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viernes, 10 de junio de 2016

El jarabe

   El jarabe que me había dado el doctor tenía un sabor horrible. No era algo sorprendente ya que prácticamente todos los jarabes sabían horrible, no importa de que sabor se supone que sea. Este era para mi garganta, pues la tenía bastante gastada por culpa de la gripa. Por un par de días no había podido hablar del dolor y el jarabe fue como magia para mi cuerpo, pues ya al otro día podía hablar con normalidad. Decidí ser juicioso y tomarme la cucharada que debía tomarme cada tantas horas sin falta. No deseaba quedarme con ese horrible dolor toda la vida.

 Lo malo de todo era que tenía que seguir trabajando, haciendo cosas para ganar al menos un poco de dinero para seguir viviendo. Mi trabajo consistía en moverme de un lado al otro de la ciudad, vendiendo productos por catalogo a quienes lo solicitaran. Internet hacía la mayoría del trabajo pero había quienes preferían hacerlo con un ser humano porque así podían hacer preguntas que serían respondidas al instante. Y la gente siempre tenía muchas preguntas.

 Cuando iba por la mitad del jarabe, tuvo que visitar a una señora mayor al otro lado de la ciudad. La casita en la que vivía no era nada muy especial por fuera. Sin embargo por dentro era como entrar en un museo de hace cincuenta años. Todo estaba perfectamente conservado pero nada de lo que había por ahí era actual. Lo único que contrastaba con el diseño general era el celular que la mujer cargaba en la mano.

 Tuve que llevar mi tableta electrónica para mostrarle a la mujer los productos. Mientras ella veía lo que había, me contaba de su hija la psicóloga, quien era la persona que le había recomendado el servicio. Me hablaba de ella como si yo la conociera y francamente no tenía idea de quién me estaba hablando. Debía ser que otro vendedor se había encargado de ella o que pedía por internet y la señora no entendía muy bien lo que eso significaba.

 Le tuve mucha paciencia. De hecho, estuve toda la tarde allí, esperando a que mirara cada una de las secciones del catalogo, incluso aquellas que obviamente a ella no le interesaban, como la de los juguetes o la de aparatos electrónicos. Me sirvió leche entera, que no puedo tomar porque soy intolerante a la lactosa, y varias galletas de avena que parecían hechas por ella misma.

 Las galletas me las comí despacio pues estaban algo secas y tuve que pedirle agua para poder comerlas. Le expliqué lo de la leche pero la señora no entendía nada de la lactosa y de las horribles cosas que me pasarían si me ponía a tomar leche. El caso es que me dejó servirme un vaso de agua en la cocina. Aprovechando, me tomé mi cucharada de jarabe ahí mismo.

 Esa jugada no fue la más inteligente. Siempre se me olvidaba que el medicamento me daba un sueño tremendo, una sensación debilitante bastante desagradable. Era como si me curar a partir de la destrucción de todo lo que era mi ser. Cuando me preguntó sobre el tipo de madera que habían usado para la tapa de un piano, yo ya estaba medio dormido, con la sensación de tener la cabeza inflada y llena de humo. Le respondí a partir de mi memoria y miré el reloj. No era tan tarde como creía pero tampoco tan temprano como para no irme.

 Le pregunté a la mujer si podíamos seguir otro día y ella me dijo que le parecía lo mejor. Sin embargo, me pidió que le repitiera lo que había pedido para asegurarse de no haber pedido algo innecesario y también para saber si se le había olvidado algo. Fue el momento más complicado de mi vida. Me sentía peor que borracho, me sentía a la merced de cualquier persona. Como pude, fui diciendo uno a uno los nombres de los productos que había ido anotando.

 Me esforzaba por pronunciar bien cada nombre, por no equivocarme y parecer un idiota. Sentí que el tiempo se dilataba y que cada palabra que salía de mi boca tomaba años para salir en verdad, como si fuera un truco de magia muy lento. Al terminar miré a la mujer y, como yo la veía, parecía calmada y no del todo extrañada por mi comportamiento. Mientras ella pensaba si faltaba algo, tomé más agua.

 Cinco minutos después estaba en la puerta, despidiéndome con un apretón de manos que de pronto fue muy fuerte. No se me podía pedir que controlara la fuerza en ese caso. Me sentía muy extraño y lo único que quería era volver a mi casa. Creo que tuve un ataque de pánico apenas estuve en la calle y tuve la suerte de no estar en un sitio concurrido ni nada por el estilo. Sentía mis dientes castañar y el sonido de mis rodillas al temblar.

