Apenas entró al recinto, sintió algo de
nervios. Era la primera vez que entraba a un lugar como ese y no quería hacer
algo incorrecto o atraer mucho la atención hacia si mismo. Por un momento,
creyó que aquello iba a ser imposible pero, al recordar que todo el mundo se
paseaba igual de desnudo en una casa de baño, dejó de sentirse tan especial y
único y recordó que no todo se trataba de él. Al fin y al cabo era una
tradición ancestral en el Japón, una parte de sus vidas.
Estaba desde hacía una semana en el país y,
aunque la razón de su viaje habían sido los negocios, ahora había entrado en
esa parte de las negociaciones en la que una de las partes decide si siguen o
si se retiran. Eran los japoneses quienes debían de analizar su propuesta y
habían acordado darse mutuamente una semana entera para las decisiones. Volver
a casa hubieses sido un desperdicio, sobre todo sabiendo que todo estaba a su
favor. Por eso Nicolás se quedó en Japón, a esperar.
No dudaba que sus negocios iban a salir a
pedir de boca pero esperar no era uno de sus grandes atributos. Jamás había
podido estarse quieto más de unos minutos y por eso había decidido explorar la
ciudad y visitar los puntos de interés. Incluso se había sometido al karma de
hacer compras, cosa que nunca hacía pero sabía que nadie en su familia le
perdonaría volver sin ningún tipo de recuerdo de su viaje. Ahora ya tenía media
maleta llena de cosas para todos ellos.
La casa de baños, sin embargo, había sido
consejo de la joven recepcionista de hotel donde él se estaba quedando. El
jueves ya casi no tenía nada que hacer y la mujer le aconsejó visitar uno de
esos lugares, pues le explicó la tradición que dictaba que era óptimo tener una
higiene perfecta. Además, era bien sabido que los hombres de negocios japoneses
eran personas que vivían muy cansadas y el baño era precisamente la mejor
manera de relajarse durante la semana para poder seguir como si nada.
Sin pensarlo mucho, Nicolás buscó el baño que
tuviese mejores comentarios en sitios de internet para turistas extranjeros. Cuando supo como
llegar al lugar, subió a un tren y cuando menos se dio cuenta ya estaba en la
puerta. Hubo un momento en el que quiso retirarse pero no lo hizo. Los nudos
que tenía en la espalda le dolieron en el momento preciso, como gritando en
agonía para recordarle al cuerpo que no solo el cerebro se cansaba sino también
todo lo demás. Así que dio un paso hacia delante y penetró el bien iluminado
recibidir del baño.
No era un sauna, a la manera europea, y
tampoco era una turco, como en oriente. Era un lugar algo distinto, con todas
las paredes decoradas con pinturas monumentales, de vistas panorámicas y
detalles tradicionales. Por estar mirándolas, casi no le pone atención al
cobrador: un anciano que estaba sentado detrás de mostrador, apenas visible
tras el grueso vidrio que lo ocultaba, con cientos de calcomanías que
seguramente correspondían a servicios y
reglas del lugar.
Como en todas partes en el país, Nicolás se
comunicó por medio de señas y un par de palabras que había aprendido. Quiso
hacer más por sí mismo antes de irse de viaje, pero su mente jamás había sido
la mejor para aprender nuevos idiomas. En eso eran mejores sus hermanos, más
jóvenes. Él en cambio había sufrido durante las clases de inglés en el colegio.
Se le había grabado algo en la cabeza, suficiente para poder usarlo ahora de
adulto, pero sabía muy bien que su acento era fatal.
Después de pagar la tarifa, le fueron
entregadas dos toallas: una grande y una pequeña. La pequeña, según entendió,
podía ser usada dentro de los baños como tal. Pero la grande no, esa era solo
para secarse una vez afuera. Dentro del lugar no estaba permitido estar
cubierto, al parecer una regla ancestral para evitar altercados graves en
recintos como ese. Tal vez era algo que tuviese que ver con los samurái o algo
por el estilo. El caso es que estar desnudo era la regla.
