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miércoles, 24 de octubre de 2018

El hombre de mis sueños


   Otra vez lo vi. Estaba en uno de esos callejones largos, de esos que parecen no tener fin. A un lado y al otro había afiches viejos, cayéndose a pedazos al suelo mojado. También algunos grafitis, tanto de aquellos que quieren desligarse de la sociedad como de aquellos que quieren integrarse, que buscan desesperadamente dejar su marca en el mundo para así decir “Aquí estuve”. Pero yo paso corriendo por entre la suciedad, salpicando agua llena de mugre a un lado y al otro. Es entonces que me doy cuenta que estoy descalzo.

¿Qué estoy haciendo? ¿Dónde estoy? No sé responder a ninguna de esas preguntas esenciales. No recuerdo como llegué hasta allí ni porque corro con los pies descubiertos. Solo sé a quién persigue y siento, sé, que él está allí adelante. Tal vez no me espera y tal vez ni siquiera sepa que lo estoy buscando, pero estoy tan cerca de lograrlo que la verdad solo me concentro en mi mismo y en nadie más. Sigo mojando mis pies hasta que por fin llego al final de ese largo corredor mugriento, que resulta ser una sala de estar.

 Cuando volteo a ver, ya no hay rastro del corredor ni de la calle ni del agua mugrienta. Sin embargo, mis pies siguen descalzos, aunque secos. Por un breve momento me quedo mirando mis pies, mis dedos en movimiento. Sé que algo quiere decir pero solo me rio como un tonto y alzo la vista para ver donde estoy ahora. Sí, es una sala de estar con todo y televisor, sofá, una ventana bien iluminada, cuadros varias e incluso fotografías. Cuando me acerco a verlas, caigo en cuenta de que los personajes en ellas son miembros de mi familia.

 Pero esa casa no es una que yo reconozca. Sé que nunca jamás había estado allí pero, al mismo tiempo, siento que la conozco de alguna manera. Es cuando me siento en el sofá por un momento cuando me doy cuenta de dónde conozco el lugar. De nuevo me rio como tonto, pues estoy sentado en el sofá de una familia famosa que nunca conoceré. Mi mente está jugando conmigo de la manera más extraña, a menos que no sea mi mente la que está haciendo todo esto. Tal vez algo más está ocurriendo y no me estoy enterando.

 Un sonido en el cuarto contiguo me alerta de la presencia de alguien más. Algo me dice que es él. Corro hacia allí, viendo como hay platos rotos en el suelo y la puerta del patio está abierta. Cuando salgo por ella, la casa animada desaparece y me encuentro en un lugar más familiar pero alterado dramáticamente. Parece como si una guerra hubiese estallado y no hubiesen quedado sino escombros de los edificios y casa que conocía. Era mi barrio, el de siempre, el que había conocido caminando de un lado al otro, el que había visto desde mi ventana en incontables ocasiones.

 Estaba todo destruido, con montones de piedras humeantes a un lado y al otro. No sabría decirlos a un lado y al otro de qué, puesto que ya no puedo ver calles ni cuadras ni nada por el estilo. Solo veo rocas unas encima de las otras y nada más. Sin embargo, sé que él está ahí. Recuerdo de golpe su sonrisa, que es lo único que me queda de él. Puedo ver su rostro con toda claridad, esbozando esa sonrisa que ha quedado marcada en mi mente. Casi siento que puedo extender una mano y tocarlo pero no es así. El mundo está ahí.

 Camino por lo que se sienten como horas hasta que por fin encuentro una salida de ese lugar tan horrible. Es una tienda, grande, de esas que venden de todo. Está tan sola como el resto de ese mundo pero al menos está de pie. La puerta suena al abrirla, lo que me estremece un poco, pero sigo de todas maneras. Adentro, todo está tal como debería de estar en un día de mucho movimiento. La única diferencia es que el lugar parece estar abandonado. No hay ni un solo cliente ni un solo vendedor.

