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lunes, 25 de abril de 2016

El hogar

   Martha tenía una voz muy suave y siempre una sonrisa en su rostro. La conocía muy bien, desde que había podido obtener los puntos suficientes para obtener la tarjeta diamante. Luis no entendía porqué le llamaban así, seguro para que se oyera mejor o diera un cierto prestigio al portador. La tarjeta como tal era negra y con solo un toque en una consola al lado de la puerta, los paneles de vidrio se apartaban para dejarlo entrar al que consideraba uno de sus hogares.

 Esta vez acababa de llegar exhausto de un viaje de más de diez horas y sabía muy bien lo que necesita. Se dirigió directamente a la zona de baño y entró a recinto muy parecido al de los gimnasios que solía visitar en los hoteles en los que se quedaba. Todo era de madera y de metal. Daba una sensación del lujo solo estar de pie en ese pequeño salón. Había una banca en el centro y a los lados varios lavamanos. Luis siguió a un cuarto contiguo donde se quitó la ropa, se envolvió con una toalla que le habían ofrecido a la entrada y guardó todo en un casillero que se cerraba también con su tarjeta. La llevó en la mano hasta la ducha y al dejó en un recipiente especial.

 Se tomó varios minutos duchándose, sintiendo el agua rodar por su cuerpo y usando varios de los productos que había dentro. Casi ninguno parecía haber sido usado. Al salir, olía a una mezcla entre sándalo, sandía y algún tipo de madera. Se secó frente a un espejo, aprovechando que nadie podía verlo pues una puerta bloqueaba la mirada de cualquier intruso.

 Se miró el cuerpo desnudo y descubrió que, a pesar de haber comido bastante en los últimos días a razón de sus varias citas de negocios, no había subido casi nada de peso y los resultados que había conseguido haciendo ejercicio diario seguían allí. Ver como se empezaban a perfilar los músculos abdominales le sacó una sonrisa que le duró todo el día.

Después de cambiarse, se dirigió a la zona de comidas donde lo trataron como a un rey. En este espacio también estaba solo, así que el mesero aprovechó para hacerle recomendaciones y darle degustaciones de algunos platillos que tenían preparados como entradas para los miembros diamante, como Luis.

 Había muchos mariscos y pescado y verduras al vapor y hechas de muchas otras maneras. Todo sabía delicioso. Y después de comer un estofado sabroso, el mesero le dio a probar pedacitos de todos los postres. Satisfecho, le agradeció al mesero y al mismo chef por la atención y les aseguró que en ningún lado había comido tan bien como en el aeropuerto. El chef le dijo que su esposa se enojaría al oír eso pero Luis no contestó nada. O mejor, fingió no haber oído nada.

 Antes de ese comentario, había pensado en descansar un rato en una de las camas que ofrecían en el segundo nivel. Pero al pensar en los postres y toda la comida, no tuvo más remedio en su mente que ir directo al espacio para ejercicio, donde estuvo casi todo el tiempo hasta que su vuelo de conexión empezó el abordaje. Apenas tuvo tiempo de una ducha rápida y de una última sonrisa de Martha.

 En el avión, descansó casi todo el tiempo y solo comió las opciones más ligeras como ensaladas y pescado. Rehusó los postres y subió el tono de la voz cuando la auxiliar de vuelo le guiñó el ojo, y le insistió para que probara unas trufas que eran de las mejores en el mundo. La mujer se ofendió mucho y no volvió a atenderlo por el resto del vuelo.

 Al cabo de seis horas, Luis por fin llegó a su destino y su humor estaba peor que nunca. Se enojó con el personal de la aerolínea porque sus maletas no salieron primero y luego con el conductor del taxi que debía llevarlo a casa porque no tenía agua mineral dentro del vehículo. No habló en todo el recorrido. Luis no quería darse cuenta que volver a casa le ponía de ese animo.

