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miércoles, 14 de septiembre de 2016

El monte de Santa Odilia

   Con una puntería inexplicablemente buena, el monje derribó con una sola piedra en su onda el pequeño aparato que había estado dando vueltas por el monte. Normalmente los religiosos no tenían reacciones de ese tipo, no se ponían como locos y derribaban el primer dron que vieron con una piedra del tamaño de un puño. Lo que pasaba entonces era que, por mucho tiempo, el templo de Santa Odilia había estado cerrado a todos los demás hombres y mujeres del mundo. Esto había sido decidido por los monjes hacía unos doscientos años y desde entonces solo se aceptaban cinco nuevos religiosos cada año. Era una cuota bastante decente pues cada año el número de jóvenes interesados bajaba drásticamente.

 Cuando los monjes habían decidido encerrarse en el monte, por allá cuando todavía no había elementos electrónicos ni nada por el estilo, eran unos ochenta los que vivían en el monasterio y lo increíble era que, para esa época, tuvieron que construir más habitaciones para que pudieran estar todos cómodos. Ahora, sin embargo, los monjes no superaban la docena y la limpieza de todo el conjunto de edificios era una tarea titánica en la que todos ayudaban con lo que podían pero era obvio que no era suficiente pues de los habitantes actuales, la mayoría eran hombres mayores de edad que no podían agacharse demasiado o se quedarían ahí sin poderse mover. Los más jóvenes debían cargar con el peso de todo y, así las cosas, era inevitable que algunas partes del monte cayeran en ruinas.

 La capilla sur, por ejemplo, era uno de aquellos edificios que estaba literalmente cayéndose a pedazos. Cada cierto tiempo, un pedacito de la piedra con la que se había construido, rodaba cuesta abajo hacia el abismo que había allí. Los monjes sabían que perderían el edificio en poco tiempo pero no era algo que en verdad discutieran porque eso requería buscar una solución y la verdad era que no había soluciones para tal cosa, al menos no para ellos pues no había dinero y las reglas eran estrictas en cuanto al ingreso de “extranjeros” y el tipo de ayuda que podían recibir. Los mayores zanjaban siempre cualquier eventual discusión, recordando a los demás que el lugar era un retiro espiritual.

 El día que el dron fue derribado, los monjes estaban terminado una semana bastante difícil. Una torrencial lluvia se había llevado uno de los muros de la capilla y con él varios artículos de gran valor. Además, el agua había revolcado la tierra de la peor manera posible, arruinado el pequeño huerto que tenían. Recuperaron lo que pudieron pero los animales que aprovecharon el momento no dejaron demasiado para ellos. La tormenta había ocurrido por la noche y por eso se sentían aún más afectados porque no había nada que hubiesen podido hacer para evitar nada de lo que había pasado.

 La semana siguiente tampoco empezó muy bien. Tuvieron una visita muy poco usual de un miembro de la policía. No había venido en automóvil sino en bicicleta, con todo y su uniforme. El hombre no eran joven ni viejo y tenía una apariencia bastante arreglada, llevaba toda su vestimenta a punto. Los monjes le hablaron a través de la puerta, sin verle la cara directamente. No podían romper todas sus reglas pero era obvio que tampoco podían ignorar que el mundo exterior tenía sus reglas propias y que una de ellas era asumir las consecuencias de sus actos. Los monjes sabían bien que derribar el dron había sido algo incorrecto, a pesar de que no supieran que era ese aparato, para que servía o como funcionaba.

 El policía fue lo más cortés que pudo y trató de no utilizar vocabulario muy confuso. Ellos entendieron todo a la perfección cuando él les explicó que el objeto que habían derribado era propiedad de un niño que había tenido curiosidad por el monte y había utilizado su juguete para poder tomar fotos y videos del lugar. Por supuesto que los monjes sabían lo que eran fotos y videos porque ninguno había nacido en el monasterio pero como todos eran mayores de cierta edad, no estaban muy al tanto de los últimos avances de la tecnología. Para ellos, el aparato que habían visto circular el monasterio era un juguete. Se disculparon con el policía pero el dijo que había un detalle más y dudó al decirlo. De hecho, los monjes tuvieron que pedirle que hablara más fuerte. El oficial aclaró la garganta y les explicó que el niño quería que le pagaran su juguete.

 Por supuesto, era un pedido ridículo y era por eso que el policía no había tenido la valentía de decirlo en voz alta. ¿Cómo iban a pagar los monjes algo que ni siquiera sabían lo que era? Encima que no tenían ni comida ni ninguna riqueza con la que pudiesen conseguir dinero. La conversación con el representante de la ley llegó hasta allí porque no había nada más que decir. Excepto… El oficial se devolvió a la puerta y les dijo, en voz bien clara, que el niño era el hijo del alcalde del pueblo cercano y por eso era que lo habían enviado en verdad. Se devolvió a su bicicleta sin decir nada más y partió con rapidez.

