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lunes, 10 de diciembre de 2018

El pasado se repite


   Estaban teniendo sexo cuando los agentes llegaron. Los sorprendieron uno encima del otro, completamente desnudos y en plena penetración. Ellos no se sintieron apenados, lo que debería haber sido el sentimiento natural. Lo que sintieron fue miedo porque esos hombres, porque no había una sola mujer, no tenían porque estar allí.  Habían entrado rompiendo la puerta y ellos, en su éxtasis sexual, no se habían dado cuenta. O sino se habrían escondido, se habrían lanzado por la ventana o hubiesen hecho algo.

 Sin embargo, esa fue solo una de las parejas, de los hombres homosexuales que en silencio y bajo el cobijo de la noche, fueron llevados a diferentes cárceles alrededor del país. Había miles y todos estaban igual de asustados. Algunos incluso habían sido golpeados y los moretones en sus pieles lo denotaban con facilidad. Otros ya ni hablaban, pues de verdad temían que decir cualquier cosa pudiese causar un daño peor. Ninguno de ellos sabía qué ocurría pero ciertamente lo adivinaban.

 Hacía poco, muy poco de hecho, los ciudadanos de todo el país habían sido convocados para votar por el próximo presidente. La campaña había sido un caos total, pues tres de los seis candidatos habían muerto de manera misteriosa en un accidente aéreo. El avión parecía haber perdido el control poco antes de aterrizar y fue a dar al mar, enterrándose en el suelo marino y sometiendo a los cuerpos a la presión. Se solicitó cambiar la fecha de las elecciones pero, como siempre, nadie hizo nada y todo siguió como acordando antes.

 No sorprendió a nadie el hecho de que el candidato más extremista ganara las elecciones. Desde antes ya tenía una cantidad de seguidores que lo apoyaba en cada cosa que decía y en cada evento en el que participaba. Pero su mayor rival, una candidata moderada, había muerto en el accidente y eso le había dado paso ilimitado al puesto político más importante del país. La muerte de su competencia terminó sellando su victoria. Las razones del accidente nunca fueron esclarecidas pero terminaron siendo obvias.

 Apenas semanas después de su inauguración como presidente, el hombre firmó un decreto poco antes de la medianoche, pues debía entrar en vigor a la siguiente madrugada. El decreto llamaba por un retorno a los valores del pasado y empezaba por “ayudar al cambio” de miles de homosexuales declarados a lo largo y ancho del país. Los meterían primero en cárceles regulares y luego existirían lugares especiales para darles la supuesta ayuda que el gobierno creía que requerían para poder ser hombres “normales”. Todo disfrazado de buenas intenciones.

 La gente, sin embargo, vio como se llevaban a cientos, a miles de hombres en camiones por todas partes. Irrumpieron en casas no solo para llevarse hombres adultos, sino también para llevarse mujeres lesbianas y niños y niñas que, en alguna red social o a alguien, le habían confesado que eran homosexuales. El trato que se les dio no fue nada diferente al de los adultos y todos ellos también resultaron en las cárceles, siendo procesados como criminales. No había nada en ningún lado que pudiese calificarse de ayuda.

 Aunque algunos todavía tenían ganas de pelear, de luchar por sus derechos, pronto se dieron cuenta que no tendrían ningún tipo de compasión de ningún lado. Solo golpes y gritos, no había nada más. Estuvieron meses hacinados en prisiones ya llenas de delincuentes comunes, violadores, asesinos y narcotraficantes. Algunos incluso murieron en peleas contra ellos y supieron que debían mantenerse al margen y tratar de interactuar lo menos posible con los demás prisioneros. Era la única manera de sobrevivir.

 Fue entonces cuando tuvieron que unirse como grupo, como jamás antes lo habían hecho, casi formando una tribu en la que unos se protegían a los otros, porque nadie más los iba a ayudar. Si alguien se enfermaba o era lastimado, los demás lo cuidaban. Al menos así fue en varias de las cárceles, pues el instinto dictaba que lo primordial era sobrevivir, sin importar como. Ya después pensarían en otras cosas. Pero si no se mantenían con vida, si no lograban salir adelante, todo habría sido para nada.

 A los meses de estar en las cárceles, los camiones nuevamente vinieron por ellos y los fueron sacando poco a poco hasta que no quedó ninguno. En lugares remotos, se habían construido campos enormes con cabañas hechas de latas de zinc, en las que vivirían hasta que el gobierno considerara que ya podían volver a la sociedad. La idea era que ayudaran a construir los edificios definitivos, pues en los que los metían a vivir no había agua corriente ni electricidad y el frío era un problema serio. Era otra prueba.

