se perdía en sus manos. Excepto las mismas tierras que alguna vez habían pertenecido a otros pero que con la guerra y la sangre se habían ido pasando de mano en mano hasta llegar a ellos. Y su manera de compensar eran con unos pocos trabajos mal pagados.

 Otra explosión sacudió el recinto. Esta vez, había ocurrido en el edificio en construcción junto a la puerta principal del club. Vieron como las vigas se incendiaban en poco tiempo y como el cemento y el hierro se prendían como una antorcha en medio de la noche. Era gracioso como cuando se fue la luz no pensaron en nada malo y solo lo hicieron cuando la primera llamarada se encendió allá lejos, como una almena olvidada hace años. Ahora en cambio estaban asustados, temían por sus vidas. Su poder y riqueza era obsoleto en ese preciso instante.

 Muchos se arrepentían de estar allí. Tantas fiestas y tantos eventos a los que asistían, solo para que los demás pudiesen ver lo ricos y poderosos que seguían siendo. Porque incluso entre ellos había una pelea a muerte por saber quién estaba arriba de todos, quién era el pez más gordo. Y tenía que ser uno de ellos porque ciertamente no era el presidente ni ninguno de los profundamente corruptos senadores y representantes que hacían de todo menos su trabajo. Eran ratas en un barco que se hundía.

 Ratas que sabían muy bien como manejarse en ese barco y como resistir allí hasta el final. Eran ellos los que hacían que el país diese dos pasos hacia delante, para que las personas en casa pensaran que las cosas no estaban tan mal como lo decían algunos. Pero luego, sin cámaras ni tantos bombos y platillos, tomaban decisiones que hacían que todo quedara exactamente igual, sin ningún cambio. Era como si al país se le aplicara cada cierto tiempo una delgada capa de maquillaje.

 Sin embargo, ahora se necesitaría mucho más que maquillaje para tapar el hecho de que todo lo que había sido el país iba rodando cuesta abajo. La corrupción ya no era sostenible puesto que, en los campos, ya no había nada más que robar. Y el dinero en las ciudades no era eterno tampoco, aunque podrían estirarlo por décadas si es era la idea. Sin embargo, los rebeldes cortaron todo ese proceso de un tajo, en un solo día. Terminaron con un proceso de siglos en segundos.

 Rebeldes no es la palabra adecuada pero tal vez no sea del todo inadecuada. Son rebeldes porque no quisieron seguir con la norma establecida pero la palabra tiene una connotación tan negativa, que es casi imposible no pensar en un rebelde como alguien sucio y sin educación que lo único que quiere es hacer que el mundo sea como él o ella lo piensan, sin importar el bienestar de todos. Pues bien, eso último no eran ellos. E incluso si lo hubiesen sido, la verdad era que ya no tenía ninguna importancia.

 De repente, un grupo de hombres y mujeres vestidos de negro entraron en el salón. Tenían armas pero también mochilas que parecían llenas. Los asistentes a la fiesta pensaban que hasta allí habían llegado sus vidas, por lo que ofrecieron la nuca en silencio, aceptando su destino.

 Pero los llamados rebeldes no los mataron. Los encadenaron con unas esposas plásticas bastante seguras. Los hicieron salir de allí y seguirlos en caravana. Todos iban a ir a la plaza fundacional de la ciudad. En ese lugar moriría la antigua república. Tal vez habría un nacimiento. Tal vez…

miércoles, 15 de marzo de 2017

Primeras veces

   Toda vez que fuese la primera, me ponía nervioso. Era algo que me pasaba desde que era pequeño y tenía que ir a la escuela, de nuevo, cada año. El primer día de clases era una tortura pues muchas veces era en un lugar nuevo, con personas nuevas. Y cuando no lo era, no estaba seguro de si quedaría con mis amigos o con otros con lo que no simpatizaba mucho que digamos. Era una tortura tener que vivir esa incertidumbre una y otra vez. Esto no era nada diferente.

