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viernes, 30 de marzo de 2018

Santa semana


   Nunca hacemos nada en vacaciones. La respuesta simple es que no tenemos dinero para gastar aquí y allá. Escasamente compramos ropa, obviamente no vamos a tener muchos ahorros para viajar, así sea una distancia corta. De todas maneras, no tenemos coche y eso ayudaría bastante para un viaje de fin de semana o de al menos un día. Pero tampoco tenemos el dinero para estar yendo a una gasolinera una vez por semana. Somos una pareja que gana poco por cada lado y lo que juntamos apenas alcanza.

 Por fortuna, estamos juntos. En un país frío de clima y corazón como este, es bueno que al menos podamos sentarnos juntos en un parque y tomarnos de la mano sin que nadie se atreva a decir nada. Claro que lo piensan y nos lanzan miradas que dicen mucho más de lo que sus bocas jamás podrían decir, pero creo que la mayoría de las veces ignoramos todo eso. Lo llamamos ruido de fondo, así no sea en realidad ruido. Son solo partículas que habitan el mundo con nosotros o eso tratamos de pensar.

 En una semana como esta, en la que media ciudad sale de ella para ir a inundar otros lugares con gritos y alcohol, nosotros nos quedamos aquí y disfrutamos de los pocos ahorros que tenemos. Hace unos días fuimos al supermercado y compramos pescado para comer al menos tres días. Esto puede no sonar muy especial, pero la cosa es que nunca comemos nada que provenga del mar. Y no es por convicciones ambientales ni nada de eso sino porque no lo podemos pagar. Los precios a veces son exorbitantes.

 Pero esta es la semana perfecta para comprar frutos del mar y aprovechamos tanto como podemos. Martín, mi esposo, trabaja como ayudante de cocina en un restaurante peruano, así que ha hecho bastante cosas con comida de mar. Siempre le pone mucha atención al chef para imitar sus técnicas en casa. Claro que no siempre puede comprar los ingredientes que sí tienen en el restaurante, como azafrán o ají rocoto, pero los reemplaza por otros no tan caros y por eso sé que esta semana tendrá comida perfecta.

 Es gracioso, pero yo conocí a Martín un día que fui al restaurante. No, no iba a comer. En ese entonces era apenas un mensajero en una compañía de renombre que me pagaba cualquier porquería por hacer vueltas por toda la ciudad. Iba y venía en buses y taxis, gastando la plata que no tenía para conservar un trabajo que quería mandar a la mierda. Pero no lo hacía porque sabía que necesitaba al menos ese miserable pago para ayudar en casa y para poder comprar un par de pantalones en diciembre. Yendo a entregar un sobre urgente para un pez gordo, fue como llegué a ese restaurante.

 Me sentí como pez fuera del agua y creo que el tipo que estaba en la entrada lo notó enseguida porque me hizo seguir por la puerta trasera, que en ese momento estaba casi bloqueada por cajas y cajas de pescado congelado que estaban metiendo lentamente en un refrigerador del tamaño de mi casa. Fue allí cuando vi sus ojos claros, de un color miel muy hermoso, por primera vez. Me sonrió y creo que en ese momento perdí el sentido de donde estaba y porqué estaba allí. Alguien me codeó sin querer y volví en mí.

 Entre en el restaurante y le pedí al jefe de meseros que entregara el sobre, que era de vida o muerto o al menos eso me habían dicho. Pero el tipo no me hacía caso. Fue Martín el que tomó el sobre de mis manos, se quitó el delantal y el sombrero, y fue directo a la mesa correcta y entregó el sobre en segundos. Cuando volvió a la cocina, el jefe de meseros amenazó con echarlo por su insolencia pero esta vez fui yo el que hice algo: le dije para que empresa trabajaba y quién era el tipo de la mesa.

 El jefe de meseros no dijo una palabra más, solo desapareció y nos dejó casi solos. Otra vez Martín me sonrió y esta vez yo hice lo mismo. Hablamos un par de segundos, no recuerdo de qué. Supongo que fui mucho más atrevido de lo normal porque esa noche llamé al restaurante y pregunté por él. Sabía su nombre porque lo tenía cosido en el delantal. No pudimos hablar mucho pero me dio su número de celular y allí fue que todo esto empezó. Dos años después, vivimos juntos, pobres pero felices.

