El dolor corporal al momento de levantarse
ya se había vuelto costumbre. Alicia había decidido no tomar medicamentos para
todo y por eso ahora tenía que vivir con todos sus dolores y molestias, día y
noche. Era peor en las mañanas, apenas se despertaba. No era solo la pereza de
ponerse de pie como tal, sino el dolor de pies a cabeza que no la dejaba vivir
en paz por algunos minutos. Tenía que respirar lentamente e ir reconociendo
cada parte de su cuerpo, como si fuera nuevo.
Esta técnica se la había enseñado el señor
Páez, el sicólogo que había visitado durante un año después del incidente. Por
supuesto, sus dolores no habían sido el punto de discusión de la mayoría de sus
sesiones, pero había sido tratado porque él creía que todo lo que pasara con Alicia
tenía algo que ver con lo que había ocurrido hacía ya cinco años, en esa casa
de campo que Carlos había alquilado de repente, sin consultarle. Páez le
atribuía todo a ese momento en su vida y ella no sabía si eso era lo correcto.
En la casa de campo había vivido uno de los
peores momentos que puede sufrir cualquier persona. No es fácil ver como la
persona amada, la que es más cercana a uno, se quita la vida de un momento a
otro, de una manera tan sencilla como si se tratara de tomar agua o de echarla
mantequilla al pan. Pasó todo tan rápido que uno no pensaría que las
consecuencias fueran tan grandes pero lo fueron porque Alicia terminó en un
hospital siquiátrico y en visitas con el doctor.
Ahora ya no iba. En parte porque se suponía
que ya no lo necesitaba pero también porque no quería que de verdad su vida
revoloteara alrededor de ese único hecho trágico en su vida. Era algo
importante pero no podía convertirse en el punto focal de todo. Al fin y al
cabo, Alicia había estado bastante bien por los últimos años. Había dejado de
tener crisis nerviosas y ya no hablaba con paredes ni nada parecido. Era su
mejor momento en años y no lo iba a dañar por tonterías.
No que fuera una tontería el dolor de cuerpo
tan horrible que siempre la invadía en las mañanas. Muy al contrario, ella
pensaba que era lo único que de verdad la amarraba contra el pasado. Lo grave
de verdad era cuando, ocasionalmente, tenía problemas con alguna visión al azar
que ocurría cuando estaba en la casa arreglando cosas o sin mucho que pensar.
Le pasaba que veía a Carlos de nuevo, parado frente a ella como si nada, solo
que su cara se veía reventada por la explosión del disparo de un revolver.
Alicia antes gritaba al ver esa imagen. Ahora solo se daba la vuelta y la
ignoraba.
No era algo frecuente pero había decidido no
decírselo a nadie o medio mundo armaría un lío con ello. La verdad era que a
ella le parecía muy normal verlo a él de vez en cuando, pues lo pensaba mucho
y, muy dentro de sí misma, parecía seguirlo queriendo a pesar de todo. Por eso
lo reconocía cuando aparecía pero si era con la herida de muerte, sabía que se
trataba de una manera de torturarla a ella, de meter un tenedor en su herida
abierta y girarlo, esperando que se retorciera en el piso.
Pero eso no era algo propio de Alicia. Ella no
era de las mujeres que se dejan atropellar por esas cosas de la vida. A pesar
de su estadía en el hospital y de sus visitas al sicólogo, ella tenía una día a
día normal con trabajo y todo lo demás. Veía a sus familiares con frecuencia pero
no tanto como para que empezaran a preguntarle cosas que sabían muy bien que
estaban fuera de los limites. Siempre tenían cuidado con decir las cosas
correctas porque Alicia podía molestarse con facilidad.
A veces podía suceder con ver la televisión,
otras veces solo con escuchar alguna palabra en la calle. Debía controlarse
durante la mayor cantidad de tiempo posible para poder llegar a casa, el único
lugar en el que de verdad podía sentirse tranquila. Normalmente se servía un
vaso de agua con hielo y lo tomaba en silencio para irse calmando lentamente.
