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viernes, 28 de diciembre de 2018

El llamado


  La selva ardía y no podíamos hacer nada para detenerlo. El fuego subía por los árboles como si estuviera vivo, carcomiendo la madera y haciendo que el ruido llenara los oídos de todos los que estábamos observando. Uno de los indígenas llamaba por la radio a los bomberos del pueblo más cercano, pero no era muy posible que llegaran pronto. El humo había vuelto el aire un infierno igual que el que se pasaba de árbol en árbol. La mayoría de los que estábamos allí solo podíamos observar lo que ocurría, sin hacer nada más.

 Al otro día, exploramos los restos carbonizados de los árboles, que ya habían sido empujados por el viento hacia un lado y el otro. Era increíble el silencio que había, sin animales ni ningún tipo de planta viviente. Los insectos habían huido quien sabe adónde y la mayoría de los indígenas ni siquiera querían acercarse. Para ellos, el sitio era sagrado y su destrucción era algo que debían primero procesar para luego hacer una ceremonia que ayudara a los espíritus pasar a una mejor vida con el resto de sus ancestros.

 Solo un pequeño grupo se acercó a los restos, con uno solo de los indígenas que dijo tener que mirar solamente hacia abajo para no tener que ver toda la destrucción causada la noche anterior. Por los sonidos que hubo a primera hora del día, era obvio que los bomberos habían venido muy temprano pero su llegada había sido demasiado tarde. Al menos habían detenido el fuego antes de que pasara a una zona más cercana al centro de la comunidad. Pero ahora ya no había nadie, todo estaba en absoluto silencio.

 Tocamos el suelo y nos quedaron las manos negras. Ver ese color en las manos de cada uno de nosotros nos impactó, en especial porque en esa misma parte de la selva había ocurrido nuestra ceremonia de introducción a la cultura de los indígenas. En esa ocasión nuestras manos habían sido pintadas de muchos otros colores a partir de los tintes naturales de la selva. Había amarillo, verde, blanco y rojo, colores que mezclados representaban todo lo que existía en el mundo de las personas que vivían en ese mundo.

 Habíamos luego lavado esos colores en el río, creando surcos en el agua que parecían cobrar vida con el movimiento del fuego de las antorchas y del agua misma. Nuestros cuerpos parecían mezclarse con el agua misma, con los aceites que habían sido extraídos con cuidado de las plantas, con la brisa misma que surcaba con suavidad sobre todo y con el cielo estrellado que teníamos sobre las cabezas. Fue un momento hermoso, lleno de una paz extraña que invadió nuestros cuerpos y nos ayudó a dormir esa noche. Fue un sueño tranquilo, sin sueños, totalmente perfecto.

  Pero de eso ya no había nada. Nuestros pies quedaron completamente negros de caminar tanto entre las maderas retorcidas. Cuando regresamos al pueblo, no había nadie adentro de las estructuras. Todos estaban afuera, trabajando o haciendo lo que hacían normalmente. Se habían pintado en sus brazos la marca del duelo y habían seguido con sus vidas, como lo dictaban sus costumbres. No podían detenerlo todo por una tragedia que no era nueva, que ahora se había convertido en algo casi cotidiano.

 Los fuegos arrasaban con frecuencia la selva, tragándose partes pequeñas cada cierto tiempo, carcomiendo un poco a la vez hasta que un día ya no habría nada. Los indígenas sabían que era algo posible, que el futuro se les venía encima pero no podían cambiar su estilo de vida de un momento a otro. E incluso si lo hicieran, eso no garantizaría que vivirían mucho más de lo que la selva sobreviviría, si es que lo hacía. Planeaban lo de siempre y luego ya pensarían en grupo que acciones tomar.

 Pero no eran todos iguales. Algunos hablaban con los granjeros de las fincas vecinas, para ayudarlos a atrapar a los leñadores y a los pescadores ilegales que entraban a destruir la selva a cada rato. También los ayudaban a no matar a los animales que invadían las granjas para comerse las vacas. Los dormían con químicos especiales de la selva, que eran muy apropiados para tratar los animales y no matarlos de un sobredosis. Buscaban tener una relación en la que ambos se beneficiaran, para construir algo mejor.

