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viernes, 28 de diciembre de 2018

El llamado


  La selva ardía y no podíamos hacer nada para detenerlo. El fuego subía por los árboles como si estuviera vivo, carcomiendo la madera y haciendo que el ruido llenara los oídos de todos los que estábamos observando. Uno de los indígenas llamaba por la radio a los bomberos del pueblo más cercano, pero no era muy posible que llegaran pronto. El humo había vuelto el aire un infierno igual que el que se pasaba de árbol en árbol. La mayoría de los que estábamos allí solo podíamos observar lo que ocurría, sin hacer nada más.

 Al otro día, exploramos los restos carbonizados de los árboles, que ya habían sido empujados por el viento hacia un lado y el otro. Era increíble el silencio que había, sin animales ni ningún tipo de planta viviente. Los insectos habían huido quien sabe adónde y la mayoría de los indígenas ni siquiera querían acercarse. Para ellos, el sitio era sagrado y su destrucción era algo que debían primero procesar para luego hacer una ceremonia que ayudara a los espíritus pasar a una mejor vida con el resto de sus ancestros.

 Solo un pequeño grupo se acercó a los restos, con uno solo de los indígenas que dijo tener que mirar solamente hacia abajo para no tener que ver toda la destrucción causada la noche anterior. Por los sonidos que hubo a primera hora del día, era obvio que los bomberos habían venido muy temprano pero su llegada había sido demasiado tarde. Al menos habían detenido el fuego antes de que pasara a una zona más cercana al centro de la comunidad. Pero ahora ya no había nadie, todo estaba en absoluto silencio.

 Tocamos el suelo y nos quedaron las manos negras. Ver ese color en las manos de cada uno de nosotros nos impactó, en especial porque en esa misma parte de la selva había ocurrido nuestra ceremonia de introducción a la cultura de los indígenas. En esa ocasión nuestras manos habían sido pintadas de muchos otros colores a partir de los tintes naturales de la selva. Había amarillo, verde, blanco y rojo, colores que mezclados representaban todo lo que existía en el mundo de las personas que vivían en ese mundo.

 Habíamos luego lavado esos colores en el río, creando surcos en el agua que parecían cobrar vida con el movimiento del fuego de las antorchas y del agua misma. Nuestros cuerpos parecían mezclarse con el agua misma, con los aceites que habían sido extraídos con cuidado de las plantas, con la brisa misma que surcaba con suavidad sobre todo y con el cielo estrellado que teníamos sobre las cabezas. Fue un momento hermoso, lleno de una paz extraña que invadió nuestros cuerpos y nos ayudó a dormir esa noche. Fue un sueño tranquilo, sin sueños, totalmente perfecto.

  Pero de eso ya no había nada. Nuestros pies quedaron completamente negros de caminar tanto entre las maderas retorcidas. Cuando regresamos al pueblo, no había nadie adentro de las estructuras. Todos estaban afuera, trabajando o haciendo lo que hacían normalmente. Se habían pintado en sus brazos la marca del duelo y habían seguido con sus vidas, como lo dictaban sus costumbres. No podían detenerlo todo por una tragedia que no era nueva, que ahora se había convertido en algo casi cotidiano.

 Los fuegos arrasaban con frecuencia la selva, tragándose partes pequeñas cada cierto tiempo, carcomiendo un poco a la vez hasta que un día ya no habría nada. Los indígenas sabían que era algo posible, que el futuro se les venía encima pero no podían cambiar su estilo de vida de un momento a otro. E incluso si lo hicieran, eso no garantizaría que vivirían mucho más de lo que la selva sobreviviría, si es que lo hacía. Planeaban lo de siempre y luego ya pensarían en grupo que acciones tomar.

 Pero no eran todos iguales. Algunos hablaban con los granjeros de las fincas vecinas, para ayudarlos a atrapar a los leñadores y a los pescadores ilegales que entraban a destruir la selva a cada rato. También los ayudaban a no matar a los animales que invadían las granjas para comerse las vacas. Los dormían con químicos especiales de la selva, que eran muy apropiados para tratar los animales y no matarlos de un sobredosis. Buscaban tener una relación en la que ambos se beneficiaran, para construir algo mejor.