Era la única manera de calmarse y de poder controlar todo lo que tenía en la
cabeza, que era bastante más de lo que había pensado nunca.
Era obvio que el doctor
Páez se había equivocado de cabo a rabo. Alicia seguía tan mal como siempre
pero había aprendido a decir las cosas correctas así como a manejarse a si
misma de manera que nadie pudiese pensar que había algo malo con ella. Se había
vuelto una experta en mentir, en el lenguaje corporal y autocontrol. De hecho,
si el doctor hubiese sabido lo que ella hacía, lo más probable es que la
hubiese aplaudido porque ni el más experto hubiese podido ver a través de su
engaño.
Pero eso era cosa del pasado. Ya no volvería a
las consultas porque simplemente sabía que nada sería arreglado por ese medio.
Nadie se recupera de un día para otro después de ver a la persona que más aman
con una pistola apuntándoles al cráneo, para luego ver en una suerte de cámara
lenta como el barril del arma gira y de pronto toda la cabeza de esa persona
parece estallar por todas partes. El cuerpo parece seguir vivo unos momentos
pero es una ilusión. Lo único que existe es el grito desgarrador de la mujer
frente al hombre que amó.
Cuando volvió al apartamento, quitó todas las
fotos que había de él. No quería que cada imagen le recordara ese horrible
momento. Evitaba mencionarlo en público y la gente respetó eso, así algunos no
estuviesen de acuerdo. Por supuesto que no se lo decían de viva voz, pero
creían que era más sano afrontar el tema y no fingir que una persona tan
importante para su vida había desaparecido de pronto, casi como en un truco de
magia. Parecía tener poco respecto por la memoria del muerto.
Pero el respeto no era algo en lo que ella
pensara muy a menudo. Su misión número uno era no tener que luchar cada segundo
de su vida con ese momento, no ver una y otra vez esa horrible imagen frente a
sus ojos, como si se tratase de una vieja película que se queda estancada en un
punto determinado. Nunca iba a olvidar pero eso no quería decir que estuviese
obligada a someterse a ese momento de su vida para siempre. Por eso eligió
hacer lo que hizo y así tratar de encontrar paz.
Apenas tomada la decisión fue cuando empezaron
los dolores de cuerpo. Por ellos sí fue al médico, que le recetó un botiquín
entero de medicamentos. Pero ella los tiró por el lavabo apenas llegó a casa,
porque no quería vivir atrapada por las drogas, no quería vivir en un mundo
donde no fuese ella la que tenía el control. Tenía mucho miedo de que al
suprimir el dolor físico, el mental volviera con mucha más fuerza que antes.
Por eso todos los días se aguantaba, lo mejor que pudiera.
Al fin y al cabo era algo que ya tenía
dominado. El resto de su vida era un trabajo fácil que le pagaba lo
suficientemente bien para vivir y el hecho de tener que visitar a sus familiares
con frecuencia, en parte porque solo los tenía a ellos y en parte porque
seguramente querían saber si ella seguía bien, sin episodios violentos ni nada
de eso. La visita semanal a casa de su madre era tan importante por esas
razones y porque era otro lugar que la calmaba y la hacía sentirse tranquila.
Pero aún así, al menos una vez por semana
también, lo veía a él en algún lugar de la casa. A veces estaba en el comedor,
a veces en la cocina o incluso en el baño. El pobre siempre mira al vacío, al
suelo, y nunca a Alicia que solo lo observa unos segundos.
Menos veces ocurre lo de aparecerse con su
cuerpo después del disparo. Esas veces Alicia da la vuelta y se aleja lo que más
puede. Prende el televisor, la radio y trata de reír para no gritar. Empuja
hasta el fondo todo lo que no puede dejar salir, bajo ninguna circunstancia.
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