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lunes, 23 de abril de 2018

Obsesiones


   Desde siempre, había sido un hombre en contacto cercano con su sexualidad. A su más tierna edad recordaba siempre tocarse el pene en público, lo que causaba escenas de molestia y vergüenza en la familia. Sus padres nunca lo castigaron de manera física pero sí de manera sicológica, dejándolo solo por largas horas, a veces con Maxi el perro que le habían comprado, pero otras veces completamente sin ninguna persona que lo mirara. Entonces hacía lo que quería y aprendió a que la vida muchas veces tenía dos caras.

 Supo bien como manejar esas dos facetas de si mismo, como poner ante el mundo una imagen de alguien casi perfecto en todo sentido pero al mismo tiempo ocultar pensamientos que tenía seguido y que no iban con su edad ni con su apariencia social. Su primer encuentro sexual fue a los doce años, cuando apenas y estaba entrando a la pubertad. Tenía afán por ser adulto pero, más que todo, era un afán por ser libre de las ataduras que él mismo y su entorno le habían puesto desde pequeño.

 Había ido al sicólogo en sus años de primaria y había mentido entonces varias veces, siempre de manera exitosa. Ninguno de los sicólogos que tuvo, unos tres, notaron nunca sus mentiras ni su manera de manipular de una manera tan sutil que muchos ni se daban cuenta de lo que ocurría. Fue así como pudo tener esa primera relación sexual sin que nadie lo supiera. Había invitado a un amigo mayor del colegio a su casa, uno de esos días en los que estaba solo, y lo había llevado al sótano en el que tenía su lugar de juegos.

 El sexo era todo lo que él había soñado pero quería más y fue así que sus mentiras debieron volverse más hábiles, pues empezó a explorar más de lo que cualquiera de sus compañeros, a esa edad, experimentaba. Solo cuando tuvo un susto con una de sus citas fue que decidió parar y reevaluar cómo estaba haciendo las cosas y si debería cambiar el enfoque que le daba a algo que le daba demasiado placer. Tal vez mucho más del que jamás se hubiese imaginado. Se dio cuenta que había un problema.

 Tantas visitas cuando chico a sicólogos le hicieron entender que lo que sentía era una obsesión pero no sabía qué hacer. Probó abstenerse por algún tiempo pero siempre recaía. La tecnología, a su alcance por todas partes, hacía que todo fuese mucho más sencillo para él pero agravaba horriblemente su problema. Sentía que en cualquier momento lo podrían atrapar sus padres o que alguien más lo descubriría y les diría. Incluso se imaginaba escenas en las que la policía lo atrapaba en la cama con otra persona y entonces el problema sería para ambos y él sería el culpable.

 Fue un acto de malabarismo el que tuvo que llevar a cabo por varios años, hasta que se graduó del colegio y se matriculó en la universidad. Con el tiempo, sus impulsos eran menos fuertes, menos severos. Pero al empezar la universidad todo empezó de nuevo como si fuese el primer día. No solo el hecho de ser un adulto legalmente era un factor importante, sino que esta vez no tenía nada que lo detuviera. Sus padres habían decidido que lo mejor para él, para no ser tan dependiente de ellos, sería que estudiara en otro país.

 Era hijo único y entendía que sus padres también querían algo de tiempo para ellos, pues habían trabajado toda la vida para darle una educación y todo lo que quisiera, pero ahora que eran mucho mayores querían disfrutar de la vida antes de que no pudieran hacerlo. Siempre que les escribía un correo electrónico o por el teléfono, estaban de vacaciones o planeando una salida a alguna parte. Le alegraba verlos así, tan felices y despreocupados, pero le entristecía que no parecían extrañarlo.

 Fue eso, combinado con esa nueva libertad, que lo empujaron de nuevo al mundo del sexo. Cuando se dio cuenta, estaba haciendo mucho más de lo que jamás había hecho antes. Iba a fiestas privadas casi todos los fines de semanas y algunos días tenía citas con desconocidos en lugares lejanos a su hogar. Su compañero de apartamento a veces le preguntaba acerca de sus llegadas tarde y de su mirada perdida, pero él no respondía nada y pronto se dieron cuenta de que no eran amigos y las preguntas no tenían lugar.

 El momento en el que se dio cuenta de que tenía un problema grande en las manos fue cuando, por dinero, recurrió a un tipo que había conocido en una de las fiestas. Este le había contado que hacía películas para adultos y que le podría conseguir trabajo en alguna de ellas en cualquier momento. Lo llamó sin dudar, sin pensar en sus padres que le hubiesen enviado la cantidad que el necesitase, y acordó que se verían en una hermosa casa en un barrio bastante normal y casual de la ciudad.