 Pero muchos de los incendios no eran precisamente causados por el calor o por productos de turistas dejados en la mitad de los árboles. Eran mucho de los granjeros que quemaban árboles pues necesitaban cada vez más espacio para plantar soya y maíz o para pasear de un lado al otro sus reses. Incluso había veces en las que se dejaban comprar por empresas madereras para que ellos quemaran los árboles y luego los leñadores les pagaran por sus acciones. Eran crímenes que a nadie le importaban.

 Muchas veces habían venido extranjeros, como nosotros, a visitar las comunidades para conocer más de la cultura y tener una experiencia especial. La idea era que cuando vinieran se les enseñara la realidad de vivir en la selva, los riesgos y lo que tenían que afrontar en el futuro inmediato. Pero la gran mayoría de los visitantes nunca volvían y jamás corrían la voz de lo que habían visto. Para ellos había sido solo una oportunidad de pintarse la cara y hacer algo “exótico”, diferente a lo que eran sus vidas en las grandes ciudades, fuera de sus repetitivos y alienantes trabajos.

 Algunos indígenas querían prohibir el ingreso a más visitantes de afuera y fue en ese momento cuando llegamos nosotros, con nuestras cámaras y preguntas sobre todo y nada. Muchos nos dieron la espalda y luego enviaron a una persona para dejar en claro que no tenían ningún interés en conocernos o en compartir con nosotros. Respetamos su decisión y nos dedicamos a construir nuestro programa con aquellos que sí se acercaban y tenían curiosidad de lo que hacíamos e incluso de nuestras vidas.

 Fueron ellos los que nos introdujeron a su mundo, con la ceremonia en el bosque y luego en el río. Nos enseñaron al pasar de los días a pescar y a cazar, a identificar las flores que usaban para sus medicinas, así como las plantas que necesitaban en el día a día. Grabamos todo lo que pudimos, sin pedirles nada sino solo dejando que sus vidas pasaran por enfrente de nuestros lentes. Pudimos ver la vida real que esas personas llevan en un sitio tan remoto, como son de verdad y no como creemos que son.

 Cuando llegó el momento de irnos, nos hicieron una fiesta muy divertida y especial e incluso aquellos que no nos querían allí asistieron, tal vez felices de que nos fuéramos. Sin importar la razón, estuvieron allí compartiendo comida con nosotros y dándonos una nueva muestra de sus cultura. Bailaron para nosotros, cantaron y también desplegaron algunos otros de sus talentos. Fue una experiencia única, que creo que se incrusto en el pensamiento de cada uno de nosotros y nos comprometió con ellos de manera permanente.

 En el avión de vuelta la ciudad, empezamos a trabajar, editando de una vez algunos de los apartes que habíamos grabado. Todos estábamos como distraídos, como si todo lo que hubiese pasado no fuese real. Debía ser lo que sentían todos los que habían estado allí antes de nosotros y por eso sus respuestas a todo lo ocurrido habían sido similares. Por eso nadie había hecho nada, no que fuera algo muy fácil de hacer. Era extraño como se sentía, por eso ya no hicimos nada más hasta muchos días después.

 Sin embargo, cuando por fin empezamos a trabajar, los hicimos sin parar ni un solo momento. Estuvimos encerrados día y noche, apenas comiendo y saliendo a la calle a ver la luz del día. Queríamos que todo fuera perfecto y cuando lo tuvimos terminado sentimos que era lo mejor que podíamos dar.

 Nunca sabremos de verdad si el programa tuvo el efecto deseado. Pero la realidad es que nos esforzamos tanto como pudimos y desde ya planeamos nuestro regreso. Se siente como algo necesario, como algo que no podemos evitar así lo quisiéramos. La selva nos llama.

viernes, 5 de octubre de 2018

La ceremonia de Manuk


   El hombre tenía la piel azul, como el color del cielo. Era un poco inquietante, sobre todo porque la mitad de su cara estaba cubierta de pintura negra. Esto era simplemente un maquillaje ceremonial que debían usar todos los hombres de cierta edad. Dejaban atrás los años de la juventud y entraban a los de la adultez, con todas las responsabilidades y deberes que eso conllevaba. Y el primer paso para pasar a esa nueva etapa era ejecutar una de las ceremonias más antiguas de ese pueblo, pasada por generaciones de padres a hijos.

