Martha tenía una voz muy suave y siempre una
sonrisa en su rostro. La conocía muy bien, desde que había podido obtener los
puntos suficientes para obtener la tarjeta diamante. Luis no entendía porqué le
llamaban así, seguro para que se oyera mejor o diera un cierto prestigio al
portador. La tarjeta como tal era negra y con solo un toque en una consola al
lado de la puerta, los paneles de vidrio se apartaban para dejarlo entrar al
que consideraba uno de sus hogares.
Esta vez acababa de llegar exhausto de un
viaje de más de diez horas y sabía muy bien lo que necesita. Se dirigió
directamente a la zona de baño y entró a recinto muy parecido al de los
gimnasios que solía visitar en los hoteles en los que se quedaba. Todo era de
madera y de metal. Daba una sensación del lujo solo estar de pie en ese pequeño
salón. Había una banca en el centro y a los lados varios lavamanos. Luis siguió
a un cuarto contiguo donde se quitó la ropa, se envolvió con una toalla que le
habían ofrecido a la entrada y guardó todo en un casillero que se cerraba
también con su tarjeta. La llevó en la mano hasta la ducha y al dejó en un
recipiente especial.
Se tomó varios minutos duchándose, sintiendo
el agua rodar por su cuerpo y usando varios de los productos que había dentro.
Casi ninguno parecía haber sido usado. Al salir, olía a una mezcla entre
sándalo, sandía y algún tipo de madera. Se secó frente a un espejo,
aprovechando que nadie podía verlo pues una puerta bloqueaba la mirada de
cualquier intruso.
Se miró el cuerpo desnudo y descubrió que, a
pesar de haber comido bastante en los últimos días a razón de sus varias citas
de negocios, no había subido casi nada de peso y los resultados que había
conseguido haciendo ejercicio diario seguían allí. Ver como se empezaban a
perfilar los músculos abdominales le sacó una sonrisa que le duró todo el día.
Después de cambiarse,
se dirigió a la zona de comidas donde lo trataron como a un rey. En este
espacio también estaba solo, así que el mesero aprovechó para hacerle
recomendaciones y darle degustaciones de algunos platillos que tenían
preparados como entradas para los miembros diamante, como Luis.
Había muchos mariscos y pescado y verduras al
vapor y hechas de muchas otras maneras. Todo sabía delicioso. Y después de
comer un estofado sabroso, el mesero le dio a probar pedacitos de todos los
postres. Satisfecho, le agradeció al mesero y al mismo chef por la atención y
les aseguró que en ningún lado había comido tan bien como en el aeropuerto. El
chef le dijo que su esposa se enojaría al oír eso pero Luis no contestó nada. O
mejor, fingió no haber oído nada.
Antes de ese comentario, había pensado en
descansar un rato en una de las camas que ofrecían en el segundo nivel. Pero al
pensar en los postres y toda la comida, no tuvo más remedio en su mente que ir
directo al espacio para ejercicio, donde estuvo casi todo el tiempo hasta que
su vuelo de conexión empezó el abordaje. Apenas tuvo tiempo de una ducha rápida
y de una última sonrisa de Martha.
En el avión, descansó casi todo el tiempo y
solo comió las opciones más ligeras como ensaladas y pescado. Rehusó los
postres y subió el tono de la voz cuando la auxiliar de vuelo le guiñó el ojo,
y le insistió para que probara unas trufas que eran de las mejores en el mundo.
La mujer se ofendió mucho y no volvió a atenderlo por el resto del vuelo.
Al cabo de seis horas, Luis por fin llegó a su
destino y su humor estaba peor que nunca. Se enojó con el personal de la
aerolínea porque sus maletas no salieron primero y luego con el conductor del
taxi que debía llevarlo a casa porque no tenía agua mineral dentro del
vehículo. No habló en todo el recorrido. Luis no quería darse cuenta que volver
a casa le ponía de ese animo.