 Cuando se vio a si mismo en internet, teniendo sexo con más de una persona a la vez, haciendo escenas fetichistas que nadie nunca hubiese creído de él, se dio cuenta de que el problema que alguna vez había creído tener era ahora más real que nunca. Decidió ir a la sicóloga de la universidad, pero se arrepintió a último momento pues ella podría contarle a otras personas y eso sería más que devastador. Ya estaba el internet para diseminar lo que había hecho, no necesitaba más ayuda. Los juramentos de esas personas tienen limites muy blandos y etéreos.

  Fue entonces que decidió dejar de combatir lo que sentía y se hundió casi de lleno en el sexo y todo lo que había hecho antes y más. Por primera vez se afectó su desempeño académico, pero no se preocupaba porque siempre había sido un alumno estrella y sabía que podría recuperarse en un abrir y cerrar de ojos. Al fin y al cabo, todavía tenía mucho de ese niño que había armado una personalidad perfecta para mostrar al mundo. Ese niño era ahora un hombre con esa misma armadura.

 En una fiesta en una gran casa con una vista impresionante, salió a la terraza para refrescarse un poco. El aire exterior era frío, en duro contraste con el calor intenso que había adentro. No tenía ropa en la que pudiera cargar cigarrillos, que solo fumaba cuando iba a lugares así. Entonces solo pudo contemplar la ciudad y sentirse culpable, como siempre, de lo que hacía. Sabía que estaba mal, sabía que arriesgaba mucho más de lo que creía. Pero no podía detenerse, medirse. No sabía cómo hacerlo.

 Entonces la puerta se abrió y un hombre de cuerpo y cara muy comunes salió del lugar. Tenía el pelo corto y era de estatura baja. Le sorprendió ver como cargaba en la mano una cajetilla de cigarrillos. Se llevó uno a la boca y de la cajetilla sacó un encendedor. Cuando prendió el cigarrillo, él le pidió uno y el hombre se lo dio sin decir nada. Debía tener su edad o incluso ser menor. La verdad era difícil de saber pero no preguntó. Solo fumaron en silencio, mirando los destellos de la ciudad en la distancia.

 Cuando la fiesta acabó, se encontraron en la salida. Tenían que bajar en coche hasta la avenida, que quedaba cruzando un tramo de bosque bastante largo. Él pensaba bajar caminando, para pensar, pero el tipo de los cigarrillos lo siguió y se fueron juntos caminando a un lado de la carretera. Compartieron el último cigarrillo y solo hablaron cuando estuvieron en la avenida. Se dijeron los nombres, compartieron redes sociales con sus teléfonos inteligentes y pronto cada uno estuvo, por separado, camino a casa.

 Meses después se reencontraron, por casualidad, en un centro comercial. Fueron a beber algo y en esa ocasión hablaron de verdad. Más tarde ese día tuvieron relaciones sexuales y al día siguiente compartieron mucho más de lo que nunca jamás hubiesen pensado compartir con alguien salido de esas fiestas.

 Con el tiempo, se conocieron mejor y entendieron que lo que necesitaban era tenerse el uno al otro. No solo para no ceder a sus más bajos instintos sino para darse cuenta que lo que tenían no era una obsesión por el sexo sino por el contacto humano, por sentir que alguien los deseaba cerca, de varias maneras.

viernes, 3 de abril de 2015

Dioses de Islandia

   Johanna y Odín se casaron a finales de los años setenta, después de muchos años de ser de los pocos jóvenes islandeses hippies. Desde el día que se unieron en matrimonio, no se despegaron el uno del otro. Tuvieron tres hijos que criaron en su granja en el este del país y con ella los alimentaron y pudieron mandarlos a la universidad. Cuando fueron algo mayores, dejaron la isla e hicieron vidas propias lejos del pequeño país. Pero Johanna y Odín nunca quisieron dejar lo que tenían allí: la granja, los animales, ese clima que les encantaba y las impresionantes vistas que habían ayudado a que ellos se enamoraran el uno del otro.