 Las mujeres tenían el suyo propio pero era diferente y los hombres nunca habían sabido de que se trataba. Para ser claros, los hombres no se interesaban por eso ya que en aquella comunidad nadie se metía en los asuntos de los demás, a menos que esos otros lo pidieran de manera expresa. Así que las ceremonias eran casi secretas, aún más cuando se desarrollaban casi en completa soledad. Solo asistían el involucrado y un chamán que, guiado por las estrellas y los animales, llegaba adónde fuera necesitado.

 El joven que cruzaba la selva en ese momento se hacía llamar Manuk, y desde ese momento sabía que se convertiría en el más importante y notable cazador de toda su tribu. Había practicado en secreto, cosa que estaba prohibida, y tenía claro que no había otro futuro para él. Incluso ya tenía sus armas favoritas e incluso había aprendido de las matronas algunas recetas y técnicas para cocinar los animales. No era suficiente para él dar el siguiente paso natural en su vida. Tenía que hacerlo mejor que los demás.

 Como todos los de su tipo, Manuk se había adentrado a la selva con la intención de buscar el lugar donde tendría lugar la ceremonia. Ningún hombre sabía nunca como sería todo el asunto, ni siquiera el lugar o el chamán que estaría presente. Casi todo era un misterio, excepto el hecho de que debían pasar por ese acontecimiento para en verdad ser considerado hombres con una profesión clara. Algunos decían que los dioses eran los que susurraban todos los detalles al oído, pero Manuk de eso no sabía nada.

 Las gruesas y grandes hojas amarillas y purpuras de los árboles bajos se cruzaban por el camino, pero Manuk sabía por donde iba. A diferencia de otros de su tribu, él ya había estado en aquellos parajes. Se escapa en las noches y cazabas serpientes de diez metros y gruesas como un árbol, así como los increíbles conejos, que eran capaces de usar sus orejas para volar lejos de quienes quisieran comerlos. Lo que lo diferenciaba a él de otros era que de verdad le tenía respeto a aquellas criaturas, le fauna original y salvaje de su mundo, los cuidadores originales de su tierra.

 Tuvo que caminar dos días enteros por la selva, sintiendo y escuchando con cuidado todo lo que ocurría alrededor. Recordaba los cuentos de las matronas, en los que varios de los hombres que habían partido a su ceremonia jamás regresaban. Hay que decir que era normal partir luego y empezar una familia lejos de la comunidad central, pero también era una posibilidad la de desaparecer por completo sin dejar rastro. Había algunos que simplemente no estaban hecho para la tarea.

 Manuk sintió, de un momento a otro, un vacío increíble en su interior. Era una sensación preocupante, que lo hacía pensar en mil cosas a la vez. Era como si su cerebro se volviera loco y empezara a mostrarle todos sus recuerdos al mismo tiempo, casi impidiendo el uso de sus ojos o de sus piernas. Cuando se dio cuenta, estaba tirado en la tierra, siendo observado por criaturas peludas desde lo más alto de los árboles.  Los hubiera cazado de la rabia, pero sabía que era necesario seguir.

 Esa extraña sensación había causado en él un efecto bastante extraño: sentía que podía detectar el movimiento de todo lo que lo rodeaba. No se trataba nada más de los animales y el viento, sino del planeta mismo. Era como si ese dolor, esa agonía inexplicable, lo hubiese conectado de manera increíblemente profunda con todo lo que existía a su alrededor. Se sentía raro pero Manuk supo que ese era el punto de todo el viaje. Debía confiar en lo que sucediera, así como en sus más básicos instintos.

 La nueva sensación le hizo ver que había estado caminado en el sentido contrario al que debía dirigirse. Sin tomar descanso, casi corrió por horas, compensando una distancia increíble que había desperdiciado durante los últimos días. No paraba. No le daban ganas de detenerse a descansar, ni tenía hambre ni sed. Solo miraba hacia delante y seguía y seguía, puesto que la meta para él estaba demasiado cercana y no tenía sentido alguno bajar la guardia faltando tan poco y con semejante nueva herramienta a la mano.