 Me había mirado la cara varias veces antes de salir, en el espejo del baño y en el que había en el recibidor. Tenía la sensación de que no iba bien vestido pero tampoco sabía como solucionar el problema. Me había puesto ropa formal pero no nada muy exagerado tampoco. No quería que creyeran que estaba teniendo alucinaciones, creyendo que me iban a contratar como el ejecutivo del año en la empresa o algo por el estilo. Solo quería dar a entender que era responsable y ordenado.

 Decidí salir con tiempo por dos razones: eso me daba la posibilidad de tomar el bus que iba directo y era más barato que un taxi pero también me daba la oportunidad de relajarme un poco y no estar tan tenso. Esa era la idea al menos porque la verdad no me calmé en los más mínimo durante todo el recorrido y eso que fue de casi una hora. El efecto había sido el contrario: esperar y esperar aumentaban mi tensión y podía sentir dentro de mi como me circulaba la sangre, haciendo mucha presión.

 El autobús lo tuve que esperar algunos minutos, cosa que no redujo mucho aquella tensión. Iba con tiempo y se suponía que nada de eso me tenía que poner tenso y, sin embargo, estaba moviendo los pies sin descanso y daba vueltas en la parada como si fuera un tigre esperando que lo alimenten. Las personas que estaban en el lugar me miraban bastante pero no parecían interesados de verdad sino solamente curiosos. Al fin y al cabo, para ellos todo el asunto no era nada nuevo.

 Ya en el bus, tuve un momento de indecisión para  elegir la silla en la que iba a sentarme. Tanto me demoré en decidir que las sillas se ocuparon y tuve que mantenerme de pie, con la mano firmemente agarrada a uno de los tubos que pasan por encima de las cabezas de los pasajeros. Mi mano parecía querer pulverizar el tubo y varias veces tuve que recordarme a mi mismo que tenía que respirar y relajarme, no podía seguir así como estaba o simplemente moriría de un infarto. Cerrar los ojos y respirar lentamente fue la clave para no morir allí mismo.

 El viaje en el autobús se sintió mucho más largo de lo que había esperado. Eso sí, me tomó una hora ir de un punto a otro pero como estaba tan desesperado, había vivido el recorrido como si la distancia hubiese sido el triple. Lo peor fue cuando, en un momento dado, sentí que estaba sudando: una gota resbaló desde la línea de mi cabello, por todo el lado de mi cara, hasta el mentón. Allí se había quedado y luego caído al suelo del bus. Obviamente sentía que todos me miraban, pero nadie lo hacía.

 Cuando el autobús paró para recoger pasajeros, aproveché para limpiarme la cara. No estaba tan sudoroso como pensaba pero de todas maneras me limpié y traté de mantener la calma. Tratando de no ser muy evidente, me revisé debajo de las axilas muy sutilmente para saber si había manchado la camisa recién planchada que tenía puesta. Sí se sentía un poco húmedo pero no tanto como yo pensaba. Traté en serio de respirar pero no me sentía muy bien. Sentía que me ahogaba.

 Traté de no hacer escandalo. Respiré como pude por la nariz y apreté el tubo al que estaba garrado con mucha fuerza. Creo que una lágrima me resbaló por la cara pero no lo hice mucho caso. Solo traté de poder respirar un poco más. Cuando sentí que el oxigeno fluía de nuevo, tomé un gran respiro y me limpié la cara. Fue entonces que, como por arte de magia, me di cuenta que por fin había llegado adonde quería estar. Casi destruyo el botón de parada del bus con el dedo.

 Apenas bajé, sentí como si el mundo por fin estuviese lleno de aire para respirar. Estaba temblando un poco y me di cuenta de que casi había tenido una crisis nerviosa. Ya de nada servía seguirme diciendo que me relajara y que no tenía razones para preocuparme. Todo eso no servía para nada puesto que yo siempre vivía las cosas de la misma manera, nada puede cambiar el hecho de que me den nervios al estar tan cerca de algo que me pone en una tensión increíble. Así soy.