 Y sin embargo, toda la ropa está perfectamente organizada, todos los colores y las luces vibran con un felicidad extraña y las máquinas funcionan como si nada raro estuviese ocurriendo. Me acerco lentamente a una escalera eléctrica y leo en un panel que la sección de hombres está en el tercer piso. De alguna manera, no me pregunten cual, sé que él está allí. Tal vez esté comprando algo para sí mismo o incluso, temo incluso pensarlo, está adquiriendo algo para mí. Pero lo único cierto es que no estoy seguro de nada.

 Me subo a uno de los escalones y hago lo mismo con los siguientes tramos de escaleras eléctricas. Solo subo y espero que me lleven al siguiente nivel, sin pensar en moverme para nada. Algo me dice que estoy cerca pero también puede ser que me esté imaginando cosas. Más cosas, quiero decir. Cuando llego al tercer piso, atravieso el área con los trajes formales y paso por enfrente de las corbatas y corbatines. Por alguna razón, mis pies desnudos caminan con premura hacia un rincón de la tienda.

 Paso casi volando por entre la ropa deportiva, viendo algo de desorden en esa zona. Me intriga y me dan ganas de detenerme a investigar porqué esa es la única zona desordenada en toda la tienda, pero mis pies no me dejan detenerme. Ellos me llevan y yo no puedo rehusarme. Entramos al sector de la ropa interior y mis pies se detienen frente a un muro lleno de paquetes de diferentes tipos de calzoncillos y pantalones cortos para hombre. Miro mis pies y parecen estar bien. Pero yo no entiendo qué es lo que me quisieron decir. Sé que algo buscaban, lo sé. Pero ciertamente no es evidente.

 Toco la pared, tocando también las cajas de ropa interior, todas con fotos de hombres inconcebibles en las portadas. Trato de no mirarlos pero algo me hace observar sus expresiones. Al comienzo, es como ver a través de una ventana sucia. Pero cuando dejo de empujar y de tocar y me alejo un poco, caigo en cuenta de algo que hace que me tape la boca y diga una grosería en voz baja. El hombre inconcebible en todas las cajas es el mismo y su cara es idéntica, o mejor dicho, es la del hombre que he estado siguiendo todo este tiempo.

 Justo entonces, oigo el sonido de una puerta que se abre ligeramente, a unos pocos metros de donde estoy. Cuando me acerco, veo que da acceso a una escalera interna, como las que se usan para evacuar gente durante un incendio. Sé que tengo que subir lo que sea necesario y allá arriba lo encontraré por fin. Mientras subo los escalones, sin apuro, me pregunto si de verdad lo podré ver y si podré escuchar su voz. Creo que eso sería demasiado pedir pero, como dicen algunos, soñar no cuesta nada. Una mentira pero ayuda.

 Cuando por fin llego al último rellano, abro la puerta que hay allí y salgo directamente al techo del edificio. Pero no parece ser el techo de una tienda por departamentos, en especial porque cuando entré era de día y ahora es de noche. Además, hay varios edificios altos alrededor, todos construidos con una idea arquitectónica bastante definida. Terminan en punta y están adornado por todos lados con figuras de piedra que se ven incluso más aterradoras a la luz de la Luna, que empieza a salir de entre las nubes.

 Camino un poco y entonces lo veo. Es él. Me acerco lentamente y me pongo a su lado. Lo miro y sonrío. Está vestido de forma extraña, con un disfraz completamente negro, completo con capa y máscara. Sé que es él, pero está disfrazado de uno de mis ídolos de la niñez. Parece apropiado y por eso me quedo allí de pie, en silencio, mientras él vigila la ciudad desde lo alto. Siento cierto tensión entre los dos y me gustaría preguntarle si él siente lo mismo, pero no quiero interrumpir lo que hace, pues parece ser importante.

 Pasados unos minutos, el hombre disfrazado voltea la cabeza y me mira. Su sonrisa no está pero sé que es él. Me mira directo a los ojos, como tratando de sondear mi alma a través de ellos, a ver si yo de verdad sí soy yo. Instintivamente, tomo una de sus manos, esperando que me reconozca.