 Pero muchos de los incendios no eran precisamente causados por el calor o por productos de turistas dejados en la mitad de los árboles. Eran mucho de los granjeros que quemaban árboles pues necesitaban cada vez más espacio para plantar soya y maíz o para pasear de un lado al otro sus reses. Incluso había veces en las que se dejaban comprar por empresas madereras para que ellos quemaran los árboles y luego los leñadores les pagaran por sus acciones. Eran crímenes que a nadie le importaban.

 Muchas veces habían venido extranjeros, como nosotros, a visitar las comunidades para conocer más de la cultura y tener una experiencia especial. La idea era que cuando vinieran se les enseñara la realidad de vivir en la selva, los riesgos y lo que tenían que afrontar en el futuro inmediato. Pero la gran mayoría de los visitantes nunca volvían y jamás corrían la voz de lo que habían visto. Para ellos había sido solo una oportunidad de pintarse la cara y hacer algo “exótico”, diferente a lo que eran sus vidas en las grandes ciudades, fuera de sus repetitivos y alienantes trabajos.

 Algunos indígenas querían prohibir el ingreso a más visitantes de afuera y fue en ese momento cuando llegamos nosotros, con nuestras cámaras y preguntas sobre todo y nada. Muchos nos dieron la espalda y luego enviaron a una persona para dejar en claro que no tenían ningún interés en conocernos o en compartir con nosotros. Respetamos su decisión y nos dedicamos a construir nuestro programa con aquellos que sí se acercaban y tenían curiosidad de lo que hacíamos e incluso de nuestras vidas.

 Fueron ellos los que nos introdujeron a su mundo, con la ceremonia en el bosque y luego en el río. Nos enseñaron al pasar de los días a pescar y a cazar, a identificar las flores que usaban para sus medicinas, así como las plantas que necesitaban en el día a día. Grabamos todo lo que pudimos, sin pedirles nada sino solo dejando que sus vidas pasaran por enfrente de nuestros lentes. Pudimos ver la vida real que esas personas llevan en un sitio tan remoto, como son de verdad y no como creemos que son.

 Cuando llegó el momento de irnos, nos hicieron una fiesta muy divertida y especial e incluso aquellos que no nos querían allí asistieron, tal vez felices de que nos fuéramos. Sin importar la razón, estuvieron allí compartiendo comida con nosotros y dándonos una nueva muestra de sus cultura. Bailaron para nosotros, cantaron y también desplegaron algunos otros de sus talentos. Fue una experiencia única, que creo que se incrusto en el pensamiento de cada uno de nosotros y nos comprometió con ellos de manera permanente.

 En el avión de vuelta la ciudad, empezamos a trabajar, editando de una vez algunos de los apartes que habíamos grabado. Todos estábamos como distraídos, como si todo lo que hubiese pasado no fuese real. Debía ser lo que sentían todos los que habían estado allí antes de nosotros y por eso sus respuestas a todo lo ocurrido habían sido similares. Por eso nadie había hecho nada, no que fuera algo muy fácil de hacer. Era extraño como se sentía, por eso ya no hicimos nada más hasta muchos días después.

 Sin embargo, cuando por fin empezamos a trabajar, los hicimos sin parar ni un solo momento. Estuvimos encerrados día y noche, apenas comiendo y saliendo a la calle a ver la luz del día. Queríamos que todo fuera perfecto y cuando lo tuvimos terminado sentimos que era lo mejor que podíamos dar.

