Desde siempre, había sido un hombre en
contacto cercano con su sexualidad. A su más tierna edad recordaba siempre
tocarse el pene en público, lo que causaba escenas de molestia y vergüenza en
la familia. Sus padres nunca lo castigaron de manera física pero sí de manera
sicológica, dejándolo solo por largas horas, a veces con Maxi el perro que le
habían comprado, pero otras veces completamente sin ninguna persona que lo
mirara. Entonces hacía lo que quería y aprendió a que la vida muchas veces
tenía dos caras.
Supo bien como manejar esas dos facetas de si
mismo, como poner ante el mundo una imagen de alguien casi perfecto en todo
sentido pero al mismo tiempo ocultar pensamientos que tenía seguido y que no
iban con su edad ni con su apariencia social. Su primer encuentro sexual fue a
los doce años, cuando apenas y estaba entrando a la pubertad. Tenía afán por
ser adulto pero, más que todo, era un afán por ser libre de las ataduras que él
mismo y su entorno le habían puesto desde pequeño.
Había ido al sicólogo en sus años de primaria
y había mentido entonces varias veces, siempre de manera exitosa. Ninguno de
los sicólogos que tuvo, unos tres, notaron nunca sus mentiras ni su manera de
manipular de una manera tan sutil que muchos ni se daban cuenta de lo que
ocurría. Fue así como pudo tener esa primera relación sexual sin que nadie lo
supiera. Había invitado a un amigo mayor del colegio a su casa, uno de esos
días en los que estaba solo, y lo había llevado al sótano en el que tenía su
lugar de juegos.
El sexo era todo lo que él había soñado pero
quería más y fue así que sus mentiras debieron volverse más hábiles, pues
empezó a explorar más de lo que cualquiera de sus compañeros, a esa edad,
experimentaba. Solo cuando tuvo un susto con una de sus citas fue que decidió
parar y reevaluar cómo estaba haciendo las cosas y si debería cambiar el
enfoque que le daba a algo que le daba demasiado placer. Tal vez mucho más del
que jamás se hubiese imaginado. Se dio cuenta que había un problema.
Tantas visitas cuando chico a sicólogos le
hicieron entender que lo que sentía era una obsesión pero no sabía qué hacer.
Probó abstenerse por algún tiempo pero siempre recaía. La tecnología, a su
alcance por todas partes, hacía que todo fuese mucho más sencillo para él pero agravaba
horriblemente su problema. Sentía que en cualquier momento lo podrían atrapar
sus padres o que alguien más lo descubriría y les diría. Incluso se imaginaba
escenas en las que la policía lo atrapaba en la cama con otra persona y
entonces el problema sería para ambos y él sería el culpable.
Fue un acto de malabarismo el que tuvo que
llevar a cabo por varios años, hasta que se graduó del colegio y se matriculó
en la universidad. Con el tiempo, sus impulsos eran menos fuertes, menos
severos. Pero al empezar la universidad todo empezó de nuevo como si fuese el
primer día. No solo el hecho de ser un adulto legalmente era un factor
importante, sino que esta vez no tenía nada que lo detuviera. Sus padres habían
decidido que lo mejor para él, para no ser tan dependiente de ellos, sería que
estudiara en otro país.
Era hijo único y entendía que sus padres
también querían algo de tiempo para ellos, pues habían trabajado toda la vida
para darle una educación y todo lo que quisiera, pero ahora que eran mucho mayores
querían disfrutar de la vida antes de que no pudieran hacerlo. Siempre que les
escribía un correo electrónico o por el teléfono, estaban de vacaciones o
planeando una salida a alguna parte. Le alegraba verlos así, tan felices y
despreocupados, pero le entristecía que no parecían extrañarlo.
Fue eso, combinado con esa nueva libertad, que
lo empujaron de nuevo al mundo del sexo. Cuando se dio cuenta, estaba haciendo
mucho más de lo que jamás había hecho antes. Iba a fiestas privadas casi todos
los fines de semanas y algunos días tenía citas con desconocidos en lugares
lejanos a su hogar. Su compañero de apartamento a veces le preguntaba acerca de
sus llegadas tarde y de su mirada perdida, pero él no respondía nada y pronto
se dieron cuenta de que no eran amigos y las preguntas no tenían lugar.