 Y lo hace. Se acerca a mi y me da un beso suave y reconfortante. No dura mucho pero es el abrazo posterior el que sella el momento para mí. Me pongo a llorar sin razón alguna y es entonces cuando el se separa un poco, me acaricia el rostro y luego salta del edificio. Allá va de nuevo. Nos volveremos a ver.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Solo una ducha


   Sí, el agua muy caliente quema. Pero aún así se siente mejor que nada en el mundo, sobre todo cuando deseas sentir que las cosas resbalan por tu cuerpo y se precipitan por un drenajes para nunca más volver. Es un momento de paz que pocas veces se puede disfrutar en la vida agitada que todos tenemos hoy en día. La ducha es ese rincón en el que podemos estar solos con nuestros pensamientos por un buen rato, sin que nadie nos interrumpa. No es un lugar para compartir, muy al contrario. Es privado de verdad.

 Siempre que llego tarde a casa, o muy temprano, me gusta relajar el cuerpo con una ducha caliente. Obviamente apenas llego lo que hago es dormir lo más que se pueda pero después me levanto sin nada de ropa, entro al cuarto de baño y abro la llave del agua caliente. Mientras el agua se calienta, me miro en el espejo: casi siempre tengo las ojeras bastante marcadas pero mi cuerpo se ve como casi todos los días, lo que es bueno. No soy fanático de los grandes cambios, ni en mi cuerpo ni en mis alrededores.

 Cuando entro a la ducha, siento como si el agua de verdad limpiara todas las cosas que quiero sacar de mi ser. Puede sonar exagerado, pero creo que todos tenemos algo adentro que nos conmina a experimentar y a romper las normas de lo que está establecido en nuestro mundo. O al menos eso creo yo porque lo he hecho tantas veces. De pronto es por eso mismos que una ducha para mi es algo casi espiritual, como una limpieza profunda de mi alma y mi mente que, así no sea algo permanente, se me hace casi necesaria.

 Al comienzo, solo me quedo de pie bajo el agua, sintiendo como la gotas caen a raudales en mi cara, en mis hombros, en mi cuerpo. Siento las gotas, ya separadas del resto, resbalar por mis piernas, mi espalda y todo mi cuerpo. Se siente tan bien que, no es raro que cierre los ojos y me pierda en ese mundo que creo para mi mismo por un rato. Se siente tan bien que no puedo evitar dejarme ir, y es entonces que mi mente se pone a inventar y a recordar y a reflexionar. Se relaja tanto que trabaja mejor que nunca.

 A veces se me va la mano con el tiempo que paso debajo de la ducha y he tratado de remediarlo, sobre todo cuando tengo que despertarme temprano. Pero cuando tengo la oportunidad, como en esas mañanas casi tardes después de una noche de excesos, me quedo más tiempo del que seguramente es necesario y entro al mundo en el que más me siento cómodo. Yo creería que puedo estar, en ese extraño trance, unos cinco minutos debajo del agua, si no es que más. El tiempo pasa de una manera diferente cuando estás concentrado en algo y te sientes tan a gusto que no te cambiarías por nadie en el mundo.

 Cuando despierto de ese momento mágico, me siento mejor que nunca. Es como si en verdad el agua tuviera una propiedad especial que limpia mi conciencia, saca todo el mugre y se lo lleva lejos de mi. Claro que está solo en mi poder no contaminarme a mi mismo, pero tengo que admitir que no soy tan bueno en ese aspecto de la vida y por eso las duchas largas y confortables son para mí la solución perfecta para no morir de estrés. Me gusta sentir que tengo el poder de limpiarme a mi mismo cuando quiera y cómo quiera.

 Después es que de verdad empiezo a limpiarme a mi mismo, me refiero al físico. Por fin salgo del trance y tomo el jabón y hago lo que todos hacemos en la ducha. Ahí ya nada es diferente a lo que hacen millones de otros, tal vez incluso a la misma hora. En un mismo momento muchos nos unimos para entrar en ese ritual pero dudo que todos, ni siquiera que la mayoría, piensen en semejante acto tan común y corriente como algo tan espiritual e importante como me lo parece a mí. Al menos eso es lo que creo.