 Nunca sabremos de verdad si el programa tuvo el efecto deseado. Pero la realidad es que nos esforzamos tanto como pudimos y desde ya planeamos nuestro regreso. Se siente como algo necesario, como algo que no podemos evitar así lo quisiéramos. La selva nos llama.

lunes, 20 de agosto de 2018

El valle secreto


   El animalito me seguía desde hace ya un rato. Me había dado cuenta al cruzar el silencioso arroyo que separaba una parte del bosque de la base de la montaña, pero no había querido hacer nada precipitado. Al fin y al cabo, las criaturas son siempre curiosas y no es muy extraño que se queden mirando, como asombrados de que exista alguien como un ser humano. Yo, vestido de botas para escalar, pantalones anchos y chaqueta rompe vientos, no debía verme como algo muy común de esos parajes.

 Por eso lo ignoré hasta que, camino a la cima de la montaña, me di cuenta que ya se había convertido en un compañero de aventura. No era común que criaturas como esa subieran tanto, pues gustaban más de estar trepadas en los árboles buscando pequeños frutos para comer. Además, el viento había arreciado en las alturas y la neblina se volvía cada vez más espesa, cosa que parecía ayudar a la sensación de estar atrapado en una nevera. Seguí caminando, pero cada vez iba más despacio.

 Mi travesía había sido planeada con anterioridad y para seguir el camino designado, debía de bordear la cima de la montaña para poder llevar al  valle estrecho que había del otro lado. Era un sitio que habían calificado como “imposible” pero que sin embargo existía. Decían que era un paraíso terrenal, un pequeño lugar tan cálido como los trópicos, pero muy lejos de ellos. Yo esperaba poder tomar fotos, cosa que era mi trabajo y mi afición. Lo hacía todo para tener qué mostrar en el futuro. Quería reconocimiento por mis esfuerzos.

 Paré media hora después de internarme en la neblina. No solo era imposible ver a más de dos metros de distancia, también mis pies se sentían adoloridos y sería una estupidez seguir hacia delante como una mula de carga. Debía detenerme y tomar algo de agua. Sentado en el suelo, podría planear una ruta alterna, pues era muy posible que la montaña estuviese igual de impenetrable durante el resto del día y la noche que no demoraba en llegar. Tenía que tener en cuenta todas las posibilidades.

 Fue allí, sentado sobre el suelo y tomando un poco de agua, que lo vi bien por primera vez. Fue muy gracioso porque pretendió esconderse detrás de una roca que era mucho más pequeña que él. De hecho no tenía ni idea si era un él o una ella, pero el caso es que nos quedamos mirándonos un buen rato, como en un concurso de miradas. Él se rindió primero, alzando su cabeza sobre la piedra y mirándome con sus enormes ojos amarillos. Sus orejas eran puntiagudas y su cuerpo estaba cubierto de pelo amarillo, con algunas manchas negras. Su cola era larga, parecida a las de las ardillas pero menos esponjosa.

 Se quedó otro rato mirándome, ya a plena vista. Yo pretendí no verlo después de un rato y serví algo de agua en la tapa de la botella. Con cuidado, la puse lo más lejos que pude estando sentado. Seguí mirando a un lado, como si no tuviera el menor interés en mi nuevo amigo ni en su aspecto. El truco funcionó a la perfección. La criatura tomó todo de un sorbo y tuvo la suficiente personalidad para tomar la tapa y acercarse adonde yo estaba sentado para pedirme más, alzando la tapita de color azul al nivel de mi cara.

 Yo la tomé y serví más. Lo hice así unas cinco veces más, hasta que pareció estar satisfecho. Era obvio que no había mucha agua cerca y que seguirme le debía haber tomado un esfuerzo al que la pobre criatura no estaba acostumbrada. Mientras tomaba agua, me pregunté porqué me estaría siguiendo. Tal vez olía las provisiones de comida que tenía en mi mochila o simplemente era más curioso que los demás de su genero. En todo caso, agradecí su compañía durante esa noche.