 Tenía que caminar un poco para llegar adonde necesitaba. Tenía aún unos cuarenta y cinco minutos para respirar el aire de la ciudad, relajarme cruzando por andenes y un parque pequeño, hasta llegar a un conjunto de torres de oficinas que parecían haber sido construidas hacía muy poco tiempo. Automáticamente, saqué mi celular para revisar la dirección, a pesar de haberla buscado un sinfín de veces antes de salir. Solo quería asegurarme de que todo estuviese bien. Me detuve un momento para tomar aire y entonces me dirigí a uno de los edificios.

  Me revisó un guarda de seguridad y luego pasé a la recepción para decir que venía por una entrevista de trabajo. Se suponía que era una formalidad, pero yo nunca me he creído eso de que las cosas estén ya tan seguras antes de hacerlas. No creo que nada sea seguro hasta que hay contratos o hechos de por medio que lo garanticen. Por eso estaba nervioso y por eso siempre lo estoy cundo se trata de cosas que pueden irse para un lado o para el otro. Nada es cien por ciento seguro, ese es mi punto.

 La joven recepcionista me dijo que tomara el ascensor al séptimo piso. Me dio también una tarjeta para poder pasar por los torniquetes de acceso al edificio. Fue un momento divertido pues era como entrar a una estación de tren pero sin viajar a ningún lado, a menos que se cuente el corto trayecto en ascensor como un viaje. Apenas entré en el aparato, dos personas más lo hicieron conmigo pero se bajaron bastante pronto. Solo estaba yo para ir al séptimo piso. El ascensor no hacía ruido.

 Cuando se abrieron las puertas, tuve que tomar otra bocanada de aire. Me sentí muy nervioso de repente y tuve que caminar despacio hasta una nueva recepción, donde otra joven mujer me miró un poco preocupada pero pareció olvidar su preocupación cuando le dije a lo que venía. Marcó un número en un teléfono, habló por unos pocos segundos y entonces me dijo que esperara sentado a que vinieran por mi. Frente a ella había algunas sillas donde se suponía que debía esperar.

 Pero elegí no sentarme, ya había estado mucho tiempo sentado en el bus. Quería estirar un poco la espalda puesto que el retorno a casa iba a ser del mismo modo. Con la mirada recorrí el lugar y detallé que no había cuadros de ningún tipo en el lugar, ni siquiera afiches o algo por el estilo. Todo era gris, casi tan lúgubre como el espacio de trabajo de un dentista. No había nadie más en la sala de espera. Solo estábamos yo y la señorita recepcionista que parecía estar leyendo una revista.

 El ascensor se abrió en un momento dado y salieron algunas personas, todas evitando mirarme a los ojos. Me pareció algo muy raro, aunque no del todo extraño. Volvían al trabajo de comer y seguro tendrían sueño en unos minutos. Era la parte más difícil del día.


 Por fin, la persona que había venido a ver vino por mi. Sentí que era mis piernas las que me hacían mover y no yo. Nos dirigimos a su oficina y fue muy amable. Tan amable de hecho que su primera pregunta fue: “¿Cuando puedes empezar?”

viernes, 18 de noviembre de 2016

Hamburguesa

   Lo que yo buscaba no era solo algo de comer. Era más que eso, eran ganas de complacer mi gusto por la comida, de en verdad sentir que estaba dándole lo que quería a mi cuerpo. Normalmente, uno come y se deja llevar por un gusto pasajero. De pronto ese día dieron ganas de comer una ensalada o de comer un buen pedazo de carne de cerdo o tal vez lo que quería era algo de beber, algún jugo específico. Pero no, esa vez era algo que iba más allá de un simple gusto. Quería tener un momento en el que estuviera solo yo con lo que iba a comer.