 Ya se acercaban a los setenta años pero seguían tan vivaces como siempre lo habían sido. En las mañanas Odín sacaba las ovejas de su corral y Johanna empezaba a hacer la masa del pan que vendía en la tienda del pueblo más cercano. También vendían la leche de las ovejas, su lana por supuesto y a veces hacían queso pero era un trabajo tan dispendioso que no era algo muy frecuente. Vivían lejos del poblado más cercano, ubicado a dos valles de distancia. Eran unas dos horas de viaje y por eso estaban algo desconectados del mundo, al menos físicamente. Por otra parte, tenían teléfono y televisión e incluso contemplaron la instalación de internet, ya que la línea de fibra óptica pasaba cerca pero nunca se decidieron.

 Fue cuando cumplieron los sesenta que se dieron cuenta que el mundo había empezado a cambiar más allá de lo que ya habían visto en los años anteriores. Se hablaba de una guerra lejos, en los continentes con los que le país más hacía intercambio. Al comienzo, no le hicieron mucho caso a las noticias y la televisión estatal casi no informaba sobre el tema. Después, un día que Odín tuvo que ir al pueblo a vender sus productos, se enteró de que había escasez de gasolina y de otras muchas cosas que venían de fuera del país. La gente en la capital, según decían, estaba muy preocupada por esto ya que muchos dependían de la venta de ropa extranjera o de servicios que solo venían de fuera.

 Y sin embargo, Johanna y Odín siguieron viviendo como siempre. Entonces sucedió algo que siempre temieron de jóvenes pero que jamás pensaron que pasaría de nuevo. Recordaban cuando niños que sus padres y en la escuela les habían contado de las bombas lanzadas sobre Japón para terminar la segunda guerra mundial. Aunque por mucho tiempo la gente temió que pasara de nuevo, con el tiempo pensaron que no pasaría ya que las cosas habían cambiado, aparentemente para bien.

 Pero un día que Johana estaba tendiendo la ropa vio un brillo, un magnifico brillo a la distancia. Venía del cielo o de muy lejos. Era como si el sol hubiera bajado a la tierra pero se le viera a través de un espacio muy grande. El fenómeno fue extraño y todos en la región lo vieron. La televisión informó que se trataba de una bomba de hidrogeno, la más grande jamás lanzada. Había sido lanzada en el continente y, según decían, había devastado una zona muy poblada. Y entonces, como viento que arrecia, empezó la guerra. El país atacado cambió de pronto, como un ser vivo que muta para sobrevivir. Y empezó a atacar por todos lados, apoderándose de tierras que siempre había pretendido pero jamás tomado realmente.

 Uno a uno, los países fueron cayendo. Muchos islandeses pensaban que el final del país se acercaba y que serían invadidos pronto. Era solo cuestión de cuando. Pero el tiempo pasó, los primeros tres años de una guerra sangrienta y debilitante, y nunca hubo invasión. Lo que sí hubo fue un cambio en el gobierno que fue lento pero para cuando la gente se dio cuenta, era demasiado tarde. El enemigo no había invadido a la fuerza sino que se había aliado con un partido sediento de poder y este le había entregado el país. Los puertos y las ciudades fueron ocupados lentamente por la potencia extranjera y la gente tuvo que aguantar.

 Johanna y Odín, sin embargo, siguieron un poco como siempre. Estaban preocupados por la situación, al fin y al cabo eran creyentes de la paz y la libertad, pero esto era algo contra lo que no podían hacer nada. Y, de todas maneras, la guerra parecía no afectarles en su rincón remoto del mundo. A excepción de los cortes de luz ocasionales y la escasez de gasolina, no parecía haber nada que cambiara radicalmente su estilo de vida.

 Las cosas cambiaron habiendo pasado cuatro años de la guerra, cuando tuvieron que viajar por carretera hasta un puerto del norte, donde un vecino les había contado que podían encontrar gasolina de contrabando. Era peligroso pero las fuerzas extranjeras permitían este mercado negro, a sabiendas que ellos podían ganar algo de dinero con ello. La pareja viajó unas cinco horas hasta el puerto y se abasteció de todo lo que necesitaban. Trataron de cargar bastante pescado, gasolina, hilos y medicamentos, para no tener que volver en un largo tiempo. Y como eran solo dos, no tenían que comprar mucho.

 Cuando lo tuvieron todo, emprendieron el camino de vuelta pero no llegaron muy lejos cuando encontraron algo que no se esperaban. A un lado de la desolada carretera, en un tramo especialmente oscuro y solitario, Johana vio algo. Parecía un atado de ropa tirada o una llanta vieja. Odín aminoró la velocidad y entonces se dieron cuenta que lo que fuera se había movido. Entonces detuvieron el pequeño vehículo y se bajaron a ver que era lo que pasaba. Con la ayuda de una linterna, encontraron el primer bulto. Era un hombre. Parecía haberse arrastrado hasta el borde de la carretera. Estaba ensangrentado. Parecía que lo habían golpeado. Como pudieron lo subieron al vehículo.