 La Luna llegó muy pronto y tuve que acostarme a dormir justo donde había tomado agua. Seguir caminando habría sido una tontería, sobre todo sin saber que tipo de peligros podría haber al descender hacia el valle cerrado. Además, estaba demasiado cansado para hacer más esfuerzo en un solo día. Hice una pequeña hoguera y me acosté cerca después de comer una barra de cereales, una comida que en nada interesó a mi compañero. En vez de eso, se decidió por cazar insectos. Me quedó dormido mientras lo veía saltar de un sitio al otro.

 Cuando desperté, creí que me había enloquecido o que algo muy malo había pasado. Por un breve momento, todo lo que tenía enfrente era de un color rojo profundo, como si mi visión misma se estuviese incendiando. Tuve miedo y de golpe me moví. Fue entonces que mi vista mejoró y pude ver lo que pasaba. No había un incendio ni mis ojos se estaban derritiendo. Lo que pasaba era que el sol empezaba a salir detrás de la línea de árboles, más allá de las montañas, y bañaban todo de un color similar a la sangre.

 Caí en cuenta de que debía haberme quedado dormido muy temprano y por eso el brillo y los colores del sol me habían despertado al empezar el nuevo día. Me quedé allí, observando, sin importarme en lo más mínimo la posibilidad de una fotografía de semejante espectáculo de la naturaleza. Estuve allí un buen rato hasta que mi amiguito volvió de la nada, habiendo ya comido más que suficiente. No supe donde había dormido, si había vuelto a los árboles para luego volver a mi. Era muy extraño pero no me pregunté más porque no había necesidad alguna. Me alisté y emprendí el camino de nuevo.

 Ya no había neblina ni hacía tanto frío como el día anterior. Pude caminar con más calma y, cuando el camino empezó a descender, saqué la cámara para poder tomar fotos del bosque en la lejanía y de la montaña y sus laderas casi por completo desprovistas de vida. Mi amiguito me seguía muy de cerca, casi parecía uno de esos perros guardianes pero en un tamaño mucho menor. Verlo caminar me hacía gracia pero decidí no mirarlo mucho por si eso podría incomodarlo y hacer que se fuera de vuelta a su hogar.

 No había pasado de medio día cuando llegamos al lugar que yo había esperado ver por tanto tiempo. Ya no podía ver los altos y tupidos pinos del bosque anterior, ni había robles ni araucarias. Esas ya no estaban. Ahora podía ver otros árboles, aún más altos y frondosos pero un sección de tierra mucho menor. Era un valle muy estrecho, entre la montaña que yo había estado cruzando y otra un poco más alta, por lo que se podía ver. Mi amiguito se trepó por mi pierna y llegó pronto hasta mi hombro derecho.

 Allí, la pequeña criatura olió algo en el aire. Seguramente podía hacerlo mucho mejor que yo, pero por alguna razón yo hice lo mismo. Lo sorprendente del caso fue que yo pude oler algo también. Y no fue muy complicado saber que era. El olor del humo, como cuando alguien quema madera. Algo se estaba quemando allí abajo en el valle pero no había humo que ver ni llamas que denunciaran el sitio de la conflagración. De nuevo podía estar imaginando incendios, cosa que no me ponía muy feliz.

 Caminamos durante una hora más, hasta que penetramos el valle. Olimos más el aire, pero no pudimos detectar el mismo olor a quemado. Era muy raro porque no era del tipo de aromas que se pudiesen confundir con otros. Pero continuaron de todas maneras. El ambiente allí era pesado, mucho más caluroso que las regiones cercanas. Era como entrar a un horno, que venía con todo y mosquitos enormes. Las plantas parecían responder a ese microclima con gusto, igual que los animales que parecían pulular por doquier.

 Nos detuvimos a comer algo. Tuve el cuidado de llenar una botella entera con agua pura de un riachuelo para mi compañero de viaje, pues el clima parecía afectarle más a él que a mi. Comió poca fruta de la que le ofrecí y parecía un poco atontado cuando el día cambió de repente.