 Lo que yo quería era una hamburguesa. Eso sí, quería la mejor hamburguesa. Muchos me dijeron después que podía haber comprado el producto congelado en el supermercado y después haber cocinado un par en casa si es que tenía mucha hambre. Pero no, es que el caso no solo era de hambre sino algo más allá de un estómago vacío. Es gracioso pero todavía es difícil de explicar, como si fuera algo que me superara. El caso es que esa vez no fui a ningún supermercado pues quería lo mejor y, tengo que admitir, que no soy tan buen cocinero.

 Además hay días que uno no quiere comer en casa. De vez en cuando es bueno salir y al menos observar cómo pasa el mundo mientras se alimenta al cuerpo. Eso sí, no soy bueno comiendo solo y prefiero que alguien me acompañe para poder charlar y llevar una agradable conversación que haga de la comida un momento todavía mejor. No todo el mundo es buena compañía para comer, en eso creo que la mayoría estará de acuerdo conmigo. Pero una buena conversación puede mejorar bastante el sabor de una comida.

 Pero volvamos a ese día. Tengo que confesar que el día anterior había salido con un amigo y habíamos bebido una buena cantidad de cervezas entre los dos. No había bebido tanto como para emborracharme pero me había hecho falta comer para que la bebida no me hubiera hecho dormir de la manera que lo hizo. Tan grave fue la cosa que llegué a mi casa hacia las dos de la madrugada y me desperté alrededor del mediodía. Nunca dormía tanto y menos por haber bebido sólo cerveza. Lo bueno era que no había resaca ni nada por el estilo.

 Es de entender entonces que tenía mucha hambre. Al levantarme fui a buscar ala cocina a ver que había pero era uno de esos días en que todo parece haberse evaporado. Había solo una caja de gelatina, unas manzanas y un paquete de pan que tuve que tirar porque estaba mohoso. Tomé una manzana y me comí la mitad. El hambre que tenía no era de manzana y por eso me detuve y la guardé para después. Era tan seria la cosa que me senté en la cama y me puse a pensar de que tenía hambre y cuál podría ser el plan del día.

 Así fue que me dio por una hamburguesa. Claro que tenía que ser de res. Las de pollo o de pescado no eran lo mismo y ni que decir de las vegetarianas. Nadie dice que sean feas ni nada parecido pero es que mi necesidad en ese momento era la de comer algo que me llenara no solo el estómago sino también el alma y nada lo iba a hacer igual que una hamburguesa de carne de res. Obviamente me la imaginé acompañada de papas fritas, que por alguna razón no había comida hacía bastante tiempo, más de un año incluso.

 Lo raro fue que, junto a la hamburguesa y las papas fritas, me imaginé también un recipiente plástico lleno de cierta bebida gaseosa de color negro, muy azucarada y con buena cantidad de hielo. Era extraño porque, francamente, a mi no me gustan las bebidas gaseosas. No tomo nunca y prefiero cualquier jugo de fruta antes que un vaso de ese veneno para el cuerpo. Y sin embargo ahí estaba ese vaso alto y frío en mi imaginación, seduciéndome de una manera que ningún ser humano nunca podría llegar a igualar.

 Me puse de pie y salí corriendo a la ducha. Me quité la ropa entusiasmado y me duché lo más rápido que pude. En mi cabeza seguí planeando: ¿adonde iría por la hamburguesa? Pensé en varios centros comerciales, en varios restaurantes e incluso en tiendas pequeñas donde vendían cosas para comer. Pero mientras me ponía ropa, fue cuando me di cuenta que no tenía una idea clara de adonde ir. Sí, tenía hambre y sabía muy bien lo que quería pero, como dije antes, no podía ser cualquier hamburguesa. Tenía que salir complacido de la experiencia, sin discusión.

