Se podría pensar que Carlos tenía el mejor
trabajo del mundo, pero a él ya le daba lo mismo. No era como cuando había
empezado, días en que todas las atracciones de cada parque le daban una energía
que le llenaba el cuerpo y lo hacía estar más feliz que nadie más en el mundo.
Carlos lo probaba todo: las montañas rusas, las casas de la risa y las del
terror, recorridos tranquilos y recorridos algo más emocionantes e incluso la
comida de cada uno de los parques. Trabajaba para la comisión de parque de atracciones
y era enviado cada semana a un sitio diferente del país para que viera como
estaba todo en dicho parque. La gente de los parques casi se le arrodillaba al
verlo pasar ya que sabían quién era y que su opinión acerca de todo era
demasiado importante para ignorarla.
Carlo había empezado a trabajar en ello cuando
apenas tenía dieciséis años. Era menor de edad pero el dueño del parque al que
él iba con frecuencia, se había dado cuenta que Carlos se fijaba bien en cada
cosa que veía y solo repetía cuando algo le gustaba bastante. Y sobra decir que
tenía buen gusto, sabía exactamente en que atracciones subirse y como
experimentar lo que se suponía debía experimentar. Obviamente el chico se
divertía, siempre venía con su novia o sus amigos y eran muy buenos clientes.
Por eso unas semanas antes de cumplir los diecisiete el dueño del parque lo
saludó y se presentó y le hizo la propuesta sin pensarlo: la paga era generosa,
era un trabajo estable y se podría ajustar a su horario de estudios. Era
perfecto para un joven.
Carlos, por supuesto, quiso aceptar de entrada
pero sus padres estaban menos emocionados por la oferta. Para ellos, había algo
muy raro en que un hombre de cierta edad le ofreciera trabajo de la nada a un
muchacho así que hicieron las investigaciones pertinentes antes de dejar que
Carlos hiciese nada. Todo fue verificado, incluso el monto que le iban a pagar
una vez entrara a trabajar formalmente. Al parecer no era algo frecuente que
hubiera personas que probaran las atracciones y las comidas así que por eso el
salario era tan bueno: eran pocos y bien elegidos. Viendo lo que era mejor para
su hijo, le dijeron que aceptara pero solo si se mantenía en la escuela y,
luego, en la universidad.
Pero, al cabo de un año, Carlos había ganado
tanto dinero que la idea de ir a la universidad le pareció una estupidez.
Habiendo cumplido los dieciocho, podía ser enviado a lugares más lejanos e
incluso a asesorar parques en construcción o ya operando en otros países. Como
le habían dicho, los hombres y las mujeres que hacían ese trabajo no eran
muchos así que los usaban un poco por todas partes. Fue sin duda una de las
mejores épocas de la vida de Carlos que era el ídolo de sus compañeros de clase
y amigos. A los diecinueve les compró una casa nueva a sus padres y a los
veinte una para él. Que otro chico de esas edad podría haberlo hecho?
Pero ahora Carlos ya tenía casi treinta años y
estaba cansado de todo. Ya no le emocionaba subirse a las atracciones ni comer
las estrambóticas comidas de los sitios que visitaba. Ni las tazas de té
giratorias le sacaban una sonrisa, ni las canciones para niños que eran
omnipresentes en muchos parques. Simplemente lo que le había dado tanta
felicidad en el pasado ya no le daba nada a su espíritu o a su cuerpo. Había
dejado de sentir esa extraña energía que lo había llenado tanto y lo había
llevado a aceptar el trabajo en un principio. Ahora se aburría con cualquier
cosa, cosa que a muchos dueños de parques no les gustaba mucho pues ya no
sabían que esperar de él. Antes era más fácil imaginarse que iba a decir sobre
ellos pero ahora era como ver un zombi en las atracciones.
Además, estaba solo. Sus padres se habían ido
a vivir cerca del mar pues su padre necesitaba del clima para poder mejorar de
algunas condiciones médicas que lo aquejaban. Por supuesto, había sido Carlos
quién les había comprado una casa de playa con el dinero ganado en su trabajo.
La otra casa ahora estaba en venta y pensaba ahorrar el dinero que ganara allí.
La verdad era que pensaba renunciar y no quería desperdiciar dinero, como tal
vez lo había hecho cuando más joven. Si decidía retirarse de su trabajo,
necesitaba de todo el dinero posible para poder estudiar en la universidad y
así aprender un oficio como tal para hacer una vida como cualquier otra persona.
Pero algo le impedía tomar la decisión.
