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miércoles, 24 de junio de 2015

Me duele la espalda...

   Cuando todo terminó, lo primero en que pensé es que me dolía mucho la espalda. Era un pensamiento francamente ridículo después de haber tomado la decisión consciente de reunirme con alguien para tener relaciones sexuales. No, no era alguien desconocido pero tampoco era alguien que conociera como la palma de mi mano. Ya nos habíamos visto y hablado bastante por el computador pero conocerlo era tal vez mucho decir. Pero cuando me dijo que quería verme, por alguna razón, no pude decir que no. Me daba miedo decir que sí a cualquiera que me propusiera algo semejante pero al saber como era y que hacía y demás, creo que sentí algo de seguridad al respecto y por eso dije que sí sin dudarlo. Y la verdad es que no creo haberme equivocado.

 El sexo fue estupendo. Casi podría decir que fue de las mejores experiencias que he tenido, excepto por el dolor de espalda que se lo atribuía a mi falta de compromiso con hacer ejercicio al menos una vez por semana. La verdad eso ya lo había intentado antes pero lo había dejado por cuestiones de autoestima. Suena raro pero hacer ejercicio me hace sentir mal conmigo mismo, me hace sentir que estoy tratando de hacer lo que los demás hacen para ser otros y eso no se siente bien. Por eso corté de raíz con el ejercicio, al menos con el que es confinado en un espacio. Lo que hago ahora es caminar mucho pero supongo que eso no fortalece la espalda o las piernas. En todo caso la pasé muy bien y se lo hice saber. Creo que eso es algo importante.

 Una semana después, todavía sigue pareciendo algo extraño, incluso para mí. Hace un tiempo solía salir bastante con gente desconocida. No sé como eso hable eso de mi pero creo que ya es muy tarde para ponerme a pensar en lo que los demás opinen de lo que hago. Lo hacía para sentir algo, creo yo, para sentir que yo valía la pena o algo por el estilo. Pero después me di cuenta que esa atención no era la que yo quería entonces dejé de hacerlo. Porque lo que más me gustaba de esa compañía, mejor dicho de tener sexo casual, era que compartía con diferentes tipos de persona y creo que ahora sé que tipo de persona me gusta y cual no.

 Hay de todo en este mundo. Todavía me sorprendo al oír que hay gente que no le gusta recibir besos cuando está en ese plan o que va directo a una cosa y se salta todas las demás que ahora me parecen indispensables. Supongo que un sicólogo sabrá decir que esas decisiones y distinciones quieren decir algo sobre la personalidad de esa persona pero yo prefiero no rebuscar algo. Si así les gusta pues es problema de ellos y quien soy yo para meterme en los asunto de los demás? Si a mi me gustan ciertas cosas, es apenas justo que a los demás les gusten otras y las busquen activamente. Yo al sexo, en general, lo dejé de buscar activamente hace mucho rato y creo que esa podría ser una razón para mi repentino “sí” ese día.

 La verdad es que creo que la mayoría de la gente cuando propone cosas así, lo hacen porque tienen un llamado puramente físico que les dice que deben acostarse con tal persona o tal otra, porque tienen un cuerpo atractivo o cierta parte de su físico les llama la atención. Esto es todavía más cierto cuando se trata de relaciones entre dos hombres. Como siempre les digo a mis amigas mujeres, siempre seré el primero que diga que los hombres somos básicamente animales, buscando saciar algún tipo de sed. Algunos buscan puro alivio sexual pero hay quienes también buscan ser reconocidos y que les digan lo mucho que valen la pena y otros solo quieren control, poder o simplemente ser reconocidos como mejores que otros. Todo es una competencia.