 Cuando Odín fue a arrancar, el pasajero pegó un chillido en el platón de atrás del camioncito. El hombre decía algo pero ellos no le entendían, parecía hablar otro idioma pero se dieron cuenta de que lloraba y señalaba hacia donde lo había encontrado. Se dieron cuenta que tal vez quería algo que llevaba con él así que se bajaron de nuevo y buscaron con la linterna. Pero no encontraron un objeto sino a un ser humano. Otro joven, de pronto un poco mayor, golpeado tan salvajemente como su compañero. Lo subieron al lado del otro y, mientras Odín manejaba, la pareja discutió que hacer.

 La policía ya no ayudaba a nadie y los extranjeros aún menos. Si esos hombres habían sido atacados, era poco posible que nadie los fuera a ayudar. En todo caso nada justificaba semejante paliza. Así que la mejor solución era llevarlos a la casa y ver que podían hacer por ellos allí. El viaje se demoró un poco más de la cuenta porque los baches hacían que los pasajeros se quejaran bastante. Johanna los miraba a cada rato y Odín trataba de ver cada bache frente a él pero era imposible. Cuando por fin llegaron, los bajaron con cuidado y los entraron al granero, donde guardaban la leche que iban a vender y la comida de las ovejas.

 Usaron la mayoría de los medicamentos que habían comprado en el puerto pero parecía que servían de algo. Al otro día, los hombres seguían dormidos pero algo mejor. Los bañaron y les hicieron una pequeña cama en el granero. Lo peor era esperar a ver si alguien iba a venir por ellos. Todavía no sabían si eran criminales o disidentes. Tuvieron que cuidar de ellos por meses hasta que se fueron curando y aprendieron a comunicarse. Para la pareja era como tener hijos de nuevo, les enseñaron el idioma y los hombres aprendieron rápidamente. En un año, se habían convertido en una familia.

 Según lo que pudieron contarles, había cosas que no recordaban. Los golpes habían sido tan fuertes, que había recuerdos que se habían borrado o parecía estar rotos. Recordaban que venían de un país lejano y habían huido de una dictadura patrocinada por los mismos extranjeros que ahora estaban un poco por todos lados en Islandia. Ellos eran disidentes y se apenaron al confesar que habían podido haber sido llamados terroristas. Pero habían tenido que huir. Al principio no eran nada, pero con el tiempo, se acercaron más. El viaje había sido complicado, lleno de dificultades y cuando llegaron al puerto en un barco pesquero, fueron cercados por extremistas quienes los golpearon y los dejaron a morir en la carretera.

 Y, aunque no lo habían dicho por miedo o por alguna otra razón, Johanna y Odín pudieron darse cuenta que entre los dos hombres había algo más que amistad. Lo confirmaron una mañana en la que fueron a despertarlos y estaban abrazados, sonriendo en sueños. Eso a la pareja no le importó. Eran personas que venían huyendo y sus cuerpos lo mostraban: tenían bolsas, estaban muy delgados y su piel era muy pálida, algo verdosa. Con el tiempo, les contaron pero la pareja de ancianos solo les contestaron que ya lo sabían.

 El tiempo pasó y la guerra, siguió. Muchos pensaron que todo terminaría como en la segunda guerra pero no fue así. En la granja, los chicos a los que llamaron Eric y Björn, se fueron encargando de las tareas más difíciles, que ya empezaban a ser una carga para la pareja. Uno acompañaba a Odín con las ovejas y el otro a Johanna haciendo el queso o haciendo el pan. Con el permiso de sus anfitriones, Eric y Björn construyeron otra casita, pequeña, cerca a la de ellos. Se convirtieron en los mejores amigos y compartieron todo, como viejas parejas de amigos. Cuando terminaron de hacer la casa, hicieron una cena especial y les agradecieron, con lágrimas en los ojos, a Johanna y Odín por toda su ayuda y su fuerza.