 El sol era el mismo, así como el calor. Lo diferente fue ver un grupo de personas que nos rodeaba. Un grupo con marcas de pintura por todo el cuerpo, miradas toscas y antorchas que parecían recién utilizadas. Se nos quedaron mirando y fue entonces que supe que el valle escondía más de una de sus caras.

lunes, 22 de enero de 2018

Fuego en la selva

   El río parecía hecho de cristal. Solo se partía en el lugar donde la canoa lo atravesaba pero en ningún otro lado. El guía había nombrado varias de las criaturas que al parecer reinaban bajo la superficie, justo antes de embarcar. Decía que era un lugar lleno de naturaleza, en el que cualquier pequeño rincón estaba lleno hasta arriba de múltiples formas de vida, algunas tan sorprendentes que seguramente quedaríamos con la boca abierta por varios minutos. Pero desde entonces, no habíamos visto nada.

 Llevábamos más de una hora en la canoa, viajando río arriba a una velocidad constante bastante buena. De hecho, ya estábamos muy lejos del lugar donde habíamos parado a comer. El almuerzo había consistido en pescado blanco a las brasas y algo de fruta por dentro, una fruta muy dulce y llena de pulpa. Eso iba acompañado de una bebida embotellada, puesto que los indígenas habían tomado un gusto muy especial por las bebidas carbonatadas del hombre blanco. Esa había sido la comida, rico pero no muy sustancioso.

 Por alguna razón, Robert tenía más hambre después de comer. Al ser uno de esos gringos de huesos anchos, estaba más que acostumbrado a grandes porciones de comida y ese pescado no había sido ni un tercio de lo que él se comía a diario a esa hora. Su estomago rugió y rompió el silencio en la canoa. Todos los oyeron pero nadie dijo nada, tal vez porque cada uno estaba demasiado absorto mirando como la selva pasaba allá lejos, a ambos lados, tan silenciosa como el río.

 Adela, quién había invitado a Robert a la expedición, estuvo tentada a meter la mano en el río pero el guía les había advertido la presencia de pirañas y eso era más que suficiente para disuadirla de hacer cualquier cosa inapropiada. Hubiese querido saltar por la borda y refrescarse un rato. Aunque lo que Robert tenía era hambre, a juzgar por el ladrido de su estomago, Adela lo que tenía era un calor sofocante que no lograba quitarse de encima. De golpe, se quitó la blusa para quedarse solo en sostén.

 El guía la miró un momento pero ya había visto tantas mujeres blancas haciendo lo mismo que era casi algo de esperarse. Él, en cambio, vestía el pantalón corto y la camisa de todos los días, con un sombrero que un visitante le había regalado hace años y que al parecer lo hacía verse como uno de esos guías de las películas de aventura. Se hacía llamar Indy, por las películas del afamado arqueólogo. Su nombre real no lo decía nunca a los turistas, puesto que los mayores de su tribu siempre les habían aconsejado guardar el idioma propio para si mismos.

 El grupo lo cerraban Antonio y Juan José. Eran dos científicos bastante conocidos en la zona, sobre todo desde hacía algunos meses en los que habían vuelto de la parte más densa de la selva con diez nuevas especies descubiertas. Se habían quedado allí, internados en lo más oscuro y recóndito, por un mes entero. Estaban acostumbrados a comer poco y al inusual silencio de esos largos paseos en canoa. Conocían bien a Indy y sabían su nombre, pero respetaban sus tradiciones.

 A Robert lo habían invitado después de haberlo conocido en una conferencia de biología. El gringo no era biólogo sino químico pero les había dicho de su interés por visitar la selva alguna vez. Ellos lo arreglaron todo y el no tuvo más remedio sino aceptar su propuesta. Adela era una amiga botánica que todos tenían en común y que admiraban profundamente por su estudio de varias plantas selváticas en medios controlados. Rara vez se internaba en la selva, puesto que odiaba viajar en avión.