 De estos días en los que no hay trabajo me encanta despertar todos los días tarde y acostado junto a él. A veces yo me despierto sobre su pecho, otras veces es al revés. Algunas veces estoy yo abrazándolo por detrás y otras veces cambiamos de posición. Obviamente también pasa que amanecemos separados, porque nuestra vida no es una película cursi en la que nos necesitemos cada segundo. Pero tengo que decir que todo es más fácil cuando él está cerca, hace mi vida un poco más soportable.

 Algo que jamás nos ha gustado es que nuestras familias nos inviten a algún tipo de comida o evento familiar por estas fechas. No somos precisamente religiosos pero a ellos eso poco les importa. Ambas familias son de esas en las que la cantidad es algo primordial. Para ellos, entre más personas estén en su casa y más comida puedan proporcionar, querrá decir que han tenido éxito como anfitriones y como familia. Por eso jamás podemos decir que no. Un día toca con unos y el otro día con otros y siempre hay cosas buenas y siempre hay cosas malas, como con todas las familias.

 Con la mía, el principal problema es el rechazo. No lo hacen ya pero ha quedado el rastro de esa actitud y es algo difícil de borrar. Por mucho tiempo quisieron negar que yo era homosexual, e incluso cuando tuve el valor de presentarles a mi primer novio, ellos lo negaron por completo y me prohibieron traer a nadie más a la casa. Tampoco tenía permitido hablar del tema y todo se cerró bajo un velo de censura que permaneció por mucho tiempo, casi hasta que decidí salir de allí para vivir con Martín.

 Fue mucho después que nos invitaron, para una cena similar a la de esta semana santa. Y la verdad fue que todos se comportaron bastante bien. Lo único que molestaba eran los comentarios “sueltos” que a veces hacían, como chistes malos sobre dos hombres viviendo juntos o el hecho de que aunque me querían a mi, seguían rechazando a los demás como yo. Ese tono se acentuaba con personas de mayor edad y creo que por eso evitamos casi siempre quedarnos demasiado. No queremos darles cuerda.

 Con su familia, el problema es diferente. Su madre dice, y lo repite varias veces si uno le pone atención, que desde que era pequeñito supo que Martín era homosexual. Y como su padre, ella lo aceptó desde el comienzo. Debo decir que sentí envidia cuando me contaban del primer novio de Martín, que era casi como un hijo para ellos. En los viejos álbumes de fotos había varias tomas de él y, debo decir, que era un chico bastante guapo. Me hacía dudar un poco de mí y por eso siempre tenía excusas para no volver a ver las dichosas fotos.

 El caso es que la madre de Martín siempre que vamos insiste en que formemos una familia. Nos cuenta como ha averiguado por internet acerca de las adopciones y de las formas en las que se le puede hablar de los niños acerca de tener dos papás. Desde que la conozco ha sido su tema de conversación principal. De pronto es porque Martín es el mayor y quiere tener nietos pronto, pero la verdad es que puede llegar a cansar ese tipo de presión. Pero tengo que aceptar que prefiero eso a mi familia.

 Supongo que así somos todos en estas épocas y en la vida en general. Como dicen por ahí, el pasto siempre se ve más verde del otro lado de la cerca y por eso no me niego nunca a ir casa de su familia, si él quiere, pero ir a mi casa de infancia siempre es un viaje a muchos niveles.

