Decían que las piedras del desierto tenían
la capacidad de moverse por si mismas, que se desplazaban varios kilómetros,
sin ayuda de nadie. Mucha gente aseguraba haberlo visto y decían que podía
pasar tanto con piedras pequeñas como con rocas enormes. El desierto no era
lugar para personas que no saben en que se está metiendo, jamás fue un lugar la
cual ir para relajarse o admirar la naturaleza. Lo único que había allí para
admirar era una extensión enorme de terreno que parecía vidrio, superficie en la
que varios se habían perdido antes y lo harían de nuevo.
El lugar no tenía ningún signo de vida excepto
las aves perdidas que morían por el calor abrazador y caían del cielo como
golpeada por una fuerza invisible. Eso y escorpiones, de todos los tamaños y
colores. Eran las únicas criaturas que vivían en el desierto pero siempre
pasaban cosas extrañas pues, como cualquiera podría constatarlo, no era el
lugar más común y corriente del mundo.
Ya varios hombres y mujeres habían sido
sacados de allí, vistos desde el borde del desierto por los habitantes del
pequeño caserío de Tintown. No pasaba por allí ninguna carretera grande ni
estaban conectados de manera permanente a las líneas de teléfono. La gente
confiaba solo en sus celulares que, prácticamente nunca servían para nada pues
el desierto creaba una interferencia. Pensaban que algo tenía que ver con las
ondas electromagnéticas pero eran solo conjeturas.
Los perdidos que rescataban siempre decían que
no sabían cómo habían llegado allí. Juraban que se habían perdido y que sus
recuerdos eran tan borrosos que no podían recordar prácticamente nada. Siempre
que pasaba algo así, el individuo afectado se quedada en la casa de Flo, la
única enfermera certificada de la zona. Era una mujer mayor, ya jubilada y tratando
de vivir tranquila pero se di cuenta pronto que no había vivido en paz por
mucho tiempo.
Esto era por esas apariciones que aumentaban
siempre bajo la luna llena. Era como si los locos consideraran que perderse en
el desierto en noches claras era lo mejor del mundo. En más de una ocasión, Flo
estaba segura de que la persona que atendía estaba borracha o drogada. No decía
nada y los enviaba siempre al pueblo más cercano donde tenían dinero para
mantener un puesto de salud.
En Tintown apenas había dinero para la
estación de policía y no había escuelas ni nada parecido. Tal vez era porque
estaban en la mitad de la nada pero también podría ser porque no había ni un
solo niño el caserío. El último se había ido hacía ya décadas y nunca más huno
uno. Cosas así parecían sacarle la poca vida al lugar.
Un verano, el problema se puso peor que
siempre. Al comienzo, una persona por noche aparecía en el desierto, del lado
donde podían rescatar a la persona. Cuando aparecían muy adentro del desierto,
todo se ponía más difícil pues ellos usaban una vieja camioneta para ayudar. No
había ambulancia ni vehículos realmente grandes o rápidos. Tenían que
arreglárselas con lo que podían y lo mismo iba para los tontos que aparecían en
el desierto.
Pero los pocos habitantes del lugar empezaron
a extrañarse aún más cuando el ritmo de las apariciones empezó a aumentar. A
mediados de julio, parecía que cada día aparecía uno nuevo y la verdad era que
el pequeño lugar no daba abasto. Tuvieron que comprar camas en el pueblo más cercano
e instalarlas en un campamento improvisado fuera de la casa de Flo. Siendo la
única que podía ayudarlos de verdad, era la mejor opción. A ella no le gustaba
nada la idea.
Sus noches ahora eran insoportables pues no
podía dormir normalmente. Debía estar pendiente de los hombres y mujeres que
tenían en el patio. Para finales de mes decidió que era mejor instalar su cama
allí afuera también y dormir con ellos como si fuera un día de campamento con
desconocidos. Nunca eran más de tres pues los enviaba al centro de salud el día
siguiente al que aparecían.
