Conocía la ciudad como la palma de su mano.
Así que cuando le dijeron que tenía que esperar hasta la tarde para que
procesaran su pedido de información, supo adonde ir. La ciudad, como el resto
de ciudades, había sido devastada por la guerra y ahora se reconstruía poco a
poco, edificio por edificio. Había grúas por donde se mirara, así como
mezcladoras y hombres y mujeres martillando y taladrando y tratando de tener de
vuelta la ciudad que alguna vez habían tenido.
El ruido era enorme, entonces Andrés decidió
alejarse de la mayoría del ruido pero eso probó ser imposible. Tuvo que tomar
uno de los buses viejos que habían puesto a funcionar (los túneles del metro
seguían obstruidos y muchos seguirían así por años) y estuvo en unos minutos en
el centro de la ciudad. Definitivamente no era lo mismo que hacía tiempo. El
ruido de la construcción había reemplazado el ruido de la gente, de los
turistas yendo de un lado para otro.
En este mundo ya no había turistas. Eso
hubiese sido un lujo. De hecho, Andrés había viajado con dinero prestado y solo
por un par de días, los suficientes para reclamar solo un documento que le
cambiaría la vida y nada más. No había vuelto a ver como estaban los lugares
que había conocido, los edificios donde había vivido. Ese nunca había sido el
interés del viaje. Pero la demora con el documento le daba un tiempo libre con
el que no había contado.
Lo primero era conseguir donde comer algo.
Caminó por la avenida que en otros tiempos viviera llena de gente, casi toda
ella peatonal casi exclusivamente para los turistas. Ahora, con tantos
edificios arrasados, la avenida parecía respirar mejor. Para Andrés, la guerra
le había servido a ese pequeño espacio del mundo. Además, no había casi
personas. Las que habían iban y venían y parecían tener cosas más importantes
que hacer que recordar el pasado.
Andrés por fin encontró un restaurante y tuvo
que armarse de paciencia pues estaban trabajando a media marcha. Al parecer
habían cortes de luz a cada rato y no podían garantizar que los pedidos
llegaran a las mesas completos o del todo. Andrés pidió un sándwich y una
bebida que no requería refrigeración y se la trajeron después de media hora,
pues habían tenido que buscar queso en otra parte.
La vida era difícil y la gente de la ciudad no
estaba acostumbrada. En otros tiempos había sido una urbe moderna y rica, con
problemas muy particulares de aquellas ciudades que lo tienen todo. Pero ahora
ya no tenía nada, ahora no había nada que la diferenciara de las demás y eso
parecía ser un duro golpe para la gente.
Cuando por fin tuvo el sándwich frente a sus
ojos, Andrés lo consumió lentamente. La luz iba y venía, igual que el aire
acondicionado. Por eso se había sentado al lado de la ventana que daba a la
calle, para que siempre tuviese luz y no se sintiera demasiado desubicado.
Miraba la gente que pasaba y todos parecían estar muy distraídos. Ninguno oía
el caos causado por las máquinas ni parecía que les importase en lo más mínimo.
La guerra había hecho estragos de muchas maneras.
Apenas terminó de comer, Andrés dejó el dinero
exacto en la mesa y se retiró. Quería seguir caminando porque, por alguna
razón, quedarse quieto demasiado tiempo lo hacía sentirse ahogado. Recordó el
mar y caminó por la avenida con buen ritmo hasta llegar a los muelles. Las
gaviotas habían vuelto pero no los barcos. Solo había algunas lanchas de
pescadores y, donde antes habían habido tiendas de lujo, ahora se había formado
un mercadillo de pescado y marisco.
Andrés entró al lugar y se dio cuenta del olor
tan fuerte que desprendía todo aquello. Pero le gustó, porque era un lugar que,
a diferencia del resto de la ciudad, parecía tener personalidad. Era más
calmado que afuera y los compradores apenas negociaban. La gente no tenía
energía para pujar o pelear o siquiera convencer. Solo vendían y compraban, sin
escándalos de ninguna índole. Era diferente pero Andrés no supo si eso era
bueno o malo. Solo era.