 Al siguiente amanecer, Manuk surgió de la selva y fue a dar a una inmensa playa. Él jamás había visto tanta agua junta y sobre todo tan clara y hermosa. La arena del lugar era del negro más profundo y los pies del joven se marcaban con suavidad a cada paso que daba. A lo lejos, pudo divisar unas rocas enormes, tal vez tres veces más grandes que el propio Manuk. Supo que era hacia allí que debía dirigirse, que ese era su destino final y que su vida cambiaría en cuestión de momentos. Su corazón latía muy deprisa, pero no sabía si era por la emoción o por no parar desde hacia horas.

 Cuando llegó a las rocas, se detuvo en seco. El sentimiento extraño que le había llegado en la selva, desapareció sin dejar rastro. La ausencia causó algo de mareó en el pobre Manuk, que cayó de rodillas sobre la arena, a poca distancia del agua. Tuvo ganas de vomitar, pero no tenía nada en el estomago para vomitar. Todo su cuerpo estuvo en pánico y dolor por un momento, esperando que pudiese retomar la misión que había comenzado. Alzó como pudo la cabeza y miró hacia un lado, hacia la piedra más grande.

 De pie, justo al lado de la roca, estaba un hombre muy delgado. El color azul de su piel se había vuelto más intenso, cosa normal en los adultos mayores de la especie. Tenía rayas dibujadas por todo su cuerpo con una tinta amarilla intensa: eso significaba que era el chamán para la ceremonia. No dio ni una sola palabra mientras Manuk se puso de pie como pudo, se acercó al hombre, y agachó su cabeza frente a él en señal de respeto. El hombre, como previsto, puso una mano sobre la cabeza de Manuk y rezó en voz baja.

 Según la tradición, la ceremonia debía tener lugar en el mismo sitio donde se encontraran el chamán y el joven. Así que esa playa de arena oscura y la enorme roca harían de templo por un día. Manuk se arrodilló, como intuyó que debía hacer, y el chamán entonces empezó a invocar a las fuerzas de la naturaleza, pero sobre todo al mar mismo. No siempre se elige el mismo elemento pero estando en la playa era obvio que el mar debía de ser una parte importante de la ceremonia del chico.

 El agua empezó entonces a moverse, a retorcerse casi, estirándose desde la playa hasta acercarse a los dos personajes. Lentamente y como una serpiente, el agua empezó a apretar a Manuk hasta tenerlo por completo en una burbuja a la que le rezaba el chamán. El hombre no parecía impresionado por lo sucedido. Solo seguía con sus oraciones y hacía algunos movimientos extraños, como dirigiendo al agua pero ella ya no se movía. La burbuja envolvía a Manuk y, dentro de ella, él abrió los ojos y la boca.

 Pero no se ahogó. Respiró como el más común de los peces. Irguió bien la cabeza y pareció feliz, como si algo de verdad importante hubiese cambiado en su interior. Su expresión era casi eufórica. Se levantó y la burbuja creció, ajustándose a su talla ahora que miraba de frente al chamán.

 Hubo más rezos y Manuk respondía, en un idioma que ya nadie usaba. Poco después, el agua empezó a retirarse y pronto el joven descubrió que ya no era un niño sino un hombre. El chamán lo bendijo una última vez y se despidió con una sonrisa. Manuk hizo lo mismo, todo el tiempo, de regreso a casa.

martes, 15 de marzo de 2016

Bajos instintos victorianos

   Lord Amersham era el hombre más distinguido de toda la región. Era un héroe de guerra condecorado y eso que no era uno de eso viejos que se preciaban de sus hazañas en los bailes y reuniones de sociedad. No, Lord Amersham no llegaba todavía a los cuarenta y era el objeto de deseo de cada una de las mujeres de Milshire. Claro está que nadie diría esto nunca pues el deseo no era algo de lo que se hablara en voz alta. Pero así era.

 En el último baile, organizado por la familia Winstone en honor a la presentación en sociedad de su hija Celia, Lord Amersham había fascinado a todo el mundo con sus dotes de bailarín. Sus giros en el baile grupal eran casi pecaminosos. Las mujeres se emocionaban con sus cintura y, mejor dicho, con su trasero que venía siempre forrado de esos pantalones clásicos de la época en que vivían.

