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viernes, 24 de noviembre de 2017

Malditos idiotas

   Cuando me desperté, estaba en una cama conectado a una de esas máquinas que hacen ruidos repetitivos. Un par de tubos iban y venían y algunos otros estaban conectados a mis manos. Me dio ganas de rascarme apenas los sentí, pero no pude hacerlo porque el solo pensamiento de moverme hizo que todo el cuerpo me doliera, como si una descarga eléctrica de alta potencia pasara por todo mi cuerpo. El dolor fue amainando y fue justo cuando ya no me dolía nada cuando la enfermera entró a la habitación.

 Pensé, tontamente, que había venido porque de alguna manera la estúpida maquina había detectado mi dolor. Pero no, solo había venido a revisar que estuviese vivo, respirando y absorbiendo el suero al que estaba conectado. Quise fingir que estaba dormido. No supe porqué, pero creo que no estaba listo para que la gente supiera que había despertado, vuelto a este mundo de mierda que me había puesto en esa cama de hospital. Pero no pude hacerlo y ella salió apresurada de la habitación.

 En poco tiempo otra enfermera y un doctor vinieron a visitarme. Tuvieron para conmigo las palabras de siempre que dicen cuando alguien está en un hospital y las mismas preguntas estúpidas del estilo: “¿Se siente usted bien?”. Imbéciles, pensé. Pero no lo dije. De hecho, no podía hablar porque la garganta me dolía demasiado. El doctor ordenó que me trajeran algo de tomar y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un hambre feroz y hubiese preferido un batido de carne al jugo de zanahoria que trajeron.

 Me lo tomé en silencio y solo, puesto que ya era tarde y nadie se quedó conmigo para ver si me tomaba el espeso liquido o no. No estaba feo pero el sabor o la consistencia del dichoso jugo no me importaba en lo más mínimo. Me lo tomé mirando por la ventana, como si pudiera ver algo. La verdad era que el otro lado parecía la boca de un lobo, completamente oscuro y sin ruidos que denunciaran exactamente donde estaba. Porque de idiota no me había fijado en la bata del doctor.

 Me quedé despierto varias horas, pensando en mi accidente. Me acordaba bien como se sentía su cuerpo cuando lo empujé al separador de la avenida y también recuerdo sentir como si se me viniera una montaña encima pero solo había sido un automóvil que había llegado al semáforo a alta velocidad. Por lo visto el color rojo no significaba nada para ese borracho o drogado o lo que fuese ese maldito desgraciado. No supe que pasó después pero la rabia no me dejó dormir en paz hasta que llegó la luz de la mañana. Tuvo un efecto de calmante y me dormí sin chistar.

 Los días en un hospital pasas lentamente. Debe ser lo mismo que en una cárcel, pues en ambos lugares se está en una pequeña habitación sin posibilidades reales de salir a dar una vuelta. En mi caso, no me dejaban salir porque no podía usar las piernas. No había quedado invalido pero había estado muy cerca. Todos los días venía un enfermero francamente atractivo y él era el encargado de hacer la terapia pertinente para que pudiese mover las piernas lo más pronto posible.

 Mi voz mejoró y pasados algunos días ya pude flirtear un poco con el terapeuta. El solo se ría o sonría y cambiaba de tema. Estaba seguro de que lo hacía sonrojar y eso era una indicación muy clara pero la verdad era que yo solo lo hacía por hacer algo, por sentir que todavía era la misma persona de antes. Además, no quería verme débil ante nadie y no había mejor manera de aparentar que haciéndome el chistoso todo el tiempo, con apuntes y preguntas tontas.

 Pero cuando se iba la gente, volvía a mi estado de casi depresión. Y digo casi porque dudo que haya sido igual a lo que viven muchos, que se sienten hundidos en un hueco del que no pueden salir. Mueven los brazos como locos y simplemente no logran salvarse a si mismos. No es mi caso o eso creo. Yo siento tristeza de lo que me pasó pero más que todo rabia hacia las dos personas que estuvieron en ese momento conmigo, los otros dos protagonistas de la historia.

