Eran pasadas las once de la noche y Javier
seguía practicando una y otra vez. A veces solo se detenía para tomar algo de
agua y ajustar algo en uno de los aparatos. Pero al rato siempre seguía, como
si tuviera energía para toda la vida. Era probable que la tuviese pues muy
pocos chicos de su edad eran capaces de tener tanta disciplina por si mismos.
En el lugar solo estaba él, su entrenador se había ido hace varias horas y él
había mentido al decir que se iba a quedar solo un rato más para pulir su presentación
en barras asimétricas.
Fue casi a medianoche que sus padres vinieron
a recogerlo. Era la hora que él les
había dicho y ellos no habían puesto en duda su sinceridad. Quisieron preguntar
donde estaba el entrenador pero él fue más rápido y les preguntó sobre su día y
sobre que había en casa para cenar. Era una pregunta algo tonta pues no
importaba mucho qué había de cena cuando él tenía que permanecer en una dieta
muy estricta que no le dejaba subir calorías en ningún momento.
En el coche de camino a casa, Javier pensaba
que tal vez era mejor decirle a alguien que había estado entrenando solo, que
tal vez se había estado esforzando más allá de lo que tenía sentido. De pronto
lo mejor era parar un poco y ser un joven normal al menos por un tiempo. Hacía
mucho que no lo era, que no abrazaba a sus padres o que no les agradecía el
trabajo tan difícil que era tener un hijo gimnasta.
Nunca llegó a agradecerles. En una de las
intersecciones, un automóvil manejado por un borracho se pasó la luz roja y embistió
el vehículo de la familia de Javier con tanta fuerza que fueron a dar varias
metros hacia el otro lado. Los bomberos y las ambulancias no demoraron. Sacaron
primero a Javier y luego a sus padres y pocos minutos después solo quedaba el
retorcido esqueleto del vehículo y nada más.
En el hospital, a Javier le habían inducido a
dormir. De puro milagro no se había rato nada y solo tenía raspones y moretones
por todos lados. Le habían puesto algo para dormir porque necesitaban revisarlo
a fondo y no tenían tiempo de ver que opinaba del asunto. Los exámenes fueron
positivos: Javier estaba en óptimas condiciones físicas a pesar del accidente.
Lo dejaron dormir hasta el otro día.
Ese día siguiente fue uno de los peores de su
vida. Apenas estuvo algo consciente, le informaron que su madre había muerto en
el accidente. Habían tratado de revivirla pero había sido imposible. Su padre
estaba en estado critico, pues el coche había embestido por su lado. Mínimo
quedaría sin el uso de sus piernas pero eso era asumiendo que saliera del
estado en el que estaba.
Dos semanas después, todavía algo drogado para
no sentir demasiado, Javier enterraba a sus padres. Lo acompañaban familiares,
algunos amigos y su entrenador. Esa era la única figura paterna que le quedaba
pues su padre no había aguantado las operaciones y había muerto poco después de
que a Javier le informaran lo de su madre. Estaba solo en el mundo y, cuando
fue capaz de comprender lo que pasaba, quiso salir corriendo o no hacer nada
más en la vida que quedarse en la cama llorando y si acaso comer cada mucho
tiempo.
La verdad era que Javier se culpaba, al menos
parcialmente, por el accidente. Según lo que él pensaba, sus padres no hubiesen
muerto de haber venido por él a la verdadera hora de finalización del entrenamiento.
Si el no hubiese estado obsesionado con ganar la próxima competencia, no
hubiese pasado nada y tal vez el borracho jamás hubiese terminado con una
familia en una sola noche.
Su entrenador quiso distraerlo y le recordó
que había estado entrenando y que podía tratar de ganar de todas maneras. Pero
Javier no estaba de humor para eso. No solo porque el esfuerzo de la mente para
estar mejor lo dejaba exhausto, mucho más que los ejercicios en aparatos, sino
porque su cuerpo estaba muy débil. Era como si los músculos se le hubiesen
aflojado de pronto. No tenía fuerza para levantar una taza de café o el
periódico. Estaba muy débil.