 El año siguiente fue uno triste. El mundo parecía ponerse más oscuro y, en una expedición al pueblo, Odín sufrió un ataque al corazón y murió. Los chicos y Johanna lo enterraron cerca de la casa. Pocos meses después, ella lo acompañó. La casa había quedado entonces sola y la pareja de extranjeros la mantuvo en pie lo que más pudieron hasta que decidieron que era tiempo de enfrentar su destino e ir a pelear por lo que siempre habían luchado: su libertad. Así honrarían la memoria de dos personas invaluables y siempre queridas, que les habían dado la mano sin pedir nada a cambio y quienes simbolizaban ese amor que ellos morirían por defender.

domingo, 8 de marzo de 2015

El hospital

   No tenía nada más que hacer sino mirar hacia el techo, o hacia la ventana o hacia la puerta y el brillo de la luz que había debajo de ella. No tenía como moverse en la cama a la que había sido recluido. Las cosas no estaban de la mejor manera , ni dentro de él ni fuera. Y, aunque en otros momentos hubiera adorado la posibilidad de estar acostado en una cama y no hacer nada, esa idea ahora lo estaba volviendo loco. No poder caminar en los últimos dos días lo había convertido en alguien aún más temperamental de lo que ya era.

 A veces la enfermera venía a revisar su pulso o algún otro dato en los aparatos que había en la habitación y luego se iba sin decir nada. Después de todo, lo habían puesto solo en una habitación intencionalmente, sabiendo que su temperamento no era el mejor para estar en compañía de desconocidos. Por alguna razón el accidente con su pierna lo había hecho un manojo de nervios y de violencia. Ya todas las enfermeras seguramente sabían de el “ataque” a una de ellas el día de su llegada, cuando la golpeó en una pierna por no recibirlo con prontitud.

 Y ahora no podía moverse lo que era todavía más frustrante que no ser atendido con rapidez. El dolor de cuerpo era horrible y sobre todo si trataba de mover mucho las piernas. De hecho le dolían así no más, sin hacer nada en el suelo. Era horrible tener que esperar y esperar a ver que tal progresaba pero el médico no era muy optimista. De hecho, nunca hablaba más de lo necesario y eso era otra cosa que frustraba mucho a este hombre. Sabía que solo por un entendible ataque de impaciencia, ahora nadie quería atenderlo bien sino que lo hacían como por hacer su deber. Y ya se sabe como es cuando la gente solo hace las cosas por deber.

 Pero aguantó lo que pudo y después de unos días más fue transferido a otro hospital, este sí en la ciudad donde vivía. El servicio no mejoró en nada, posiblemente porque entre médicos y enfermeras se habían pasado información acerca del incidente. Era ridículo francamente, como si estuvieran dando un servicio de clase mundial y no se los reconocieran. El hombre, en sus largas horas de contemplación,  sentía una rabia impotente ante todo lo relacionado a su accidente y estaba seguro que iba a demandar a ambos hospitales apenas saliera.

 Era simplemente inconcebible que, en muchas ocasiones, se demoraran horas y horas en traerle su comida o en reemplazar el suero o en venir para inyectarle alguna droga contra el dolor. Lo hacían a propósito y se notaba, sobre todo cuando por fin llegaban y hacían todo con una parsimonia exagerada y claramente innecesaria. Él trataba de no llamar a nadie y esperar a que los dolores pasaran o a que él mismo pudiese acomodarse en la cama pero cuando simplemente no podía hacerlo por si mismo, se sometía a timbrar unas cinco veces hasta que por fin alguien venía y eso que solo a preguntar que pasaba para demorarse otro par de horas en volver.

 La inutilidad es premiada. Eso pensó varias veces: en la sociedad actual se premia lo mediocre que pueda ser la gente, no solo en trabajos del sector de la salud sino en todos los que existen. A la gente se le premia por demoras procedimientos, procesos o trabajos ya que entre más tiempo demoren más dinero salen ganando. Solo a las pizzerías les interesa tener algo listo en menos de media hora, y eso. Ya no existe una necesidad de ir rápido, a menos que eso signifique algún tipo de ganancia y en medicina ciertamente este no es el caso.

 Cuando el paciente en cuestión pudo por fin desplazarse con unas muletas, se dio cuenta de que había varias personas en si misma situación. Sin problema, entró a varias de las habitaciones y habló con diferentes tipos de personas que le dijeron muchas veces lo mismo: que la atención no era la mejor a menos que el seguro que uno tuviera cubriera absolutamente todo. En ese caso, y lo pudo ver con sus propios ojos, el personal del hospital se convertía en el mejor grupo de personas del mundo, atento a cada necesidad de una sola persona mientras los demás simplemente sufrían en silencio.

