El día anterior a su partido lo pasamos
juntos. Le propuse venir a mi casa y pasar todo el día allí, los dos solos. Al
otro día lo recogerían sus padres para llevarlo a comer algo con ellos antes de
partir a su viaje de seis meses. Pero yo lo quería para mí solo por lo menos un
día entero. Era lo que nos merecíamos, o al menos eso pensaba yo. La verdad era
que eso era lo que yo quería y si me lo merecía o no era lo de menos. Solo
quería sentir que lo tenía allí, cerca de mí, antes de que pasara lo desconocido.
La manera en que lo había conocido no era la
más común y corriente del mundo. Había sido en mi último año de secundaria,
cuando todos los hombres teníamos por obligación asistir a una reunión con el
ejercito para ver si éramos aptos o no para el servicio militar obligatorio.
Obviamente, ninguno quería ser apto pues éramos un país en guerra y cualquiera
que pudiese pasar un año entero haciendo su servicio podía ser enviado con toda
facilidad a alguno de los frentes de la contienda.
Yo sabía de antemano que no iba a ser apto
para estar en el ejercito: no solo tenía un problema notorio en uno de mis
músculos pectorales, cosa que me descalificaba de entrada, sino que también
usaba gafas aunque la verdad era que mi miopía no era tan grave como ellos tal
vez pensaran. El caso era que nada me preocupaba acerca de presentarme en ese
lugar. Lo único era la revisión médica, que se hacía en grupo. Es decir, nos
hacían quitar la ropa, a todos los hombres de último grado de secundaria, unos
frente a otros.
Aunque en otro contexto tal vez me hubiese
interesado semejante espectáculo, la verdad era que de todas maneras me
asustaba un poco el riesgo de que, por alguna razón, lo que me descalificaba de
entrada ya no fuera algo grave para ellos. Al fin y al cabo, eran militares. No
se ponen nunca a mirar mucho las cosas, solo hacen y listo. Así que aunque no
puedo decir que no quería mirar a algunos de mis compañeros sin ropa, no era mi
prioridad esa mañana de mayo, en la que hacía una temperatura agradable.
Habían médicos mirando de lejos y revisando de
cerca si veían algo que los hacía dudar. Y detrás de ellos, tres soldados que
hacían de asistentes con cajas de guantes de plástico y toallas y no sé que más
cosas. Fue entonces cuando perdí el interés por ver a mis compañeros de clase
sin ropa. Porque detrás de los doctores, unos ojos color miel me miraban con
una sonrisa tan perfecta que sentí que el tiempo se había detenido casi por
completo. Yo me tapaba los genitales con las manos y una doctora revisaba mi
pectoral extraño. Pero yo solo lo miraba a él.
Al minuto me dijeron que podía vestirme e irme
pues no era apto para el servicio. Empezaría entonces el proceso para generar
una factura, basada en los ingresos de la familia. No puedo decir que puse
mucha atención porque no lo hice, mientras me ponía la ropa, lo miraba a él.
Pero de pronto un oficial entró y lo hizo salir y no lo vi más. Eso fue hasta
que salí del recinto y me lo encontré cuando me tropecé con él al salir a la
calle. Él iba a entrar y yo a salir y cuando nos chocamos solo sonreímos.
Me dijo que lamentaba que no fuese apto. Yo le
respondí que me alegraba no serlo. No estaba en mi coquetear a la primera sino
ser brutalmente sincero, un rasgo que muchas personas detestaban en mi. Él
sonrío y me dijo que su nombre era Raúl. Yo sonreí de vuelta y le di la mano.
Le dije mi nombre y entonces noté que su apellido era Rivera, pues lo tenía en
el uniforme. El momento fue interrumpido por el mismo oficial que lo había
sacado de la revisión. Le pedía que lo siguiera.
