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lunes, 3 de septiembre de 2018

Altiplano


   Las llamas pastaban por la llanura, sin importarles mucho lo que pasara a su alrededor. Bajaban la cabeza con calma y mordían una buena cantidad de pasto. A veces masticaban con la cabeza baja, otras veces lo hacían con la cabeza en alto, pero el caso es que comían y comían sin que nada ni nadie las molestara. La llanura en la que vivían tenía la más maravillosa vista, rodeada de montañas escarpadas con picos nevados y cañones estrechos que se extendían por varios kilómetros. Y la gran mayoría de los habitantes de la zona eran llamas.

 Eso a excepción de quienes hacían pastar a las llamas. Rascar era el nombre del pequeño niño indígena que debía cuidarlas mientras comían. Él era también quien las llevaba hasta la alta llanura y el que las tenía que dirigir hasta la finca una vez el día hubiese terminado. Era un ciclo eterno que él había heredado de su hermano mayor, que ahora ayudaba al padre a esquilar las llamas para vender sus preciosos pelajes en el mercado del pueblo más cercano, a unos ciento veinte kilómetros de allí.

 Rascar siempre había querido ayudar a su padre, desde su más tierna edad, y sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. No era inusual que en una familia dedicada a las llamas todo el mundo cooperara. Su madre también hacía su parte, organizando los pelajes de manera que se vieran bien al venderlos, así como limpiando sus impurezas antes de llevarlos al pueblo. La única que no ayudaba era la bebé, que ya tendría su momento en el futuro.

 Lo que más le gustaba a Rascar de su trabajo era el elemento de exploración que iba con él. Claro que su padre le había indicado cuál era el campo donde las llamas debían alimentarse y también le había dicho que caminos tomar para llegar allí y cuales debía evitar a toda costa. Pero, en secreto, Rascar había empezado a explorar los alrededores del campo favorito de las llamas para encontrar otros lugares que tuviesen potencial para la misma actividad. Al fin y al cabo, su padre siempre hablaba de tener más llamas.

 Lamentablemente, las que tenían no parecían estar muy interesadas en tener descendencia y hacía apenas un año el único macho de la manada había muerto sin razón aparente. Sin él, era imposible esperar pequeñas llamas en el futuro y comprar un macho se salía por completo del presupuesto de la familia. Aunque ganaban bien con los pelajes, no era un ingreso tan bueno como para ponerse a comprar una cosa y otra. Al fin y al cabo había gastos que no se podían evitar, como la comida para la familia, la gasolina para el vehículo todoterreno que tenían, las vacunas obligatorias para las llamas y los demás animales de la granja y los gastos extra que pudiesen surgir.


 Y surgían siempre. Como aquella vez en que el hermano de Rascar se hizo un corte profundo en la pierna un día que arreglaba el vehículo de la familia. O siempre surgía algo con la bebé, que necesitaba de atención constante que se traducía en visitas frecuentes al médico. Esas visitas representaban gastos en más de una forma pero la familia hacía lo posible para seguir adelante, a pesar de cualquier cosa que les pudiese pasar. Ellos solo seguían sin ponerse a pensar que podría pasar más adelante. Dios proveería.

 Por eso Rascar pensaba que su ayuda era simplemente fundamental para que todos pudiesen tener una vida mejor en un futuro. Si él encontraba campos mejores para las llamas, las pieles serían de mejor calidad y podrían venderlas más caras. Incluso, y esta idea la había dado la madre en algún momento, podrían hacer negocio con alguna empresa o tienda de las ciudades más grandes. Venderle solo a un cliente de manera exclusiva, con un artículo de alta calidad, podría serles muy beneficioso.

 Sin embargo, y como había dicho el padre muchas veces, soñar nunca costaba nada excepto dolores de corazón y de cabeza. A veces había que mantener la cabeza en la realidad, en lo que tenían enfrente. Y la realidad era que todavía había muchas necesidades por cubrir y no había una formula mágica para hacerlo. Así que, por ahora, debían seguir adelante sin ponerse a soñar demasiado. Si alguna solución se presentaba frente a ellos, la analizarían en el momento, si es que se ocurría.