 Recurrí a internet para averiguar cuál era la mejor hamburguesa de la ciudad. Las opciones eran varias, ninguna de las cuales me llamara mucho la atención. Para la mayoría de esas listas, la presentación era lo más importante, sin importar si la hamburguesa era solo un pequeño bocado y la cantidad de papas no era suficiente ni para llenar a un bebé. No, esa no era la manera de afrontar la situación. Dejé el portátil de lado, me puse una chaqueta y decidí salir al centro comercial más grande de la ciudad, donde tendría varias opciones a elegir.

 No demoré mucho en llegar y sin embargo mi hambre había aumentado a niveles casi críticos. El estómago rugía mientras subía al último piso del centro comercial por las escaleras eléctricas. Puedo jurar que una pareja se me quedó mirando después de que mi estómago había hecho una imitación perfecta de una morsa. Decidí hacerme el tonto mirando para otro lado. Esos momentos incomodos podían esperar otro día. En ese momento lo que urgía era la comida.

 La zona de comidas del centro comercial estaba a reventar, al fin y al cabo que era sábado en la tarde. No había pensado en ese inconveniente: hacer fila en el sitio de mi elección prolongaría mi agonía. Pero no, primero había que encontrar el lugar y después sí pensaría en como hacer para no enloquecerme por la espera. Me di una vuelta en circulo por todos los locales. Muchos vendían cosas que yo no quería, así que fue fácil descartarlos. Pero cada vez que veía la palabra “hamburguesa” o su imagen, lo anotaba mentalmente.

 Al finalizar el recorrido, tenía contabilizados veintisiete lugares donde vendían hamburguesas. De esas fácilmente se podían eliminar más de la mitad pues estaban en lugares donde ni  la carne de res ni las hamburguesas eran una especialidad, así que no tenía sentido alguno pedir de allí. También eliminé los lugares que ofrecían otros acompañantes diferentes a papas fritas. No había manera de no cumplir también con esa parte. En fin, tras eliminar algunos, quedaron sólo cinco lugares.

 En cada uno de ellos se veía todo muy rico y el olor en general me estaba volviendo loco. Fue raro pero por un momento me sentí abrumado y tuve que recostarme contra una columna para tomar aire. Creo que había sido una combinación de falta de hambre con la ansiedad de saber que comer. Me dio un poco de risa en ese momento, pues me di cuenta de que estaba siendo demasiado dramático con todo el asunto. Era tan sencillo como elegir un lugar y simplemente probar. Además, seguramente una sola hamburguesa no sería suficiente para mi hambre.

 Me decidí al final por un lugar que visitaba bastante de niño. La clientela no era ni poca ni mucha y parecían ofrecer gran variedad de ingredientes en la hamburguesa. Como el hambre me pedía más y más, decidí ordenar la de doble carne. Cuando la cajera me ofreció agrandar las papas fritas, le dije que sí casi al instante y de un grito, creo que la asusté. Me recosté en la misma columna de antes esperando a mi pedido. Mientras tanto me invadió la emoción de que ya casi iba a obtener lo que había querido desde el inicio del día. Creo que todo el mundo sabe cómo se siente.


 Recogí el pedido minutos después y elegí una silla alta, como de bar, para sentarme a comer. Desenvolví la hamburguesa y me llegó de ella un olor que hizo que todo mi cuerpo vibrara de emoción. Sin ánimo de darle más largas al asunto, le di una buena mordida. Creo que nunca me he sentido mejor en mi vida. El sabor recorrió cada célula de mi cuerpo y, por un momento, puedo decir que fui la persona más feliz en la faz de la Tierra. Y no, no creo que esté exagerando. Fue una de esas comidas que jamás podré olvidar, por una gran cantidad de razones.

jueves, 21 de abril de 2016

La espera

   Apenas se despertó, se puso a hacer la limpieza general del sitio. Limpió cada rincón del apartamento, desempolvó cada objeto y tuvo que ponerse una máscara para no estornudar mientras hacia la limpieza. Cuando por fin terminó con la primera parte, limpió los baños con varios productos de limpieza y también la cocina. Eso le tomó un poco más de tiempo hasta que, a la hora del almuerzo, ya todo estaba perfecto.