Otro suceso que dejó a la centena de
habitantes de Tintown bastante asustados, fue el hecho de que el desierto
parecía brillar siempre que la luna llena lo iluminaba. El primer en notarlo
fue el viejo Malcom, la persona que vivía más cerca al desierto salado. Cuando
empezaron a aumentar las apariciones, Malcolm condujo en su viejo coche hasta
la ciudad y regresó con un telescopio de alta capacidad que venían en una
tienda por frecuentada.
El telescopio le reveló una noche que el
desierto se encendía cuando había luna llena y ni una sola nube bloqueaba la
luz. A veces era todo el terreno que parecía brillar, con un ligero tono azul.
El hombre, que ya había dejado la esperanza de experimentar algo especial en su
vida, se emocionó de poder ser el primero en vez que el desierto parecía tener
vida propia. Era hermoso y luego se puso mejor.
Algunas noches, cuando aparecían los perdidos,
brillaban solo partes del desierto. Aunque vivía en el borde, no era posible ni
con el telescopio ver que era lo que hacía que solo ciertos puntos del lugar se
iluminaran débilmente. ¿Serían insectos o el movimiento de las piedras por el
desierto? No sabía. Pero los colores que había visto eran hermosos, siempre.
Un pequeño grupo de personas, los más jóvenes,
propusieron adentrarse en el desierto y ver que era lo que sucedía allí. Irían
por solo una noche y regresarían con la primera luz. No dormirían allí porque
necesitarían cada momento de luz que pudiesen tener. De repente, ese viejo
vecino que era el desierto se convirtió en una especie de monstruo que los
miraba desde lejos, que no se atrevía a atacar a menos que ellos se acercaran
demasiado.
El grupo no encontró nada significativo. Ni
las razones para las luces que Malcom decía ver, ni aparecidos salidos de
alguna parte. Esa noche, el que apareció lo hizo lejos de donde ellos
estuvieron caminando y no los vio o simplemente no quiso verlos. La gente que
salía del desierto siempre era muy rara, con ropa graciosa casi siempre y con
todo el cuerpo temblándolos como si estuvieran con mucho frio, incluso allí con
más de cuarenta grados a la sombra.
Cuando el equipo de búsqueda regresó, se
mostraron frustrados con lo que habían tratado de hacer. No solo no habían
resuelto el problema, además no habían ayudada a la mujer que había aparecido
esa noche. No se sientía bien ser de aquellas personas que son más parte del
problema de que de la solución. Pero no se dieron por vencidos y decidieron
hacer un recuento rápido de lo que sí habían encontrado en el desierto.
Resultaba que no habían visto personas ni
luces ni nada demasiado extraños, pero sí habían encontrado varios objetos
tirados por el sueño del desierto. Una de las mujeres que había ido al desierto
tenía todo en su bolso que vació en la mesa del comedor de Flo. Separaron cada cosa
y pronto se dieron cuenta de que había algo que unía los objetos: todos estaban
corroídos y parecían piezas de museo.
Sin embargo, la mujer aparecida los miraba
mientras revisaban los objetos y de pronto corrió hacia la mesa cuando uno de
los hombres tomó de ella un viejo reloj de bolsillo. No funcionaba y de hecho
parecía estar quemado por dentro. Pero la mujer se acercó pronto y lo tomó de
las manos del hombre que se asustó por su presencia. La mujer los ignoró y solo
besó el reloj y lo apoyó contra su mejilla.
Flo le preguntó lo obvio, si el reloj era
suyo. La mujer, con un acento muy extraño, dijo que sí. Que su padre se lo había
dado de regalo de cumpleaños. La mujer salió y entonces en hombre dijo que algo
raro pasaba. Todos empezaron a hablar pero él los calló. No lo habían visto
pero él había visto una frase grabada en la parte trasera del reloj. Decía: “Para
mi princesa en su cumpleaños, 27 de julio de 1843”. Todos se miraron y no
dijeron nada. De afuera venía un sonido: la mujer tarareaba una canción, en
otro idioma.