Siempre que no estaba de viaje, se decidía ir a la federación a renunciar pero
cuando ya estaba cerca o pasaba algún tiempo, se daba cuenta de que quería
hacerlo de verdad. Era un sentimiento extraño, que cambiaba a cada rato y lo
estaba volviendo loco. Lo bueno era que, como mantenía viajando, al menos se
distraía y podía relajar la mente pensando en otras cosas. Aunque lo cierto era que lo más frecuente era que
pensaba en el pasado, cuando disfruta las cosas que hacía. Porque no era nada
más el trabajo, era todo lo que tenía en la vida, lo que lo rodeaba, que lo
aburría y hacía sentir un tedio inmenso. Su trabajo era uno de los factores más
importantes pero pronto se dio cuenta que detrás de su estado de ánimo había
mucho más.
Incluso fue a ver varios médicos porque pensó
que podía ser algo físico pero ninguno de ellos notó nada en los varios
exámenes que pidió hacerse. Lo único extraño era que tenía la tensión un poco
baja pero le aconsejaron varios alimentos y algunos medicamentos a usar solo si
se sentía demasiado mal. Al sicólogo nunca fue simplemente porque nunca les
había creído ni media palabra. Podría ahorrarse el dinero de una sesión tras la
que seguramente no le dirían nada y tendría que seguir pagando como un idiota
para que le dijeran algo que ya sabía. No, Carlos no necesitaba tener más cosas
en la cabeza.
En uno de sus viajes, sin embargo, hubo algo o
más bien alguien, que cambió un poco su perspectiva de la cosas. Su nombre era
Amelia y era una ferviente admiradora de todas las montañas rusas en existencia
e incluso de algunas que se planearon pero nunca se hicieron. Se conocieron en
una de las atracciones y, tal vez era
por los nervios, Amelia le habló a Carlos apenas salieron del aparato. Ella tenía
esa energía especial y él se dio cuenta. Por un momento, todo el peso de sus
problemas se levantó de sus hombros y recordó como era el pasado. Recordó lo
ligero que todo se sentía, sin ningún tipo de responsabilidad o culpa. Ella le
preguntó que era lo que veía pero él no supo explicarlo. Sin embargo, los dos
estuvieron juntos toda esa semana, de un lado para otro.
Carlos le compró un tiquete ilimitado y la
invitó a estar con el todos esos días en cada uno de los aparatos, en algunos
una segunda o hasta tercera vez. A Carlos las atracciones de ese parque le
daban lo mismo pero le encantaba ver la reacción de Amelia en cada uno de
ellos. Era como verse a si mismo pero en el pasado y eso le hacía feliz pero
también le dolía en el alma. Y Amelia se dio cuenta de que algo no estaba bien
con él. Cuando se detenían a tomar o comer algo, ella veía en sus ojos una
tristeza extraña, algo así como una melancolía extremadamente profunda. Era muy
triste verlo así, como apagado o abatido. Fue entonces que se propuso alegrarlo
como pudiese.
No tuvo mucho tiempo para eso pero, cuando se
despidieron en el aeropuerto al final de la semana, Amelia hizo un chiste tonto
y por primera vez pudo ver las sonrisa de Carlos. Sus dientes le parecieron muy
bonitos. Sus labios se partieron un poco pues el estiramiento de los músculos
de la cara no era algo que, por lo visto, hiciese muy seguido. Pero de todas
manera ella se sintió feliz por haberlo logrado y él se sintió realizado al
hacerlo pues era muy consciente de que hacía tiempo nada lo alegraba con
propiedad. Le pidió su número y su correo electrónico y se despidió de Amelia
con un abrazo fuerte, como si se tratase de una vieja amiga que no veía hacía
mucho.
De vuelta en casa, se dio cuenta del silencio
que había en todos lados y entonces fue como si algo le golpeara justo en el
cerebro. Entendió que su tristeza, su pesar interno, tenía que ver con el hecho
de que, a diferencia de casi todos, él nunca se había realizado como persona.
Había aceptado una propuesta que había sido excelente en el momento apropiado
pero eso había tenido consecuencias serias para su vida. La decisión había sido
la correcta pero había venido con muchas otras que él nunca pensó en el momento
y que hasta ahora veía. Esa noche, Carlos se miró en el espejo, se mojó la cara
y pensó largo y tendido sobre que debía hacer.
Al día siguiente, pidió una semana libre del
trabajo y voló de inmediato a la casa de sus padres. Ellos estaban contentos de
verlo pero le preguntaron porque había decidido visitarlos tan de sorpresa.
Carlos les explicó que los extrañaba y que necesita alguien cerca para poder
dar el próxima paso en su vida. Cuando le preguntaron cual era ese paso, él
sonrió y les dijo que no tenía idea pero que sabía que había llegado el momento
de tomarlo y que era posible que ellos lo pudieran ayudar para tomarlo. Carlos
se quedó toda la semana allí y en ese tiempo habló con Amelia. No sabía cuanto
iba a tomar el saber que debía hacer con su vida pero, la verdad, era que no tenía
el menor apuro.
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