 Cuando termino con el jabón, casi siempre, cierro la llave de golpe. Lo hago así porque si lo pienso demasiado jamás saldría de allí. Es como interrumpir algo que sabes que no debes seguir porque tienes muchas otras cosas que hacer. Se siente feo, es verdad, pero creo que es la mejor manera. Mi cuenta del agua llegaría por las nubes y ni se diga la de la electricidad. Esa es la razón práctica. Pero la verdadera, la importante, es que he aprendido a guardar esos momentos como pequeñas joyas y he aprendido a manejarlos.

 Cuando cierro la llave, casi siempre me quedo allí un pequeño momento, pensando y mirando a mi alrededor. Me gusta pensar que todos nos sentimos igual cuando estamos sin ropa. Es un momento vulnerable pero que todos conocemos. No existe un solo ser humano que simplemente haya nacido vestido o que nunca se quite sus ropas. Incluso aquellos que viven en la calle, por una razón o por otra, se quitan alguna vez sus harapos para disfrutar algo de agua fresca, así sea para limpiarse la cara o las manos o refrescarse los pies.

 Todos somos iguales en ese momento después de ducharnos. Y eso siempre me ha parecido que es uno de esos grandes conectores de la humanidad. Claro que a la mayoría de seres humanos les parece que el estar desnudo es algo casi tan malo como moler a golpes a otra persona, pero de todas maneras es algo que disfruto pensar. Además, nunca me ha molestado en lo más mínimo estar desnudo. Es lo que soy y no va a cambiar de un momento a otro así que, ¿porqué tendría que preocuparme de lo que piensen los demás de mi físico? No tiene nada de sentido sentir vergüenza en ese momento. No le veo sentido.

 Cuando por fin salgo, me envuelvo con la toalla y miro la pantalla de mi celular, que casi siempre dejo a la mano por si acaso. Miro la hora y veo que he estado entre cuatro y diez minutos bajo el agua. Es lo normal en mi caso pero no sé si eso se repita en la vida de todos, supongo que tiene que ver con el poder adquisitivo y el nivel de culpa que tenga cada uno acerca del cambio climático. El caso es que salgo de la ducha un poco renovado, con menos toxinas en el cuerpo y en la mente. Me siento mejor entonces.

 En mi cuarto me tomo mi tiempo para ponerme la ropa. No me apuro y menos aún si se trata de unos de esos días en los que sé que no haré nada. Me paseo desnudo por la habitación eligiendo la ropa que vestiré y luego me echo en la cama y me distraigo un largo rato hasta que recuerdo que me estaba vistiendo y prosigo con la ropa interior, las medias y así hasta que solo me falte ponerme los zapatos. Siempre en el mismo orden, casi siempre de la misma manera. Esa rutina es una que nunca me ha molestado pues, ¿porqué lo haría?

 Con el agua habiendo relajado mis músculos, empiezo en varias cosas que debería hacer. Algunas veces escribo mis ideas, otras veces las guardo en compartimientos mentales que sé que podré acceder en el momento que yo quiera. Pueden ser ideas sobre un tema para escribir o para un video o para hacer en la vida en general. Pueden ser tonterías como volver a jugar un videojuego que no he volteado a mirar en años o algo tan importante como recordar pagar una cuenta especialmente importante.

 Ese es el momento en el que todo aflora, casi como después de una tormenta o de una erupción volcánica severa. Por eso creo que la ducha actúa como un calmante para la mente, que se inquieta y excita cuando desafías a la vida misma. Es una relación simbiótica que, y  creo en esto fervientemente, hay que conocer al menos una vez en la vida. Es importante saber cuales son nuestros limites y lo que estamos dispuestos a hacer con tal de conocernos a nosotros mismos como los seres humanos complejos que sabemos que somos.

 Cuando ya tengo los zapatos puestos y han pasado un par de horas desde el momento de la ducha, se empieza a sentir que los efectos se van poco a poco. Las ideas fluyen menos y las ganas de hacer algo, sea lo que sea, no son tan imponentes como antes. Es como si todo cayera en un sueño ligero.