 Decidí respirar profundo y caminar hacia la avenida, que no quedaba muy lejos de allí. Eran solo dos calles. Esa era mi primera misión. Ya después habría otras pero lo importante era ir paso a paso. Así que puse un pie frente al otro y empecé a caminar hacia la avenida. El mundo no se quedaba quieto, me daba vueltas y tenía unas ganas terrible de vomitar. Era la primera vez que el jarabe me sentaba así de mal.

 Tal vez había sido la mezcla con la galletas de avena viejas o ese sorbo que había tomado de la leche a petición de la mujer. Era ofensivo cuando alguien no creía que uno supiera sus propios gustos. Era algo insultante pero tuve que concederle el deseo a la anciana para que mi tiempo allí terminara lo más rápido posible.

 Cada paso lo daba como si sus pies fueran de plomo. Los exageraba mucho para poder sentir que estaba avanzando. Muchas veces me pasaba que creía haber caminado y de verdad no me había movido del mismo sitio. Era algo horrible pero eso al menos me había pasado en casa un domingo, cuando había tomado el jarabe y me habían dado ganas de ir al baño. Lo único terrible de esa historia es que tuve que cambiar las sabanas cuando recobré mi estado mental normal.

 Cuando por fin llegué a la avenida, tomé aire y respiré intranquilo. Sentía que sudaba frío, que las gotas me resbalaban por la nuca y por las sienes. Traté de no mirar a nadie a los ojos pero fracasé olímpicamente. Caminé hacia una parada de bus cercana y sentí como todo el mundo me miraba a mi. Me miraban de arriba abajo como si fuera un monstruo caminando suelto por ahí. Yo no mantenía la mirada con nadie y solo miré la calle, esperando que apareciera un taxi pronto.

 Jamás me subía a los taxis en mi ciudad. Los conductores eran groseros y no tenían ni idea de manejar. Además, cobraban como si estuviesen llevando a la reina de Inglaterra y no a mí, un pobre diablo que apenas y tenía un trabajo con el cual poder seguir viviendo de manera más o menos decente. Mantuve la mano arriba mientras pasaban los carros y por fin paró uno. Lo miré y, aunque la imagen era brillante, supo que sí era un taxi. Me subí con torpeza a la parte trasera y el conductor arrancó.

 Me preguntó para donde iba pero yo no podía hablar de inmediato. Necesitaba recuperar mis fuerzas. Sin embargo hice el mayor esfuerzo y dije algo que no supe que fue pero al parecer sí había sido mi dirección porque el hombre no volvió a preguntarme nada. Sin embargo, no confiaba en mí mismo así que saqué mi celular y busqué mi nombre. Tenía escrita mi dirección por si se me perdía el aparato alguna vez, aunque ningún ladrón devuelve nada en estos tiempos.

 Le mostré la dirección al hombre y creo que asintió. En el asiento trasero de ese taxi me sentí morir. Quería llorar y gritar y patear y hacer otro montón de cosas porque me sentía débil y a punto de perder el conocimiento. El viaje parecía no parar y yo miraba por la ventana y hacia delante moviendo las piernas con desespero, cruzando los dedos porque parara ya.

 Cuando por fin lo hizo, me enredé sacando dinero y creo que le di más de lo que era. No me importó, no en ese momento. Salí a la calle con mi maletín en una mano y mi celular en la otra. Caminé derecho y descubrí que sí estaba en mi edificio. Minutos después la ropa estaba por el piso y yo estaba metido en la cama temblando.


 ¡Maldita medicina! Y yo no decía nada porque la porquería sirve y, ¿qué sentido tendría quejarse de lo que sirve?

lunes, 3 de agosto de 2015

Solo venía...

   Me despertó una luz cegadora que, cuando abrí los ojos, ya no estaba allí. Era de noche y afuera estaba todo en calma, bajo el velo de la noche. No se oía nada, ni los automóviles en la avenida cercana ni nada por el estilo. Era un buen hospital por lo visto. Yo tuve que dirigirme al baño y allí mirarme en el espejo. Mis ojos no estaban enfocando muy bien, entonces abrí la llave y me lavé la cara con vigor. Pude ver un poco mejor y entonces me devolví a la cama. Me sorprendió verla tendida. Porqué la arreglarían si era de noche? Además no me había demorado tanto en el baño como para que no se dieran cuenta que todavía estaba en la habitación. Pero bueno, no quería estar más acostado.

