Según comprendía, tenía que sentirme apenado
por lo que hacía todos los fines de semana, los tres días. Cada una de esas
noches me rendía mis placeres terrenales y me veía con extraños para disfrutar
de fiestas que la mayoría de la gente pensaba que habían quedado en la
Antigüedad, en aquella época en que los romanos parecían ser las personas más
libidinosas de todo el planeta. Pero lo cierto es que hay un mundo entero
debajo de la superficie que la gente no ve o, tal vez, se niega a ver.
Yo entré a ese mundo de una manera muy casual,
nunca tuve la intención de ir a un sitio así. La verdad es que jamás se me
había pasado por la cabeza, a pesar que desde el comienzo de mi pubertad había
experimentado mucho más que la mayoría de mis compañeros de clase. En secreto
me reía de sus conclusiones e hipótesis acerca del sexo y de los placeres de la
carne, porque hablaban todos como niños y yo, en ese aspecto al menos, ya era
un hombre. Y sin embargo, lo de las fiestas empezó después.
A los dieciocho años todavía no había salido
de la escuela. Me quedaba medio año más viendo esas caras que detestaba, las de
mis profesores y las de los alumnos que asistían a ese colegio que tenía más
cara de cárcel que de institución educativa. Tenía algunos amigos fuera de ese
maldito espacio con los que ya fumaba y había experimentado las drogas en
pequeñas dosis. En ese momento recuerdo que me sentía orgulloso de ser un
drogadicto en potencia. Así de tonto es uno cuando es joven.
Fue mi amiga Betty la que me llevó a la tienda
de juguetes sexuales. Ella tenía veinte años y quería algo para mejor sus
relaciones intimas con su novio que tenía cinco años más que ella. Mientras
ojeaba ropa interior con encaje, yo me dirigí hacia los artículos para hombres.
Vi objetos demasiado grandes y otros demasiado pequeños, si es que ustedes me
entienden. Pero lo que no había notado era que alguien me veía a mi sin
quitarme los ojos de encima. Me di cuenta cuando ya estaba muy cerca.
Era un trabajador de la tienda. Al parecer era
el único puesto que allí solo estábamos él, Betty y yo. Se presentó como
Armando y me preguntó si necesitaba ayuda para encontrar algo. Yo le dije que
no buscaba nada pero el sonrió, me miró de arriba abajo y me miró directos a
los ojos. Me dijo que de seguro habría algo para mí en la tienda y entonces
empezó a mostrarme de todo un poco. Yo me sentía incomodo y aún más cuando
Betty se dio cuenta de lo que sucedía y se rió de mi. Lo peor es que me dejó
solo con el tipo ese, pues había decidido no comprar nada.
Me debatía entre salir corriendo y quedarme
hasta que el tipo se callara. Pero entonces me di cuenta de que no era el único
que había visto a Betty salir pues el tipo cambió un poco su tono de voz y me
preguntó si tal vez no estaría interesado en otros productos. Su manera de
decirlo me intrigó y, debo admitirlo, me excitó. Al mirarlo mejor, Armando
podía ser un poco amanerado pero tenía un muy buen cuerpo y de cara era
bastante guapo, moreno y lampiño.
Se habrá dado cuenta de cómo lo miré porque
caminó hacia la caja registradora y, de un cajón junto a ella, sacó una cajita
de madera de balso. La abrió y me mostró lo que contenía: eran drogas pero
ninguna que yo hubiese consumido para ese momento. Solo fumaba marihuana con
mis amigos y a alguna vez habíamos consumido cocaína, pero era demasiado cara
para niños de colegio y universidad como nosotros, sin un trabajo estable ni
nada para mantener esos vicios de alto nivel.
Armando, de repente, sacó una bolsita de
plástico y puso en ella algunos de los artículos. Me pidió un monto muy bajo
por todo lo que había allí y dijo que era su precio especial para chicos
guapos. Yo me sonrojé y al oír el halago solo saqué mi billetera y le pagué.