Tal vez entre mujeres sea igual. No lo sé a ciencia cierta. Pero aquello de la virilidad le da a la batalla entre hombres un ingrediente más salvaje. Es por eso, volviendo al relato, que los hombres que buscan sexo van directo a lo que les gusta y no son muy creativos con los piropos o con lo que dicen. Es bien sabido que el arte de las palabras es uno que muy pocos saben manejar a la perfección, lo que es una lástima porque es uno de los grandes poderes que tiene el ser humano para convencer de cualquier cosa. Saber decir las cosas, cuando decirlas y las razones para hacerlo es algo que no todos saben hacer y que muchos prefieren no hacer porque resulta mucho trabajo pero definitivamente es una ayuda increíble si uno se toma su tiempo.

 De pronto por eso lo sentí todo mejor de lo normal. Es decir, toda la sesión, como se le podría llamar, fue excelente. Hubo algo de música, alcohol y muchos besos y caricias. Nadie fue directo a nada y eso es mucho más emocionante que cuando ocurre exactamente lo que uno pensaba que iba a ocurrir. Las cosas siempre son más emocionantes cuando ocurren sin previo aviso, como una sorpresa que se va creando poco a poco y que finalmente revela su verdadera forma. No todo el mundo puede hacer eso pero creo que sería excelente que la gente aprendiera a ser más inventiva, no solo en el sexo sino en todo sentido, para hacer del mundo algo más emocionante de lo que es.

 Eso sí, está claro que no todo el mundo busca lo mismo. Por ejemplo, a no todos los hombres les gusta la idea de ir despacio, de ir haciendo un recorrido que termina en la anhelada meta. La mayoría no están dispuestos a tomarse la molestia de esperar y ver que pasa. A muchos, por raro que me parezca a mi, no les gusta tratar de encantar ni de convencer ni nada por el estilo. Quieren ir de una vez a la meta y quedarse allí el mayor tiempo posible, cosa que es casi imposible sabiendo como funciona el cuerpo del hombre, así cada uno sea ligeramente diferente. Los que van directo a la meta, a mi parecer, se pierden la diversión y la energía del recorrido.

 Y eso funciona en todos los niveles, no solo en el sexo. En el aprendizaje de algo nuevo, sea lo que sea, tiene que haber un recorrido que nos vaya mostrando lo que se debe hacer y lo que no y las diferentes maneras de hacer lo que se puede hacer. También vemos lo bueno y lo malo y así podemos reunirnos con nosotros mismos y decidir que es lo que queremos hacer y como queremos hacerlo. Por ejemplo, habiendo aprendido todo, es como los cocineros y pasteleros pueden ir haciendo creaciones nuevas. Si no aprendieran el paso a paso de las recetas, sería muy difícil para ellos modificarlas y hacer creaciones completamente nuevas. Ir directo a la meta no es una opción para ellos y jamás debería ser una opción para nadie.

 Otro problema que tengo, además del dolor de espalda que sigue persistiendo a pesar del tiempo que ha pasado, es que suelo analizar todo de nuevo como si estuviera viendo una cinta de seguridad. Por ejemplo, si me dijo que a él le gustó, me pongo a pensar si lo que dice es cierto o si solo lo dice por ser amable. Me pregunto cual es su idea de pasarlo bien y cual es mi idea de pasarlo bien. Es entonces cuando me complica por todo y me doy cuenta que tal vez necesite o una relación estable o más experiencias como esa. Cualquiera de las dos creo que sería una aventura bastante buena para mí, dado que no soy una persona que se lance mucho al agua y a vivir cosas nuevas. Lo he hecho pero no es algo frecuente y tal vez eso sea lo que necesito. Cambiar la perspectiva con la que veo las cosas.

 Claro, eso parece ser cuestión de solo tomar una decisión y lanzarse al agua pero no resulta tan difícil cuando conlleva un montón de otras decisiones y también de condiciones que no cumplo en el momento. Por ejemplo, si quisiera tener una relación estable primero tendría que encontrar al susodicho y eso no es tan fácil como decirlo. Porque tampoco se trata de tener algo con el primero que se me pare enfrente sino encontrar a alguien con el que tenga las suficientes compatibilidades como para intentar algo. Y ya me ha pasado que al estar yo listo, la otra persona dice que no lo está. Sea verdad o no, eso daña mis planes. Y eso sin contar mis problemas conmigo mismo...

