Nunca será fácil
despedirse de un ser querido. No importa su edad, su estatus dentro de la
familia o incluso si era o no de la misma especie, nos duele en el alma cuando
se va alguien que amamos profundamente, así nunca antes no hayamos dado cuenta.
Es un dolor grande porque los seres humanos tenemos la maldición de tener que
recordar, de guardar en nuestro cerebro esas imágenes que se repiten una y otra
vez como viejas películas que ya nadie parece querer ver, solo en ocasiones.
Se nos secan los ojos de tanto llorar y nos
duele tanto la cabeza como el pecho, porque no hay nada más doloroso y duro
para el ser humano que enfrentarse a la muerte. Ante ella no somos nada, no
tenemos ningún tipo de poder. Solo somos pequeños animalitos asustados que se
arrodillan y piden clemencia, porque no hay nada más que hacer en ese momento.
Ella ha llegado y hace lo que quiere cuando quiere, sin que nosotros importemos
tanto como creemos que importamos a diario.
El dolor se va con el tiempo. Aprendemos a
vivir con él y a verlo como una criatura que habita dentro de nosotros. No es
algo bienvenido porque a nadie le gusta sentirse así a propósito, pero sabemos
que es la única manera en que podemos soportar la pérdida. Si no sintiéramos
dolor, no podríamos expresar lo que significa para nosotros que alguien haya
dejado su lugar junto a nosotros. Es necesario sentir que el pecho no puede más
y que los ojos están secos y duelen como nunca.
Y los recuerdos llegan a altas horas de la
noche. A veces son simples imágenes, otras veces son más complejas y se
comportan cuando pesadillas cuando son una simple realidad pasada. Es por eso
que tenemos que aprender a vivir con la muerte. Tenemos que aprender a que las
cosas pasan, a que todo es un ciclo de vida en el que estamos involucrados y,
aunque no podemos hacer nada para cambiarlo, sí podemos darnos nuestro lugar en
él y aprovechar la vida como viene.
Debajo de un árbol yacen muchas de las
personas que estuvieron junto a mi, muchos amigos entrañables. También flotan
en el aire, libres de las cadenas humanas. Están aquí y allí, siempre junto a
nosotros. Son almas, recuerdos que nos enseñan y pueden impulsarnos cuando no
sabemos como seguir adelante. Es ahí cuando la vida y la muerte se cruzan y
forman un mismo tejido hermoso, con dos caras distintas pero dependientes.
Debemos vivir la vida, aprovecharla, ser felices y siempre disfrutar a los
seres amados. En la muerte, todos estaremos juntos, tomados de la mano, libres.