 Pero no tenía tiempo de descansar: apenas hubo terminado, entró a la ducha y se lavó el pelo con champú y usó un jabón especial que había comprado hacía poco en el supermercado. Cuando salió de la ducha lo primero que hizo fue mirar la hora en su celular. Todavía tenía tiempo de sobra para cambiarse y comer. Fue escogiendo cada prenda de vestir con cuidado, desde la ropa interior hasta los zapatos. Todo tenía que quedar bien con lo demás para que hubiese algo así como una armonía. Se adornó a si mismo con algunas gotas de perfume.

 Para comer tenía en la nevera una ensalada ya lista y pasta fria con verduras. No la calentó porque así sabía bien y no quería demorar más tiempo del debido. Comer no le tomó ni veinte minutos. Cuando terminó, tiró a la basura los contenedores plásticos, se lavó las manos y luego los dientes y entonces se sentó en el sofá de la sala de estar a esperar a que llegara el momento, que no debía demorar.

 Mientras esperaba, se tomaba los dedos y los masajeaba suavemente. Movía algunos objetos de la mesa de café para volverlos a poner en el mismo sitio. Se puso de pie cuando recordó que había dejado el celular cargando en la habitación. No le faltaba mucho pero igual se puso a esperar allí, de pie, junto al celular. Aburrido y viendo que no pasaba nada, tomó el aparato y se puso a jugar su juego favorito.

 Cuando estaba en un nivel bastante difícil, fue cuando el timbre del intercomunicador sonó y corrió a la cocina para contestar. Pero cuando contestó no era nada. Es decir, el hombre de la recepción le dijo que se había equivocado de apartamento. Él apenas suspiró y colgó un poco frustrado. La ropa ya le estaba incomodando y no era nada divertido tener que esperar por tanto tiempo.

 Decidió sentarse en el sofá y poner algo en la tele mientras tanto. Se puso a pasar canales hasta que llegó a uno de esos que muestran documental de animales en África y se puso a ver el programa. Pero estaba tan cansado por el esfuerzo de más temprano, que poco a poco se fue quedando dormido, hasta que se recostó por completo y cerró los ojos por unas tres horas. Era una siesta que necesitaba y no recordó nada ni a nadie antes de quedar dormido.

 Se despertó de golpe, en la mitad de la oscuridad, varias horas después. El televisor seguía encendido en el mismo canal, pero ahora estaban mostrando algún tipo de programa de armas antiguas o algo por el estilo. Se dio cuenta que había babeado un poco sobre el sofá y había arrugado un poco la ropa. Tuvo que ir al baño para limpiarse la cara, orinar, limpiarse la cara de nuevo y planchar con las manos el traje para que no se notara que había dormido con él puesto.

 Fue a mirar el celular y tuvo que encender las luces de todo pues ya era de noche. Ya era tarde y lo más probable es que no llegara ya. Se suponía que iba a pasar en la tarde así que no sabía qué hacer. Miraba la hora y se daba cuenta de que tenía hambre de nuevo pero a la vez pensaba que todavía era posible que viniera pues no había avisado ni dicho nada. De pronto tenía mucho que hacer en el momento y no había podido alertarle.

 Se sentó en la cama y, por varios minutos, se quedó pensando en todo un poco. Se consideró un idiota por pensar que esta vez iba a ser la vencida pero también se aplaudió por ser esta vez quien tomara la iniciativa. Había alistado su propia casa y así mismo por completo, cosa que no hacía por cualquiera. Trató de voltearlo todo, y decidió que todo lo había hecho por él. Pero después de unos minutos de pensarlo, le pareció la idea más tonta de la vida.

