Al guardar las cosas en mi mochila, vi de
nuevo su camiseta y decidí ponérmela para el gran día. Me quité la que tenía
puesta, me puse la otra y doblé la que no iba a usar lo más rápido que pude. En
la mochila solo me cabían unas cuatro camisetas, un par de pantalones, tres
pares de medias, mis sandalias, cuatro pares de calzoncillos y otro par de
objetos que tenía que llevar para todos lados. Usaba los mismos zapatos
deportivos todos los días. Alguna vez tendría que lavarlos.
Pero no sería ese día, no sería pronto. Tenía
que mantenerme en movimiento si quería llegar algún día a mi destino. Me dirigí
a la recepción del hotel, entregué la llave de mi habitación y dejé atrás el
edificio, después de dejar todo en orden. Lo siguiente por hacer era conseguir
transporte para la siguiente gran ciudad y para eso haría falta dinero. Así que
antes que nada debía pasar por un cajero electrónico para sacar un poco de
dinero, lo suficiente para sobrevivir unos días pero no demasiados.
Caminé algunas calles hasta que llegué a un
cajero que no quedaba sobre la calle sino que era de esos que quedan dentro de
un cuarto aislado. Los prefería pues no quería que nadie me viera con una
tarjeta que no era mía. Técnicamente no era robada pero tampoco era mía, así
que lo mejor era evitar preguntas o momentos incomodos. Entré en el cajero e
hice todo lo que había que hacer, lo que había hecho durante los últimos dos
meses. Pero esta vez hubo un cambio: el retiro no se efectuó.
En la pantalla apareció un aviso que pronto
desapareció. No lo pude leer completo pero, al parecer, la tarjeta había sido
bloqueada. Esperaba que algo así sucediera en algún momento pero ciertamente
ese no era el mejor para que eso sucediera. En verdad no tenía nada de dinero,
solo un billete que había reservado para comprar algo de comer, lo del día y
nada más. Salí del cajero, pues había recordado las cámaras de seguridad, y
empecé a caminar sin pensar mucho.
No tenía dinero para el autobús que necesitaba
abordar. Y no había una sola moneda en mi cuenta personal. Allí hacía mucho
tiempo que no había un solo centavo, así que no era una opción. La cuenta de la
tarjeta que utilizaba era la de Marco y sabía muy bien que solo una persona
podía haberla bloqueado: su madre. Era lo obvio después de lo que había
sucedido. Me arrepentí de no haber sacado todo el dinero antes de irme, para
así no tener que preocuparme, pero él mismo me lo había desaconsejado. Porque
todo esto era idea de él. Pero ya no estaba para solucionarme los problemas.
Decidí concentrarme en lo urgente: pagar el
billete de autobús. Decidí ir a la estación de buses y allí averiguar cuanto
costaba el billete que necesitaba. Lo siguiente era ingeniármelas para
conseguir el dinero, esperando que no fuese demasiado. Y no lo era, lo que
había guardado para comer era una buena ayuda pero necesitaba el triple.
Pregunté si no había boletos más económicos y me dijeron que no. Así que puse
manos a la obra y me pasee por todo el terminal ofreciendo mis servicios en
todos los comercios.
Como vendedor, cocinero, limpiador de platos,
barrendero,… Cualquier cosa con tal de ganar el dinero suficiente. En algunos
lugares me ayudaron y otros me echaron. El caso es que estuve en ese terminal
por dos semanas, yendo y viniendo por todas partes, casi mendigando por el
dinero. De comer casi no había nada, solo el agua gratis de los lavabos del
baño y algún pan duro que me daban por física lástima. De resto, había que
aguantar lo más posible y me era fácil hacerlo.
Cuando por fin tuve lo suficiente para el
boleto, me lavé la cara lo mejor posible y fui a comprarlo. Me di cuenta que la
vendedora me miraba mucho pues sabía quién era yo, el que pedía trabajo por
todos lados, y seguramente pensaba de mí muchas cosas que yo ignoraba y que,
francamente, me importaban un rábano. Por fin me dio un boleto. Estuve allí en
la hora exacta y abordé el bendito bus de primero. Ese día de nuevo me puse su
camiseta, para la buena suerte.