Se fue quitando la ropa poco a poco, hasta que
se fijó que los otros hombres que entraban, que eran pocos, se quitaban todo
con rapidez y seguían a los baños casi con afán de poder meterse en el agua
caliente. En cambio él estaba haciéndolo todo lo más lento posible, como por
miedo o vergüenza. Cuando ya solo le quedaba la ropa interior encima, se quedó
sentado allí como un tonto, sin hacer y decir nada. Entonces entró un grupo de
hombres y se dio cuenta que era la hora pico del lugar.
Ya estaba allí, había pagado y si no se
apuraba no habría lugar para él. Se quitó el calzoncillo, lo guardó en un
casillero con todo lo demás y siguió a la siguiente habitación, donde había
duchas y asientos de plástico. Había que lavarse antes de entrar a los baños
como tal. Había jabones y el agua estaba perfecta. Aprovechó mientras no los
hombres venían para bañarse rápidamente pero el jabón se le cayó varias veces
y, para cuando terminó, ellos ya habían entrado y hablaban unos con otros como
si estuvieran en la mitad de un bar o algo por el estilo.
Al salir de las duchas, por fin llegó a la
zona de los baños. Era un sector con techo, como todo el resto, pero parecía
estar a la merced de los elementos. Era un efecto genial pues se podía ver el
cielo exterior pero era claro que se trataba de un techo de cristal
perfectamente hecho. Quedó tan fascinado con esto y con el aspecto general de
la zona de baño, que dejó de taparse sus partes intimas y se dedicó a buscar un
lugar ideal para sumergirse por un buen rato. Lo encontró con facilidad.
Entró al agua y se
recostó contra lo que parecía una gran piedra, pero era sin duda algo hecho por
el hombre. Cerca había una pequeña cascada de agua hirviendo, lo que hacía del
lugar elegido un punto ideal para cerrar los ojos, estirar brazos y piernas y
relajar el cuerpo como en ningún otro lado era posible. Nadie se quedaba
dormido, o no parecía ser el caso, pero el nivel de relajación era increíble.
Además, los vapores y el olor del lugar ayudaban a crear una atmosfera muy
especial.
Cuando cerró los ojos, Nicolás por fin dejó de
pensar en su pudor y en la razón de su viaje. Empezó a analizar todo lo que
había visto pero en la calle, en los sitios turísticos a los que había ido.
Había quedado fascinado con muchas cosas pero con ninguna de manera consciente.
Ahora sonreía como tonto pensando en los niños que jugaban en el tempo y como
la luces de la ciudad parecían contar una historia vistas desde arriba, desde
la parte más alta de una gigantesca antena de televisión.
Los nudos se fueron deshaciendo y, con la
toallita húmeda en la cara, todo lo que le preocupaba en la vida parecía
haberse ido flotando a otra parte, lejos de él. De esa manera pudo darse cuenta
de que lo que necesitaba en la vida era un poco más de tiempo para sí mismo.
Había tenido la gran fortuna de ser exitoso, primero como parte de un equipo y
ahora como parte de su propia empresa. Y jamás había tomado un descanso tan
largo como esa semana en Japón, ni si quiera fines de semana.
Todos los días trabajaba y en los momentos en
los que no lo hacía pensaba acerca del trabajo y tenía ideas a propósito de
ello y todo lo que existía en su vida giraba entorno a su negocio y en como
hacer que cada día fuese mejor. Por eso era un hombre exitoso.
Pero también era triste, apagado y aburrido.
No sabía mucho del mundo y ni se diga de cómo divertirse. Tal vez lo peor del
caso es que no sabía bien quien era él mismo. En ese baño, fue la primera vez
en mucho tiempo que se sentaba a conversar con una parte de si mismo que no
veía hacía muchos años.