Nunca hacemos nada en vacaciones. La
respuesta simple es que no tenemos dinero para gastar aquí y allá. Escasamente
compramos ropa, obviamente no vamos a tener muchos ahorros para viajar, así sea
una distancia corta. De todas maneras, no tenemos coche y eso ayudaría bastante
para un viaje de fin de semana o de al menos un día. Pero tampoco tenemos el
dinero para estar yendo a una gasolinera una vez por semana. Somos una pareja
que gana poco por cada lado y lo que juntamos apenas alcanza.
Por fortuna, estamos juntos. En un país frío
de clima y corazón como este, es bueno que al menos podamos sentarnos juntos en
un parque y tomarnos de la mano sin que nadie se atreva a decir nada. Claro que
lo piensan y nos lanzan miradas que dicen mucho más de lo que sus bocas jamás
podrían decir, pero creo que la mayoría de las veces ignoramos todo eso. Lo
llamamos ruido de fondo, así no sea en realidad ruido. Son solo partículas que
habitan el mundo con nosotros o eso tratamos de pensar.
En una semana como esta, en la que media
ciudad sale de ella para ir a inundar otros lugares con gritos y alcohol,
nosotros nos quedamos aquí y disfrutamos de los pocos ahorros que tenemos. Hace
unos días fuimos al supermercado y compramos pescado para comer al menos tres
días. Esto puede no sonar muy especial, pero la cosa es que nunca comemos nada
que provenga del mar. Y no es por convicciones ambientales ni nada de eso sino
porque no lo podemos pagar. Los precios a veces son exorbitantes.
Pero esta es la semana perfecta para comprar
frutos del mar y aprovechamos tanto como podemos. Martín, mi esposo, trabaja
como ayudante de cocina en un restaurante peruano, así que ha hecho bastante
cosas con comida de mar. Siempre le pone mucha atención al chef para imitar sus
técnicas en casa. Claro que no siempre puede comprar los ingredientes que sí
tienen en el restaurante, como azafrán o ají rocoto, pero los reemplaza por
otros no tan caros y por eso sé que esta semana tendrá comida perfecta.
Es gracioso, pero yo conocí a Martín un día
que fui al restaurante. No, no iba a comer. En ese entonces era apenas un
mensajero en una compañía de renombre que me pagaba cualquier porquería por
hacer vueltas por toda la ciudad. Iba y venía en buses y taxis, gastando la
plata que no tenía para conservar un trabajo que quería mandar a la mierda.
Pero no lo hacía porque sabía que necesitaba al menos ese miserable pago para
ayudar en casa y para poder comprar un par de pantalones en diciembre. Yendo a
entregar un sobre urgente para un pez gordo, fue como llegué a ese restaurante.
Me sentí como pez fuera del agua y creo que el
tipo que estaba en la entrada lo notó enseguida porque me hizo seguir por la
puerta trasera, que en ese momento estaba casi bloqueada por cajas y cajas de
pescado congelado que estaban metiendo lentamente en un refrigerador del tamaño
de mi casa. Fue allí cuando vi sus ojos claros, de un color miel muy hermoso,
por primera vez. Me sonrió y creo que en ese momento perdí el sentido de donde
estaba y porqué estaba allí. Alguien me codeó sin querer y volví en mí.
Entre en el restaurante y le pedí al jefe de
meseros que entregara el sobre, que era de vida o muerto o al menos eso me
habían dicho. Pero el tipo no me hacía caso. Fue Martín el que tomó el sobre de
mis manos, se quitó el delantal y el sombrero, y fue directo a la mesa correcta
y entregó el sobre en segundos. Cuando volvió a la cocina, el jefe de meseros
amenazó con echarlo por su insolencia pero esta vez fui yo el que hice algo: le
dije para que empresa trabajaba y quién era el tipo de la mesa.