 Y claro que tengo que pensar solo en mi mismo! La mitad de la vida me la paso pensando en lo que opinarán los demás así que no viene mal pensar en lo que yo necesito como para variar. Mi otra opción parece más sencilla pero esa requiere tiempo y energía casi constante y eso es algo que no sé si tengo, sobre todo cayendo en cuenta que no todos los días soy alguien con el que la gente quisiera estar. A veces puedo ser extremadamente odioso y uso las palabras como navajas, para herir sin discriminación. Claro que hay gente que ni lo capta entonces no sé dan cuenta o hay otros que son muy sensibles y eso no me gusta. De pronto estoy siendo muy exigente pero creo que eso no importa con tal de que uno sepa que quiere. Ya ven lo complicado que puedo ser?


 Creo que lo mejor es ir a bañarme con agua caliente y ver si la espalda deja de dolerme de esta manera. Pareciera como si hubiese estado en un torneo de gimnasia cuando no fue nada por ese estilo. Puede que lo piense mucho y lo siga analizando por varios días, pero la verdad es que esa ha sido una de las mejores noches en tiempos recientes y es probable que haya sido justo lo que necesitaba mientras trato de poner orden en mi cabeza.

viernes, 20 de marzo de 2015

Un botánico en Borneo

   Podrá no parecer algo muy apasionante pero el mundo de las plantas es simplemente maravilloso. Hay tantas especies, tan variadas con brillantes colores y extraños comportamientos, que es imposible no enamorarse de alguna de ellas. Eso, al menos, era lo que pensaba Martín Jones, hijo de un renombrado naturalista británico y de una aguerrida luchadora por los derechos de los animales. Naturalmente, al conocerse sus padres, se habían enamorado al instante pero les tomó algún tiempo tener hijos. De hecho, Martín era el único.

 Había terminado hacía poco la carrera de biología y ahora estaba especializándose en botánica en Londres, desde donde había salido de viaje con un grupo de naturalistas de la universidad a la jungla de Borneo. Indonesia es el corazón de aquellos que aman las plantas. Martín quería conocer en persona un aro gigante, a veces llamadas flores cadáver por su asqueroso olor.  Estaba tan entusiasmado que en el avión hacia Jakarta solo leyó y releyó su libro sobre el tema y no dejó de acosar a todos los demás con todos los detalles de cada planta extraña que pensaba documentar. Además, quien sabe, podría descubrir alguna nueva especie.

 Ese era su sueño desde el comienzo. Hacer un aporte a la ciencia que lo pusiera en el mapa de los botánicos más destacados junto a muchos de sus ídolos y, por supuesto, junto a sus padres. Ellos todavía se dedicaban a amar la naturaleza, viajando por todo el mundo dando conferencias, trabajando para la televisión pública e incluso colaborando con documentalistas para diversos proyectos relacionado a la naturaleza. Mientras su hijo llegaba a Banjarmasin, ellos estaban en la tundra canadiense.

 Martín no tenía a nadie más sino a sus padres. De resto, solo tenía una tenía en Estados Unidos y otra en Japón. Su único tío había muerto en un accidente automovilístico y no había tenido hermanos. Tenía primos pero jamás los había visto y sus abuelos, por ambos padres, estaban muertos hacía ya buen tiempo aunque su padre siempre le contaba historias de su abuela paterna, una mujer que tejía su propia ropa, cazaba su comida y había vivido casi toda su vida como una pionera en el desierto de Mojave.