 El conductor, alguien me dijo, se echó a la fuga antes de atropellarme. Eso era algo que yo no sabía e hizo que mi odio aumentara sustancialmente. Pero lo que me dio rabia, de esa que da ganas de demoler una pared a mordiscos, fue que la persona que yo había empujado no hubiese venido jamás a visitarme. Ni siquiera había preguntado por mi y cuando confronté a mi familia y a los pocos amigos que habían venido a verme, nadie decía nada, como si se tratase de un secreto de estado.

 Le pedí a mi hermana que me trajera mi portátil y obligué al guapo de la terapia a que me diera la clave del internet inalámbrico del hospital. Apenas pude, busque a la persona que salvé en internet y pude ver como se hacía el héroe en cuanta red social podía. Lo peor, era que todo el mundo se creía su ángulo de la historia, así hubiese sido yo el que lo había salvado. No tenía nada de sentido pero para atraer idiotas no hay que tener mucho sentido común, solo palabras atractivas. Palabras en las que nunca se me mencionaba, ni por error o confusión.

 Estuve cuatro meses en el hospital hasta que por fin pude mover las piernas. Tenía que seguir yendo a terapia pero eso no importaba, podía caminar y los pronósticos eran muy positivos. Abracé al guapo de mi terapeuta y le planté un beso en la boca que sorprendió a todos pero más que todo a él. Era mi última gran sorpresa, antes de irme a casa de vuelta a mi habitación y mis cosas. Debo decir que dejar el hospital fue duro, pues regresaba a la cruel vida diaria con el resto de mortales.

 Mi familia solo tenía para mí cariño y los más grandes cuidados. Les pedí que no se fastidiaran tanto estando pendientes de mi estado, puesto que debía avanzar yo solo para mejorar de verdad. Sin embargo, los dejé hacerme ricos postres y llevarme a restaurantes que me gustaban. Era mi momento para mimarme un poco, creo que me lo merecía. Tal vez no me merezca nada en esta vida pero me sentía cansado desde antes del accidente y aprovecharse de una tragedia personal no es tan malo.

 Al fin y al cabo, fue a mi que me levanto ese desgraciado del pavimento. Fui yo quien tuve las piernas casi rotas y fracturas por todo el cuerpo. Fue a mi al que me sangró la cara y otros lugares del cuerpo que prefiero no nombrar. Fui yo quién salvó a un imbécil de ser aplastado por un vehículo a alta velocidad. Así que algunos tendrán que disculpar mis ganas de vivir un momento de vida en tranquilidad, disfrutando de aquellas cosas que solo la buena vida y todo lo que ella implica, pueden aportar.

 Eventualmente dieron con el tipo que me había atropellado. Esta es una ciudad atrasada y llena de idiotas pero por alguna razón providencial, había una cámara de seguridad en un edificio frente al lugar donde me habían atropellado. Se veía todo con una claridad sorprendente y esa fue la pieza clave para dar con el paradero de quién resultó ser una mujer. Se había ido a esconder a otra ciudad pero pronto fue arrestada y se me pidió testificar en contra, algo que hice con todo el gusto.

 Fue a la cárcel, condenada por no sé cuantos años. La gente dice que debería perdonarla pero eso me parece una reverenda estupidez. Esa mujer hizo lo que hizo y lo primero que pensó no fue en ayudar sino en protegerse a si misma. Puede pudrirse en la cárcel.


 En cuanto a la persona que salvé, un día se me acercó en un cine y me pidió disculpas. Yo le dije que no tenía tiempo puesto que estaba en la mitad de algo importante. Tomé de la mano a mi terapeuta y la expliqué quién era la persona que me había saludado. “Nadie importante”, le dije.

martes, 15 de marzo de 2016

Bajos instintos victorianos

   Lord Amersham era el hombre más distinguido de toda la región. Era un héroe de guerra condecorado y eso que no era uno de eso viejos que se preciaban de sus hazañas en los bailes y reuniones de sociedad. No, Lord Amersham no llegaba todavía a los cuarenta y era el objeto de deseo de cada una de las mujeres de Milshire. Claro está que nadie diría esto nunca pues el deseo no era algo de lo que se hablara en voz alta. Pero así era.