El momento en el que se dio cuenta de que
tenía un problema grande en las manos fue cuando, por dinero, recurrió a un
tipo que había conocido en una de las fiestas. Este le había contado que hacía
películas para adultos y que le podría conseguir trabajo en alguna de ellas en
cualquier momento. Lo llamó sin dudar, sin pensar en sus padres que le hubiesen
enviado la cantidad que el necesitase, y acordó que se verían en una hermosa
casa en un barrio bastante normal y casual de la ciudad.
Cuando se vio a si mismo en internet, teniendo
sexo con más de una persona a la vez, haciendo escenas fetichistas que nadie
nunca hubiese creído de él, se dio cuenta de que el problema que alguna vez
había creído tener era ahora más real que nunca. Decidió ir a la sicóloga de la
universidad, pero se arrepintió a último momento pues ella podría contarle a
otras personas y eso sería más que devastador. Ya estaba el internet para
diseminar lo que había hecho, no necesitaba más ayuda. Los juramentos de esas
personas tienen limites muy blandos y etéreos.
Fue entonces que decidió dejar de combatir lo
que sentía y se hundió casi de lleno en el sexo y todo lo que había hecho antes
y más. Por primera vez se afectó su desempeño académico, pero no se preocupaba
porque siempre había sido un alumno estrella y sabía que podría recuperarse en
un abrir y cerrar de ojos. Al fin y al cabo, todavía tenía mucho de ese niño
que había armado una personalidad perfecta para mostrar al mundo. Ese niño era
ahora un hombre con esa misma armadura.
En una fiesta en una gran casa con una vista
impresionante, salió a la terraza para refrescarse un poco. El aire exterior
era frío, en duro contraste con el calor intenso que había adentro. No tenía
ropa en la que pudiera cargar cigarrillos, que solo fumaba cuando iba a lugares
así. Entonces solo pudo contemplar la ciudad y sentirse culpable, como siempre,
de lo que hacía. Sabía que estaba mal, sabía que arriesgaba mucho más de lo que
creía. Pero no podía detenerse, medirse. No sabía cómo hacerlo.
Entonces la puerta se abrió y un hombre de
cuerpo y cara muy comunes salió del lugar. Tenía el pelo corto y era de
estatura baja. Le sorprendió ver como cargaba en la mano una cajetilla de
cigarrillos. Se llevó uno a la boca y de la cajetilla sacó un encendedor.
Cuando prendió el cigarrillo, él le pidió uno y el hombre se lo dio sin decir
nada. Debía tener su edad o incluso ser menor. La verdad era difícil de saber
pero no preguntó. Solo fumaron en silencio, mirando los destellos de la ciudad
en la distancia.
Cuando la fiesta acabó, se encontraron en la
salida. Tenían que bajar en coche hasta la avenida, que quedaba cruzando un tramo
de bosque bastante largo. Él pensaba bajar caminando, para pensar, pero el tipo
de los cigarrillos lo siguió y se fueron juntos caminando a un lado de la
carretera. Compartieron el último cigarrillo y solo hablaron cuando estuvieron
en la avenida. Se dijeron los nombres, compartieron redes sociales con sus teléfonos
inteligentes y pronto cada uno estuvo, por separado, camino a casa.
Meses después se reencontraron, por
casualidad, en un centro comercial. Fueron a beber algo y en esa ocasión
hablaron de verdad. Más tarde ese día tuvieron relaciones sexuales y al día
siguiente compartieron mucho más de lo que nunca jamás hubiesen pensado
compartir con alguien salido de esas fiestas.
Con el tiempo, se conocieron mejor y
entendieron que lo que necesitaban era tenerse el uno al otro. No solo para no
ceder a sus más bajos instintos sino para darse cuenta que lo que tenían no era
una obsesión por el sexo sino por el contacto humano, por sentir que alguien
los deseaba cerca, de varias maneras.
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