Raúl se apuró al instante. Era obvio que hacer
esperar a un oficial de mayor rango no era lo correcto en el contexto del
ejercito, así que se apuró a sacar su celular del bolsillo de la chaqueta y
puso frente a mi casa la pantalla, que mostraba una serie de números. Un poco
torpe, saqué mi teléfono y copié el número. Estaba en el último digito cuando
me di cuenta que Raúl ya no estaba en la puerta. Se había ido detrás de su
superior, al parecer casi corriendo para alcanzarlo.
Allí empezó todo. Yo nunca pensé en
relacionarme con alguien que tuviese que ver con el ejercito. No estoy de
acuerdo con el uso de armas ni con ningún tipo de ofensa que requiera el uso de
soldados a gran escala. La primera vez que salimos le dije todo eso, porque no
quería ser hipócrita y que él pensara yo era alguien diferente al que de verdad
soy. Se lo tomó muy bien e incluso bromeamos al respecto. La verdad era que
Raúl era tan simpático, que su profesión era lo de menos.
Eso fue hasta que le empezaron a pedir que saliera
más de la ciudad. Se iba por algunas semanas y volvía normalmente más bronceado
y cansado. Cuando lo veía, parecía estar a punto de dormir. Esos era los buenos
días. Había otros que no lo eran tanto, como cuando no quiso verme por más de
un mes. Hubo un momento en el que me cansé y amenacé con presentarme en su
casa, a sus padres, si él mismo no salía a verme. Su padre había sido militar
también, lo que hacia de la familia una muy conservadora. Yo sabía bien que
ellos no sabían que su hijo era homosexual.
Cuando por fin nos vimos, lo vi muy mal. No
solo parecía cansado, sino que estaba pálido y parecía no haber comido bien en
varios días. Le pregunté como se sentía y me dijo que mal. No había mucho en su
manera de hablar, solo una expresión sombría que me dio bastante miedo al
comienzo. Le tomé una mano, allí en el parque cerca de su casa. Temí que me
rechazara, que me gritara o me echara del lugar. Pero en vez de eso me apretó
la mano y empezó a llorar y hablar, casi sin respirar.
Había sido testigo de cosas horribles, de
cosas que no podría borrar nunca de su mente. Me dijo que había visto gente
morir y que él mismo había disparado contra otras personas. Me contó de sus
experiencia en un enfrentamiento en la selva y como había tenido que aguantar solo
por toda una noche hasta que más soldados pudieron venir en su auxilio. Lo
habían promovido por su tenacidad pero las secuelas de todo el asunto habían
calado hondo en su mente y en su vida.
Esa vez, como muchas otras, lo invité a mi
casa. Es extraño decirlo, pero antes de eso la relación no había parecido tan
seria como me lo pareció entonces. Ahora sí que parecíamos una pareja en todo
el sentido de la palabra, incluso el sexo se sentía diferente, mucho más
satisfactorio y personal. Nos conectamos bastante a raíz de ese momento y creo
que todo mejoró para ambos. Incluso tuvo el valor para decirle a sus padres que
tenía una relación con un hombre, aunque nunca me han conocido personalmente.
Y ahora ha llegado el momento que más ha
estado temiendo: otra de esas misiones largas que se extiende por un pero de
tiempo aún más extenso ya que su nueva posición lo convierte en una persona más
indispensable adonde sea que quieren que vaya. Le pedí que no me contara muchos
detalles, porque creo que en este caso la ignorancia sí puede ser algo bueno.
No quiero estar pensando todos los días en si estará vivo o muerto, a salvo o
corriendo quien sabe qué riesgos.
Por eso lo invité a quedarse conmigo por todo
un día. Cocinamos juntos, hicimos el amor varias veces, vimos varias películas
que desde hacía mucho queríamos ver y hablamos de todo y de nada. Por la
mañana, me desperté primero y le hice el desayuno mientras se duchaba. Lo vi
vestirse y le di un beso mezclado con lágrimas justo antes de irse. No quería
pensar en nada pero sin embargo todas las ocurrencias que podía tener se
mostraban al mismo tiempo en mi cabeza. Pero ya no había nada que hacer. Lo
había elegido a él y tenía que vivir con esa decisión y sus consecuencias.