 Revisé un closet que había en la habitación y vi que allí no estaba mi ropa, lo que era extraño porque juraba que había visto a una enfermera dejarla allí. En cambio, había un bastón, seguramente para los pacientes mayores. Lo cogí y decidí darme una vuelta por el lugar. Es cierto que me habían operado pero no podía quedarme quieto y menos con la angustia de haber tenido una pesadilla tan rara. Esa luz me había un poco mareado y solo caminar podría tranquilizarme al menos un poco. Así que me dirigí a la puerta, extrañado de no poder ponerme mi saco porque hacía mucho frío, y giré el pomo de la puerta con suavidad. Pensé que alguien vendría a decirme que no podía e incluso me forzarían de nuevo a la cama pero nadie vino. De hecho, no había nadie en el pasillo.

 Las demás habitaciones debían estar llenas o al menos algunas. Y sin embargo no vi ninguna enfermera paseándose por el lugar. Instintivamente miré a mi muñeca pero no tenía el reloj puesto así que no había manera de saber si era demasiado tarde y de pronto ellas estaban en una especie de sala de enfermeras o algo por el estilo. Caminé, tan rápido como me permitía el bastón, hasta el final del corredor. A lo lejos vi una enfermera pero se fue antes de que pudiese decirle nada. Me dio rabia no poder gritar pero no estaba tan fuerte como pensaba y al tratar de hacerlo me dolió la cabeza con una fuerza horrible. Nunca había sentido algo así por lo que decidí ser cuidadoso. No quería provocarme algo ms serio.﷽﷽me algo mquerza horrible. Nunca habñia omo pensaba y al tratar de hacerlo me doli decirle nada. algo por el estilo. Caás serio.

 Decidí caminar hacia donde estaba la enfermera. De pronto, por un pasillo que cruzaba por el mío pasó mucha gente alrededor de una camilla. No eran solo los doctores y las enfermas quienes iban con el enfermo sino también gente que parecía venir con él, vestidos de gala. Seguramente era alguien de dinero, algún pez gordo que había comido algo en mal estado o que tenía un corazón muy viejo. Fuese lo que fuese, ninguno de los que pasó por el pasillo pareció fijarse en mi. Nadie me miró ni pareció reconocer mi presencia y, aunque ya estaba un poco harto de no encontrar a nadie, estos al menos tenían una buena excusa.

 Seguí mi camino y por fin llegué hasta una recepción. Para mi suerte, había allí una mujer supremamente aburrida que pasaba las páginas de una revista con la mayor parsimonia. Seguramente había leído la revista unas quinientas veces porque no mostraba el mayor interés ni por los artículos ni por las fotografías. Yo me le acerqué y le dije “Buenas noches”. Nada. Fue como si nadie hubiese dicho nada porque la mujer no levantó ni una sola ceja. Volví a hablar, con una voz algo más fuerte, pero tampoco, era como si la mujer fuese sorda o algo por el estilo. Y que tal si lo fuese? No, una persona sorda no podría contestar el teléfono u oír si algo serio estuviese ocurriendo en el hospital. Le hablé en más ocasiones pero ella solo cambió el brazo donde apoyaba su mentón y nada más.

 Estuve a punto de gritar y formar un escándalo que trajera a todas las personas en el hospital a esa recepción, pero no hice nada porque de una puerta salieron dos doctores y a ellos los conocía. Les iba a saludar pero pronto entraron por otra puerta, no sin antes decir que algo que lo dejó intrigado. “El caso del joven Ruiz es muy interesante”. Ese era yo, yo soy el joven Ruiz. Qué hacía que mi casa fuese interesante? De que estaban hablando si para lo único que había venido yo al hospital era para que me quitaran las famosas amígdalas. Y en ese momento me di cuenta que no me dolía la garganta. No me habían hecho nada.