 Rascar se pasaba el rato allí en la llanura alta, mirando las montañas y haciendo precisamente lo que se suponía que no debía hacer: soñando. Sabía que existían muchas cosas más allá de las montañas, incluso más allá de las nubes que cubrían toda la región, pero no sabía si algún día podría conocer nada de eso. La verdad era que le gustaba mucho su vida como era pero no creía que tuviese nada de malo aprender de otros en otras partes, personas que tal vez  vivieran existencias parecidas a las de ellos.

 En uno de esos días de análisis de la existencia, Rascar decidió pasear por ahí, saltando sobre hilos de agua que bajaban hacia los cañones. No había muchos árboles por ahí, así que no había donde treparse a jugar. Pero sí podía saltar de piedra en piedra y tomar el agua más fresca del mundo. Fue entonces cuando escuchó algo y subió la cabeza de golpe. No era el sonido de un pájaro conocido ni los silbidos típicos del viento entre las montañas. No era una voz ni nada parecido. Era algo que nunca había escuchado.

 Lo vio justo antes de que se estrellara contra el piso. Se dio cuenta que el ruido había venido del objeto cayendo a toda velocidad al suelo. Por un momento, pensó que era algo pequeño pero cuando se acercó al lugar donde había dado a parar, se dio cuenta de que era algo grande. Se echó a reír cuando vio que se trataba de un osito de peluche. Casi tenía la cabeza arrancada del resto del cuerpo y parecía haberse quemado, tal vez por la caída.

 Estaba a punto de recogerlo del suelo cuando más sonidos invadieron el lugar. Las llamas se pusieron nerviosas y se agruparon todas en un mismo circulo compacto. Instintivamente, y recordando las palabras de su padre, Rascar se alejó del oso de peluche y corrió con sus animales. Se puso frente a ellas y miró al cielo, donde varias estelas de colores cruzaban bajo las nubes. Era ya tarde y el efecto era simplemente maravilloso. Al menos eso pensó el niño antes de darse cuenta de lo que pasaba.

 Cayeron más objetos, cerca y también lejos. Objetos de metal y objeto de plástico, más que nada. No todos eran tan lindos como el osito: había pantallas como de computadora y también almohadas y teléfonos. No tenían mucho de eso en la casa pero Rascar sabía como eran. Y también supo que lo que más hizo ruido fueron las sillas y los pedazos de metal más grandes. Tuvo que hacer que las llamas se retiraran hacia el camino, puesto que algunos de los pedazos caían muy cerca de todos ellos.

 Antes de emprender el camino de vuelta a casa, para contarles a sus padres lo que había visto, Rascar se devolvió por última vez. La verdad era que quería tomar el osito de peluche. Podría pedirle a su madre que lo arreglara con alguno de sus hilos y podría entonces quedárselo o compartirlo con su hermanita. Ellos no tenían muchos juguetes, o mejor dicho ninguno, en casa. No era algo que fuese necesario. Pero ese estaba allí tirado y no tenía ningún costo adicional para él. Sin embargo, cuando volvió, quiso no haberlo hecho.

 Había muchos más objetos tirados cerca del oso. Y uno de ellos hizo que Rascar gritara y saliera corriendo para reunirse con sus llamas. Estuve más rápido que nunca en casa, llorando cuando vio a su madre en la puerta, abrazándola con fuerza para sentir que podía confiar en ella.