 Pasada una semana, el hombre pudo salir del hospital hacia su casa y lo primero que hizo fue llamar a un abogado de confianza para pedirle que lo ayudara con su denuncia. Y como a los problemas hay que atacarlos de raíz, que mejor que exigir el cambio total del personal del hospital en la demanda. La idea era demandarlos por negligencia, a todos y a cada uno. Lo mejor era que no estaba solo él sino que tenía los testimonios de muchas otras personas que ansiaban contar sus historias.

 Todo el país estuvo pendiente del juicio, escuchando todos los días en los noticieros los sutiles cambios que iban ocurriendo. Era obvio que la sociedad médica se iba a defender con uñas y dientes. Sacaron expedientes de todas partes, en las que se probaba que muchos de los procedimientos hechos en el hospital habían salvado vidas y, por supuesto, que habían ayudado a miles de personas pobres de todos los rincones del país. Era obvio que querían salir pareciendo héroes modernos que lo único que hacían era trabajar por el bien de todos.

 Pero nuestro paciente sabía más. No solo sacó a la luz los testimonios que había ido recogiendo sino que también sacó a la luz varios procedimientos que el hospital veía como “normales” pero ciertamente no lo eran. Por ejemplo, para un lugar que reclamaba ser el  sitio para los pobres y necesitados, habían hecho bastante cirugía plástica y no precisamente del tipo que se hace para ayudar a alguien. Liposucciones, implantes de trasero y de senos, incluso un alargamiento de pene. Todo en el último año de operaciones. Todos los doctores del lugar lo sabían pero no decían nada a pleno pulmón y trataban de que los pacientes, que podían pagar con todo el dinero del mundo, estuvieran alejados y permanecieran allí solo lo necesario.

 Obviamente sacaron a la luz el ataque del mismo paciente a una enfermera y su violenta reacción. Él la reconoció pero explicó que esa reacción había sido producto de esperar casi veinte horas para que lo atendieran, con una pierna casi destrozada y un brazo en mal estado también. El dolor era insoportable y les había pedido en repetidas ocasiones una camilla para al menos descansar pero había tenido que estar sentado en la silla de ruedas en la que lo habían traído porque nadie se había molestado en ver como estaba. Para esto tuvo como testigo a su mejor amigo, que lo había llevado al lugar.

 El juicio se prolongó por varios días, incluso meses, mientras se reunían todas las pruebas y testimonios y hubo una semana completa para que el jurado y el juez pudiesen analizar todo los documentos en relación al proceso. En este lapso de tiempo, muchos de los que habían declarado en contra del hospital, habían sido amenazados por teléfono y en la calle, con gritos o carteles. Algunos habían sido atacados por personas con cuchillos en la calle o les habían lanzado desperdicios hospitalarios a sus cuerpos o a sus casas. Todo esto se denunció y se buscó ponerlo también en el juicio pero ya no había tiempo.

 El jurado, finalmente, aceptó enviar a la cárcel a los directivos del hospital por la pésima administración del hospital, decidieron quitar la licencia a cada uno de los doctores y enfermeras y dieron un paso extra al decidir el cierre temporal del hospital mientras se establecía una nueva gerencia y mientras se investigaban las cuentas bancarias y demás estados financieros del lugar.

 Esto último no había sido uno de los objetivos y la verdad fue que a nadie le cayó muy bien. Otros centros hospitalarios tuvieron que ser adecuados para recibir un mayor flujo de pacientes ya que el hospital cerrado atendía a buena parte de la población de la zona y con su cierre había perjudicado a muchas personas, pacientes más que todo. Los ataques a las casas de quienes habían denunciado el maltrato en el hospital continuaron hasta que se conoció el caso de un hombre que habían asesinado afuera de su casa. Le habían inyectado una sustancia solo encontrada en hospitales, que en una dosis tan alta le había causado la muerte al instante.


 Hubo alboroto por todos lados, presión y más juicios hasta que se decidió, por parte del Estado, que el hospital sería reabierto y que se buscaría la manera de manejarlo lo mejor posible. Muchos se quejaron porque ya no habría programas especiales para poblaciones vulnerables y varios de los aparatos considerados caros serían vendidos a otras instituciones que pudieran costear las máquinas. Los ataques siguieron pero fueron disminuyendo hasta que al paciente que lo había hecho todo dejó de pensar en el asunto. Años después se fue del país a trabajar y olvidó todo el asunto, que seguía empeorando porque la verdad era que nada había cambiado, salvo un pequeño hospital.