Hasta después me di cuenta de que ese dinero debía de utilizarse para otros gastos
y no para entretenimiento. Pero no me había podido resistir. Armando además
escribió algo en un papel, lo metió a la bolsa y me guiñó el ojo, deseándome
“muchas diversiones”.
Lo cierto es que no demoré mucho en probar lo
que había en la bolsa. Mis padres se iban seguido los fines de semana por
varias horas en las mañanas, entonces aproveché. La experiencia fue genial,
nunca había sido capaz de explorar mi cuerpo de la manera que lo hice aquella
vez. Hoy me doy cuenta que tal vez fue demasiado para alguien tan joven pero la
verdad es que no me arrepiento y, en cierta medida, me parece bien que un
hombre de esa edad sepa lo que quiere.
En medio de mi sesión vi el papelito que me
había dejado Armando en la bolsita. Era un número de teléfono. Abajo pedía que
lo agregara en una aplicación para el celular y lo saludara allí si me había
gustado la bolsita que él había inventado para mi. En ese momento no tenía
mucho criterio, así que le escribí en segundos. Luego me quedé dormido
profundamente, hasta que llegaron mis padres, que no se dieron por enterados de
nada de lo que había hecho. Era lo normal, nunca se daban cuenta de mucho
aunque pasara debajo de sus narices. No los culpo.
Esa noche vi que Armando me respondió con una
carita feliz y me agregó a un grupo de conversación. Había montones de hombres,
más de treinta o cuarenta. Hablaban de una reunión, una fiesta o algo así. Y
entonces empezaron a enviar fotografías y fue entonces cuando me decidí: iba a
ir a esa fiesta pasara lo que pasara. Quería seguir experimentado, quería
seguir explorando quien era con personas nuevas. Ya había sido suficiente de
mis novios marihuaneros. Era hora de algo diferente.
Es gracioso. Estaba muy emocionado pero les
puedo decir, con toda franqueza, que no sabía a lo que iba. En mi mente, era
una fiesta con muchas personas donde todos nos drogaríamos y tal vez nos
besaríamos un poco, nada más. En mi mente no pasaba nada de lo que vería
entonces, cuando entrara por esa puerta metálica y cada uno de todos esos
hombres se me quedara mirando de maneras distintas. Algunos como los leones
mirando a una gacela, otros preguntándose que hacía yo allí.
El dinero para pagar el permiso de entrada lo
conseguí vendiendo algo de lo que me había dado Armando en la bolsa a mis
amigos de la marihuana. Habían pagado muy bien por ello y lo que me había
quedado era suficiente. Además, después de la fiesta, ya no me importaba
quedarme con nada más porque había vivido algo que iba mucho más allá de las
simples drogas. Había vivido el físico éxtasis, el de verdad, el que se basa en
el cuerpo y en los más bajos instintos.
Desde ese momento hasta mi salida de la
universidad, fui asistente asiduo de esas fiestas. A Armando lo llegué a
conocer muy bien e incluso todavía le hablo hoy en día, aunque no nos veamos
muy seguido. Ahora vivo lejos y asisto a otras fiestas. Los pocos que saben de
mi afición piensan de una manera y sé como es: es algo inseguro, peligroso de
muchas maneras y simplemente sucio. Esa es la palabra clave. Les parece sucio e
inmoral y no quieren saber nada de ello.
Cuando me subo al metro por las noches, los
vagones casi vacíos, miro las pocas caras a mi alrededor y me pregunto si
debería sentirme avergonzado, si debería sentirme sucio y renunciar a una vida
que está al limite e incluso puede que más allá.
Pero no. Mi conclusión es siempre la misma: no
me siento sucio sino todo lo contrario. Me siento liberado, me siento limpio de
todos los prejuicios y cargas de la sociedad. Lo que hago me hace sentir mejor,
me hace vivir y sentir la vida. Así que, ¿que puede haber de malo en ello?