El viaje era de varias horas, unas doce. El
camino era largo y sinuoso. No había contado con marearme, así que cuando
empecé a sentirme mal, hice un esfuerzo sobrehumano para quedarme dormido. Era
lo mejor pues tener mareo sin nada en el estomago siempre parece doler el
triple. Cuando me desperté era de noche y supe que íbamos por la mitad del recorrido.
Allí, en mi destino, tendría otra misión asignada por alguien ya muerto. Por un
momento, dude en seguir.
Pero al llegar allí a la mañana siguiente, no
había sombra de duda en mi mente. Como no tenía dinero para alojamiento o
comida, lo primero que hice fue hacer lo que Marcos me había encomendado hacía
mucho tiempo. Caminé como por una hora desde la estación de autobuses hasta que
llegué a la playa. Era hermosa, con el mar de un azul casi irreal, las nubes
blancas flotando en el cielo y la arena muy blanca y suave. Yo nunca antes
había estado allí pero Marcos sí y por eso me había pedido viajar hasta ese
lugar, hogar de uno de sus más queridos recuerdos.
Sin demora, saqué la bolsita de plástico que
llevaba en el bolsillo frontal de la mochila y me lo puse entre las manos.
Quería sentirlo una última vez antes de dejarlo ir. Hacerlo era una tontería
pero al fin y al cabo ese era Marcos o al menos había sido parte de él. De
repente me acerqué más al agua, aproveché una ráfaga de viento y dejé ir en él
todo el contenido de la bolsa. Una nube gris oscura flota frente a mi por
varios segundo y, con cierta gracia, voló mar adentro, dispersándose sobre el
agua.
Me quedé con la bolsa en la mano durante
varios minutos, lo que me demoré en procesar todo lo que había estado haciendo.
Desde la muerte de Marcos todo había ido de mal en peor. Mejor dicho, todo
había vuelto al estado anterior de las cosas, todo era malo y estaba vuelto
mierda. Mi vida era un infierno de nuevo y esa misión que me había encomendado
era el clavo final en mi vida. Para mí no había nada más allá, no había nada mejor
ni peor. Nada de nada en mi futuro, porque no existía.
Tiré la bolsa en un bote de la basura y caminé
por el borde de la playa pensando en él. Recordé su sonrisa y el sonido que
hacía cuando algo le gustaba. Tenía registrado en mi mente el olor de su cuello
cuando despertaba y el de las salchichas que le gustaba cocinar. Recordé sus
zapatos viejos, los que usaba para correr, y también el sabor de su boca que
jamás podría olvidar, incluso si lo intentara. Por supuesto, también recordé la
razón de porqué había tenido que ir hasta allí.
Esa playa había sido el escenario del recuerdo
más feliz de la infancia de Marcos. Me había contado una y otra vez como su
madre y su padre estaban todavía juntos en ese entonces y como, para sorpresa
de todos, ellos eran muy felices y cariñosos el uno con el otro. Había jugado
correr, a hacer castillos de arena y muchas cosas más. Ese recuerdo tan simple
era el que más lo acosaba, pues era el de algo que había durado muy poco. Antes
de morir, me hizo prometer que haría lo que acababa de hacer.
Me dolió no ser su mejor recuerdo y ahora me
dolía más estar allí, solo y desamparado, sin saber que hacer. No tenía dinero
ni posibilidad alguna de dormir en un lugar limpio esa noche. Tal vez lo mejor
sería quedarme en la playa y luego caminar de vuelta, sin importar cuanto me
tomara.
Pero el problema era que en casa, o mejor
dicho en mi ciudad, tampoco había nada que me esperara. Tampoco tenía nada que
me moviera hacia delante, que me impulsara para seguir viviendo una vida que
jamás había sido mucho. No estaba él.