 Sin embargo, la ducha no es la única cosa que podemos hacer en la vida para sentirnos libres. Hay muchas otras y creo que dependen de las personas, cada una con su personalidad individual particular.  Solo digo que el agua nos une sin lugar a dudas, y luego nosotros elegimos nuestro mejor camino.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El monte de Santa Odilia

   Con una puntería inexplicablemente buena, el monje derribó con una sola piedra en su onda el pequeño aparato que había estado dando vueltas por el monte. Normalmente los religiosos no tenían reacciones de ese tipo, no se ponían como locos y derribaban el primer dron que vieron con una piedra del tamaño de un puño. Lo que pasaba entonces era que, por mucho tiempo, el templo de Santa Odilia había estado cerrado a todos los demás hombres y mujeres del mundo. Esto había sido decidido por los monjes hacía unos doscientos años y desde entonces solo se aceptaban cinco nuevos religiosos cada año. Era una cuota bastante decente pues cada año el número de jóvenes interesados bajaba drásticamente.

 Cuando los monjes habían decidido encerrarse en el monte, por allá cuando todavía no había elementos electrónicos ni nada por el estilo, eran unos ochenta los que vivían en el monasterio y lo increíble era que, para esa época, tuvieron que construir más habitaciones para que pudieran estar todos cómodos. Ahora, sin embargo, los monjes no superaban la docena y la limpieza de todo el conjunto de edificios era una tarea titánica en la que todos ayudaban con lo que podían pero era obvio que no era suficiente pues de los habitantes actuales, la mayoría eran hombres mayores de edad que no podían agacharse demasiado o se quedarían ahí sin poderse mover. Los más jóvenes debían cargar con el peso de todo y, así las cosas, era inevitable que algunas partes del monte cayeran en ruinas.

 La capilla sur, por ejemplo, era uno de aquellos edificios que estaba literalmente cayéndose a pedazos. Cada cierto tiempo, un pedacito de la piedra con la que se había construido, rodaba cuesta abajo hacia el abismo que había allí. Los monjes sabían que perderían el edificio en poco tiempo pero no era algo que en verdad discutieran porque eso requería buscar una solución y la verdad era que no había soluciones para tal cosa, al menos no para ellos pues no había dinero y las reglas eran estrictas en cuanto al ingreso de “extranjeros” y el tipo de ayuda que podían recibir. Los mayores zanjaban siempre cualquier eventual discusión, recordando a los demás que el lugar era un retiro espiritual.

 El día que el dron fue derribado, los monjes estaban terminado una semana bastante difícil. Una torrencial lluvia se había llevado uno de los muros de la capilla y con él varios artículos de gran valor. Además, el agua había revolcado la tierra de la peor manera posible, arruinado el pequeño huerto que tenían. Recuperaron lo que pudieron pero los animales que aprovecharon el momento no dejaron demasiado para ellos. La tormenta había ocurrido por la noche y por eso se sentían aún más afectados porque no había nada que hubiesen podido hacer para evitar nada de lo que había pasado.

 La semana siguiente tampoco empezó muy bien. Tuvieron una visita muy poco usual de un miembro de la policía. No había venido en automóvil sino en bicicleta, con todo y su uniforme. El hombre no eran joven ni viejo y tenía una apariencia bastante arreglada, llevaba toda su vestimenta a punto. Los monjes le hablaron a través de la puerta, sin verle la cara directamente. No podían romper todas sus reglas pero era obvio que tampoco podían ignorar que el mundo exterior tenía sus reglas propias y que una de ellas era asumir las consecuencias de sus actos. Los monjes sabían bien que derribar el dron había sido algo incorrecto, a pesar de que no supieran que era ese aparato, para que servía o como funcionaba.

 El policía fue lo más cortés que pudo y trató de no utilizar vocabulario muy confuso. Ellos entendieron todo a la perfección cuando él les explicó que el objeto que habían derribado era propiedad de un niño que había tenido curiosidad por el monte y había utilizado su juguete para poder tomar fotos y videos del lugar. Por supuesto que los monjes sabían lo que eran fotos y videos porque ninguno había nacido en el monasterio pero como todos eran mayores de cierta edad, no estaban muy al tanto de los últimos avances de la tecnología. Para ellos, el aparato que habían visto circular el monasterio era un juguete. Se disculparon con el policía pero el dijo que había un detalle más y dudó al decirlo. De hecho, los monjes tuvieron que pedirle que hablara más fuerte. El oficial aclaró la garganta y les explicó que el niño quería que le pagaran su juguete.