 Tuvieron que compartir ropa, pues no les dieron ninguna. Muchos murieron de hipotermia durante el primer año y otros más a causa de los trabajos que debían hacer a diario. Tenían que despertar a las cinco de la mañana y los obligaban a dormir hacia las once de la noche. Solo había dos comidas y nada más. Si no estaban trabajando, debían de estar durmiendo y viceversa. No los querían ejercitándose ni comiendo demasiado. Solo trabajar y dormir. Algunos incluso empezaron a perder el sentido de la realidad y, en poco tiempo, perdieron todo lo que los hacía seres humanos.

 A ellos, a los locos, les pegaban un tiro en la cabeza siempre que podían. Los usaban como ejemplos para que el resto viera que no era un juego, que la muerte sí podía llegarles en cualquier momento. Otros castigos consistían en hacer que un hombre trabajara desnudo durante toda una semana y así dormía también. Era una prueba de resistencia que se les hacía a los que habían cometido algún error y rara vez lo superaban. No se hacía nada para enseñar o ayudar de verdad, solo para traumatizar y asustar.

 Solos y tristes, la mayoría de los prisioneros ya no sentían igual que en el exterior. De hecho, a muchos les costaba recordar las caras de sus parientes o las de sus hijos o parejas. Había muchos hombres casados con otros o en relaciones de años, pero habían sido separados y ya no tenían a nadie. Otros, eran muy jóvenes o simplemente estaban solos en el mundo. A los primeros, se les trataba de cuidar pero la situación los hizo madurar más aprisa y pronto fueron de los más resistentes, de los que sabían como sobrevivir.

 Nadie sabía como sería con las mujeres, pero se asumía que debía ser muy parecido y eso ni hablar de otras personas que habían sido registradas en pasados gobiernos progresistas como transexuales o intersexuales. Nadie sabía que había pasado con ellos y la verdad era que se prefería evitar pensar en ello porque la respuesta no podía ser nada esperanzadora. Ya tenían suficiente con su propio calvario y no tenía sentido torturarse con lo que les pasaba a los demás. No había lugar para ser compasivo.

 En las únicas ocasiones que podían interactuar era por la noche. Los guardias se paseaban por fuera de las cabañas pero casi nunca escuchaban si los prisioneros susurraban con mucho cuidado. En todo caso no era algo que ocurriera seguido, pues solo hablaban de lo que les pasaba en el día y eso era una tortura que no tenía sentido. Además, casi todos los días moría alguien, por una razón o por otra, así que hablar del día a día se volvía menos y menos importante, pues les recordaba sus pocas posibilidades.

 Solo tenían ese silencio nocturno para pensar, para rezar o para llorar. Eran las tres cosas que hacían y no había nada más. Nadie sabía cuando terminaría semejante situación o si de verdad terminaría algún día. Era probable que todos morirían allí, sin nunca volver a ver a ningún otro ser humano.

 Algunos ya habían empezado a pensar en ello y por eso amanecían muertos, cortándose las venas con pequeñas cuchillas o saliendo en la mitad de la noche para que los mataran de un tiro por rebelión. Las puertas se iban cerrando y solo quedaban aquellas que nadie nunca había querido cruzar y ahora corrían hacia ellas.

viernes, 14 de octubre de 2016

En ropa interior

   Cuando las luces se apagaron y alguien me pasó una bata para que no sintiera frío, me di cuenta que nunca hubiese esperado estar en un lugar como ese y menos haciendo lo que estaba haciendo. Mientras la gente recogía cosas frenéticamente a mi lado, yo caminaba por entre los equipos mirando el techo y las paredes del majestuoso salón. Seguramente lo habían usado hacía muchos años como salón de fiestas o como lugar de reunión de la familia. Era un habitación con techo muy alto, paredes finamente decoradas y varias ventanas rectangulares, hasta el techo.

 Se me acercó la asistente del director y me dijo que las tomas de exterior ya se habían descartado por completo. Era lo obvio con la cantidad de lluvia que caía. Dentro del edificio parecía una cueva pues habían apagado las luces y de afuera casi no entraba nada. La magia se rompió el momento que alguien prendió la luz y todo quedó como aplastado contra las paredes. Así la habitación ya no estaba tan hermosa, no se veía ni tan grande, ni tan majestuosa ni nada. Se veía casi como cualquier otra habitación de casa antigua.