 Estuvo conmocionado hasta que llegó el padre. Su mirada tenía un efecto particular, que calmaba al instante. El niño les contó lo que había visto, los objetos caer y al osito. Y les contó también lo que vio al volver por el muñeco. Era una cabeza humana con los ojos abiertos, sin cuerpo a la vista.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Sentir


  Me desvestí tranquilamente, disfrutando del sol tibio que brillaba en el momento y de la brisa tranquila que parecía calmar las olas al momento de llegar a la orilla. Dejé todo bien arreglado, junto a mi mochila, y me encaminé entonces hacia el agua. Lo hice despacio, sentía que el momento era casi un ritual o una experiencia mucho más allá de todo lo físico que había estado viviendo durante el último mes. Esta era la primera vez que me sentía en calma, que podía estar en paz, que de verdad estaba completo.

 Cuando el agua tocó mis pies, me sorprendió que no era muy fría pero tampoco caliente, era perfecta. Estuve con los pies allí enterrados un buen rato, mirando a un lado y al otro de la prístina playa, esperando que la magia se rompiera en cualquier momento. Pero no pasó nada. Los matorrales y palmeras temblaron ligeramente a causa del viento y yo elevé la mirada al cielo, contemplado ese inmenso manto azul que no tenía ni una sola manchita de color blanco por ninguna parte.

 Inhalé profundo y seguí metiéndome más en el mar, hasta que el agua ocultó mi genitales y me llegó más arriba del ombligo. La temperatura del aire y del agua eran perfectas, como si alguien hubiese preparado ese baño tan especial solo para mí. Era tan agradable, que cerré los ojos y me dejé mecer ligeramente por el agua. Se sentía como volver al vientre materno, como esas mañanas de invierno en las que estás en la posición perfecta en la cama y simplemente no te atreves a moverte, por temor a romper el momento ideal.

 Cuando abrí los ojos, nada había cambiado. Respondiendo a un impulso, hice un clavado inexperto y me hundí en el agua salada. Lo hice con los ojos abiertos, sin miedo de que después se pusieran rojos y me ardieran. Ya me preocuparía después por mi vista. Por ahora tenía que aprovechar ese momento que tenía en el paraíso. Nadé alegremente de forma paralela a la playa. El agua se sentía perfecta recorriendo mi cuerpo libre. De vez en cuando cerraba los ojos, pensando en quedarme allí por el resto de mis días.

 Cuando salí del trance, me di cuenta de que estaba lejos de mis pertenencias. Pero no me importó. Las miré de lejos y luego me zambullí de nuevo, intentando sentarme en el fondo marino. Quería escuchar el sonido del mar desde su base o al menos desde la zona más profunda que pudiese alcanzar sin que mis oídos se sintieran a punto de estallar. Lo logré por un rato y fue muy agradable. Me hundía y salía y me hundía y salía. No sé cuanto tiempo estuve haciendo esa rutina. Solo sé que él estaba allí cuando emergí una de tantas veces. Y me miraba, fijamente.

 No sentí miedo. No les miento y créanme que me sorprende no haber sentido algo de temor en aquel momento. Pero el punto es que cuando lo vi, solo supe que debía salir del agua para verlo más de cerca. Era casi como si se hubiese aparecido un ser  de otro mundo y yo tuviese que hablar con él para aprender algo que no sabía lo que era, pero que seguramente se escondía en la elusiva y fascinante mente de la criatura. Salí lentamente del mar, sin apuros y sin ningún tipo de sensación.

 Cuando estuve cerca, pude ver que tenía el cabello castaño claro pero con varias parte de un rubio oscuro muy atractivo. Tenía cejas gruesas y oscuras y unos ojos casi negros que me hacían sentir extraño. Sus manos y pies eran grandes y él mismo era más alto que yo. Normalmente, me hubiese sentido avergonzado por eso, porque siempre me he sentido inseguro por mi apariencia física. Pero en ese momento nada de eso se me pasó por la cabeza. Solo lo miraba con curiosidad, como si nunca hubiese visto alguien parecido.

