Varias luces se fueron encendiendo, poco a
poco. La habitación de tamaño medio se vio completamente iluminada, así como
cada uno de los objetos que había a los costados, emplazados con cuidado en
cajones forrados con terciopelo y telas suaves en las que pudieran descansar
por siempre, de ser necesario. El hombre joven dio unos pasos al frente y su
cara se iluminó de repente. En el umbral de la puerta estaba todo oscuro, pero
adentro era un mundo completo de luz y color.
Estaba bien vestido, con una corbatín negro
que combinaba con su traje de alta costura. Su cara estaba inusualmente bien
cuidada, el vello facial bien afeitado y delineado y todo lo demás en orden,
como si se hubiese preparado para semejante lugar por mucho tiempo. Caminó
lentamente, calculando su respiración, mirando a un lado y otros los objetos
que resaltaban por todas partes, como pequeños tesoros. Él sabía que eso eran,
al menos para su dueño, quién estaba en el salón principal de la casa, varios
metros por debajo.
Llegó al final de la habitación y allí se
quedó mirando una pequeña caja con fondo rojo. Era la única adornada así.
Adentro había un reloj de oro, con un pulso trabajado con esmero. Alrededor del
cuerpo del reloj había pequeñas piedras preciosas y las manecillas brillaban
intensamente, pues no estaban hechas de otra cosa sino de platino. Era un
objeto completamente hermoso. Era difícil de creer que algo así estuviese
escondido en un cuarto, en una casa casi abandonada.
Sabía que su anfitrión no la usaba como casa
principal sino como su casa de verano, a la que venía unas semanas cada año y a
veces ni eso. Era un hombre tan rico que tenía posesiones y propiedades por
todo el mundo y esa gran casa era solo una de varias. Sin embargo, había sido
elegida esa vez por el lugar donde se encontraba, muy cerca a la desembocadura
de un gran río que serviría en el futuro como troncal de transportes para
hidrocarburos y otros productos de muy buena venta en el comercio mundial.
Hoy en día el río era más bien estrecho y poco
profundo, al menos para la visión que tenían los empresarios. Sería
completamente convertido al excavar su cauce, haciéndolo más ancho y más
profundo. La casa desaparecería pues estaba demasiado cerca del agua para
sobrevivir. La fiesta era para celebrar la firma del contrato de obras y
también una despedida merecida para una casa en la que habían pasado pocas
cosas, ninguna de mucha importancia. Había sido una mansión señorial alguna vez
pero de eso ya no quedaba nada, ni siquiera con los arreglos para la fiesta.
El joven de traje negro y corbatín tomó el
reloj y se lo metió en un bolsillo. Sabía que adentro de la habitación no había
alarmas ni cámaras, eso solo estaba afuera. El dueño pensaba que nadie sabía de
esa bóveda y ese error había sido aprovechado por el hombre que ahora salía con
paso firme y cerraba la puerta de seguridad detrás de sí. Sacó su celular de
otro bolsillo y lo golpeó algunas veces. La puerta detrás de él hizo un sonido
seco, como de barrotes moviéndose de golpe.
Al bajar, vio que todos estaban bebiendo y
hablando de tonterías, seguramente de negocios. Nadie se había dado cuenta de
su desaparición. Se mezcló entre las mujeres bien vestidas y los hombres algo
tomados. Llamó la atención de un mesero y le pidió una copa de vino. Fue luego
a una gran mesa donde habían canapés y pequeños frutos de la región. Mientras
comía y bebía observaba a los demás. Le producía rabia estar allí pero también
algo de felicidad por haber robado el reloj.
El anfitrión de la fiesta salió de la nada. Se
subió a una pequeña tarima y desde allí agradeció a los constructores de la
obra su colaboración y amistad. Mientras había estado arriba, se había firmado
el contrato. Seguramente había habido chistes tontos y demás gestos que se
hacen siempre en esas ceremonias carentes de sentido para muchas de las
personas que lo único que hacer es vivir su día a día, sin pensar en los
millones de dólares que circulan a su alrededor y nunca ven.