 Más que nada, lo que Martín quería era tener una vida igual que la de sus padres o que las de sus ídolos en el mundo de la ciencia. Todos hablaban de grandes aventuras y descubrimientos, de tantos tipos de vivencias que era difícil no querer lo mismo. Quería ser igual que todos ellos e incluso mejor, dejando una huella imborrable en la botánica. Este era su primer viaje serio, después de varias expediciones por su cuenta con la única compañía de Maxwell, un perro ovejero que había estado con él por muchos años. Pero el animal ya no estaba y debía afrontar este viaje como un profesional.

 Después de un largo y doloroso viaje por carretera, llegaron al borde de la selva donde fueron atendidos con amabilidad por una tribu que tenía su asentamiento a algunos metros de los primeros grandes árboles de la selva impenetrable. Como ya era tarde, Martín solo pudo oler la selva y para él fue suficiente para aguantar hasta el día siguiente. Comió la cena ofrecida por los indígenas y se acostó rápidamente, pensando en levantarse temprano para tener el mejor primer día posible.

 De hecho, fue su compañero quien lo levantó. Al parecer, Martín estaba más cansado de lo que había pensado y se les había hecho algo tarde. Por lo que pudo ver mientras se cambiaba, estaba lloviendo ligeramente pero no había nada de viento.  Cuando estuvieron todos listos, siguieron a uno de los guías locales y empezaron la larga caminata del día. Como habían comenzado tarde, iban a volver pasado el atardecer así que no podían demorarse más de lo necesario. Pasados los primeros minutos, varios de los científicos pudieron ver varias de las criaturas, sobre todo insectos así como árboles inmensos y flores hermosas. Martín apretaba tan fuerte el obturador de su cámara que se arriesgaba a fracturarse un dedo.

 Pero no importaba nada porque estaba en su elemento. O al menos lo estuvo hasta que, por estar tomando fotos al borde de una cañada, resbaló sobre una roca cubierta de musgo y se torció un tobillo. Trató de hacerse el valiente y lo primero que hizo fue revisar la cámara que no tenía ni un solo rasguño. En cambió él tenía la pierna sangrando porque se había cortado con una piedra afilada y, además, no podía caminar. El dolor era demasiado. Se disculpó con sus compañeros pero ellos le dijeron que era algo que solía pasar. El grupo decidió regresar, cuando no pasaba de la una de la tarde.

 Mientras una de las mujeres de la tribu atendía a Martín, los demás se dedicaron a clasificar su trabajo y a planear el día siguiente, que de paso iban a iniciar al as cuatro de la mañana para evitar perder tiempo. El joven botánico les prometió acompañarlos y, en efecto, fue el primero en levantarse al día siguiente. Pero no hubo manera de que los acompañara porque su tobillo se había hinchado y el dolor era peor que el día anterior. El grupo lo dejó con la tribu y Martín se sintió el fracaso más grande del mundo por no poder acompañarlos.

 Les había arruinado el primer día y no quería hacer lo mismo el segundo. Por eso no protestó pero se odió a si mismo por no poder hacer nada. Eran dos semanas en Borneo y cada día era esencial para clasificar y documentar pero como lo iba a hacer si no podía ni caminar. Uno de los hombres indígenas, que hablaba algo de inglés, le explicó que venía un médico en camino para atenderlo. Martín no quería pero sabía que no podía negarse, no estando tan lejos. Sabía que era un esfuerzo para el médico ir hasta allí y no quería hacer que alguien más perdiese su tiempo por su culpa.

 El médico llegó justo después del almuerzo. Lo revisó brevemente, le puso una inyección y le pidió dos días completos de descanso. Martín le dijo que necesitaba salir de expedición al día siguiente pero el médico le dijo que eso solo empeoraría su tobillo. Tenía que descansar y moverse lo menos posible. Cuando el grupo llegó pasada la tarde, todos muy contentos, Martín no quiso hablar con ninguno de ellos. Ronald trató de hablar con él pero el joven botánico se hizo el dormido. No quería ver en sus caras la alegría del día, no cuando los envidiaba tanto.