 Tuve que sentarme por un momento porque  no entendía que pasaba. Se suponía que esa noche debían de extirpar mis amígdalas que, según uno del os doctores que había pasado, estaban muy hinchadas y debían sacarse pronto. Me habían prometido un dolor bastante molesto en la garganta pero también mucho helado y una vuelta a mi casa bastante pronto. Pero nada de eso había ocurrido. Me toqué al instante y me di cuenta que mis amígdalas ya no estaban inflamadas. Estaban normales. Sería por eso que mi caso era interesante? De pronto mi cuerpo había arreglado todo antes que ellos y por eso estaban tan fascinadas, porque los doctores parecían interesados y asombrados cuando pasaron hablando de mi

 Me puse de pie de golpe y entré por la puerta que ellos habían cruzado. Decía que solo permitían personal autorizado pero como la recepcionista, de nuevo, no dijo nada, pues yo seguí adelante. Otra vez era un corredor pero, al ir pasando por cada una de las puertas, pude ver que eran más que todo oficinas y consultorios. Algunos tenían gente dentro y en otros nadie. Ninguna de las personas que vi eran mis doctores y era con ellos que yo quería hablar para que resolvieran mis dudas. Seguí adelante y entonces me di cuenta que, en efecto, esta zona del hospital no era para que los pacientes estuviesen rondando o preguntando cosas que tal vez tenían la explicación más normal del mundo. Traté de devolverme pero abrí la puerta equivocada y entonces quedé sin aire.

 Tuve ganas de pegar un chillido o algo pero no pude. Solo abrí la boca y traté de sostenerme sobe mi bastón lo mejor posible. Era un cuarto bastante amplio, mucho más que cualquiera de los otros en ese mismo corredor. En la pared del fondo había varias puertas metálicas redondas y yo sabía muy bien en que lugar estaba. Era tétrico haber entrado, incluso por accidente, en la morgue del hospital. Y lo más miedoso de todo el asunto no era ver las puertas detrás de las cuales estaban los cadáveres de varios seres humanos. Lo que sí daba miedo era que delante de esa pared había seis camillas y dos de ellas estaban ocupadas. Estaba a menos de un par de metros de dos personas que habían muerte hacía nada y eso era suficiente para crisparme los nervios.

 Pero algo pasaba, algo se sentía en el aire y lo podía sentir en mi cuerpo. La reacción normal de cualquier otro hubiese sido salir corriendo pero yo no podía moverme de mi sitio. Y tampoco quería hacerlo porque, por alguna razón que todavía no entiendo, quería verlos. Esos cuerpos, esas personas, sentía que me atraían hacia ellos y que debía acercarme a verlos. Era una sensación extraña, como si alguien me manipulara desde lejos, como si no importara lo que yo pienso sino lo que alguien más pensara del asunto. Cuando me di cuenta, estaba ya al lado de una de las camillas. Sin mayor miramiento, quité la  sábana y observé.

 Era una mujer. Estaba vestida de gala y estaba muy bien arreglada, a pesar de estar muerta. Lo curioso es que estaba seguro de haberla visto antes. No era vieja ni joven, tenía una sonrisa amable pero un aspecto no tan benévolo como su sonrisa. Por fin recordé quién era: la esposa de alcalde. Habían salido en los periódicos hacía poco por un escándalo de corrupción y en todas las fotos la mujer tenía una expresión seria, un tanto sombría. Casi la misma que ahora tenía su cadáver aunque la diferencia era que su cuerpo sin vida estaba sonriendo. Eso me dio muchos nervios porque estaba seguro que no era muy normal que alguien quedase con esa sonrisa. Tomé la sábana y volví a cubrir a la mujer.

 Caminando algo robóticamente, me dirigí a la siguiente camilla pero cuando iba a retirar la sabana escuché voces afuera y me escondí detrás de unos taques de oxigeno. Entraron mis dos doctores. Hablaban animadamente, la doctora pidiéndole a su compañero que revisara el cuerpo y viera por él mismo lo que ella le había comentado.  Desde donde yo estaba no se veía muy bien, pero retiraron la sabana del cuerpo y la mujer le explicó al doctor como el paciente tenía una variedad de cáncer bastante particular. Por lo visto no era la cantidad o la expansión de la enfermedad, sino la efectividad que asombraba a la doctora. Taparon el cuerpo y se dirigieron a la puerta donde lo último que escuchó fue “y solo vino por una amigdalitis”.


 Me puse de pie sin ayuda de nada y rápidamente salté sobre el cuerpo y lo destapé. Lo que pasó después no lo entiendo y creo que nunca lo voy a entender. En todo caso ya no estoy en el hospital, sino en otro edificio que nunca antes había visto. Es siempre de día y tampoco hay nadie. Todo el tiempo camino y camino y no llego a ningún lado. Me pregunto, que fue lo que hice para estar aquí? Porqué no hay nadie que me responda? Porque estoy tan solo?