Cuando salió del
mercado, decidió caminar por la orilla del muelle y se dio cuenta que algunas
cosas todavía seguían de pie: un edificio antiguo sobre el que se habían izado
muchas banderas, el monumento a un tipo que en verdad no había descubierto nada
pero la gente pensaba que sí varios locales de comida mirando al mar. Lo único
era que estos últimos estaban casi todos cerrados y los edificios en pie
estaban sucios y esa no era una prioridad.
Eventualmente, siguiendo los muelles, llegó a
la playa. No había nadie, ni siquiera un salvavidas y eso que hacía el calor
suficiente para meterse al agua un rato. Andrés lo pensó, de verdad que lo
pensó pero prefirió no hacerlo. Sin embargo se quitó los zapatos y las medias y
camino por la arena un buen rato, barriéndola con los pies y recordando la
última vez que había sentido arena.
Se sentía hacía siglos. Había estado casado entonces
y había sido feliz como nadie en el mundo. Ahora estaba solo y sabía que nunca
sería tan feliz como lo había sido entonces. Y estaba en paz con eso, porque
las cosas eran como eran y no tenía sentido pretender cambiarlas. Su caminata
le sacó una sonrisa y un par de lágrimas.
Por fin, mirando al mar, su celular le vibró.
El hombre del archivo le había prometido enviarle un mensaje cuando tuviera
listo su documento. Así que se limpió los pies, se puso los zapatos y las
medias y buscó algún paradero de bus en el que hubiese una ruta que pasara por
el archivo. Solo tuvo que devolverse un poco sobre sus pasos y lo encontró.
En el bus iba muy
nervioso. Se cogió una mano con otra y se las apretaba y las estiraba y abría y
cerraba. No entendía porqué se sentía así si solo iba por un papel. Pero al fin
y al cabo que ese simple pedazo de hoja blanca le iba a cambiar la vida pues
tenía encima escrito que su matrimonio había sido real, que no había sido una
ilusión y que tenía validez legal pues las leyes que habían estado vigentes en
el momento de la unión no eran leyes temporales, de guerra o impuestas. Eran
las de siempre y había que respetarlas.
Cuando llegó al archivo, el hombre que le
había ayudado lo recibió en su pequeño cubículo y le entregó una carpeta de
papel con tres papeles dentro. El primero era el que había pedido, un
certificado de matrimonio como cualquier otro. El siguiente era un resumen de
las leyes de la región y el tercero una ratificación formal de que la guerra no
había cambiado nada y que todo lo hecho a partir de las leyes vigentes antes de
la guerra, seguía siendo vigente después.
El hombre le contó que su caso era muy
particular pues esa ley había empobrecido a muchos y había creado conflictos
graves. Pero estaba contento de que a alguien le hubiese servido. Andrés se
sintió un poco mal por eso pero el hombre le puso una mano en el hombro y le
dijo que así era la vida y que no lo pensara mucho. Solo tenía razones para
estar feliz así que todo lo demás era secundario.
Se despidieron estrechándose la mano y Andrés
caminó de vuelta a la parada del bus, pensando en que ahora solo tenía que
regresar a casa y vivir una vida algo mejor. Seguramente no sería todo fácil
pero de eso se había encargado el amor de su vida. Y esos documentos le daban
el pase especial para que todo empezara a funcionar.
En poco tiempo estuvo en su hotel y decidió
solo salir al otro día para el aeropuerto y no ver más de la ciudad. Había
visto lo suficiente. Confiaba en que todo se reconstruyera o al menos aquello
que le daba vida a la ciudad. Necesitaban renovarse y utilizar la tragedia como
un momento para el cambio. Era lo mismo que necesitaba hacer él.
Esa noche casi no
duerme, pensando en el pasado y en lo que había ocurrido no muy lejos hacía
tanto tiempo.
En un parque idílico, con árboles enormes y
flores hermosas y el sonido del agua bajando de lo más alto de una colina hacia
el mar, allí se había casado con la persona que lo había hecho más feliz en la
vida. No sabía si había aprovechado el tiempo que había tenido con aquella persona
pero eso ya no importaba. Lo importante es que estaba en su mente y de allí
nunca saldría. Había cambiado su vida y se lo agradecería para siempre.