 Al día siguiente, el grupo se fue de nuevo. Martín solo se dio cuenta horas después, cuando se despertó. Decidió bañarse, cosa que no había hecho desde el día que había salido de casa. La mujer indígena que lo había ayudado antes le hacía señas para que no se moviera mucho pero el solo le sonreía y hacia señas de que todo iba a estar bien. La mujer le prestó una sillita de plástico y le mostró un sitio, detrás de las casas, donde podía bañarse con tres baldes llenos de agua que le trajo sin mayor dificultad. Él se lo agradeció y esperó a que estuviera lejos para quitarse la ropa.

 Siempre teniendo cuidado de su pie, se sentó sobre la sillita de plástico y se echó encima el primer baldado de agua. Estaba fría pero apenas para el calor que hacía tan temprano en cercanías de la selva. Mientras sacaba del pantalón un jabón pequeño que había traído de casa, notó los sonidos que salían de los altos árboles cercanos. Casi se cae de la sillita cuando, mientras se echaba jabón por las piernas, un animalito pequeño, parecido a un mono, salió de entre los árboles. Parecía buscar algo por el suelo. Martín se echó agua con cuidado para no asustarlo pero la criatura se volvió hacia él y lo miró un buen rato hasta que se cansó y se fue.

 Martín sonrió ante el particular evento. Se puso de pie como pudo, utilizó el jabón en sus partes intimas y en el resto del cuerpo y, cuando se dispuso a vaciar el último balde sobre su cabeza, vio que el animalito había vuelto con otros dos. Todos lo miraron a él y luego se dedicaron a husmear el suelo. Martín recordó algo y despacio se agachó a buscar en su bermuda a ver si lo que quería estaba allí. En efecto, había guardado una de sus cámaras desechables en uno de los muchos bolsillos. La sacó con cuidado y se sentó en la sillita de plástico.

 Los animalitos ni se inmutaron de los movimientos que hacía Martín y solo se dedicaron a buscar por el suelo. Uno de ellos por fin encontró una semilla y se la comió. Parecieron acelerar el paso a raíz de esto. Menos mal, la cámara no tenía flash. El acercamiento que se podía hacer no era el mejor pero los animalitos se veían. Martín les tomó varias fotos hasta que los animales lo notaron y uno de ellos se le acercó. Le tomó fotos estando a apenas dos metros. De repente, voltearon a mirar a la selva como si hubieran escuchado algo, que Martín no había oído. Al rato, penetraron la selva y no volvieron más.


 Martín estaba muy contento y solo se puso su bermuda para volver adonde la mujer y devolverle los baldes y la sillita. Quiso preguntarle si conocía a los animalitos pero ella no hablaba su idioma. Les contó a sus compañeros cuando volvieron, como una anécdota interesante y cómica pero ninguno de ellos río, de hecho un par lo miraron sombríamente. Al parecer, esos dos habían venido buscando a dichos animalitos, antes avistados pero nunca documentados con propiedad. Resultaba que Martín había hecho un descubrimiento científico y ni se había dado cuenta. Y por mucho tiempo, sus colegas se burlaron porque lo había hecho desnudo y mojado.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Mirarte a los ojos

Martín se había vestido con su mejor ropa, toda planchada y limpia. Había seleccionado varias prendas y se las había probado frente a un espejo, viendo como le quedaba cada cosa. Por celular, recurría a la ayuda de su amiga Lorena, tomándose foto y pidiéndole comentarios respecto a cada conjunto.

Nunca antes había hecho nada por el estilo y estaba más que nervioso. Era como ese sentimiento e inseguridad, miedo y ansia que se siente al tener una entrevista de trabajo. De hecho, si uno lo miraba desde cierto punto de vista, era como una entrevista excepto que en vez de un trabajo podría conocer a alguien increíble.