Todavía estaba enojado
cuando se bajó del taxi. No recibió el cambio ni dejó que lo ayudara el hombre
con la maleta. Tan solo caminó apesadumbrado hasta la puerta de su casa y
timbró. No tenía las llaves porque no le gusta cargar ese recordatorio para
todos lados. El primer sonido que escuchó el de unos pasos y luego los ladridos
del perro. Oía ruido, cada vez más ruido, pero nadie venía a abrir. Timbró una
y dos veces más hasta que la rabia le hizo casi pegarse al timbre.
Cuando se abrió la puerta estaba allí su
esposa. Le sonría a pesar del escandalo que había armado con el timbre. Le dio
un beso en la mejilla, que él hubiese querido evitar, y parecía más concentrada
en alejar al perro de la puerta que en su esposo. El solo dijo las palabras
mágicas: “Estoy muy cansado” y subió a su cuarto a descansar. Subió ágilmente
la maleta por las escaleras, pero antes de llegar al umbral de la puerta de su
habitación, se le cruzó un niño de unos doce años.
Empezó a hablar muy deprisa, una palabra tras
otra y otra y otra. Luis siguió caminando a su cuarto y el niño lo siguió,
totalmente ignorando el hecho evidente: a su padre no le interesaba en lo más
mínimo todo eso que estaba diciendo. Es más: su padre no sabía ni de lo que le
estaba hablando. Solo busco el rincón de siempre detrás de la puerta del clóset
para dejar la maleta y sacó su cepillo de dientes. Mientras se limpiaba la boca
su hijo seguía hablando y él solo asentía. Nunca le había gustado ese niño.
Al rato el niño se retiró. La esposa de Luis
lo había llamado. Luis se acostó a dormir y casi no descansó. Su cama era dura
y su mujer había cambiado las sabanas. Las que había eran correosas, de mala
calidad. Su sueño fue malo pues se despertó varias veces por el ruido y por las
pesadillas que volvían cada vez que estaba en esa casa.
El día siguiente, su día libre, lo utilizó para
comprar algo de ropa. Su mujer se encargaba de tener siempre en casa todo lo
demás que pudiese necesitar, como crema de afeitar y esas cosas que no podían
faltar nunca en su maleta. Trató de evitar pasar un rato de calidad con sus
familia pero en la noche tuvo que soportar una película que no entendió y más
conversaciones cruzadas de su hijo y esposa y luego de su suegra y suegro que
los sorprendieron con una visita.
El día después de ese era domingo.
Aprovecharon el clima para comer fuera de la casa. Se encontraron a varios
amigos en el lugar y tuvieron que hablar con ellos y contar varias anécdotas
pasadas. A Luis todo eso simplemente no le iba, para nada. A él no le
interesaba si uno se había caído y tenía muletas o si a la otra se le habían
muerto sus padres. A él eso le daba lo mismo. Solo quería estar en paz y algún
lugar donde no hubiese tanto ruido y cosas sin sentido.
Por eso al día siguiente, a primera hora, ya
tenía lista su maleta con la ropa nueva, zapatos nuevos y algunos
indispensables reemplazados. No se
despidió de su esposa pues ella dormía y simplemente no pensó en hacerlo. Sin
embargo, su hijo estaba en la planta baja desayunando frente al televisor.
Tenía un bol lleno de cereal con leche y miraba dibujos animados.
La imagen le dio
curiosidad a Luis. No entendía muy bien como lo sabía, pero tenía la sensación
de que eso no podía ser normal. Al fin y al cabo eran las cinco de la mañana de
un lunes. Su servicio al aeropuerto estaba por llegar. Miró el reloj un par de
veces hasta que se animó a acercarse a la sala de estar y ponerse de pie junto
al sofá. Estuvo allí unos minutos hasta que su celular vibró y tuvo que irse.
Nunca supo si su hijo se había dado cuenta de
que él había estado allí, observándolo. Se lo preguntó de camino al aeropuerto
pero el pensamiento desapareció de su mente apenas llegó a la fila de clase
ejecutiva y lo recibieron como si fuera miembro
de la realeza. En el vuelo estuvo contento, riendo con las auxiliares y
compartiendo con ellas sus opiniones del menú que habían servido el Año Nuevo
pasado.
Cuando aterrizó, volvió al salón VIP. Allí
sacó su tarjeta diamante y le sonrió, como siempre, a la adorable Martha.
Estaba de nuevo en casa.