Todavía estaba enojado cuando se bajó del taxi. No recibió el cambio ni dejó que lo ayudara el hombre con la maleta. Tan solo caminó apesadumbrado hasta la puerta de su casa y timbró. No tenía las llaves porque no le gusta cargar ese recordatorio para todos lados. El primer sonido que escuchó el de unos pasos y luego los ladridos del perro. Oía ruido, cada vez más ruido, pero nadie venía a abrir. Timbró una y dos veces más hasta que la rabia le hizo casi pegarse al timbre.

 Cuando se abrió la puerta estaba allí su esposa. Le sonría a pesar del escandalo que había armado con el timbre. Le dio un beso en la mejilla, que él hubiese querido evitar, y parecía más concentrada en alejar al perro de la puerta que en su esposo. El solo dijo las palabras mágicas: “Estoy muy cansado” y subió a su cuarto a descansar. Subió ágilmente la maleta por las escaleras, pero antes de llegar al umbral de la puerta de su habitación, se le cruzó un niño de unos doce años.

 Empezó a hablar muy deprisa, una palabra tras otra y otra y otra. Luis siguió caminando a su cuarto y el niño lo siguió, totalmente ignorando el hecho evidente: a su padre no le interesaba en lo más mínimo todo eso que estaba diciendo. Es más: su padre no sabía ni de lo que le estaba hablando. Solo busco el rincón de siempre detrás de la puerta del clóset para dejar la maleta y sacó su cepillo de dientes. Mientras se limpiaba la boca su hijo seguía hablando y él solo asentía. Nunca le había gustado ese niño.

 Al rato el niño se retiró. La esposa de Luis lo había llamado. Luis se acostó a dormir y casi no descansó. Su cama era dura y su mujer había cambiado las sabanas. Las que había eran correosas, de mala calidad. Su sueño fue malo pues se despertó varias veces por el ruido y por las pesadillas que volvían cada vez que estaba en esa casa.

 El día siguiente, su día libre, lo utilizó para comprar algo de ropa. Su mujer se encargaba de tener siempre en casa todo lo demás que pudiese necesitar, como crema de afeitar y esas cosas que no podían faltar nunca en su maleta. Trató de evitar pasar un rato de calidad con sus familia pero en la noche tuvo que soportar una película que no entendió y más conversaciones cruzadas de su hijo y esposa y luego de su suegra y suegro que los sorprendieron con una visita.

 El día después de ese era domingo. Aprovecharon el clima para comer fuera de la casa. Se encontraron a varios amigos en el lugar y tuvieron que hablar con ellos y contar varias anécdotas pasadas. A Luis todo eso simplemente no le iba, para nada. A él no le interesaba si uno se había caído y tenía muletas o si a la otra se le habían muerto sus padres. A él eso le daba lo mismo. Solo quería estar en paz y algún lugar donde no hubiese tanto ruido y cosas sin sentido.

 Por eso al día siguiente, a primera hora, ya tenía lista su maleta con la ropa nueva, zapatos nuevos y algunos indispensables reemplazados.  No se despidió de su esposa pues ella dormía y simplemente no pensó en hacerlo. Sin embargo, su hijo estaba en la planta baja desayunando frente al televisor. Tenía un bol lleno de cereal con leche y miraba dibujos animados.

La imagen le dio curiosidad a Luis. No entendía muy bien como lo sabía, pero tenía la sensación de que eso no podía ser normal. Al fin y al cabo eran las cinco de la mañana de un lunes. Su servicio al aeropuerto estaba por llegar. Miró el reloj un par de veces hasta que se animó a acercarse a la sala de estar y ponerse de pie junto al sofá. Estuvo allí unos minutos hasta que su celular vibró y tuvo que irse.

 Nunca supo si su hijo se había dado cuenta de que él había estado allí, observándolo. Se lo preguntó de camino al aeropuerto pero el pensamiento desapareció de su mente apenas llegó a la fila de clase ejecutiva  y lo recibieron como si fuera miembro de la realeza. En el vuelo estuvo contento, riendo con las auxiliares y compartiendo con ellas sus opiniones del menú que habían servido el Año Nuevo pasado.