 Nadie dijo nada. Él tenía una mochila en la espalda y la dejó al lado de la mía. Venía descalzo. Me miraba fijamente cuando se quitó la camisa sin mangas, los pantalones cortos y la ropa interior. No los dejó arreglados en el suelo, como lo hice yo, sino que los tiró a un lado como si no pretendiera usarlos nunca jamás. Nos quedamos viéndonos el uno al otro por un rato, sin mover un solo músculo ni decir nada. Era como un desafío algo extraño, como una pequeña batalla que se libraba sin un solo movimiento.

 Fue al rato que yo sentí el impulso de volver al agua. Él me siguió y pronto estuvimos los dos alejados de la orillas, moviendo brazos y piernas para mantenernos a flote. Solo nuestras cabezas eran visibles y ellas seguían enfocadas en el otro. A veces rompíamos la conexión pero la retomábamos a los pocos segundos. Fue en ese momento que me di cuenta de que lo que pasaba no era muy normal que digamos. Pero fue como si alguien alejado de mi lo dijera en un susurro. No hice caso.

 Estuvimos allí nadando y mirándonos el uno al otro por un largo rato. El agua no cambiaba de temperatura y el aire tampoco. Era todo tan agradable y sin embargo era de esperarse que pronto el sol empezara a bajar y entonces se haría la oscuridad en ese paraíso oculto del mundo. Él debió pensar lo mismo porque, cuando me miró de nuevo a los ojos, se le dibujó una sonrisa en el rostro. Yo respondí igual y ese fue el primer momento en que sentí esa vieja vergüenza de antes. Solo por un momento, como un chispazo, pero la sentí como siempre en el pasado, en situaciones no muy diferentes a esa.

 Sin hablar, decidimos volver a la orilla. En efecto, el sol empezó a bajar lentamente por el cielo despejado. Nos sentamos en la orilla para verlo, uno al lado del otro, frente a nuestras pertenencias. Era muy agradable estar allí, con la fina arena bajo nuestros cuerpos y el calor del sol secándonos el agua de mar del cuerpo. Nunca me había sentido tan libre como en ese momento, o tan feliz. Era una sensación tan variada e increíble que simplemente sería inútil tratar de explicarla en simples palabras.

 Pasado un tiempo, el hombre de las cejas oscuras tomó mi mano y la apretó ligeramente. Yo respondí igual. Luego entrelazamos los dedos y jugamos un buen rato, tocándonos el uno al otro pero sin pasar de la muñeca. No solo era obviamente muy sensual sino que se sentía muy bien interactuar de esa manera, sin vocabulario innecesario. Nuestras miradas y el tacto podían hablar muchísimo más de lo que nosotros lo hacíamos. Era una comunicación más profunda y, en cierto sentido, más verdadera.

 Fue cuando me di cuenta de que, debajo de la barba de algunos días y el pelo desarreglado, mi compañero de playa era un hombre que nunca hubiese creído que podría acercarse a mí en el mundo real. Me di cuenta de que era uno de esos hombres físicamente perfectos, de esos que no tienen que preocuparse por nada, pues los cánones de belleza dictan que las personas que tienen ese aspecto físico no serán ni pueden ser juzgadas de la misma manera que los demás. Y esa es una verdad que no admite peros.

 Así y todo, él se acercó cuidadosamente y me dio un beso suave en los labios. Yo me acerqué también y puse una de mis manos sobre su costados. Los besos continuaron, cada vez más profundos e intensos, en cada vez más lugares del cuerpo y de maneras diferentes. No demoramos mucho en tener sexo, un sexo intenso y liberador pero que se sentía como algo mucho más que solo tener relaciones sexuales, que una simple penetración. Era algo que debía pasar, algo que debía de suceder y por eso se sentía tan bien.

 Terminamos cuando el sol tocó el mar. Nos besamos un poco más y nos fuimos separando lentamente. Él se puso de pie primero. No lo vi vestirse ni nada. Simplemente seguí mirando el agua. Cuando el Sol se había ido, el también ya no estaba, ni sus cosas. Yo suspiré, nada más.

