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miércoles, 6 de julio de 2016

Quemados

   Había ventiladores en todas las habitaciones del hospital y en cada pasillo e intersección de los mismos. En parte era por el calor pero también, según decía, era para disipar los olores que pudiera haber en el ambiente. El sitio donde había más aparatos funcionando era el ala norte, donde estaba la unidad de quemados. Era un lugar que todos los trabajadores del hospital evitaban a menos que tuvieran algo que hacer allí. Los deprimía tener que ver las caras y escuchar las voces de aquellos perjudicados por el fuego.

 Pero había gente a la que eso no le importaba. A Juan, por ejemplo, le gustaba pasarse sus ratos libres leyéndoles a los enfermos. Eran gente callada, ya que hablar requería a veces mucho esfuerzo. Incluso quienes estaban curando por completo y todavía estaban allí, preferían quedarse a ser pasados a otra habitación o a salir del hospital. Al menos allí se sentían como seres humanos y todo era por el trabajo que hacían Juan y algunos médicos.

 Les había leído algunas de las obras de Shakespeare y también cuento infantiles y libros de ciencia. Incluso a veces traía su libreta electrónica y les leía noticias o cualquier cosa que quisieran. Ellos no tenían permiso para tener ningún aparato electrónico mientras estuvieran en el hospital, así que a muchos les venía bien cuando Juan tenía algún rato libre y les venía a leer, sin hacer preguntas incomodas ni revisiones trabajosas. Eso lo dejaban para otros momentos.

 Juan lo hacía porque le gustaba pero también porque, desde que había presenciado él mismo un incendio, había quedado algo traumatizado con el evento y juró ayudar a cualquier persona que sufriera de algo tan horrible. Algunos en el pabellón eran niños, otros adultos e incuso había un par de reclusos. Estaban amarrados a la cama con esposas y siempre hacían bromas bastante oscuras, que el resto de los pacientes trataban de ignorar.

 Uno de ellos, Reinaldo, se había quemado el cincuenta por ciento del cuerpo al tratar de prenderle fuego a la bodega de su primo, al que le había empezado a ir muy bien importando revista de baja circulación y especializadas. Tuvo la idea de quemarlo todo para que su primo no pudiera recuperarse jamás y dejara de echarle en cara su éxito.

 Pero no calculó bien y se asustó en un momento, en el que se echó algo de gasolina encima y ni cuenta se dio. Cuando prendió el fuego y empezó a reírse como un maniático, ni se había dado cuenta que su pierna ya ardía. Pasados unos segundo empezó a gritar del dolor y se echó al suelo a rodar. Los bomberos que acudieron a apagar el incendio lo ayudaron y fue durante su recuperación que se supo, por videos de vigilancia, que él había sido el culpable.

 Ahora se la pasaba haciendo chistes horribles y asustando a los niños. Desafortunadamente, a pesar de pedirlo mil y una veces, los directivos del hospital no había aprobado pasar a los niños a otra habitación solo para ellos. No tenía sentido alguno que compartieran espacio con asesinos y con gente mayor que manejaba todo lo sucedido de una manera muy diferente.

 Los niños, por ejemplo, casi nunca lloraban ni se quejaban de una manera explicita. Solo cuando estaban siendo revisados de cerca por los doctores era que confesaban su dolor y su tristeza. Era porque les daba pena decir como se sentían y también algo de miedo porque estaban solos, sin sus padres como apoyo todos los días. Lo peor era que un par de ellos habían sido abandonados por sus padres, que jamás se habían molestado en volver a para saber que pasaba con sus hijos.

 Juan trataba de distraerlos, dándoles libros para colorear y haciéndoles jugar para que olvidaran donde estaban y porqué estaban allí. Él sabía que, al final del día, esas distracciones se desvanecían y la realidad se asentaba de nuevo en las cabezas de los niños. Pero trataba que su día a día fuera más llevadero para poder superar sus dificultades. Los niños eran mucho más fáciles de comprender que los adultos, eran muchos más tranquilos, honestos y, en cierta medida, serios. No había que hacer gran esfuerzo por convencerlos.