Brindaron todos por el anfitrión. Él sonrió,
se bajó de la tarima y empezó a saludar a uno y otro, a cuchichear y a
pretender que estaba encantado con la compañía de cada una de esas personas. Su
lenguaje corporal era claro como el agua pero también era obvio que ninguno de
los invitados se daban cuenta de ello o tal vez no querían darse cuenta.
Ninguno de ellos pensaba nada bueno del otro, pues todos eran rivales en los
negocios y solo estaban allí para obtener información. Cualquier cosa era
buena.
El anfitrión miró hacia el hombre de corbatín.
La sonrisa que esbozó entonces era completamente autentica, no había nada de
falsedad en ella. Sí hubo en cambio mentira en la del hombre joven, que sonrió
y saludó al anfitrión. Este le pidió que se acerca y él lo hizo, a pesar de
tener planeada con anterioridad una salida rápida después del pequeño discurso
que había acabado de tener lugar. Los invitados le abrieron paso hasta que
estuvo cerca de la tarima, desde donde lo miraban varios ojos llenos de
envidia, sorpresa y duda. No entendían que hacía allí el hijo de aquel magnate.
El hombre se los presentó a todos como su hijo
mayor, el que heredaría todo lo que ellos sabían que él tenía. Les dijo, a modo
de broma, que los negocios futuros tendrían que ser hechos con él y con nadie
más. Lo apretó por los hombros con sus grandes y arrugadas manos. El hijo se
sintió pequeño, como si de repente se hubiese convertido en un niño pequeño,
incapaz de tomar sus propias decisiones en la vida. Y eso era lo que lo había
llevado a aceptar hacer parte de esa patética ceremonia.
Cuando su padre lo soltó, el hombre de
corbatín saludó a algunas otras personas, al mismo tiempo que apretaba en su
bolsillo el reloj de oro y demás piezas valiosas. Trató de esbozar su mejor
sonrisa, de dar la mano como le había enseñado varias veces su padre. Los miró
a los ojos, en parte para intimidarlos pero también para tratar de ver sus
intenciones. Para él todos eran ratas que querían meterse al barco más lleno de
dinero y de objetos preciosos. Estaban en el lugar correcto.
Cuando por fin se liberó de las aves rapaces,
desapareció entre los meseros. Se metió a la cocina y por ese lado se escabulló
al garaje. Había choferes fumando y contándose historias eróticas los unos a
los otros. No se dieron cuenta cuando él se subió a uno del os vehículos, el
que le había regalado su padre para su cumpleaños más reciente, y pasó casi
volando por al lado de todos ellos, levantando una nube de tierra que se les
metió por entre la nariz y los ojos, dejándolos casi ciegos.
Aceleró aún más al llegar a la autopista que
lo llevaría al aeropuerto, donde el avión privado de su padre lo llevaría a una
gran ciudad no muy lejana. Allí lo esperaría la persona que más quería, la
única en la que confiaba. Lo esperaría con una maleta con ropa y algunas otras
cosas, de esas que todo el mundo necesita cuando viaja. Y en esa misma maleta
iría el reloj de oro que estaba en su bolsillo, que sería la piedra angular en
su próxima vida, ojalá diferente a la que llevaba viviendo por más de treinta
años.
Su padre se daría cuenta mucho tiempo después
que el reloj no estaba. Se daría cuenta tarde del verdadero potencial de su
hijo, completamente desperdiciado en un mundo decadente, tan lleno de trampas y
mentiras que ya era casi imposible saliendo a flote.
El coche se detuvo frente a la terminal. Lo
dejó allí, sin vigilancia. Dejó las llaves en el aparato y tan solo caminó
adonde lo esperaba su próximo transporte. No podía esperar al día siguiente.
Mientras despegaba, sentía que una parte de su vida quedaba atrás, tal como lo
había querido por tanto tiempo.