 Me quedé un rato allí, abrazado por una oscuridad débil, pues la luna inundaba con su luz todo lo que había por ese rumbo. No quería irme pero sabía que nadie puede estar allí para siempre. Quise guardarlo todo en mi mente para jamás olvidarlo y poder sentirme así alguna vez, de nuevo.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

El viaje de Diana

   Era precisamente por el sonido del mar que había viajado tantos kilómetros. Las ciudades con sus coches y bocinas y ruidos incesantes había sido suficiente para ella. Diana quería descansar de todo eso y alejarse, retraerse a un lugar en el que se sintiese más cómoda. Fue cuando pensó en su pueblo, en el que había nacido hacía muchos años y que había dejado atrás cuando era una niña pequeña. La idea se le había ocurrido en un momento y no la había dejado hasta que tomó la decisión.

 En principio, estaría fuera de casa por una semana pero la verdad, muy adentro de sí misma, sabía que estaría mucho más tiempo afuera. El trabajo la tenía cansada y le debían tantas vacaciones que no tenían opción de negarse a lo que ella dijera. La ley la protegía. Había estado trabajando como loca desde que había ingresado a ese puesto de trabajo y no había descansado sino los fines de semanas y eso que a veces también debía de trabajar esos días. Era un cambio sustancial a su rutina.

 Tomar el avión fue extrañamente liberador. Sabía que antes de llegar a cualquier lado, debía de viajar varios kilómetros y usar varios tipos de transporte. El lugar de su nacimiento, y el de sus padres, era un sitio remoto al que ellos jamás quisieron volver. Ella nunca preguntó mucho pero lo que entendió desde joven es que habían sufrido mucho, y el esfuerzo que habían hecho para salir adelante no podía deshacerse volviendo y siendo sentimentales después de tanto tiempo.

 Diana habló con ellos antes de salir de viaje, pero no quisieron hablar mucho del tema. Solo mencionar que iba a ir al pueblo, era como si fuese de nuevo una niña pequeña y no tuviese permitido hablar de ciertos temas. Su madre la cortó, recordándole que debía comer mejor pues estaba muy delgada. Con su padre fue lo mismo, aunque su manera de interrumpir fue un tosido extraño y luego un silencio muy tenso que parecía poderse cortar con un cuchillo. Era extraño pero decidió respetar la situación.

 El vuelo duró unas dos horas. Cuando bajó del aparato, por aquellas escalerillas que solo ponen en los aeropuertos pequeños, Diana fue golpeada por un calor sofocante y una humedad relativa que en pocos minutos la tuvo sudando la gota gorda. Sentía que respirar se le hacía un poco más difícil de lo normal pero tuvo que proseguir, yendo a buscar su maleta y luego buscando un taxi, que sería el encargado de llevarla a la ciudad más cercana. El corto viaje fue peor que en el avión, pues el hombre no tenía aire acondicionado y había un olor extraño pegado al cuero del automóvil.

 Cuando se bajó en la plaza principal de la pequeña ciudad, Diana miró a un lado y otro. Se aseguró de tener su maleta bien cogida de la manija y empezó a caminar por todo la plaza, por donde niños corrían de un lado a otro y había algunos puestos vendiendo comidas típicas de la región. Los hombres y las mujeres mayores sentados en las bancas de la plaza, típicos de las ciudades como esa, la miraban detenidamente pero sin preguntar nada ni ayudarla, porque era evidente que estaba un poco perdida.

Sabía que debía tomar otro transporte, una especie de taxi pero compartido, que era lo único que podía llevarla hasta su pueblo. Era un lugar muy pequeño, metido entre manglares y marismas. Por el olor del aire, sabía que el mar estaba muy cerca pero la ciudad por la que pasaba estaba encerrada en medio de la tierra y por eso el calor se sentía como si se lo echaran encima por baldadas. Era tan insoportable, que Diana tuvo que interrumpir su búsqueda un segundo para comprar un raspado de limón.