El jefe de meseros no dijo una palabra más,
solo desapareció y nos dejó casi solos. Otra vez Martín me sonrió y esta vez yo
hice lo mismo. Hablamos un par de segundos, no recuerdo de qué. Supongo que fui
mucho más atrevido de lo normal porque esa noche llamé al restaurante y
pregunté por él. Sabía su nombre porque lo tenía cosido en el delantal. No
pudimos hablar mucho pero me dio su número de celular y allí fue que todo esto
empezó. Dos años después, vivimos juntos, pobres pero felices.
De estos días en los que no hay trabajo me
encanta despertar todos los días tarde y acostado junto a él. A veces yo me
despierto sobre su pecho, otras veces es al revés. Algunas veces estoy yo
abrazándolo por detrás y otras veces cambiamos de posición. Obviamente también
pasa que amanecemos separados, porque nuestra vida no es una película cursi en
la que nos necesitemos cada segundo. Pero tengo que decir que todo es más fácil
cuando él está cerca, hace mi vida un poco más soportable.
Algo que jamás nos ha gustado es que nuestras
familias nos inviten a algún tipo de comida o evento familiar por estas fechas.
No somos precisamente religiosos pero a ellos eso poco les importa. Ambas
familias son de esas en las que la cantidad es algo primordial. Para ellos, entre
más personas estén en su casa y más comida puedan proporcionar, querrá decir
que han tenido éxito como anfitriones y como familia. Por eso jamás podemos
decir que no. Un día toca con unos y el otro día con otros y siempre hay cosas
buenas y siempre hay cosas malas, como con todas las familias.
Con la mía, el principal problema es el
rechazo. No lo hacen ya pero ha quedado el rastro de esa actitud y es algo difícil
de borrar. Por mucho tiempo quisieron negar que yo era homosexual, e incluso
cuando tuve el valor de presentarles a mi primer novio, ellos lo negaron por
completo y me prohibieron traer a nadie más a la casa. Tampoco tenía permitido
hablar del tema y todo se cerró bajo un velo de censura que permaneció por
mucho tiempo, casi hasta que decidí salir de allí para vivir con Martín.
Fue mucho después que nos invitaron, para una
cena similar a la de esta semana santa. Y la verdad fue que todos se
comportaron bastante bien. Lo único que molestaba eran los comentarios “sueltos”
que a veces hacían, como chistes malos sobre dos hombres viviendo juntos o el
hecho de que aunque me querían a mi, seguían rechazando a los demás como yo.
Ese tono se acentuaba con personas de mayor edad y creo que por eso evitamos
casi siempre quedarnos demasiado. No queremos darles cuerda.
Con su familia, el problema es diferente. Su
madre dice, y lo repite varias veces si uno le pone atención, que desde que era
pequeñito supo que Martín era homosexual. Y como su padre, ella lo aceptó desde
el comienzo. Debo decir que sentí envidia cuando me contaban del primer novio
de Martín, que era casi como un hijo para ellos. En los viejos álbumes de fotos
había varias tomas de él y, debo decir, que era un chico bastante guapo. Me
hacía dudar un poco de mí y por eso siempre tenía excusas para no volver a ver
las dichosas fotos.
El caso es que la madre de Martín siempre que
vamos insiste en que formemos una familia. Nos cuenta como ha averiguado por
internet acerca de las adopciones y de las formas en las que se le puede hablar
de los niños acerca de tener dos papás. Desde que la conozco ha sido su tema de
conversación principal. De pronto es porque Martín es el mayor y quiere tener
nietos pronto, pero la verdad es que puede llegar a cansar ese tipo de presión.
Pero tengo que aceptar que prefiero eso a mi familia.
Supongo que así somos todos en estas épocas y
en la vida en general. Como dicen por ahí, el pasto siempre se ve más verde del
otro lado de la cerca y por eso no me niego nunca a ir casa de su familia, si él
quiere, pero ir a mi casa de infancia siempre es un viaje a muchos niveles.
El caso es que mi momento favorito nunca es
fuera de casa, sino adentro de nuestro pequeño apartamento, en nuestra cama al
lado de la ventana en la que nos acostamos juntos y nos besamos y nos abrazamos
sin tener que decir nada. Esos son los mejores momentos para mí, en esta o en cualquier
semana.
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