 Cuando aterrizó, volvió al salón VIP. Allí sacó su tarjeta diamante y le sonrió, como siempre, a la adorable Martha. Estaba de nuevo en casa.

jueves, 16 de julio de 2015

De vuelta

   Martín y Valeria entraron al lugar lentamente. Valeria parecía estar a punto de explotar y Martín parecía querer salir corriendo. Estaba claro que para ambos la experiencia era totalmente diferente. Apenas subieron los escalones, vieron a muchos conocidos. Algunos los miraban de arriba abajo como si fueran dos escarabajos gigantes, y otros los saludaban con una efusividad que Valeria tomaba como sincera y Martín como la falsedad más grande en todo el recinto. Se acercaron a una mesa donde había un gran libro que firmaron con sus nombres y después pasaron a la mesa de vinos donde Martín se tomó una copa sin respirar, casi ahogándose en el proceso. Tal vez esa era su meta.

 Todos estaban en el recibidor del lugar. La gente hablaba en pequeños grupos y todo volvía a parecerse a como cuando estaban en el colegio y era hora de almorzar. No solo la gente peleaba por las mejores mesas, que en verdad no existían, sino que también decidían, como si se tratase de un club tremendamente exclusivo, quién y porque se sentaban en cada espacio. A Valeria no le molestaba. Tan pronto tuvo su vino se fue casi corriendo adonde una amiga que no veía hacía años y empezaron a hablar como si el tiempo no hubiese pasado. Martín, en cambio, se quedó al lado del vino y decidió permanecer en ese punto de ventaja por toda la noche si era posible. Todavía no entendía como era que Valeria lo había convencido de venir y menos aún de vestirse para semejante evento pero allí estaba y no había nada que pudiese hacer al respecto.

 Observó a su alrededor y se dio cuenta que habían adornado el lugar con demasiados detalles: globos de colores, cintas y, en donde había espacio en las paredes, había fotografías de la época en la que estaban en el colegio, hacía ya más de 10 años. Martín tomó su segunda copa de vino, bebió un poco y se puso a mirar las fotos. La mayoría mostraban siempre al mismo grupo de personas, sonriendo y fingiendo que vivían el mejor momento de sus vidas. Aunque para ellos tal vez sí lo era… Martín siempre había pensado que en secreto todo habían odiado la escuela tanto como él pero la verdad era que eso no podría ser del todo cierto.

 Observó las fotos como para quemar tiempo y entonces vio que Valeria ya no hablaba con la amiga de antes sino con otra y que hacía señas para llamar la atención de Martín. Pero él, francamente hastiado del lugar y la compañía, fingió atender una llamada y salió hacia un corredor lateral y subió unas escaleras. Allí ya estaría fuera del alcance de la vista de su amiga y de cualquier otro que quisiera fingir que le interesaba su vida. Tomó algo de vino y de nuevo observó el lugar, dándose cuenta que nada había cambiado, ni los colores pasteles de los muros, ni las ventanas que parecían de manicomio ni las escaleras con las que era tan fácil tropezarse. Parecía un edificio congelado en el tiempo.

 Fue cuando miraba para arriba que escuchó voces y pensó que alguien se acercaba de la reunión pero por el corredor no había nada. Era en el segundo piso. En parte por curiosidad pero también como por hacer algo, Martín subió los escalones y escuchó con atención. Las voces venían de uno de los salones, que parecían cerrados con llave. Dos personas hablaban pero la verdad era que no era una conversación sino más bien… Martín casi suelta una carcajada cuando se dio cuenta que las personas allí dentro estaban teniendo relaciones o al menos estaban en algo muy apasionado. La mujer parecía más controlada que el hombre, que a veces gemía de una manera que le causaba mucha gracia a Martín.