Su entrenador comprendió y le dijo que perder
esa competencia, o mejor dicho no concursar, no tenía nada grave. Pero necesitaba
que Javier recordara que había estado entrenando para calificar a los
Olímpicos. Eso era algo grande, un suceso tan enorme que no podían dejarlo de
lado así como así. El entrenador Blanco dejó que Javier hiciese el luto que
quisiera pero le ordenó, así tal cual, que volviera a entrenamiento en un mes.
El chico aceptó pero la verdad no había estado
poniendo mucha atención. En su mente solo estaban sus padres y las recetas que
les gustaba hacer para él, cuando tenía competencias. Desde pequeño habían
estado apoyándolo, aplaudiendo cada uno de sus logros y dándole lo mejor de si
mismo para que él creciera y se convirtiera en un hombre respetable, con una
moralidad intachable.
Javier lloraba siempre que recordaba eso
porque su moralidad era todo menos intachable. No solo se empujaba demasiado
fuerte en su deporte, también era competitivo y muchas veces buscaba destruir
los sueños de los demás. Ahora ya sentía como se sentía aquello y no le deseaba
nada parecido ni a su peor enemigo.
Durante su mes libre, Javier tuvo cada día
para pensar. Se levantaba muy temprano siempre, como si todavía tuviera que ir
a practicar, y desde las horas de la mañana trataba de lidiar con vivir una
vida normal. El hogar en el que vivía ahora era suyo con todo lo que tenía
adentro más algo de dinero que no eran millones y millones pero era más que
suficiente para una vida tranquila. Sabía además que había que ahorrar y lo
mismo iba con lo que ganar en su profesión.
Le gustaba quedarse en casa y revisar los
álbumes de fotos y elegir de entre ellas las que más le gustaban. Esas las
ponía en un tablero en su cuarto y las miraba siempre que se sintiera demasiado
agobiado por todo. Miraba las fotos de sus padres, jóvenes, con un bebé que
aprendía a caminar o que andaba desnudo por la casa. Ese era él.
No tiró nada de ellos hasta que algunos amigos
le aconsejaron que lo mejor era tirar la ropa que no fuese a guardar pues le
podían servir a otra gente con necesidades urgentes en cuanto a la vestimenta.
Eligió un par de prendas de cada uno de sus padres y todo el resto lo pudo en
cajas para regalar. Nunca pensó que le afectaría tanto pero la verdad era
difícil ver todos esos pedazos de tela que contaban tantas historias,
amontonándose allí como si no hubiesen sido parte esencial de su vida.
Le aconsejaron también ir a un terapeuta o,
mejor dicho, a un psicólogo pero Javier no pasó de la primera cita. Esos
lugares no eran para él: se sentía siempre demasiado desprotegido y aunque la
mujer decía que podía confiar en ella, la verdad era que no se conocían y que
no había sentido en confiar en alguien que no conocía de nada. No podía oírla
hablar de sus padres como si los
conociera ni tampoco de su profesión como si en verdad supiese algo al
respecto.
Al mes volvió al entrenamiento y tuvo que
trabajar como si hubiera dejado de ejercitarse por varios años. El dolor de la
perdida se había traducido en dolor físico y no había ahora ejercicio que no le
infligiera un dolor muy alto. Pero no importaba. Se concentró lo mejor que pudo
en los concursos, mejorando al nivel que tenía antes e incluso más. Fue casi un
año después cuando pudo lograr el cupo para los Olímpicos.
Visitó la tumba de sus padres pocos días ante
de viajar a la ciudad donde sería la competencia. Les contó a sus padres varios
detalles de la competencia, cosas graciosas y otras personales. Se detuvo un
momento, pues la culpa seguía allí, pequeña pero insistente. Sin embargo,
continuó entrenando de la manera más estricta y les dedicó a sus padres cada
una de sus victorias pasadas y futuras.