 Cuando lo terminó, pidió otro más y emprendió su búsqueda, que fue corta porque ya estaba al otro lado de la plaza, donde pequeños vehículos estaban estacionados. Tenían letreros encima de ellos, con el destino que servían. Eran un cruce entre una moto, una bicicleta y uno de esos automóviles que solo sirven para una persona. Normalmente Diana no se hubiese subido a algo tan obviamente peligroso pero la verdad era que el calor hacía que las cosas importaran un poquito menos.

 En minutos, estuvo sentada en la única silla con su maleta entre las piernas y tres personas más a su lado. Eligió uno de los bordes para no tener que sentirse como un emparedado entre dos personas, cada una con sus olores particulares. De verdad que no quería comportarse como una esnob, pero es que no estaba acostumbrada a que sus sentidos estuviesen tan alerta como durante ese viaje. El gusto, el tacto, el oído y el olfato estaban todos en constante alerta, como si no supieran que percibir primero.

 La vista, sin embargo, iba y venía. Empezaba a sentirse cansada. En el trayecto al pueblo cabeceó casi todo el camino y solo vio la carretera por momentos. No era pavimentada y estaba cubierta, en tramos, por árboles altos que hacían una sombra bastante agradable. Cuando por fin llegaron, tras casi dos horas más de travesía, Diana tuvo que abrir bien los ojos y quedó fascinada con lo que se encontró. Era el mar, tan azul y tan perfecto como muchos lo habían soñado, y nubes blancas como algodón flotando pesadamente sobre él. Todo era increíble y hermoso.

 Estuvo un buen rato mirando para arriba, parada en el mismo lugar donde se había bajado del vehículo que la había traído. Ya no había nadie alrededor y fue el sonido de una gaviota lo que la despertó de su trance y le recordó que debía buscar el sitio donde había reservado su habitación. Según tenía entendido, era el único hotel o similar que había en todo el pueblo. Había intentado llamar varias veces para reservar hasta que un día por fin pudo hacerlo con buena señal, por el tiempo suficiente.

 Caminando por la calle hecha de tierra, miraba a un lado y al otro. Había casitas modestas al comienzo y después unas más bonitas, con colores varios y de mejor construcción. Como en el otro pueblo, había también una placita pero esta era más pequeña y no tenía sino dos bancos algo desvencijados y muy poca gente alrededor, aunque seguramente serían muchos para la cantidad de personas que vivían en el pueblo. El hotel estaba justo en el marco de la placita, era una casa de dos pisos de color azul con rojo.

 La mujer que atendía era grande y un poco atemorizante. No decía más que un par de palabras pero con el pasar de los días Diana entendió que era solo su manera de ser. Así pasaba cuando se estaba mucho tiempo detrás de un mostrador, esperando a ver si alguien se aparecía. Ella le mostró la habitación a la joven, que lo primero que hizo fue desempacar, ponerse el traje de baño y salir directamente a la playa, sin pensar en mucho más. La orilla no estaba muy lejos de las casas.

 La arena era muy blanca, como si fuera falsa pero no lo era. Y el agua no estaba ni caliente ni fría, sino perfecta. Todo era ideal, por lo que se echó sobre una toalla que había traído y cerró los ojos durante un buen rato. Pero no durmió sino que pensó y pensó en lo que hacía, en sus padres y en su vida hasta ahora. Después, de manera inevitable, pensó en las personas que la rodeaban, en los habitantes de ese pueblo que tal vez recordaran a sus padres o tal vez quisieran conocerla a ella.

 Caminó mucho ese día y habló con vendedores de pescado, de mariscos, otro vendedor de raspados y la enérgica mujer que atendía la tienda del pueblo. Así como ellos preguntaban de su vida, ella preguntaba de la de ellos. Los días pasaron y la semana se convirtió en dos y luego en tres.