 Mister Farsy casi se atraganta con su copa de vino cuando vio al Lord bailar con tal agilidad. Y es que, incluso a él, le causó una sensación muy extraña. Cada contoneo de Amersham le valía un movimiento en las regiones del sur de su cuerpo y pronto tuvo que encontrar dónde sentarse. Agradeció la siempre aburrida conversación de Lady Ashmore, una viejita que lo único que sabía contar era su aburrida vida en Londres, cuando iba y visitaba a su nieta Cordelia. La pobre había sido famosa en la región por ser una chica fea que, por alguna razón, había encontrado fortuna al casarse con un barón que la puso a vivir como una reina.

 Mientras Lady Ashmore contaba todo del más reciente viaje a Ceilán de su nieta, el pobre Farsy experimentaba un montón de sentimientos y sensaciones que no eran propios de la Inglaterra victoriana. Ya que estamos, tampoco de la eduardiana ni de la isabelina. De ninguna Inglaterra conocida o por conocer, ni de Thatcher, Brown, Cameron, ni de nadie. Pero esos no contaban pues nadie los conocía y era mejor dejarlo así.

 Luisa llegó al poco rato. Había estado haciendo lo que mejor sabía hacer: informarse de todo el cotilleo de cada esquina del país. Era la distraída esposa de Farsy y una mujer tan insulsa como guapa. El condado entero había quedado fascina cuando se habían casado pues los dos eras dos criaturas hermosas y  la boda fue como de ensueño, con flores por todas partes y una perfección que rayaba en lo fastidioso.

 Pero la verdad era que no había nada que envidiar. Se habían casado porque sus familias lo habían arreglado todo. No podían ser más disparejos: ella ni se enteraba de nada más que el chisme. Ni siquiera sabía como era que se tenía a los hijos y eso que su madre lo había explicado con detalle. Y él… Bueno, Farsy se sentía tan abochornado en el baile que tuvo que pedirle a Luisa que se fueran. Argumentaba una calentura.

 Al otro día, ya con sus emociones bajo control, la pareja recibió la visita del padre y la madre de Luisa. Él era uno de esos viejos para los que nada nunca es suficiente. Cada vez que venía bombardeaba al pobre Farsy de preguntas que él ni sabía que significaban. Era frustrante que solo fuese un comerciante ahora y que a nadie le importase mucho su breve historia como soldado. De hecho, a nadie le interesaba porque era un historial casi inexistente. Se había desmayado un par de veces y eso era todo. Pero Farsy era un patriota y para él cualquier paseo por el ejercito tenía su peso.

 La madre de Luisa era igual que ella: una máquina de chismes ambulante. Si no los sabía, se los inventaba. A Farsy no le caían bien. De hecho, ni a sus padres. Y sin embargo todos convinieron en el matrimonio de los hijos por razones meramente estéticas. Farsy, modestia aparte, era un hombre alto y bien parecido, con cabello rizado y dorado, como el de los ángeles. Y Luisa era delgada y con los ojos grandes y verdes, labios algo gruesos y caderas anchas.

 Pero cada uno prácticamente no había visto nada del otro. La noche de bodas, en la que se supone que todo el mundo tiene relaciones sexuales, ellos se quedaron hablando. Fue el día que Farsy supo que su esposa sabía todo de todo el mundo y él lo agradeció pues no estaba listo. Estaba muy nervioso, como siempre, y temía que no pudiese funcionar con su esposa. Ella ni se dio cuenta.

 Fue cuando la madre de Luisa y ella se pusieron a hablar de Lord Amersham, que el pobre Farsy sintió de nuevo esos bajos instintos que lo habían acosado en la fiesta. El padre de Luisa lo miró como a una criatura enferma y le preguntó que le pasaba. Farsy argumentó que era un dolor de estomago, por la comida de la fiesta.  El hombre no contestó nada pero lo bueno fue que no siguió hablando de “lo que hacían los hombres” y así pudo escuchar Farsy que había rumores de boda. Sí, Lord Amersham parecía que por fin había sido atrapado por las redes femeninas de la más joven de las chicas Beckett.