 Indy los sacó a todos de sus pensamientos cuando dejó salir un grito ahogado. Hizo que la canoa fuera más despacio y todos miraron hacia donde él tenía dirigida la vista. Lo que vieron era lo peor que podría pasar en ese lugar: un incendio de grandes proporciones emanaba humo a grandes cantidades hacia el cielo. Se podían ver unas pocas llamas pero casi todas se ocultaban detrás de la espesura, que seguro sería consumida con celeridad si no llovía pronto. A juzgar por el cielo, el agua no vendría en días.

 De repente, una explosión bastante fuerte retumbo en la selva y terminó de romper el silencio. Una bola de fuego enorme pareció salir de las entrañas de la jungla y se elevó por encima de sus cabezas hasta deshacerse bien arriba. Nada explota en la selva sin razón. Por eso estaba claro para todos en la canoa que no se trataba de un incendio controlado o accidental sino de algo hecho a propósito. Los músculos de todos se tensaron, tratando de ver algún indicio de lo que tenían en mente.

 Lamentablemente, se dieron cuenta tarde de que una lancha había salido de la orilla del incendio y se dirigía a gran velocidad hacia ellos. Indy aceleró el ritmo, tratando de dejar atrás a la otra embarcación. Pero la verdad era que el aparato que los perseguía era mucho más moderno y tenía seguramente uno de esos motores que parece no cansarse con nada. En poco tiempo los tuvieron a un lado y se dieron cuenta, para su sorpresa, de que los hombres no llevaban armas ni los amenazaban. Al contrario, los pasajeros del barco rápido los alentaban a seguir adelante, sin detenerse.

 En esas estuvieron unos veinte minutos, hasta que en la lejanía se dejó de escuchar el ruido de los animales en la selva y se dejó de ver la fumarola de humo que se desprendía del incendio en la base de los árboles. Indy bajó la velocidad y lo mismo hicieron los del bote rápido que había recorrido junto a ellos un tramo largo del río, que ahora se veía mucho menos ancho que antes. Antes de cruzar palabra con los otros, notaron que el sol estaba bajando y que no faltaba mucho para que estuviesen sumidos en la oscuridad.

 En el otro barco había solo hombres, lo que inquietó mucho a Adela. No era la primera vez que era la única mujer en un lugar, pero siempre se ponía muy a la defensiva en situaciones así. Conocía a Juan José y Antonio, una pareja de científicos que todo el mundo admiraba y quería. E Indy era como un hermano. Robert… Bueno, la verdad no creía que Robert fuese alguien de quién tener miedo. Pero esos hombres eran extraños y tenía que estar preparada, sin importar sus intenciones.

 Se presentaron como científicos, miembros de un grupo especial enviado por la Organización Mundial de la Salud. Según ellos, habían estado en un bunker construido especialmente para ellos, sintetizando varios medicamentos utilizando como base varios tipos de plantas de la selva. Sin embargo, de un momento a otro habían sido atacado por un grupo enmascarado, que no había dicho una sola palabra antes de empezar a lanzar bombas de fabricación casera contra el bunker.

 En ese momento comenzó el incendio. Los científicos apenas tuvieron tiempo de pensar. Era tratar de apagar las llamas o correr, puesto que los enmascarados parecían preparar un tipo de arma mucho más convencional para tomar el control total de la situación. Fue entonces cuando ocurrió la explosión: las llamas se mezclaron con los químicos dentro del bunker y todo voló al cielo. No todo el equipo científico logró correr al barco amarrado a la orilla y escapar. Frente al grupo de la canoa, solo había cuatro hombres.

 Indy les preguntó sobre los enmascarados, si sabían quienes podían ser y si habían muerto con la explosión. Al parecer, toda la vestimenta era de color verde y habían visto al menos a uno apuntarles después de arrancar el motor del barco en el que estaban.