 Los monjes acordaron ignorar lo sucedido. Era obvio que no podían obligarlos a pagar nada pues no tenían como pagarlo. Además, el niño debía haber sabido que no era un lugar correcto para estar jugando, por lo que el derribo del juguete no era algo completamente difícil de entender. Los monjes decidieron ignorar lo que había pasado y tratar de recuperar su huerto y todo lo que habían perdido en vez de preocuparse por un niño y un montón de personas que nunca habían visto. Tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para reformar todo el huerto y tratar de que allí creciese algo como lo que había habido antes pero era difícil saber si lo conseguirían.

 Fue en una de las cenas de las noches siguientes, en la que uno de los monjes mayores quiso explicarles su posición frente a lo sucedido con el juguete. Él entendía que la mayoría creyera ridículo querer que ellos pagaran el juguete dañado pero le parecía muy mal que los monjes parecieran darle la espalda al mundo por el que se suponía que se habían dedicado a la vida religiosa. A pesar de ser personas que habían decidido encerrarse en un montaña por su propia decisión, esa decisión no podía ser una completamente egoísta o sino, ¿de que servía estar tan adentro de la religión, tan metidos en algo que se supone es para el bien de toda la humanidad y no solo para lo que deciden vivir una vida de recogimiento?

 Las palabras del monje mayor hizo que todos reflexionaran ese día. Sin duda tenía razón. A pesar de que pagar sería ridículo pues no tenían con que, ellos ni podían darle la espalda al mundo nada más porque su decisión los había llevado a vivir aislados de todos los demás. Era algo complejo de entender, de explicar y de hacer, eso de irse a vivir lejos por el bien de la humanidad y por la mejora de la espiritualidad. Era algo complejo que ellos siempre buscaban explicarse porque los monjes no lo sabían todo y era hombres tan confundidos como los pudiese haber en las calles del mundo. Todos los problemas seguían siendo problemas en el monte de Santa Odilia, lo quisieran o no.

 La sorpresa la recibieron pasadas una semana, cuando el mismísimo alcalde del pueblo más cercano se presentó en el monasterio y exigió entrar al monasterio. Le explicaron, a través de la puerta, que eso no era posible pero que podían hablar si eso le complacía. El hombre parecía estar de ánimo para discutir, porque los monjes podían oír como sus pies iban y venían, caminaba de un lado para el otro mientras decía que su hijo estaba muy triste por su juguete. Decía que había llorado mucho desde el momento en el que la piedra le había dado de lleno y el pobre aparato se había dañado irreparablemente.


 Los monjes escucharon pero no dijeron nada. Al menos no hasta que el hombre hubiese acabado. Entonces uno de ellos, uno de los más jóvenes, le propuso algo al alcalde a través de la puerta: podía traer a su hijo, al niño, para que los visitara y ellos pudiesen explicarle por qué habían reaccionado de la manera en la que lo habían hecho. Los demás monjes lo miraron como si estuviera loco y el alcalde dejó de caminar de un lado al otro. La idea era revolucionaria, por decir lo menos. El alcalde dijo que lo pensaría y se fue sin más. Los demás monjes no quisieron alargar la conversación pero sus opiniones eran muy variadas. Sin duda era una buena solución al problema de demostrar quienes eran ellos pero también estaba el hecho de que arriesgaban parte de quienes eran para lograr aclarar su punto. Hubo muchos rezos y reflexiones esa noche y no solo en el monasterio.

viernes, 13 de marzo de 2015

200

   They descended from the sky, like rain. They didn’t fall hard on the ground but rather softly, walking slowly after landing. They looked like simple robots but everyone watching knew what they were: androids. The last generation that had been built in the Takashima factories, in what remained of Japan. They were the last remnants of technology as Takashima was the only company still spending so much money on technology.

 People didn’t like that and had tried, several times, to disable the factory. But that had proven impossible. The owners of Takashima had found out how to be independent, not relying on the energy generated by any of the public dams or energy plants. No one knew how although some speculated they had reactivated a nearby nuclear facility or maybe they were harnessing the power of the ocean waves.

 No matter how they did it, the androids were landing in small groups, all over the world. Takashima had been hired, in the midst of chaos, to ensure security wherever they could. Only fifty countries were chosen for the trial run and two hundred androids had been built to be the first to ensure the safety of the people. Those first hundred had the toughest job as humans did not like to be lectured or punished by what people in the slums called “inhumans”. And they called them liked that because they had no visible feelings, no remorse when killing or hurting someone.

 Their job was to protect people but in order to do that; other would have to be eliminated. For the next year, thousands of thieves, murderers, rapists, drug dealers and con artists, among many others, were arrested or killed on the spot if they had resisted. There was no way to escape one of the two hundred when they became angry, if that can be said. Because a machine does not become angry, it just enters another mode in it’s programming and responds only to those directives.

 The people that remained in the destroyed cities began to fear the robots. Small groups of rebels formed but they were always destroyed by the androids, not even having a chance at defying them somehow. On the other hand, the few governments that remained were very happy with these prototypes. They were behaving exactly as they had predicted and, in some time, the occupation of the now empty territories could be achieved with the help of a new generation of androids.