 Por supuesto, era un pedido ridículo y era por eso que el policía no había tenido la valentía de decirlo en voz alta. ¿Cómo iban a pagar los monjes algo que ni siquiera sabían lo que era? Encima que no tenían ni comida ni ninguna riqueza con la que pudiesen conseguir dinero. La conversación con el representante de la ley llegó hasta allí porque no había nada más que decir. Excepto… El oficial se devolvió a la puerta y les dijo, en voz bien clara, que el niño era el hijo del alcalde del pueblo cercano y por eso era que lo habían enviado en verdad. Se devolvió a su bicicleta sin decir nada más y partió con rapidez.

 Los monjes acordaron ignorar lo sucedido. Era obvio que no podían obligarlos a pagar nada pues no tenían como pagarlo. Además, el niño debía haber sabido que no era un lugar correcto para estar jugando, por lo que el derribo del juguete no era algo completamente difícil de entender. Los monjes decidieron ignorar lo que había pasado y tratar de recuperar su huerto y todo lo que habían perdido en vez de preocuparse por un niño y un montón de personas que nunca habían visto. Tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para reformar todo el huerto y tratar de que allí creciese algo como lo que había habido antes pero era difícil saber si lo conseguirían.

 Fue en una de las cenas de las noches siguientes, en la que uno de los monjes mayores quiso explicarles su posición frente a lo sucedido con el juguete. Él entendía que la mayoría creyera ridículo querer que ellos pagaran el juguete dañado pero le parecía muy mal que los monjes parecieran darle la espalda al mundo por el que se suponía que se habían dedicado a la vida religiosa. A pesar de ser personas que habían decidido encerrarse en un montaña por su propia decisión, esa decisión no podía ser una completamente egoísta o sino, ¿de que servía estar tan adentro de la religión, tan metidos en algo que se supone es para el bien de toda la humanidad y no solo para lo que deciden vivir una vida de recogimiento?

 Las palabras del monje mayor hizo que todos reflexionaran ese día. Sin duda tenía razón. A pesar de que pagar sería ridículo pues no tenían con que, ellos ni podían darle la espalda al mundo nada más porque su decisión los había llevado a vivir aislados de todos los demás. Era algo complejo de entender, de explicar y de hacer, eso de irse a vivir lejos por el bien de la humanidad y por la mejora de la espiritualidad. Era algo complejo que ellos siempre buscaban explicarse porque los monjes no lo sabían todo y era hombres tan confundidos como los pudiese haber en las calles del mundo. Todos los problemas seguían siendo problemas en el monte de Santa Odilia, lo quisieran o no.

 La sorpresa la recibieron pasadas una semana, cuando el mismísimo alcalde del pueblo más cercano se presentó en el monasterio y exigió entrar al monasterio. Le explicaron, a través de la puerta, que eso no era posible pero que podían hablar si eso le complacía. El hombre parecía estar de ánimo para discutir, porque los monjes podían oír como sus pies iban y venían, caminaba de un lado para el otro mientras decía que su hijo estaba muy triste por su juguete. Decía que había llorado mucho desde el momento en el que la piedra le había dado de lleno y el pobre aparato se había dañado irreparablemente.


 Los monjes escucharon pero no dijeron nada. Al menos no hasta que el hombre hubiese acabado. Entonces uno de ellos, uno de los más jóvenes, le propuso algo al alcalde a través de la puerta: podía traer a su hijo, al niño, para que los visitara y ellos pudiesen explicarle por qué habían reaccionado de la manera en la que lo habían hecho. Los demás monjes lo miraron como si estuviera loco y el alcalde dejó de caminar de un lado al otro. La idea era revolucionaria, por decir lo menos. El alcalde dijo que lo pensaría y se fue sin más. Los demás monjes no quisieron alargar la conversación pero sus opiniones eran muy variadas. Sin duda era una buena solución al problema de demostrar quienes eran ellos pero también estaba el hecho de que arriesgaban parte de quienes eran para lograr aclarar su punto. Hubo muchos rezos y reflexiones esa noche y no solo en el monasterio.