Cuando empecé a ir a la sicóloga, tengo que
confesarlo, pensé que ya no había vuelta atrás. El hecho de tener que ir dos
veces por semana a un lugar donde todos piensan que estoy loco o que estoy al
borde del suicidio, era para mí la garantía de que mi vida jamás volvería a ser
la misma y que lo que había pasado marcaría un antes y un después en todo lo
que ha ocurrido desde el momento en que nací. Y es cierto, así ha sido. Pero
también han pasado otras cosas que han cambiado mi visión de todo.
La mujer de la que les hablo se llama
Verónica. Es una de esas señoras de más de cincuenta años que cree que tiene
veinte o algo por el estilo. Las faldas y tacones que se pone se le ven
ridículos, pero supongo que si le gustan no importa. Sin embargo, siempre que
la veo por primera vez, pienso en lo tonto que parece el hecho de que algo que
ciertamente tiene algún problema sicológico me hable a mi de mis problemas
mentales. Hay algo que no está bien en ese intercambio.
Sin embargo, a juzgar por los títulos en su
oficinas y por lo que el doctor Peña me dijo, es una mujer muy inteligente y
brillante en su campo. Ha dado conferencias y ha escrito libros. Después de la
primera cita que tuvimos me fui corriendo a una gran tienda departamental y en
efecto sus libros de autoayuda están por todas partes. Pero no compré ninguno
porque no tendría sentido teniendo a la persona misma frente a mí, martes y
viernes de todas las semanas, anotando y escuchando.
Eso es algo que no me gusta para nada. Ella
asiente y mueve la cabeza, me indica que siga, me hace preguntas vagas y no
mucho más. A veces siento que no estoy allí para mejorar sino para que me hagan
algún tipo de pruebas. Pienso que soy solo un conejillo de Indias en uno de
esos exámenes masivos que hacen para probar algo en la gente. No dudo que sea
una mujer muy cualificada pero simplemente creo que un paciente necesita algo
más que solo movimientos de cabeza.
Lo más fastidioso no fue el hecho de contar lo
que me había pasado. Es raro, pero ya se lo he contado a tanta gente en tantos
contextos distintos, que me da un poco lo mismo. Solo lo hago de manera
automática, sin cambiar nunca la historia. Hay cosas que ya no recuerdo y otras
que vuelven en la noche, en forma de pesadillas. Pero lo que sale de mi boca es
siempre lo mismo, como si lo hubiese ensayado por años. A veces me siento como
un actor teatral, que ha memorizado las líneas de su personaje desde que se dio
cuenta de que estar en un escenario era lo suyo.
Solo hace poco conté una versión distinta de
la historia. Tal vez fue la manera en
que abordamos el tema, tal vez fue la hermosa sonrisa de Martín la que me hizo
armar las frases de otra manera. No tengo ni idea. El caso es que empecé a
contarle mi historia un día y la terminé muchos días después. En ambos momentos
tenía una cerveza cerca y por eso un día le dije a Verónica que me iba a volver
alcohólico. Era una broma tonta pero ella se la tomó en serio y no me dejó de
molestar con el tema durante toda la sesión.
A Martín lo conocí de una forma muy rara. Él
trabaja en una tienda de ropa para hombre que hay cerca de mi casa. Nunca había
entrado hasta que un día de calor decidí echar un ojo a la ropa de baño que
tenían allí. No me gusta meterme al mar pero si acostarme en la arena y leer
algo mientras el sol me quema la piel. Fue allí donde hablamos por primera vez
y me encantó que lo primero que me dijera es que le gustaba mucho mi cuerpo.
Eso lo dijo cuando me probé uno de los bañadores.
Me pareció inapropiado al comienzo y me sentí
un poco demasiado consciente de mi mismo. Pero a los pocos minutos, me di
cuenta de que esa era una cualidad que me gustaba en las personas. Esa
honestidad brusca, esa manera tosca pero realista y considerada de preguntar
las cosas y decir lo que se tiene en la mente. Desde ese momento supe que él
era eso y después me enteré de que era mucho más. No demoró mucho puesto que,
en la bolsa con la que salí de la tienda, dejó una tarjeta con su nombre y
número de teléfono.