 A las ocho de la noche empezó a quitarse la ropa. Dobló cada prenda con cuidado y las fue guardando en sus cajones específicos. Cuando quedó solo en ropa interior, también se la quitó, la dobló y guardó y echó a todo un poco de perfume para quedara oliendo con ese rico olor a madera. De otro cajón sacó un pantalón de pijama y una camiseta vieja. Normalmente no se ponía la camiseta pero la noche estaba muy fría.

 Fue a la cocina y sacó de la nevera una de esas pizzas de horno para hacer en un momento. Precalentó el horno un rato y puso la pizza dentro y vio como se iba cocinando. A cada rato mirando al intercomunicador o a la puerta, esperando que hubiera ruido de alguno de los dos, pero eso no parecía posible.

 Casi se quema sacando la pizza del horno. La puso en un plato grande y se la llevó a su habitación con una lata de gaseosa de naranja. Tenía listo un capitulo de una serie en su portátil y se comió toda la pizza viendo el programa que, al menos, le sacó un par de carcajadas. Como estaba demasiado cansado, a las once de la noche puso el plato en la mesa de noche con los cubiertos y la lata vacía. El portátil lo dejó también allí. Apagó la luz y se dispuso a dormir.

 A la mitad de la noche, las tres de la mañana según el reloj del celular, se despertó de golpe cuando un trueno cayó casi al lado de la ventana. El susto lo hizo quedar sentado y de repente sintió un dolor de cabeza horrible. Decidió ir al baño, orinar y tomar una pastilla para el dolor. Tomó un poco de agua y volvió a la cama. Esta vez no se quedó dormido tan rápido. Miró caer la lluvia por varios minutos y pensó muchas cosas con el suave sonido del agua golpeando el vidrio.

 Cuando se quedó dormido, soñó que estaba en un campo verde enorme que parecía no tener fin. Solo había algunos árboles pero nada más. Y él caminaba y caminaba y no llegaba a ningún lado. Y así corriera o se quedara quieto, el lugar era eterno. Parecía no tener fin y el brillo del verde del pasto parecía aumentar cada cierto tiempo. Era hermoso pero a la vez extremadamente falso y desesperante. Sin embargo, siguió caminando hasta que cayó.

 Y se convirtió en uno de esos sueños en los que caes y caes y caes y nunca te detienes y sientes que pasas por el ojo de una aguja y luego por otro huevo y así. Y todo parece oscuro pero también rojo, como si ahora no vieras por colores sino por temperaturas. Sentirse sin peso, simplemente caer y caer, era extraño. Desesperante pero daba cierta paz que era difícil de describir.

 Cuando se despertó en la mañana, se dio cuenta que había dado varias vueltas en al cama, pues la sábanas estaban revueltas por todo lado. Ese día desayunó en la cama y se demoró para ir a la ducha. Al fin y al cabo era sábado y no pretendía hacer de ese día uno de mucha actividad. Ya había hecho eso el día anterior y quería lo exactamente opuesto. Le enojaba pensar lo que había hecho antes.

 Llevó todo lo sucio a la cocina y lo dejó ahí. Lo lavaría después de ducharse y ponerse ropa. Estuvo tentado a llamar a la recepción y preguntar si alguien había venido o pedir que le avisaran cuando llegara alguien, pero eso no tenía sentido. Al fin y al cabo era el trabajo del hombre hacer precisamente eso, así que pedirlo no tendría sentido alguno. Así que dio media vuelta y se fue al baño.

 Dejó la ropa tirada en un montoncito en el suelo y encendió la ducha para que el agua se calentara mientras se cepillaba los dientes. Entró a la ducha momentos después con el cepillo en la boca. El agua tibia le hacía bien y parecía quitarle un enorme peso de encima, en especial de los hombros y la cabeza. Era como si se quitara una armadura enorme que nunca había necesitado.


 Entonces sintió sus manos en su cintura, subiendo a su pecho. Y se dio cuenta que había estado tan ensimismado que no lo había oído entrar. Dejó caer el cepillo al suelo y disfrutó el momento, único e irrepetible.