 Las chicas Beckett eran prácticamente famosas. Eran ocho chicas, cada una más hermosa que la anterior. La más joven debía tener unos catorce años. ¿Y era ella la elegida para casarse con Amersham? Farsy pensó que eso no tenía sentido y lo argumentó de viva voz, diciendo que un hombre como Amersham, héroe de guerra y tan bien parecido, debía de tener una mujer a su altura y no una chiquilla que no le llega ni a los talones.

Aunque se le quedaron viendo, la poco rato celebraron su intervención y le dieron la razón. Amersham era un orgullo local y nadie quería verlo mal casado con cualquier niña que le pusieran delante. La madre de Luisa aclaró que era solo un rumor así que habría que ver que pasaba con eso. El pequeño encuentro terminó bien y por primera vez Farsy recibió una cariñosa sonrisa de su esposa, quién nunca lo había visto tan interesado como ella por los asuntos sociales.

 De nuevo hubo fiesta el fin de semana siguiente. Esta la organizaban las mismísimas Becket, pues una de ellas se iba a Londres a vivir con su esposo. Hay que decir que en la región todo se celebraba pues era todo tan aburrido que no había otra manera de sobrevivir al tedio de vivir sin una pizca de tecnología. Y como los viajes no eran para todo el mundo y siempre eran largos y aburridos, no era algo que se pudiese contar, como lo hacía Lady Ashmore.

 Cuando llegaron en su carruaje, los recibió en la puerta la hija Becket, su esposo y, allí de pie, inmaculado con su pecho bien inflado y su cuerpo apretado, Lord Amersham. Era como una visión y fue en ese momento, y no antes, que Farsy se dio cuenta que había algo malo con él. No hacía sino mirarlo y no pudo evitar bajar la cabeza y detallar cada pliegue de pantalones de Amersham: desde los pies hasta el pecho enorme que parecía querer salir de la camisa que tenía puesta.

 Pasaron al jardín y allí los Beckett habían preparado la fiesta más bella en mucho tiempo. Aprovecharon el amable clima de los primeros días de verano para hacer algo en el jardín, cubriendo solo la parte de la comida con un toldo hecho de una tela enorme. El resto eran mesas grandes, de esas que se veían en las cocinas. Algunos invitados no estaban muy contentos pero otros se alegraron del cambio y empezaron a comer y beber de inmediato.

 Todo el mundo fue y, ya entrada la tarde, todo el mundo estaba feliz y bailando y aplaudiendo. Era el evento del año y eso que solo se trataba de una chica mimada yendo a Londres a ver su esposo trabajar mientras ella seguro se encontraba un amante, más fácil de tener allí que en el campo. Era lo que siempre pasaba.

 Después de uno de los bailes, Farsy tuvo urgencia de orinar pues había tomado mucha champaña. Fue al interior de la casa pero no había nadie que le indicara donde estaba el baño. Y como estaba que se hacía pues decidió, salir, dar un pequeño rodeo a la casa y orinar por allí cobijado por la oscuridad. Rompió el silencio su torrente de liquido pero entonces quedó paralizado cuando escuchó una voz a su espalda. De nuevo, los bajos instintos se descontrolaron y, esta vez, con justa razón.

 Nadie nunca supo porqué Farsy se había demorado tanto en el baño, los criticones culpaban a la champaña de mala calidad. Tampoco supieron la razón por la que Amersham había entrado a la casa aunque se asumía que la joven Beckett tenía algo que ver. Y todos estaban de acuerdo a que al amor no se le ponen barreras, si los padres lo consienten.

 El caso es que nadie supo que Farsy y Amersham vivieron su propia pequeña aventura apasionada en los arbustos de los Beckett, de los que recogían frutas a veces y donde jugaban los niños. Nadie había escuchado los gemidos de Darcy y las palabras fuera de época de Amersham.


 Pero así fue. Y entonces la historia, que desde el comienzo había sido poco parecida, cambió del todo hacia algo que nadie después entendería bien pero con la que todo el mundo estaba cómodo. Al fin y al cabo, eran solo dos tipos teniendo relaciones en medio de los arbustos.

viernes, 2 de octubre de 2015

Separación

   Lo primero que hice fue encogerme, como si fuese capaz de apretar todo mi ser en una pequeña bola. Después, lo que hice fue empezar a llorar mientras mi corazón parecía querer salirse por la boca. La sensación era horrible, como si me estuviese ahogando pero peor. El dolor eran tan verdadero, tan cruelmente real, que tuve que encogerme aún más y no tuve que echarme de lado para poder subsistir. Tenía que hacerlo, o sino la presión me iba a matar y también ese dolor tan profundo que sentía, esa angustia tan particular y tan tóxica. A veces recuperaba el aliento y podía tragar una buena bocanada de aire limpio y eso me tenía que ser suficiente para todo el rato en el que no podría hacer nada para no sentirme tan mal como me sentía.