 Regresó a casa, casi un mes después de haber partido con conocimiento nuevo, sintiendo que era una persona distinta por atreverse a dar el paso de tener una aventura por sí sola, una travesía que la ayudaría a encontrarse a sí misma, para así saber cual sería el siguiente gran paso.

viernes, 24 de marzo de 2017

Valle del misterio

   Tranquilos, los caballos pastaban libres por todo el campo. Era una hermosa superficie ondulada y llena de verde, con flores en algunos puntos y charcos formados por la lluvia de la noche anterior. El lugar era como salido de un sueño, con las montañas de telón de fondo y el bosque bastante cerca, con muchos misterios y encantos por su cuenta. Era una zona remota, en la que pocos se interesaban. Sin embargo, fue el primer lugar donde se experimentó el fenómeno que se repetiría a través del mundo.

 Sucedió una noche en la que no había una sola nube en el cielo. Los caballos, de los pocos salvajes que todavía existían en el mundo, dormitaban en la pradera, muy cerca unos de otros. La única vivienda cercana era la de un viejo guardabosques llamado Arturo. Esa noche, como todas, había calentado agua antes de dormir y con ella había llenado una bolsa para poder calentarse mientras dormía. Así que cuando se despertó de golpe durante la noche, naturalmente pensé que había sido culpa de la bolsa.

 Pero eso no tenía nada que ver con lo que sucedía. Lo que despertó a Arturo fue un estruendo proveniente del campo abierto que estaba no muy lejos de su casa. Él era un poco sordo, así que el sonido debía haber sido de verdad un escandalo para despertarlo como lo hizo. Al comienzo pensó que era la bolsa y, cuando se dio cuenta que estaba fría, pensó que había sido una pesadilla la que lo había despertado. Justo cuando se estaba quedando dormido de nuevo, el sonido se repitió.

  Era muy extraño y difícil de describir. Los años de experiencia de Arturo les decían que lo que no podía descifrar era de seguro peligroso, tanto para él como para las criaturas que cuidaba en el pequeño valle. Así que decidió ponerse de pie, vestirse con botas, chaqueta y pantalones gruesos y terciarse su escopeta, la que solo usaba para asustar a los cazadores furtivos y a las criaturas que querían comerse a los animales de la zona. Al abrir la puerta, se dio cuenta del que la temperatura había bajado varios grados.

 Caminando despacio, subiendo la colina hacia la planicie donde pastaban los caballos, Arturo pensó que lo de la temperatura no era normal pero tampoco era lo más usual del mundo, sobre todo para la época. Se suponía que para ese momento del año, los vientos fríos debían calmarse un poco para dar el paso al verano, que prometía ser bastante caluroso. Pero tal vez este año los glaciares de las montañas que rodeaban la planicie no habían cedido tanto como otros años al calor y por eso hacía tanto frío. Era una explicación simple pero por ahí debía de ser.

 Al llegar a la parte superior de la colina, donde empezaba la planicie, Arturo vio los grupos de caballos que dormitaban tranquilamente, en grupos de unos cinco, bien cerca unos de otros, al parecer en paz. El ruido no se había repetido y de nuevo pensó que tal vez lo había soñado. Al fin y al cabo ya no era un hombre joven como cuando había iniciado sus labores y podía pasarle que se imaginara cosas o que su mente prefiriera estar medio dormida que con los pies plantados en la realidad.

 Mientras pensaba, sucedió algo que no se había esperado: empezó a nevar. Al comienzo fueron copitos translucidos que se deshacían con facilidad. Pero luego fueron más gruesos y se iban quedando pegados a la ropa. Ver lo que sucedía era increíble puesto que en el valle prácticamente nunca había nevado. Definitivamente algo raro tenía que estar pasando pero Arturo no tenía la respuesta para nada de ello. Era un misterio que no sabía si estaba en capacidad de resolver.

