Cuando lo besé por segunda vez, sus labios
tenían el gusto del hierro frío. Empecé a llorar en silencio, tratando de no
crear una situación que pudiese atraer a aquellos que nos querían matar. No
tenía ni idea si estaban cerca o lejos pero no podía arriesgarme por nada del
mundo, incluso si eso significaba ver como el amor de mi vida moría en mis
brazos sin yo poder hacer nada al respecto. Toqué y escuché su pecho y noté que
todavía respiraba pero se estaba poniendo morado y sabía que no resistiría por
mucho tiempo.
Tenía que llegar a algún lugar donde lo
pudiesen ayudar o al menos conseguir algo que detuviera la hemorragia interna
que obviamente estaba sufriendo. Le di otro besos y golpecitos suaves en la
mejilla para que permaneciera despierto. Era difícil para él, se le notaba,
pero lo que pasaba iba mucho más allá de nosotros dos. Ya muchos habían
intentado cruzar el denso bosque para cruzar la frontera y poder encontrarse en
un lugar donde no fueran cazados por su sexualidad, religión o gustos políticos.
Pero la mayoría fracasaba.
Nosotros decidimos intentarlo porque nos
habían querido separar, yendo tan lejos como a encarcelarnos por un año entero
en prisiones diferentes. Nos demoramos un buen tiempo en reencontrarnos pero lo
hicimos, cosa que ellos pensaron que sería evitada con el tratamiento inhumano
al que habíamos sido sometidos. Incluso pudimos haber sido candidatos para la
horca, que había vuelto a la plaza pública, o a la castración. Pero eso no
pasó, tal vez creyeron que con separarnos había sido suficiente.
Apenas nos reencontramos supimos que la única
opción real era escapar. Al otro lado de la frontera tampoco estaba todo tan
bien como algunos decían, pero al menos nadie del gobierno nos perseguiría por
ser dos hombres en una relación amorosa. Tendríamos que protegernos, eso sí, de
los mercenarios que cazaban personas para cobrar recompensas. Y esos estaban
por todas partes, desde las grandes ciudades hasta la parte más profunda de los
campos del país. Eran como un virus alimentado por solo odio.
Uno de esos había sido el que nos había
alcanzado, con un compañero. Nos habían descubierto durmiendo bajo las raíces
de un árbol gigante. Nos arrastraron afuera y nos despertaron con patadas en el
estomago. A mi creo que me rompieron una costilla, pero nunca lo supe a ciencia
cierta. A él, a mi alma gemela, le clavaron un cuchillo de hoja gruesa por la
espalda. Menos mal los asustó el sonido de una tormenta y nos dejaron allí
solos, mojados y golpeados, al borde de nuestra capacidad como seres humanos.
Pero estábamos juntos y eso era más que suficiente y ellos no lo entendían.
Como pudimos, caminamos por el bosque para
alejarnos lo más posible de los mercenarios. Cruzamos un río casi extinto y
dormimos al lado de otros árboles, aunque dormir no es la palabra correcta pues
casi no pudimos cerrar los ojos. Traté de curar durante ese tiempo su herida,
con algunas cremas que llevaba en mi mochila y con hierbas y hojas silvestres.
Había aprendido algo de eso en la universidad, antes de que me expulsaran por
órdenes del gobierno. Si hubiera podido terminar mi carrera, seguro lo habría
atendido mejor.
Todos mis intentos parecieron frenar lo que
pasaba al comienzo, pero días después empezó a ponerse peor y entonces fue
cuando sus labios se enfriaron. La frontera no podía estar muy lejos y había
oído de gente que decía que algunos grupos habían formado campamentos del otro
lado para ayudar a quienes pasaban de manera ilegal. Se suponía que la ley les
prohibía ayudarles con nada pero existían personas que no pensaban que dejar a
alguien morir a su suerte fuese algo correcto, y menos por razones tan
estúpidas.