 Adela, Juan José, Antonio y Robert pidieron un momento para hablar sobre qué hacer. Ellos iban a un recinto científico apartado. ¿Sería mejor llevarlos allí o devolverse al pueblo más cercano? La noche era inminente y no ocultaba nada bueno ni para unos ni para otros.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Fachada escolar

   Todo lo que había sucedido hasta entonces había sido producto de las decisiones de otras personas. Siendo adolescentes, ninguno de ellos había tenido control sobre su vida hasta entonces. O al menos eso era lo que se suponía, porque por algún tiempo más seguirían dependiendo de sus padres. De todas maneras, terminar esa etapa era un símbolo que significaba un poco más de libertad en sus vidas. Sus padres ya no estarían encima de ellos diciéndoles que hacer o que no hacer. En teoría, ahora irían por el mundo sin nada más que su criterio personal.

 Para todos había sido un año bastante difícil y eso casi nada tenía que ver con los exámenes y demás pruebas que se hacían en la escuela. Esa era la parte fácil. Lo difícil había sido ser parte del grupo de chicos que se habían salvado, por azares del destino, del incendio ocurrido en uno de los buses que transportan a los niños a diario a sus casas. Un día horrible uno de esos buses explotó a plena hora de salida de clases, cuando todos hacían fila para subir a ese y a otros buses. La ruta que cubría el bus afectado era la más popular de todas.

 Ese día murieron cuarenta niños, muy pocos de manera instantánea. Lo que muchos tuvieron que ver y sentir ese día era mucho más de lo que la gran mayoría de adultos siente y ve a lo largo de su vida. Muchos de los muertos eran sus amigos y otros eran incluso parte de su familia. Hermanos, primos y demás habían muerto. La escuela tuvo que cerrar por dos semanas, mientras se esclarecían las razones del siniestro. Algunos pensaban que era por culpa del colegio y su política de hacer que los niños abordaran los buses a toda prisa.

 Obligaban a los choferes a quedarse en los vehículos con el motor encendido y a los niños a hacer filas ordenadas para moverse lo más rápido posible y así terminar pronto el abordaje. Así se había estado haciendo por años hasta que la tragedia tuvo lugar. El chofer del bus comprometido también había muerto y muchos lo culparon a él de lo ocurrido. Su familia tuvo que soportar insultos y otras humillaciones. Eso hasta que una investigación juzgó culpable a la escuela y no a una persona en particular. La ciudad se volvió un caos.

 Y los niños quedaron en la mitad de la controversia. A muchos los llamaban para dar testimonio, fuera en la policía o con autoridades de más alto rango que se involucraron debido a la seriedad de lo ocurrido. Algunos otros hacían entrevistas a la televisión, cosa que se usó por un largo tiempo para ganar dinero fácil. La persona que estuviera un poco mal de fondos nada más tenía que llamar a un periódico y decir que había sido testigo de la masacre en la escuela, incluso si técnicamente no era un masacre. Los medios querían sangre.

 En la ceremonia de graduación de ese año escolar, que tuvo lugar unos siete meses después de la tragedia, tuvo un minuto de silencio en memoria de las víctimas. El problema que tenían los graduados era que siempre los verían como aquellos que habían vivido, incluso si los que no se habían visto afectados eran más que los muertos en la explosión. Eso no importaba pues para siempre habían sido condenados a cargar esa cadena de eventos. Toda la vida la gente les preguntaría sobre ello y tendrían que responder de alguna manera.

 Algunos de los chicos no podían vivir bajo presión y decidieron irse de la ciudad y muchos del país. De los que se habían graduado, más de la mitad había decidido que no podían quedarse en el lugar donde siempre serían víctimas o sobrevivientes. Muchos querían ser más que eso, querían ser su propia persona y no sombras de quienes habían muerto por lo que había sido claramente un accidente. No querían vivir en un lugar don por el pasado se los juzgaba sin tomar en cuenta quienes eran o lo que pensaban del mundo que los rodeaba.