 La separación ya la había sufrido antes pero creo que está vez me había afectado más, me había tomado más por sorpresa. Debí saber, desde ese par de lágrimas que derramé al comienzo, que habría más esperando por mi. Mi cuerpo y mi alma, al fin y al cabo, no son tan fuertes. Están casi hechos de vidrio o de papel, lo que sea que se deteriore con mayor sensibilidad. El caso es que jamás pensé que fuese a ser para tanto, pero lo fue. Mi mente no había querido pensar todos esos días en lo que iba a pasar. Siempre dije que no estaba nervioso ni asustado pero la verdad era que estaba negándome a mi mismo la realidad de las cosas. Estaba, como se dice popularmente, haciéndome el loco. No quería ver la realidad y no quería aceptar que lo que iba a suceder era real.

 Por eso cuando sucedió, fue algo gradual. O al menos el dolor fue así. Al comienzo fue ligero y pasajero pero al pasar los días y al ver que lo que estaba sucediendo era de hecho algo de verdad, todo se fue literalmente a la mierda. No hay otra manera de ilustrarlo mejor y la verdad es que así hubiera mejor manera, creo que las palabras dichas son más dicientes. Fue la tercera noche, si mal no recuerdo, en la que todo lo que tenía alrededor empezó a derrumbarse y, cuando estaba cansado, el dolor atacó. Era como si me hubiese clavado una daga hirviendo hacía mucho pero hasta ahora se había enfriado y sentía de verdad el dolor y la agonía.

Lloré como si no hubiese un mañana. Me dolieron los ojos, las manos, la boca, la cabeza y cada una de las articulaciones del cuerpo. Cuando me desperté seguí llorando, cada pensamiento era como otro cuchillo más pequeño, que tomaba un pedazo de mi ser y lo hacía trizas. El dolor era mucho mayor al que jamás hubiese sentido y la verdad me di cuenta que debía sentirlo, no debía alejarme de él como si fuese algo extraño y hecho para alguien más. Tenía que apersonarme de mi dolor y aceptarlo completo, que me consumiera por completo, al menos por este rato en el que sabía que no había escapatoria alguna para semejante dolor. Debía sumirlo y tragarlo todo.

 Así lo hice. Fue un trago amargo, que no puedo decir que se haya detenido, pero al menos ya no se traduce solo en lágrimas pero en sentimientos que van mucho más allá de algo que se pueda explicar tan fácilmente. Son dolores, son afectaciones varias y no creo que se detengan en un buen tiempo, es decir, tengo que aprender a vivir con todo ello. Y la verdad es que no me molesta para nada. Porque ese dolor, esa sensación extraña, me mantiene alerta y me recuerda muchas cosas que no debería olvidar nunca, muchos sentimientos que no tendría de ninguna otra manera. Lo malo es que hay otros sentimientos en juego que no son tan agradables pero es un todo o nada bastante particular y definitivo.

 Todo lo que me sucede tiene que ver con mi familia, con no tenerlos al lado, con no poder tocarlos y verlos cuando yo quiera. Aunque lo que me sucede va más allá de eso… Pero creo que eso ya es un comienzo y no uno que deba ser particularmente fácil. O bueno, no para mí. Hay gente que se comporta con la familia como si fueran gente con la que viven y nada más y por eso la separación no es tan traumática pero para mí lo es, seguramente porque siento algo más por ellos que agradecimiento. Nunca entenderé como es la relación de otros con sus padres pero la realidad es que no tengo que hacerlo pues esas son cosas de cada uno en la que nadie más tiene un derecho real a meterse.