 Caminó hacia el grupo de caballos más cercano. Quería ver como respondían los animales a semejantes condiciones tan extrañas. No sabía si ellos habían experimentado jamás algo así. Pero sabiendo que la mayoría habían nacido durante su vida, era poco probable que alguno de ellos hubiese visto un solo copo de nieve con anterioridad. Cuando llegó al lado del grupito de siete caballos, Arturo volvió a quedarse como congelando, viendo como la nevada aumentaba.

 Fue entonces que se dio cuenta: los caballos no se movían. Para ese momento ya debían de haber movido la cola, las orejas y algunos tenían que haberse puesto de pie, sobre todo los pequeños que tenían una piel más sensible. Pero nada de eso ocurrió. Arturo se acercó más y se dio cuenta que todos los animales tenían los ojos abiertos y parecían estar mirando al infinito. El guardabosques los acarició y les dio palmaditas en el lomo pero nada de eso tuvo el efecto deseado.

 Tenía que hacer la última prueba. Arturo tomó la escopeta entre sus manos, apuntó a un lugar lejano y disparó. No sucedió nada excepto una sola cosa: no escuchó el sonido del disparo. Cuando se dio cuenta, soltó la escopeta y entonces su mente cayó en la cuenta de que no había escuchado su propia respiración desde hacía varios minutos. Era como si todo el lugar donde estaba ahora fuese parte de un televisor al que le han quitado por completo el volumen. Gritó varias veces para comprobar la situación pero no había duda alguna de lo que ocurría.

 Arturo estaba histérico pero trató de respirar profundo para calmarse. La situación que estaba pasando era sin duda bastante extraña pero eso no quería decir que no tuviese solución. Y para encontrar esa solución, tenía que calmarse y seguir caminando hasta que viera evidencia de lo que sea que podía haber causado semejante fenómeno. Sin duda tenía que ser algo muy extraño pues el hecho de quedarse sin sonido era algo que iba más allá de ser un simple misterio.

 Caminó más, pisando el suelo ya cubierto de nieve. El verde de la colina había desparecido casi por completo. Lo que no había cambiado era el cielo, sin una nube y con miles de millones de estrellas brillando allá arriba. Era una imagen hermosa, eso sin duda. Pero de todas maneras no era lo normal. Arturo sabían bien que ni la nieve, ni la falta de sonido, ni las noches despejadas como esa eran algo frecuente en la zona. Había vivido por mucho tiempo allí para saber como eran las cosas.

 Atravesó el campo de nieve. Se detuvo cuando se dio cuenta que la planicie terminaba y las colinas se ponían cada vez más onduladas, hasta convertirse e el abismo que conocía de toda la vida. Se detuvo allí y solo vio oscuridad. A pesar de la luz de la luna que pasaba sin filtro, lo que había abajo era difícil de ver, incuso parecía más oscuro que de costumbre. Sus ojos empezaban a cansarse, así como su mente que ya no era la misma de antes, ya no podía soportar tanto.

 Fue entonces que sintió una vibración por todo el cuerpo. Debía de ser un sonido extraordinario el que causaba semejante temblor. Por un momento se quedó quieto, esperando a que pasara algo más, pero cuando vio que no pasaba nada, miró hacia el cielo y fue entonces cuando vio como una de las estrellas más brillantes parecía despegarse del cielo y empezaba a caer en cámara lenta. Arturo estaba paralizado, mirando fijamente como la estrella se movía directamente hacia él.


 En un tiempo que pudo haber sido de pocos segundos o varias horas, la estrella se acercó al punto donde estaba Arturo y se posó encima de él. Paralizado por el miedo, el hombre no podía mirar hacia arriba para detallar que era lo que en verdad estaba viendo. Sin embargo, podía percibir movimiento a su alrededor. A pesar de solo estar mirando hacia el frente, podía sentir que había una presencia cerca de él. Cuando sintió presión sobre su cuerpo, quiso gritar a todo pulmón pero no salió nada de él. Se dio cuenta que había quedado igual que los caballos de la pradera. La única diferencia es que él no se quedó donde estaba. Algo lo alejó del valle, en un solo instante.