Por lo menos sabía que el otro chico, Damián, tenía mucho de increíble. Por eso era que le había pedido a Lorena primero su correo y luego su número. De lo primero se retractó, ya que hubiera sido un poco extraño y loco enviarle un correo a un desconocido o agregarlo por alguna red social. Parecería como si estuviera desesperado o desequilibrado y definitivamente no quería parecer como nada de los dos.

Su amiga Lorena conocía muchas personas, seguramente miles y miles. Y no era una exageración: ella organizaba eventos. Tenía su propia compañía que alquilaba salones, bandas y hacía el catering para multitud de reuniones, eventos familiares y demás compromisos sociales. Le iba más que bien y todo era porque era ella misma: a veces regañaba pero siempre era dulce y sabía que la gente hiciese lo que ella decía sin que nadie dudara de ella.

Un día, hacía unos tres meses, había celebrado una fiesta pero en su apartamento. Un lugar hermoso y bastante grande. La fiesta era, en esta ocasión, para ella. Celebraba su cumpleaños número treinta y muchas de las personas con las que había trabajado y amigos que había hecho en los último seis años, habían venido a celebrar con ella. Había bastantes regalos, comida deliciosa (sus platillos favoritos) y buena música. Nada podía ser mejor.

Martín llegó allí más por respeto a su amiga que por físicas ganas. De estas últimas, no tenía muchas. Para él las fiestas se habían ido tornando en algo tedioso, algo que por cualquier medio debía evitar. Odiaba que lo halagaran con falsas afirmaciones como "Como estás de delgado!" o cosas por el estilo. Siempre había sido flaco, no era algo de sorprenderse.

Como había barra libre, empezó con un trago y luego con otro y así hasta que ya habían sido demasiados destornilladores. Fue así que dio tumbos hasta llegar a la barra donde estaba la comida y se propuso servirse algo grasoso, para ver si se quitaba algo de la borrachera de encima.

Fue entonces cuando lo vio. Hoy, Martín puede jurar que en ese momento su ebriedad se desvaneció casi por completo, al ver los profundos ojos de un chico que estaba a su lado, también buscando comida. Solo cruzaron miradas por un momento pero para Martín, fue eterno. Se le que quedó mirando, como hipnotizado. Ni se hablaron, ni se volvieron a mirar. El chico solo sirvió algo de arroz chino y pollo en su plato y se fue a su mesa.

Martín sirvió lo mismo, como pudo, y volvió a su asiento, sin perder de vista el del chico, que no estaba muy lejos. Mientras comió e incluso mientras hablaba con otros invitados, lanzaba miradas para ver que hacía el chico. A veces hablaba con alguien, a veces reía, a veces bailaba y otras tomaba algo, solo. En esos momentos, Martín quiso tener la valentía para acercarse y decir algo. Pero simplemente no podía. No quería arriesgarse a quedar en ridículo y mucho menos en un lugar tan lleno de gente.

Su borrachera le hizo ir, ya a la madrugada, al baño. Cuando salió, el otro chico se había desvanecido en la noche. De verdad, ya no se sentía tomado. Había sido ese hombre, y la comida, como un remedio para él.

Cuando se despertó en su casa al otro día, desayunando en silencio acompañado de su gato Pepe, pensó en llamar a Lorena y pedir el número del chico de la fiesta. Pero apenas tuvo el celular en su mano, se arrepintió. Se vería desesperado y torpe, pensó él. Además el tipo parecía de esos que solo están al alcance de unos pocos y, aunque la autoestima de Martín no había recibido golpes serios, sabía que no era precisamente irresistible.

Para dejar de pensar en el asunto, se dirigió al baño y se duchó con agua caliente. Trató cantando y exfoliando su piel con un trapo especial y una fuerza que dejó su piel roja. Pero simplemente no podía quitarse al chico de su mente. Tanto que tuvo que calmar su mente para no tener que aliviar su emoción allí mismo.