 Incluso los que habían perdido a sus hermanos y hermanas u otros familiares, estaban cansados de ser comparados con los que ya no estaban. Algunos estaban tan enojados por la situación, que se volcaron a las redes sociales para dejar salir su rabia. Hubo un chico en especial, uno muy brillante y de los mejores académicamente, que publicó un articulo extenso en su pagina de Facebook explicando como era de ridículo pensar que todos los muertos eran buenos y que todos los vivos habían hecho algo mal para seguir allí.

 Como era uno de los alumnos más brillantes de la escuela, su discurso no fue tan discutido ni controversial. Lo que hizo la mayoría de la ciudad fue ignorar las verdades que decía, pues era siempre más fácil quedarse con la versión simple de los hechos en los que todos los muertos eran buenísimas personas. Nadie quería escuchar como uno de los matones de la escuela también había muerto en el incendio. No, para ellos no era un matón sino un alma inocente que había muerto de manera horrible como todo los demás. Y hasta cierto punto, era verdad.

 Lo que muchos querían que se supiera es que muchos de sus compañeros muertos no eran precisamente hermanas de la caridad. Aunque las directivas del colegio lograron disipar dudas a causa de la tragedia, una gran crisis se estaba avecinando en el lugar por cuenta de la venta de drogas en el colegio. Eso sin contar los alumnos que metían alcohol y los que tenían relaciones sexuales en las instalaciones del colegio. Se decía que alguna incluso lo había hecho con un profesor.

 El fuego del incendio había sido, en ese caso, como un bálsamo curador para la escuela. Se habían salvado por poco de la humillación de haber sido declarados uno de los peores lugares para que los padres enviaran a sus hijos a aprender. Se salvaron de que la gente se diera cuenta que esa imagen perfecta que trataban de mostrar, esa imagen de estabilidad, era una gran mentira. Y eso lo hicieron durante los meses siguientes a la tragedia en incluso mucho después. Al fin y al cabo el dolor era una manera de manipular más fácilmente a las personas.

 Como respuesta, un grupo pequeño de alumnos, casi todos egresados el año del incendio, decidieron crear una asociación para denunciar todo lo que estaba mal con la escuela, incluyendo el destapar de algunos de los muertos en la tragedia. Buscaban hacerle ver a la sociedad, con fotos, videos y muchas otras pruebas, que no todo lo que pintaba la escuela era verdad. Recordaron, por ejemplo, cómo tres alumnos se habían suicidado el año anterior al incendio. No era algo que se recordara nunca, afortunadamente para el colegio.

 Eso sí, solo uno de ellos lo había hecho en terrenos del colegio. El resto lo habían hecho en sus hogares. El punto era que tres eran demasiados niños muertos, al comienzo sin razón aparente, de una misma escuela y de edades similares. El grupo de alumnos descubrió, gracias a declaraciones de amigos e incluso de familiares, que uno de los muertos en el incendio los acosaba constantemente, insultándolos de mil maneras y ultrajándolos mentalmente de las formas más asquerosas que alguien pudiese pensar.  De haber sido juzgado, hubiese sido considerado un psicópata.

 Pero nadie quería ver lo que había pasado. Incluso las familias afectadas parecían querer dejar todo como estaba, no revolver las cosas porque siempre que el polvo de levantaba pasaba algo malo. La gente joven, sin embargo, tenía mucha rabia. Así era porque la sociedad en la que vivían parecía ser renuente a una acción tan básica como la de gritar, denunciar así todo lo que estaba mal con todo. Muchos intentaron por mucho tiempo hacer que la verdad saliera a la luz, pero casi siempre fue en vano. Por eso decidieron también enfocarse en el presente.

Esa fue la llave del éxito para la asociación de alumnos pues descubrieron que la escuela seguía siendo la misma, incluso bajo esa capa de humildad con la que se cubrían siempre que hablaban de la tragedia. El matoneo seguía, así como las drogas. Con ayuda de alumnos más jóvenes, se destapó pronto la olla podrida y ni los padres ni las autoridades pudieron seguir con la cabeza enterrada en el suelo. Era la hora de abrir los ojos y poner manos a la obra para remover la mala hierba de su atormentada ciudad.