Para verlos, había que hacer un recorrido
muy largo desde el embarcadero de la isla hasta su parte más central y aislada.
El único poblado era el que ocasionalmente recibía los ferris con provisiones
de la capital de la provincia, que estaba ubicada a dos días por mar. La razón
para esta conexión era fácil de explicar: el archipiélago era tremendamente
peligroso y el viaje entre ellas era difícil por todos los cambios de vientos,
los torbellinos que se formaban y las anomalías electromagnéticas.
Las historias de naufragios existían por
montones y no había otra manera de llegar a la isla que no fuera por agua. La
construcción de una pista de aterrizaje necesitaría una modificación profunda
de alguna parte de la isla y sus habitantes no dejarían que eso pasara. Y el
resto de poblados estaba tan lejos que ni construyendo mil puentes y carreteras
sobre el agua sería posible llegar a ninguna parte. Además, y tal vez lo más
importante, a la gente de la isla le gustaba estar aislada.
Recibían sus provisiones y eso era todo lo que
necesitaban del mundo exterior. Se trataba más que todo de medicinas,
imposibles de producir en la isla. Lo normal era que trataran sus enfermedades
con hierbas y ungüentos caseros, pero de vez en cuando la medicina moderna
tenía que acudir en ayuda cuando simplemente no se podía hacer nada por la
persona. Era difícil algunas veces pero a todo se acostumbra el ser humano y
sin duda la gente se acostumbró en ese rincón del mundo.
El turismo no era algo muy frecuente pero no
era del todo extraño que, de tiempo en tiempo, algunas personas vinieran a
explorar la isla. Después de todo, buena parte había sido declarada patrimonio
cultural y natural del país, lo que quería decir que era una lugar único por
muchas razones. Solo los turistas de aventura venían, pues sabían que venían a
ver un mundo completamente distinto y que, en ese proceso, no tendrían acceso a
ninguna de las ventajas del mundo moderno.
En la isla no había servicio de teléfono ni de
internet. Lo único que había era un servicio postal, que era útil solo cuando
llegaba el ferri, y un par de estaciones de radio y transmisores que servían
para contactar con la marina en caso de alguna calamidad como un terremoto o
algo por el estilo. De resto, la gente de la isla estaba por su cuenta y eso
era algo que emocionaba a la mayoría de visitantes pues era una manera perfecta
de alejarse de todo por un buen tiempo. Así vivían una experiencia de verdad
única y llena de cosas nuevas.
Diego fue uno de los primeros turistas que
llegó cuando se inició el servicio de ferri, que hoy tiene apenas algunos años
de existir. Con anterioridades, había que llegar a la isla por medio de
embarcaciones privadas. El hombre había leído acerca de la isla en una de esas
revistas sobre la naturaleza que había hojeado en un consultorio dental. Las
fotos eran tan hermosas en ese articulo que Diego decidió buscar una copia de
la revista para su casa y así tener esas imágenes cerca por mucho tiempo.
Sin embargo, pronto no fue suficiente tener
esas fotografías cerca. Diego nunca había sido el tipo de persona que necesita
la aventura para vivir y sin embargo se encontraba al borde de una decisión
increíble. Después de mucho pensarlo, decidió que tenía que ir a ese lugar.
Como pudo, dejó a alguien encargado en su trabajo y compró uno de los billetes
de transporte más caros que jamás había pagado. Además, empezó a hacer compras
para estar bien preparado.
En un solo día, compró una de esas mochilas
enorme para poner dentro todo lo demás. Compró una tienda de campaña, un abrigo
para bajas temperaturas, protector solar, medias térmicas, un termo especial
que conserva el agua fría por más horas, una navaja suiza y muchos otros
objetos con los que fue llenando la mochila, que terminó pesando más de lo
deseado pero nada que Diego no pudiese cargar. Lo otro fue entrenar un poco,
para lo que el hombre tuvo apenas unas semanas.
Iba todos los días al gimnasio y hacía una
rutina bastante intensa en la que el objetivo era quemar grasa y hacer crecer
los músculos par adquirir mayor fuerza. Hubo días en los que fue dos veces al
gimnasio y no quería parar, tanto así que su entrenador tuvo que exigirle
descanso y buena alimentación para no colapsar de un momento a otro. Había
pasado con otras personas antes y pasaría con él si no se tomaba un descanso.
Pero Diego estaba ciego a causa de su objetivo.
Cuando por fin llegó el día, tomó un avión
hacia la lejana capital de la provincia insular y de ahí abordó el ferri, un
barco más bien pequeño pero muy curioso, pues llevaba de todo encima. Desde
bolsas y bolsas de correo hasta automóviles y animales de granja. Las personas
abordo eran igual de diversas: había quienes iban a visitar familiares pero
también gente que claramente trabajaba para el gobierno. Abuelos y niños,
hombres y mujeres. En total, eran unas cuarenta personas, tal vez más o tal vez
menos, Todo estaban felices de ir a la isla.
Cuando llegó, Diego fue recibido con
curiosidad por todo el mundo. Al fin y al cabo, no era muy común ver turista
por allí y menos que vinieran de la capital del país y no de la misma
provincia. Incluso el encargado de la isla, una suerte de alcalde, decidió
buscar a Diego para invitarlo a una cena muy especial en su honor. Diego estaba
tan apenado por la sorpresa que no tuvo opción de aceptar o negarse. Esa noche
bebió y comió como los reyes y se enteró de que la isla era aún más salvaje de
lo que esperaba.
Se quedó en el poblado por una semana,
hablando con varias personas para planear su viaje a pie lo mejor posible.
Quería visitar todos los lugares importantes. Este hecho le valió el
ofrecimiento de los servicios de una chica joven, prácticamente una niña, que
según decían conocía absolutamente toda la isla porque era la mano derecha de
su padre. Este había muerto recientemente a causa del hundimiento de su lancha
de pesca hacía no mucho tiempo. Diego aceptó su ofrecimiento.
El viaje por la isla tomaría otra semana para
completar pero ese era el punto. Comenzaron una mañana de esas azules y
volvieron durante una de las noches más hermosas que ningún hombre o mujer
hubiese visto jamás. Diego se convirtió en uno de los expertos de la isla, pues
tomó fotos de casi todo lo que vio y de lo que no tenía fotografías hizo más
tarde dibujos, que serían replicados una y otra vez en revistas y publicaciones
especializadas. Sin quererlo, se convirtió en científico.
La imagen más curiosa, sin embargo, fue una
que le tomó a la niña guía en una formación rocosa existente en un micro
desierto en el centro exacto de la isla. Pero decir que era de roca no era
correcto. Era más bien arena endurecida por algún proceso natural. El caso es
que, crease o no, la formación de arenisca había tomado la forma de un hombre
alzando los brazos hacia el cielo. Se le veía del pecho a la punta de los dedos
de cada mano, Obviamente no era algo definido pero se veía con claridad.
Ni la niña ni ninguno de los habitantes le
supo decir a Diego si la formación era de verdad natural o si alguien había
intervenido en algún momento para crear semejantes estructuras tan perfectas y
a la vez tan bruscas. Tenían además un atractivo especial, difícil de explicar.
Diego atrajo con sus historias a más personas,
más que todo científicos, que con el tiempo descubrieron nuevos animales y
plantas en la isla pero nadie nunca supo explicar la presencia de lo que pronto
llamaron El coloso del desierto.