 Because, as always in the world, the powerful are the ones that really control all situations. It was them who paid Takashima Industries to build the robots in a time when money was not abundant. The needed that help because their rule was coming to an end and, effectively, the androids turned the tide in favor, again, of the powerful. The rebels, who were mainly poor and many more, had won several territory and were starting to colonize the remains that the war had left them. But the androids took that all from them in just a few weeks.

 The first two hundred were scheduled to be decommissioned after the first two years but that didn’t happen. Takashima assured the governments that those androids were still in pretty good shape and could serve as a support for the new generation of robots they were preparing in the factory, which had grown to the size of a small city.

 The United States invaded the “empty” territories shortly afterwards, when the second wave of androids was ready. They were another two hundred, better equipped for land and aerial assault. They were more military and had only one directive: obey the orders of their commanders. They did not protect civilians nor guarded for no one’s security. Although more evolved, they were brutes, cybernetic bullies at the service of the oppressor.

 The invasion of the territories was fast. Practically no resistance came from the few inhabitants that had remained, becoming slaves for the enjoyment of the new masters of the land. They formed several small states, each greatly relying in the strength and relentlessness of the new generation of androids.

The first two hundred, however, were removed from the colonies and returned to protect people in what became known as The Core. This was the most part of the northern hemisphere, where the wealthy of the new world were still settled. The androids there protect people, much like policemen and soon became loved by these inhabitants, which grew to like them and trust them. So much they did trust them that children even greeted any android they saw on the street and, as androids that they were, the artificial life forms began developing a relationship with the humans.

 That was not the case, at all, in the colonies. All artificial life was evil. That was what the native inhabitants knew and they were always very careful around them as any sign of rebellion was enough to be killed on the spot, it didn’t matter where it was. Their masters never cared, making the slaves clean the mess that the androids had caused. It was brutality at it’s best and no one dared to challenge the state of things.

 That is except the group that called themselves the Invisibles. No one really knew whom they were or if they were actually human. It was rather impossible they weren’t but slaves, in their quarters, loved to speculate that it was an advanced alien race that had come to save them from their masters. Of course, they were wrong. The Invisible were nothing more than people who had welcomed back their savage ancestry, behaving like animals and living in the woods and forests.

 Many territories of the world had not been recolonized after the war, so many of the survivors had gone into hiding there, slowly becoming more and more animal, losing themselves to nature and trying to forget the technology that they had used in the past. Not all survivors had taken this path and were now dead or enslaved. The Invisibles apparent goal was to be forgotten by the rest of the world, asking them to be left alone and leaving behind all trace of their disastrous humanity.

 The official of the Core knew about them but they regarded them only as intelligent animals, nothing more than a chimpanzee or a gorilla. But the Invisibles had not shed all of their humanity yet. They still had enough to seek revenge. And for many years they planned, away from everyone and everything. They sought to destroy the Takashima factory, once and for all.

 Although they did not speak that much anymore, they knew that this had been their target for a long time and the only logical thing was to proceed with their old plan. Once it had been done, they could go back to the forests and just live a peaceful life in the nature. They had no intention of breaking the rule of the Core, nor of liberating the many slaves of the world. They were a small group and they were going to use that only to avenge their deceased. That was it.

 Slowly, for some years, they travelled the wilderness until they arrived to the ancient country of Japan. That wasn’t the name the Core used anymore, changing the world so much, even the names, for people not to remember who they were. All of those all country names had ceased to exist.

 Takashima Industries was located on a small island, off the coast of Kyushu. The savages waited, scouting the island from afar, planning their strategy with care. The island could only be reached by boat and the place was heavily guarded. So it was best to do it at night. After all, they had dragged with them a secret weapon, which they knew would be essential to their plans. They stayed hidden for some weeks until they had a raft ready to sail closer to the island.

 On the raft travelled only two people: a woman, partial leader of the group, who used to be a scientist and a strong man, who used to be a military officer. There was a third passenger though. It was one of the first two hundred, an android that the Invisibles had defeated in battle, the only one that had ever fallen to them. They sailed the raft midway towards the island and then the woman pushed a few buttons on the back of the robot. The creature lit up and people on the shore could see their plan was working. The android was blind but functional. The man whispered a few coordinates to his cybernetic ear and then waited. The android then stood up and fired a rocket from his hand.

 The rocket flew up and this gave time to the raft to go back to the shore and escape with the rest of the Invisibles. Shortly after, the bomb fell on the factory, fully destroying every single piece of equipment on the island and killing hundreds of workers. It was the end of Takashima Industries as the Core decided to build new androids by themselves, even going as far as torturing the founder of the factory and making him give them all his research on artificial intelligence. Afterwards, he was killed by fire squad, falsely accused of treason.

 The Invisibles returned to the forest, with their android companion, and disappeared for years in the thickness of nature. But they would return again, very soon.