 El caos es que lloro porque los siento lejos y porque me siento responsable de estar causando un dolor peor del que siento ahora, lo que es bastante malo si pudiesen sentir lo que yo siento. No puedo empezar a entender como es que ignoré por tanto tiempo la situación a la que me iba a enfrentar, como es que no la vi como algo real, algo que iba a pasar. Tuve varios momentos para arrepentirme, para echarme para atrás y no seguir más con esto en lo que me embarqué. Pero por alguna razón seguí adelante, hice cada pequeña cosa que debía hacer para logar un objetivo, que sí pude obtener. Pero la verdad es que no tuve alegría alguna por ello, de hecho al llegar al objetivo, mi atención (si es que la había) pasó directamente al siguiente punto en la agenda.

 En cierto modo, estos meses de deliberaciones y decisiones parecen haber sido vividos en un sueño o con cierto grado de distracción. Yo no sabía que hacía y lo digo con toda honestidad. Olvidaba por alguna razón que todas las acciones tienen, irremediablemente, una consecuencia y una reacción casi inmediata. No tengo ni idea porque lo olvidé pero así fue. Me siento ahora un poco estúpido aunque todavía no sé si arrepentido. Me siento extraño pero ciertamente no bien ni en óptimas condiciones. Es muy raro, pero es que como si el sueño en el que me metí hace tantos meses en verdad todavía no hubiese terminado.

 Y sin embargo, ya extraño algunas cosas. Extraño mis caminatas diarias y extraño la luz y los colores. Los ritmos también, así como esa rutina que no iba a ningún lado pero que era mía. Levantarme temprano, escribir, desayunar, saludar a mi madre, hablar con ella y compartir, ducharme, cambiarme, jugar videojuegos, ayudar a preparar el almuerzo, sacar a la mascota de su jaula, almorzar, hablar y compartir de nuevo y después salir a caminar y apreciar lo malo y lo bueno de la vida en ese lugar que siempre, eso creo, será mío.  Porque no me puedo quitar ni a la gente, la especial, de mi mente, ni a los lugares ni a esas pequeñas cosas que ni sé que son pero sé que importan mucho. Todo eso es, en resumen, lo que extraño y lo que anhelo y lo que añoro.

 Muchos, sin duda, me llamarán desagradecido y me tildarán de “niño de mami”, adjetivos que no significan mucho para mi en este momento. No me importa ni me ha importado nunca lo que piensen de mi pero la verdad es que me gustaría aclarar que no tiene nada que ver con agradecer o no el hecho de que extrañe a mi familia y el que no vea lo que hay ahora a mi alrededor. Ya llegaré a apreciarlo y ya habrá un momento en el que vea esas cosas especiales que me encantan en este nuevo lugar, cosas que tal vez lo conviertan en otro lugar especial, que no es tan nuevo ni tan espectacular pero que es lo que es ahora y no va a cambiar.

 Creo que eso es lo que me pone peor, el hecho de que las cosas cambien y jamás se queden como siempre han estado. Es egoísta pero por mi las cosas deberían haberse quedado como eran hace muchos años, cuando mis preocupaciones no me acosaban tanto o que simplemente la vida fuese tan perfecta que no hubiese que tragar tierra para poderla vivir por completo. Esas cosas que hay que hacer y que a nadie le gustan son aquellas que siempre me molestarán y nunca me permitirán estar de verdad tranquilo.  Pero eso es algo que tengo que aceptar, reconocer y aprender a controlar o al menos a detectar con tiempo porque todo tiene un limite, incluso nuestros moldeables cuerpos.

 Ahora mismo mi realidad es sencilla: me siento un poco perdido y molesto. Perdido porque todavía siento que lo que pasa no es real pero al mismo tiempo sé que no es un sueño. Y molesto porque la vida debería ser lo que nosotros quisiéramos que fuera. Sí, ya sé que eso acarrearía muchas cosas negativas para otros y que todo no funcionaría como lo hace hoy en día pero no creo que eso sea algo de verdad malo. Ahora, también quisiera mandarlo todo al carajo pero no puedo. Tampoco puedo acelerar el tiempo ni puedo forzar las cosas ya que todo tiene que suceder a su ritmo, a su tiempo. Y eso es frustrante y molesto pero es la realidad de las cosas.


 Lo cierto es que mi dolor es verdadero y que los extraño mucho, tanto que me confunde y hace pensar y a veces no quiero hacerlo.