 El resto del pabellón de quemados era difícil, por decir lo menos. Eran amas de casa quemadas por sus maridos o por accidente. Eran hombres que habían tenido accidentes en sus trabajos y ahora no podían esperar para volver a su hogar y empezar a trabajar de nuevo. Eran personas que estaban apuradas, que querían salir de allí lo más pronto posible y no escuchaban recomendaciones pues creían que su edad les daba mayor autonomía en lo que no entendían.

 Había una mujer incluso que había sido quemada por su esposo una vez. Él le había acercado la mano a la llama de la cocina porque había quemado su cena. La quemadura, menos mal, no era grave. Pero Juan la atendió y la volvió a ver un mes después, con algo parecido por en la cara. Ya a la tercera vez fue que vino en ambulancia y supo que toda la casita donde vivía se había quemado.

Y aún así, a la mujer le urgía correr hacia su marido, quería saber como estaba y si su casa estaba funcionando bien sin ella. No escuchaba a los doctores ni a nadie que le dijera cosas diferentes de lo que quería oír. Juan pensaba que era casi seguro que volviera de nuevo si era dada de alta y tal vez incluso directamente al sótano del hospital.

 Cuando no lo soportaba más, se iba a los jardines del hospital y se echaba en el pasto. Se le subían algunos insectos y el sol lo golpeaba en la cara con fuerza, pero prefería eso a tener que soportar más tantas cosas. Era difícil tener que manejar tantas personalidades, sobre todo de aquellos que se rehusaban a entender lo que les pasaba y querían seguir haciendo con su vida exactamente lo mismo que antes.

 Incluso los niños lo cansaban después de un rato. Cuando ya había mucha confianza, algunos empezaban a hablarle como si fuera su padre o algo parecido y eso no le gustaba nada. Tenía que cortarlos con palabras duras y se sentía fatal al hacerlo pero un hospital no era un centro de rehabilitación para el alma sino para el cuerpo. No se las podía pasar de psicólogo por todos lados, tratando de salvar a la gente de si misma. Ya tenía su vida para tener que manejar las de los demás.

 Cuando alguien, otro miembro del personal, lo encontraba en el jardín, sabían que el día había sido difícil. La mayoría no le decía nada pues cada doctor en el mundo tiene su manera de distanciarse de lo que ve todos los días. Incluso los que tienen consultorios y atienden gente por cosas rutinarias, deben hacer algo para sacar de su mente tantas cosas malas y difíciles de procesar. Algunos fuman, otros comen, otros hacen ejercicio, o gritan o algo hacen para sacar de su cuerpo todo eso que consumen al ser especialistas de la salud.

 Pero Juan siempre volvía al pabellón de quemados. Era lo suyo, no importaba lo que pasara y trataba siempre de hacer el mejor trabajo posible. Cuando tenía un par de días libres, los pasaba haciendo cosas mus distintas, divirtiéndose y tratando de no olvidar que todavía era un hombre joven y que la vida era muy corta para tener que envejecer mucho más rápido por culpa de las responsabilidades y demás obligaciones.

 Cocinaba, tenía relaciones sexuales, subía a montañas rusas, hacia senderismo, tomaba fotos,… En fin, tenía más de una afición para equilibrar su mente y no perderse a si mismo en su trabajo. Esos poquísimos días libres en lo que podía ser él mismo o, al menos, otra versión de Juan, eran muy divertidos y siempre los aprovechaba al máximo.


 Pero cuando volvía al hospital lo hacía con ganas renovadas pues creía que podía hacer alguna diferencia y no se cansaba de intentarlo. De pronto la mujer no volvería más si le hablaba con franqueza, de pronto el pirómano se calmaría con sus palabras y tal vez los niños no resentirían al mundo por lo que les había pasado. Juan se esforzaba todos los días por dejar una marca, la que fuera. Esa era su meta.