 En el último baile, organizado por la familia Winstone en honor a la presentación en sociedad de su hija Celia, Lord Amersham había fascinado a todo el mundo con sus dotes de bailarín. Sus giros en el baile grupal eran casi pecaminosos. Las mujeres se emocionaban con sus cintura y, mejor dicho, con su trasero que venía siempre forrado de esos pantalones clásicos de la época en que vivían.

 Mister Farsy casi se atraganta con su copa de vino cuando vio al Lord bailar con tal agilidad. Y es que, incluso a él, le causó una sensación muy extraña. Cada contoneo de Amersham le valía un movimiento en las regiones del sur de su cuerpo y pronto tuvo que encontrar dónde sentarse. Agradeció la siempre aburrida conversación de Lady Ashmore, una viejita que lo único que sabía contar era su aburrida vida en Londres, cuando iba y visitaba a su nieta Cordelia. La pobre había sido famosa en la región por ser una chica fea que, por alguna razón, había encontrado fortuna al casarse con un barón que la puso a vivir como una reina.

 Mientras Lady Ashmore contaba todo del más reciente viaje a Ceilán de su nieta, el pobre Farsy experimentaba un montón de sentimientos y sensaciones que no eran propios de la Inglaterra victoriana. Ya que estamos, tampoco de la eduardiana ni de la isabelina. De ninguna Inglaterra conocida o por conocer, ni de Thatcher, Brown, Cameron, ni de nadie. Pero esos no contaban pues nadie los conocía y era mejor dejarlo así.

 Luisa llegó al poco rato. Había estado haciendo lo que mejor sabía hacer: informarse de todo el cotilleo de cada esquina del país. Era la distraída esposa de Farsy y una mujer tan insulsa como guapa. El condado entero había quedado fascina cuando se habían casado pues los dos eras dos criaturas hermosas y  la boda fue como de ensueño, con flores por todas partes y una perfección que rayaba en lo fastidioso.

 Pero la verdad era que no había nada que envidiar. Se habían casado porque sus familias lo habían arreglado todo. No podían ser más disparejos: ella ni se enteraba de nada más que el chisme. Ni siquiera sabía como era que se tenía a los hijos y eso que su madre lo había explicado con detalle. Y él… Bueno, Farsy se sentía tan abochornado en el baile que tuvo que pedirle a Luisa que se fueran. Argumentaba una calentura.

 Al otro día, ya con sus emociones bajo control, la pareja recibió la visita del padre y la madre de Luisa. Él era uno de esos viejos para los que nada nunca es suficiente. Cada vez que venía bombardeaba al pobre Farsy de preguntas que él ni sabía que significaban. Era frustrante que solo fuese un comerciante ahora y que a nadie le importase mucho su breve historia como soldado. De hecho, a nadie le interesaba porque era un historial casi inexistente. Se había desmayado un par de veces y eso era todo. Pero Farsy era un patriota y para él cualquier paseo por el ejercito tenía su peso.

 La madre de Luisa era igual que ella: una máquina de chismes ambulante. Si no los sabía, se los inventaba. A Farsy no le caían bien. De hecho, ni a sus padres. Y sin embargo todos convinieron en el matrimonio de los hijos por razones meramente estéticas. Farsy, modestia aparte, era un hombre alto y bien parecido, con cabello rizado y dorado, como el de los ángeles. Y Luisa era delgada y con los ojos grandes y verdes, labios algo gruesos y caderas anchas.

 Pero cada uno prácticamente no había visto nada del otro. La noche de bodas, en la que se supone que todo el mundo tiene relaciones sexuales, ellos se quedaron hablando. Fue el día que Farsy supo que su esposa sabía todo de todo el mundo y él lo agradeció pues no estaba listo. Estaba muy nervioso, como siempre, y temía que no pudiese funcionar con su esposa. Ella ni se dio cuenta.

 Fue cuando la madre de Luisa y ella se pusieron a hablar de Lord Amersham, que el pobre Farsy sintió de nuevo esos bajos instintos que lo habían acosado en la fiesta. El padre de Luisa lo miró como a una criatura enferma y le preguntó que le pasaba. Farsy argumentó que era un dolor de estomago, por la comida de la fiesta.  El hombre no contestó nada pero lo bueno fue que no siguió hablando de “lo que hacían los hombres” y así pudo escuchar Farsy que había rumores de boda. Sí, Lord Amersham parecía que por fin había sido atrapado por las redes femeninas de la más joven de las chicas Beckett.