Al otro día lo saludó por una de esas
aplicaciones para conversar y estuvimos así varias horas. Es una suerte que mi
trabajo no precise mucha concentración porque la verdad no hice más sino reírme
de lo que decía y de las fotos que me enviaba. Estaba arreglando la ropa en los
anaqueles y me decía cosas graciosas de algunas prendas. Al final de esa tarde,
me preguntó si querría verlo para tomar algo y le dije que sí, sin dudarlo.
Sobra decir que esa cita fue todo un éxito.
Fue el viernes siguiente a esa cita cuando me
di cuenta que no había pensando en Martín como algo más que un hombre muy
especial. No sé como fue que Verónica lo percibió, pero me pidió imaginar como
hablaría con una eventual pareja de lo que me había pasado. Me preguntó si
mentiría o si diría la verdad o si mezclaría las dos cosas para hacer que todo
fuese un poco menos raro. No supe que decir y la sesión terminó con un sermón
largo y aburrido. No entiendo como me pueden decir como sentirme cuando nunca
han pasado por lo que yo pasé.
Sí, estaba borracho. Por eso el chiste le cayó
tan mal a Verónica. Estaba ebrio y salí del bar en el que estaba con amigos sin
despedirme de ellos. Mi casa era relativamente cerca pero no conté con que toda
una calle estuviera sin luz y que un hombre aprovechara esa circunstancia para
drogarme con un pañuelo. Me llevó a algún lado y allí hizo lo que quiso
conmigo. Mi ser estaba dentro de mi cuerpo pero solo podía ver y sentir pero no
reaccionar. No podía gritar y así hubiera querido, no hubiese podido.
Me desperté al otro día, muy tarde, tirado en
un callejón horrible de un barrio al que nunca quiero volver. Busqué a un
policía y le conté lo que había pasado. Se burló de mí. Me miró como si fuese
un niño hablando de monstruos y príncipes y simplemente me amenazó con meterme
a la cárcel si seguía gritando en la calle. Pero grite más, asustando a la
gente que pasaba por el lugar. No me importó nada. No sé de donde salió eso de
mi, supongo que del instinto de supervivencia.
Eventualmente alguien me ayudó, fui al
hospital y el mundo supo lo que me había pasado. Hubo notas de prensa con mi
nombre durante muchos días y me pidieron un sin número de entrevistas. Yo solo
quería morirme y trata de suicidarme una vez, cortándome las venas de la manera
menos mortal posible. Por eso me obligaron a ir a las citas con Verónica. Ya ha
pasado un año y mi vida está mucho mejor que en ese momento. Incluso creo que
está mejor que antes.
Martín supo de lo que me había pasado porque
nos tomamos una foto y el la subió a alguna red social. Allí una amiga de él me
reconoció y básicamente le contó mi historia. En ese momento me sentí hundido
de nuevo, humillado. No solo porque él supiera lo ocurrido sino porque yo no
había tomado la decisión de decirle. Quería que fuese algo mío, una decisión
tomada con cabeza fría. Pero no, de nuevo a la fuerza. Por eso él me preguntó
sobre lo ocurrido y yo tan solo le conté todo.
Le hablé de cada cosa, de cada detalle que recordaba.
Ni con la policía fui tan detallado. Ellos me habían considerado un mentiroso y
simplemente no creía en su falso sentido del deber. No me importaba la persona
que me había hecho eso y no me importaban ellos. No me importaba nada.
Cuando terminé de contar la historia, Martín
me abrazó y me dijo que podríamos ir a la velocidad que yo deseara, que él
esperaría porque estaba enamorado. Yo lloré, nos abrazamos y nos besamos.
Mañana me va a acompañar adonde Verónica. Va a ser divertido porque no le he
dicho nada de él. Deséenme suerte.