Pensando en esa posibilidad, lo obligué a
caminar de noche y de día. El bosque parecía hacerse más espeso y no teníamos
ninguna manera de saber para donde estábamos yendo. No teníamos aparatos
electrónicos de ninguna clase y las brújulas no eran algo muy común en ningún
hogar. Teníamos que adivinar y, aunque seguramente no era la mejor opción de
todas, era mejor que sentarnos a esperar la muerte, que parecía estar caminando
increíblemente cerca de nosotros. Más de una vez, pensé que el momento había
llegado.
Al tercer día de cargar con él, después de
darle algo de agua y unas galletas trituradas, abrió los ojos como no lo había
hecho en varios días y me dijo que me amaba. No fue el hecho de que me lo
dijera lo que me impactó, sino que se notaba el trabajo que había tenido que
hacer para poder abrir los ojos bien y mantener su mente concentrada para
decirme esas palabras. En ese momento no pudo importarme nada más sino el hecho
de estar allí con él. Por eso rompí en llanto y lo abracé.
Muchas personas no lo entienden, pero él es
mucho más que un hombre y mucho más que un amante para mí. Es la única persona
del mundo en la que puedo confiar a plenitud y la única que me hace sonreír sin
ningún tipo de esfuerzo. Sus besos y abrazos me reconfortan como el mejor de
los tés y el olor de su piel es casi
como una bienvenida al hogar que nunca debo dejar. Es una suerte de la vida
haberlo encontrado y por eso escucharlo decir esas palabras en semejante
situación tan precaria, fue como un medicamento. De esos que duelen al comienzo
pero te ayudan a estar mejor.
Por suerte, nadie me escuchó llorar. O al
menos eso parecía, puesto que no había pasado nada grave. Decidimos dormir allí
mismo y, por primera vez en un largo rato, dormimos de verdad. Lo hicimos
abrazados, bien juntos el uno del otro. La noche fue agradable, sin clima
imprevisto ni insectos que se pararan encima nuestro a molestar. Parecía casi
como si estuviésemos de campamento, salvo que por la mañana nos despertó un
disparo que rompió toda la magia de la noche anterior.
Después hubo más disparos, pero para entonces
ya habíamos comenzado a movernos. Él estaba mejor que antes y no necesitaba de
mi ayuda para caminar. Lo hacía despacio pero era mejor que estar los dos en el
mismo punto, más vulnerables que cuando caminábamos distanciados el uno del
otro. Mientras nos dirigíamos colina arriba, donde todos los árboles estaban
torcidos de alguna manera, escuchamos gritos. Eran gritos desgarradores, como
si a aquellos que gritaban les estuvieran arrancando el alma.
Nos quedamos quietos por un instante pero nos
dimos cuenta de que estábamos haciendo lo que los mercenarios seguramente
querían. Así que apuramos el paso y pronto estuvimos en la parte más alta de la
colina. Aunque había también muchos árboles allí, se podía ver un gran valle
más adelante, una zona abierta y con llanuras despejadas. Me detuve de golpe y
le sonreí. Lo habíamos logrado, pues los montes eran la frontera en esa región
y lo recordaba de un mapa que había visto antes de salir de nuestra ciudad.
Seguimos escuchando gritos por varias horas.
Después del atardecer, cuando estuvimos seguros que habíamos cruzado la
frontera, los dejamos de oír. Sin embargo, seguimos caminando y agradecimos en
silencio a aquellos pobres que habían sido capturados y que habían hecho
posible nuestro escape. Mientras nosotros lográbamos tocar la libertad, ellos
veían sus vidas desaparecer en cuestión de segundos, entre el dolor y el sudor
pegajoso, característico de todos aquellos que escapaban.
Decidimos no dormir hasta llegar al gran
valle. Llegamos allí en la madrugada y pronto alguien notó nuestra presencia.
No nos habló, sino pidió que la siguiéramos en silencio. Nos llevó por
callejones hasta una bodega enorme, propia de un aeródromo o algún espacio de
ese estilo.
Había cientos de personas en el suelo,
durmiendo. Otros hablaban en voz baja. La mujer nos llevó a un costado, donde
nos dieron sopa caliente. Mientras comíamos, pude llorar libremente por fin. Y
él hizo lo mismo y nos besamos una y otra vez. Nada podría separarnos jamás.
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