 El caso es que mi momento favorito nunca es fuera de casa, sino adentro de nuestro pequeño apartamento, en nuestra cama al lado de la ventana en la que nos acostamos juntos y nos besamos y nos abrazamos sin tener que decir nada. Esos son los mejores momentos para mí, en esta o en cualquier semana.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El monte de Santa Odilia

   Con una puntería inexplicablemente buena, el monje derribó con una sola piedra en su onda el pequeño aparato que había estado dando vueltas por el monte. Normalmente los religiosos no tenían reacciones de ese tipo, no se ponían como locos y derribaban el primer dron que vieron con una piedra del tamaño de un puño. Lo que pasaba entonces era que, por mucho tiempo, el templo de Santa Odilia había estado cerrado a todos los demás hombres y mujeres del mundo. Esto había sido decidido por los monjes hacía unos doscientos años y desde entonces solo se aceptaban cinco nuevos religiosos cada año. Era una cuota bastante decente pues cada año el número de jóvenes interesados bajaba drásticamente.

 Cuando los monjes habían decidido encerrarse en el monte, por allá cuando todavía no había elementos electrónicos ni nada por el estilo, eran unos ochenta los que vivían en el monasterio y lo increíble era que, para esa época, tuvieron que construir más habitaciones para que pudieran estar todos cómodos. Ahora, sin embargo, los monjes no superaban la docena y la limpieza de todo el conjunto de edificios era una tarea titánica en la que todos ayudaban con lo que podían pero era obvio que no era suficiente pues de los habitantes actuales, la mayoría eran hombres mayores de edad que no podían agacharse demasiado o se quedarían ahí sin poderse mover. Los más jóvenes debían cargar con el peso de todo y, así las cosas, era inevitable que algunas partes del monte cayeran en ruinas.

 La capilla sur, por ejemplo, era uno de aquellos edificios que estaba literalmente cayéndose a pedazos. Cada cierto tiempo, un pedacito de la piedra con la que se había construido, rodaba cuesta abajo hacia el abismo que había allí. Los monjes sabían que perderían el edificio en poco tiempo pero no era algo que en verdad discutieran porque eso requería buscar una solución y la verdad era que no había soluciones para tal cosa, al menos no para ellos pues no había dinero y las reglas eran estrictas en cuanto al ingreso de “extranjeros” y el tipo de ayuda que podían recibir. Los mayores zanjaban siempre cualquier eventual discusión, recordando a los demás que el lugar era un retiro espiritual.

 El día que el dron fue derribado, los monjes estaban terminado una semana bastante difícil. Una torrencial lluvia se había llevado uno de los muros de la capilla y con él varios artículos de gran valor. Además, el agua había revolcado la tierra de la peor manera posible, arruinado el pequeño huerto que tenían. Recuperaron lo que pudieron pero los animales que aprovecharon el momento no dejaron demasiado para ellos. La tormenta había ocurrido por la noche y por eso se sentían aún más afectados porque no había nada que hubiesen podido hacer para evitar nada de lo que había pasado.

 La semana siguiente tampoco empezó muy bien. Tuvieron una visita muy poco usual de un miembro de la policía. No había venido en automóvil sino en bicicleta, con todo y su uniforme. El hombre no eran joven ni viejo y tenía una apariencia bastante arreglada, llevaba toda su vestimenta a punto. Los monjes le hablaron a través de la puerta, sin verle la cara directamente. No podían romper todas sus reglas pero era obvio que tampoco podían ignorar que el mundo exterior tenía sus reglas propias y que una de ellas era asumir las consecuencias de sus actos. Los monjes sabían bien que derribar el dron había sido algo incorrecto, a pesar de que no supieran que era ese aparato, para que servía o como funcionaba.

 El policía fue lo más cortés que pudo y trató de no utilizar vocabulario muy confuso. Ellos entendieron todo a la perfección cuando él les explicó que el objeto que habían derribado era propiedad de un niño que había tenido curiosidad por el monte y había utilizado su juguete para poder tomar fotos y videos del lugar. Por supuesto que los monjes sabían lo que eran fotos y videos porque ninguno había nacido en el monasterio pero como todos eran mayores de cierta edad, no estaban muy al tanto de los últimos avances de la tecnología. Para ellos, el aparato que habían visto circular el monasterio era un juguete. Se disculparon con el policía pero el dijo que había un detalle más y dudó al decirlo. De hecho, los monjes tuvieron que pedirle que hablara más fuerte. El oficial aclaró la garganta y les explicó que el niño quería que le pagaran su juguete.