 De pronto, a lo lejos, se escucharon varias voces y los pasos de la gente. Debían estar entrando al teatro. Martín se quedó escuchando unos segundos, que casi le valieron ser atrapado pero afortunadamente corrió lo más en silencio que pudo y llegó hasta Valeria que lo miró como si estuviera loco. Se sentaron en la misma mesa, con amigas dos amigas de ella que venían con sus esposos y empezaron a hablar de alguna trivialidad. Martín miraba con atención la puerta para ver quienes entraban con cara de placer o de culpa, podía ser cualquiera de las dos, pero no pude terminar de ver porque el profesor que hacía de maestro de ceremonias dejó caer el micrófono y dejó a la gente sorda por un momento.

 El teatro era de superficie plana y solo la parte donde se desarrollaba el espectáculo era más alta. El auditorio sí era como un teatro más común pero tenían este otro espacio para practicar diversas cosas como conferencias y demás. El caso es que había muchas mesas por todo el espacio y, mientras todo el mundo reía de algún chiste del viejo profesor, Martín miraba cada mesa, buscando signos de quienes podrían haber sido los amantes del salón de clase. Su búsqueda fue de nuevo interrumpida, cuando el profesor empezó a cantar, cosa que lo sacó de su tarea y le recordó lo ridículo del evento. Jamás en su vida había pensado en los profesores del colegio como seres humanos normales y la verdad era que no quería empezar a hacerlo.

  Mientras el hombre cantaba o hacía algo que francamente no me interesó (al fin y al cabo había sido profesor de matemáticas), Martín volvió a mirar a las mesas y por fin vio una mujer que tampoco se reía sino que revisaba su maquillaje en un pequeño espejo. De pronto era ella una de las del salón. La verdad era que Martín no recordaba su nombre, como le pasaba con la mayoría, pero sabía que debía conocerla. De pronto no habían estado en el mismo grupo cuando la graduación pero seguramente la debía haber visto en algún momento. De pronto la mujer subió la miraba y se quedaron viendo unos segundos hasta que de nuevo el profesor dejó caer el micrófono y empezó la cena como tal.

La comida era tal como la recordaba. Parecía que no habían contratado ningún servicio de catering decente sino que más bien le habían puesto nueva tarea a las señoras de la cafetería. Martín recordaba cuando ellas a veces le ponían algo más de comida en el plato y le guiñaban un ojo. Eran unas mujeres muy amables pero la comida que hacían era como para una cárcel. Mientras Valeria seguía ampliando su número de amigos, Martín comió en silencio y olvidó por completo el asunto de los amantes del salón. La comida, la gente, el ambiente, todo le hizo recordar su tiempo en el colegio y lo infeliz que había sido muchas veces pero también esos pequeños triunfos que a veces ocurrían.

 Recordó esas respuestas acertadas en algunas clases, algunas conversaciones interesantes y su gran anhelo por vivir una vida espectacular, donde todo valiera la pena y no fuese como allí, donde nada parecía tener un sentido coherente. Sus pensamientos fueron interrumpidos por una de las chicas en su mesa, que le preguntó si era el novio de Valeria. Él sonrió y le contestó que de hecho él tambin ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽cho eo de Valeria. El s pensamientos fueron interrumpidos por una de las chicas en su mesa, que le preguntMartones, vién se había graduado de la escuela y entonces la chica lo miró detenidamente y después siguió hablando con los demás. Eso hubiese afectado a Martín en cualquier otra ocasión pero la verdad era que toda esa gente, excepto Valeria, no eran nada para él y jamás lo habían sido. Eran desconocidos y así quería que se quedaran.

  Cuando llegó el postre, una gelatina extraña, Martín se quedó mirando a una mesa cercana y pudo ver que un tipo enviaba mensajes de texto como si no hubiera un mañana. Escribía rápidamente, como nunca nadie lo había hecho, o al menos no que Martín hubiese visto. El tipo sudaba un poco en la frente y su pareja no parecía darse cuenta de lo apurado que estaba. Ese debía de ser el hombre que no podía estarse callado en el segundo piso. Martín sonrió al darse cuenta que la gente todavía podía ser interesante cuando quería. Cuando terminaron con el postre, el profesor subió de nuevo y, esta vez, empezó a alabar a algunos alumnos, Obviamente, a los que les había ido bien con él.