 Las chicas Beckett eran prácticamente famosas. Eran ocho chicas, cada una más hermosa que la anterior. La más joven debía tener unos catorce años. ¿Y era ella la elegida para casarse con Amersham? Farsy pensó que eso no tenía sentido y lo argumentó de viva voz, diciendo que un hombre como Amersham, héroe de guerra y tan bien parecido, debía de tener una mujer a su altura y no una chiquilla que no le llega ni a los talones.

Aunque se le quedaron viendo, la poco rato celebraron su intervención y le dieron la razón. Amersham era un orgullo local y nadie quería verlo mal casado con cualquier niña que le pusieran delante. La madre de Luisa aclaró que era solo un rumor así que habría que ver que pasaba con eso. El pequeño encuentro terminó bien y por primera vez Farsy recibió una cariñosa sonrisa de su esposa, quién nunca lo había visto tan interesado como ella por los asuntos sociales.

 De nuevo hubo fiesta el fin de semana siguiente. Esta la organizaban las mismísimas Becket, pues una de ellas se iba a Londres a vivir con su esposo. Hay que decir que en la región todo se celebraba pues era todo tan aburrido que no había otra manera de sobrevivir al tedio de vivir sin una pizca de tecnología. Y como los viajes no eran para todo el mundo y siempre eran largos y aburridos, no era algo que se pudiese contar, como lo hacía Lady Ashmore.

 Cuando llegaron en su carruaje, los recibió en la puerta la hija Becket, su esposo y, allí de pie, inmaculado con su pecho bien inflado y su cuerpo apretado, Lord Amersham. Era como una visión y fue en ese momento, y no antes, que Farsy se dio cuenta que había algo malo con él. No hacía sino mirarlo y no pudo evitar bajar la cabeza y detallar cada pliegue de pantalones de Amersham: desde los pies hasta el pecho enorme que parecía querer salir de la camisa que tenía puesta.

 Pasaron al jardín y allí los Beckett habían preparado la fiesta más bella en mucho tiempo. Aprovecharon el amable clima de los primeros días de verano para hacer algo en el jardín, cubriendo solo la parte de la comida con un toldo hecho de una tela enorme. El resto eran mesas grandes, de esas que se veían en las cocinas. Algunos invitados no estaban muy contentos pero otros se alegraron del cambio y empezaron a comer y beber de inmediato.

 Todo el mundo fue y, ya entrada la tarde, todo el mundo estaba feliz y bailando y aplaudiendo. Era el evento del año y eso que solo se trataba de una chica mimada yendo a Londres a ver su esposo trabajar mientras ella seguro se encontraba un amante, más fácil de tener allí que en el campo. Era lo que siempre pasaba.

 Después de uno de los bailes, Farsy tuvo urgencia de orinar pues había tomado mucha champaña. Fue al interior de la casa pero no había nadie que le indicara donde estaba el baño. Y como estaba que se hacía pues decidió, salir, dar un pequeño rodeo a la casa y orinar por allí cobijado por la oscuridad. Rompió el silencio su torrente de liquido pero entonces quedó paralizado cuando escuchó una voz a su espalda. De nuevo, los bajos instintos se descontrolaron y, esta vez, con justa razón.

 Nadie nunca supo porqué Farsy se había demorado tanto en el baño, los criticones culpaban a la champaña de mala calidad. Tampoco supieron la razón por la que Amersham había entrado a la casa aunque se asumía que la joven Beckett tenía algo que ver. Y todos estaban de acuerdo a que al amor no se le ponen barreras, si los padres lo consienten.

 El caso es que nadie supo que Farsy y Amersham vivieron su propia pequeña aventura apasionada en los arbustos de los Beckett, de los que recogían frutas a veces y donde jugaban los niños. Nadie había escuchado los gemidos de Darcy y las palabras fuera de época de Amersham.


 Pero así fue. Y entonces la historia, que desde el comienzo había sido poco parecida, cambió del todo hacia algo que nadie después entendería bien pero con la que todo el mundo estaba cómodo. Al fin y al cabo, eran solo dos tipos teniendo relaciones en medio de los arbustos.