 Por supuesto, era un pedido ridículo y era por eso que el policía no había tenido la valentía de decirlo en voz alta. ¿Cómo iban a pagar los monjes algo que ni siquiera sabían lo que era? Encima que no tenían ni comida ni ninguna riqueza con la que pudiesen conseguir dinero. La conversación con el representante de la ley llegó hasta allí porque no había nada más que decir. Excepto… El oficial se devolvió a la puerta y les dijo, en voz bien clara, que el niño era el hijo del alcalde del pueblo cercano y por eso era que lo habían enviado en verdad. Se devolvió a su bicicleta sin decir nada más y partió con rapidez.

 Los monjes acordaron ignorar lo sucedido. Era obvio que no podían obligarlos a pagar nada pues no tenían como pagarlo. Además, el niño debía haber sabido que no era un lugar correcto para estar jugando, por lo que el derribo del juguete no era algo completamente difícil de entender. Los monjes decidieron ignorar lo que había pasado y tratar de recuperar su huerto y todo lo que habían perdido en vez de preocuparse por un niño y un montón de personas que nunca habían visto. Tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para reformar todo el huerto y tratar de que allí creciese algo como lo que había habido antes pero era difícil saber si lo conseguirían.

 Fue en una de las cenas de las noches siguientes, en la que uno de los monjes mayores quiso explicarles su posición frente a lo sucedido con el juguete. Él entendía que la mayoría creyera ridículo querer que ellos pagaran el juguete dañado pero le parecía muy mal que los monjes parecieran darle la espalda al mundo por el que se suponía que se habían dedicado a la vida religiosa. A pesar de ser personas que habían decidido encerrarse en un montaña por su propia decisión, esa decisión no podía ser una completamente egoísta o sino, ¿de que servía estar tan adentro de la religión, tan metidos en algo que se supone es para el bien de toda la humanidad y no solo para lo que deciden vivir una vida de recogimiento?

 Las palabras del monje mayor hizo que todos reflexionaran ese día. Sin duda tenía razón. A pesar de que pagar sería ridículo pues no tenían con que, ellos ni podían darle la espalda al mundo nada más porque su decisión los había llevado a vivir aislados de todos los demás. Era algo complejo de entender, de explicar y de hacer, eso de irse a vivir lejos por el bien de la humanidad y por la mejora de la espiritualidad. Era algo complejo que ellos siempre buscaban explicarse porque los monjes no lo sabían todo y era hombres tan confundidos como los pudiese haber en las calles del mundo. Todos los problemas seguían siendo problemas en el monte de Santa Odilia, lo quisieran o no.

 La sorpresa la recibieron pasadas una semana, cuando el mismísimo alcalde del pueblo más cercano se presentó en el monasterio y exigió entrar al monasterio. Le explicaron, a través de la puerta, que eso no era posible pero que podían hablar si eso le complacía. El hombre parecía estar de ánimo para discutir, porque los monjes podían oír como sus pies iban y venían, caminaba de un lado para el otro mientras decía que su hijo estaba muy triste por su juguete. Decía que había llorado mucho desde el momento en el que la piedra le había dado de lleno y el pobre aparato se había dañado irreparablemente.


 Los monjes escucharon pero no dijeron nada. Al menos no hasta que el hombre hubiese acabado. Entonces uno de ellos, uno de los más jóvenes, le propuso algo al alcalde a través de la puerta: podía traer a su hijo, al niño, para que los visitara y ellos pudiesen explicarle por qué habían reaccionado de la manera en la que lo habían hecho. Los demás monjes lo miraron como si estuviera loco y el alcalde dejó de caminar de un lado al otro. La idea era revolucionaria, por decir lo menos. El alcalde dijo que lo pensaría y se fue sin más. Los demás monjes no quisieron alargar la conversación pero sus opiniones eran muy variadas. Sin duda era una buena solución al problema de demostrar quienes eran ellos pero también estaba el hecho de que arriesgaban parte de quienes eran para lograr aclarar su punto. Hubo muchos rezos y reflexiones esa noche y no solo en el monasterio.