 Uno a uno fueron sonriendo hipócritamente hasta que mencionó el nombre de la mujer del espejo y entonces Martín supo quién era: resultaba que no era un alumna sino una profesora joven que era, nadie más y nadie menos, que la esposa del profesor de matemáticas. Sin ningún reparo, Martín sonrió y fue la primera vez en tantos años que todos se voltearon a mirarlo. Aunque sintió algo de nervios al comienzo, recordó que no le debía nada a nadie y se puso de pie. Les dijo a todos que había reído porque entre ellos habían un secreto pero que prefería dejar que cada uno lo descubriera a su manera. Les deseo un buen sueño esa noche y nada más. Ni suerte, ni besos, ni nada más.


 Cuando todo terminó, Valeria le dijo que iba a ir con una s amigas por unos cocteles y que si quería ir, a lo que Martín respondió previsiblemente que no. Se despidieron y él subió a su automóvil pero antes de arrancar el hombre nervioso, el del celular, se acercó a la ventanilla golpeando con suavidad. Martín sonrió de oreja a oreja y lo saludó. El tipo temblaba como una hoja y al final no pudo decir ni media palabra. Se fue y Martín arrancó, llegando a casa en poco tiempo. Allí estaba su pareja quién le preguntó como le había ido. Martín recordó sus vivencias en el colegio, su soledad, la negligencia de todos y el rencor que sentía todavía. Pero luego respiró y sonrió. Entonces, solo se limitó a contestar: “En mi vida vuelvo a ese nido de locos”. Luego se dieron un beso y se fueron a dormir.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Amigas

Martina y Carolina eran excelentes amigas. Desde el primer momento de la carrera universitaria, habían decidido sentarse juntas, comer juntas y ayudarse mutuamente, en lo que fuera necesario. Naturalmente, surgió una amistad bastante fuerte a la que pronto se añadió Carmen. Para el final de la carrera, las tres eran inseparables y eran conocidas por trabajar siempre de la mano, sin dejar a ninguna de lado.

Pero mientras Martina y Carolina habían permanecido en el país, para trabajar en el caso de una y para seguir estudiando en el caso de la otra, Carmen había decidido salir del país y probar suerte en España.

El tiempo ya había pasado, casi dos años para ser exactos, y llegaba el día en que Carmen se reuniría con sus amigas después de tanto tiempo. Habían decidido citarse en un popular restaurante para así comer algo y luego tal vez irían a un bar, dependiendo del ánimo de cada una.

Martina y Caro llegaron primero. Aunque cualquiera hubiera pensado que no tenían nada de que hablar, siendo amigas siempre tenían algún tema, así fuera sobre alguien que no conocían personalmente, alguna película o un chisme de última hora.

Fue en esas que Carmen llegó y sus amigas no podían estar más sorprendidas. Hay que decir que Carmen nunca había sido fea ni mucho menos pero lo cierto es que jamás había mostrado interés en la moda, el maquillaje o en arreglarse para nada o nadie más allá de lo estrictamente necesario. Era una chica dedicada al trabajo y, en principio, para eso precisamente había dejado el país: para especializarse y trabajar.

Pero la que llegaba parecía otra. Si ella no la conocieran tan bien, hubieran jurado que una mujer bastante glamurosa había decidido entrar en el restaurante. Tenía un vestido que le llegaba a medio muslo, de estampado de piel de leopardo. Llevaba unos altos, y por lo visto caros, tacones rojos y todo está complementado con un abrigo café y un bolso amarillo pálido. Entre todo lo que tenía puesto, hubiera podido alimentar a un pueblo pequeño, sin exagerar.