Cuando salió de la ducha, buscó de nuevo el teléfono. Pero de nuevo, no hizo nada. Y así se pasó los siguientes días: quería llamar pero de nuevo lo atacaba el miedo al ridículo. Y pensaba en que no había nada malo si no pasaba nada pero se arrepentía al pensar que posiblemente el chico tuviera novio o, peor, que ni siquiera estuviera interesado en los hombres.

En cuestión de un mes, no dejó de pensar en el asunto ni en el chico que solo había visto por unas horas, con el que ni siquiera había hablado una sílaba. Se imaginaba invitándolo a comer algo, a pasear, hablando. Pero siempre eran sueños. Cuando se despertaba, Martín se volvía en el más pesimista de los hombres: pensaba que seguramente un chico así ni siquiera viviría en una ciudad tan insignificante como en la que él vivía ni estaría interesado en un chico como él.

Pasaron dos meses, sí, dos meses completos antes de que el destino cruzara a Lorena con Martín. Fue en un café, del que él salía y ella entraba. Con su característica candidez, ella le ofreció pagarle algo de beber o de comer para que conversaran. Ella tenía una cita pero no sería hasta dentro de una hora y necesitaba el café. Así que hablaron y, sin quererlo pero sin retenerlo dentro, Martín le preguntó por el chico de la fiesta,

Resultaba que sí vivía en la ciudad, son sus padres. No tenía trabajo en el momento. Ella lo había conocido por unos amigos mutuos. La verdad era que no sabía mucho más. De hecho, él era un acompañante de una de sus invitadas a la fiesta y por eso estaba allí.

Martín entonces le confesó que deseaba conocer al chico y Lorena, de nuevo tan amable, le dijo que le ayudaría pero que sería difícil ya que no era alguien cercano ni conocido.

Durante el mes siguiente, Lorena lo contactó para irle diciendo cosas: había hablado con su amiga, el chico no aparecía, estaba de viaje, era algún tipo de artista,... Datos sueltos de una vida que por, alguna razón, Martín quería conocer.

A veces se sentía mal, porque parecía como un loco con el tema, siempre ansioso de ver algún mensaje o llamada perdida de Lorena, con alguna nueva información. Había muchos peces en el agua, como decían, pero él solo quería conocer a ese pez del arroz chino. Simplemente no lo podía explicar.

Eso fue hasta que un buen día Lorena lo llamó con una sorpresa: había concertado una cita con el chico ella misma. Se debían ver en una cafetería. No sabía por cuanto tiempo ni en que circunstancias, pero era lo mejor que había podido hacer. Martín le agradeció a Lorena su bondad y de inmediato le envió flores a su casa como agradecimiento.

El día de la cita, Martín llegó con su mejor ropa, perfumado, arreglado al último detalle. Resaltaba bastante en la cafetería. A la hora concertada entró y, al no ver ninguna cara conocida, compró un café. Cuando se giró para mirar de nuevo, vio una mano llamándolo desde una de las mesas. Era él. Y en ese momento supo que la bebida no había tenido nada que ver.

Se sentó y empezaron a conversar. El chico de lo mucho que le había sorprendido la llamada de Lorena y Martín disculpándose por su insistencia. El chico le decía que no había problema. Tenía una cara triste, algo melancólica. Martín le preguntó si se sentía bien y el chico respondió que venía de una reunión donde le habían negado considerar una de sus obras para publicación.

Entonces, empezaron a conocerse mejor. Fue como si ese detalle, ese intimo vistazo a su vida hubiera sido el espacio perfecto para empezar a entrar. Tomaron café y comieron y rieron y hablaron de cosas serias. Hacia el final de la cita, Martín acompañó al chico a su parada de bus. Y allí le confesó lo siguiente:

 - Es una estupidez pero, desde el primer momento que te vi, quise buscarte. Y hoy, por fin cumplí esa meta.

El chico lo miro a los ojos, como aquella noche, y le preguntó:

 - Cual es tu meta ahora?

Martín sonrió. Ya sabía la respuesta a esa pregunta.

 - Seguir mirándote a los ojos.