Mientras la saludaban de beso y se abrazaban, Martina se dio cuenta de que algo más había cambiado: su cuerpo parecía diferente pero no sabía exactamente que era.

Carolina llamó al mesero y ordenaron un aperitivo para antes de comer. Le recomendaron a Carmen una piña colada sin alcohol, ya que ella no tomaba pero las sorprendió diciendo que prefería un martini de manzana.

Empezaron entonces a charlar, aunque la conversación siempre se enfocaba en Carmen. Le preguntaron que hacía, que contaba y ella respondía que sus estudios le habían servido bastante y ahora vivía en Barcelona, trabajando para la compañía que tenía su novio.

En ese momento las dos amigas intercambiaron miradas, mientras ella las miraba. Un novio? Barcelona? Y... que era eso otro?

Cuando Carmen empezó a hablar de nuevo, se dieron cuenta de lo que era: su acento. Era una mezcla extraña entre el acento español y el que ella había tenido toda la vida. Ahora que se daban cuenta, era un poco molesto al oído ya que sonaba como alguien que hubiera aprendido español hacía dos días.

Le preguntaron por el novio y desde cuando vivía en Barcelona. El mesero interrumpió y cada uno pidió su plato deseado. Otro mesero llegó entonces con los tragos y Carmen bebió un buen sorbo de golpe.

El tema cambió tanto, que para cuando llegaron los platos principales, estaban riendo recordando todos los chicos que habían conocido en la universidad. Decían lo que sabían de la vida actual de cada uno de ellos y con cuales hubieran querido tener algo, así fuera pasajero.
Martina aprovechó la oportunidad para preguntar otra vez sobre el novio de Carmen y esta respondió que lo había conocido en su especialización. Habían congeniado tanto que ella lo había seguido a Barcelona, de donde era el individuo.

Carolina entonces casi se ahoga con su comida pero no porque estuviese caliente sino porque notó, por fin, que Carmen tenía un anillo bastante vistoso en la mano. Era bastante costoso, sin duda. Ella sabía de joyería y sin preguntar tomó la mano de su amiga y miró el anillo de cerca. Martina se dio cuenta también y entonces Carmen confeso que estaba comprometida y su viaje respondía a la visita de su novio para pedir la mano de ella oficialmente a sus padres.

Las chicas las felicitaron con besos y abrazos. Pero la reacción de Carmen no fue tan alegre. De hecho,  algunas lágrimas salieron de sus ojos. Dijo que desde que se había ido muchas cosas habían cambiado para ella. Les confesó que no había terminado sus estudios y que estaba trabajando en la empresa de su novio a manera de regalo de él a ella, no porque hubiese presentado una entrevista o nada parecido. Finalmente, sacó su celular y les mostró una imagen de su novio. Las chicas quedaron en shock.

El hombre de la foto tenía, por lo menos, veinte años más que Carmen y no era uno de esos cincuentones atractivos, para nada. Esta vez, las chicas no dijeron nada ya que veían que por fin podían ser tan naturales como antes, cuando eran tan cercanas.

En su acento de siempre, Carmen dijo que se había dado cuenta que nunca había hecho nada de lo que le gustaba: la elección de la carrera la habían hecho sus padres así como la decisión de viajar. Ella solo quería que la dejaran en paz y en parte por eso había decidido casarse con un hombre que le podía dar lo que quisiera y que, al fin y al cabo, la quería.

Carolina le preguntó si ella quería al hombre de la foto pero ella no respondió. Solo cambió de tema, preguntándole a Martina sobre su blog de moda.

El tiempo pasó de esa manera y cuando terminaron, las chicas invitaron a Carmen a tomar algo antes de ir a sus respectivas casas pero ella se negó. Les dio un abrazo fuerte a cada una y les dijo que las quería mucho y que trataría de mantener el contacto. Ellas quedaron en silencio, sin saber que responder o decir.

A Carmen la recogió un automóvil particular y se fue. Carolina y Martina no la volvieron a ver sino muchos años después, pero esa es otra historia.