 La asistente me dijo que podía ir a la habitación que me había asignado para cambiarme al siguiente atuendo. Serían las últimas fotos y terminaríamos por completo. Eso me hacía feliz y a la vez no porque quería decir que ya se acababa esta increíble aventura que todavía me costaba entender. Estaba cansado de mantener poses y de tratar de no reír o de no hacer nada inapropiado pero la verdad era que había sido una oportunidad tan única que lo que podía sentir de verdad era mucho agradecimiento por la manera en que habían confiado en mi.

 Todo empezó porque yo estaba desesperado. Llevaba más de un año buscando trabajo y no encontraba donde meterme. Al comienzo, por mis experiencias pasadas y mi educación, me limité a buscar trabajos que casi estuviesen hechos a mi medida. Fui a varias entrevistas y en todas, al parecer, siempre había alguien más impactante, que hablaba más basura de una manera u otra. Eso los convencía y elegían siempre al de la personalidad explosiva y nunca a alguien con la experiencia y el conocimiento que yo tengo.

 Siempre pensé que ser modesto con los conocimientos adquiridos es una estupidez. Si uno sabe algo que los demás no o conoce el mundo un poco mejor, no tiene nada de malo hacerlo ver. Eso sí, tampoco se trata de usar eso para ser malo con la gente o algo así. El caso es que por mucho que supiese de la vida y del mundo, nadie quería contratarme y estaba muy desesperado porque no tenía dinero para nada. Vivía con mi familia pero esa era otra situación que podía ponerse mal cualquier día porque ellos pensaban lo mismo que él: ¿Cuándo se irá a hacer su vida?

 Pero el mundo no quería ofrecerme ninguna de las oportunidades disponibles. Tuve que bajar la cabeza y buscar trabajos pequeños, haciendo cualquier cosa. Hubo un tiempo que trabajé medio tiempo en una tienda de helados y el resto del día doblaba ropa en una gran tienda por departamentos. También limpié los pisos de una oficina en las noches y trabajé en uno de esos centros de llamadas donde se reciben pedidos de domicilio del otro lado del mundo. Cada uno de esos trabajos era temporal, por pocos meses. Y la paga era miserable.

 Con lo poco que tenía no me alcanzaba para vivir solo. De hecho, escasamente me alcanzaba para comprar las cosas necesarias para la vida diaria como desodorante, cargar el celular y cosas por el estilo. Era muy triste y hubo un momento en que seriamente consideré que mi suerte siempre había sido la misma y que más valdría muerto que vivo. Afortunadamente, ese fue un pensamiento de pocos segundos y nunca se hizo fuerte ni real.

 Fue mucho después cuando, tomando algo en un bar, escuché a dos personas hablando de cómo pagaban muy bien por desnudarse frente a una cámara. Los que hablaban del tema obviamente jamás lo habían hecho y lo decían más como para hablar de algo curioso e interesante. Pero a mi me interesó de verdad pues era una de esas opciones que no había contemplado. Busqué en internet hasta que di con el nombre de una agencia que proveía ese servicio. Los contacté e hicimos una cita para el día siguiente. Se supone que solo hablaríamos.

 Mi sorpresa fue que me pidieran desnudarme a los cinco minutos de haber llegado. Según el encargado, tenían que ver que si pudiese registrar bien en cámara. Yo, como un tonto, accedí. Hice lo que ellos llaman una audición y por ese día terminó todo. Yo me sentía muy extraño al haberme quitado la ropa frente a unos tres desconocidos que lo único que hacían era decirme que hacer pero de la forma más seca y desinteresada. Creo que notaron mi incomodidad porque nunca me llamaron ni me contactaron de vuelta. Sin embargo, eso me llevó al presente.

 Un hombre me contactó de otra agencia y básicamente me decía que sabía la “audición” que había hecho para otra compañía pero que quería que hiciese una para la suya. Yo me puse nervioso y le confesé que yo no era modelo ni actor ni nada por el estilo. Yo solo estaba desesperado por buscar trabajo, algo estable para poder tener una vida propia y digna. El hombre insistió y le dije que sí porque, al fin y al cabo, nadie más me estaba brindando ningún tipo de oportunidades así que no tenía nada que perder.

 El lugar al que fui al otro día era muy distinto al de la primera vez. Ese sitio era básicamente una casa con ciertas habitaciones adecuadas para funcionar como oficina. En cambio la de Carlos, mi actual jefe, es en un edificio renovado que funciona exclusivamente para su empresa. El primer día que fui estaba muy nervioso porque no sabía que esperar. No sabía para qué estaba allí, solo que la persona que me había llamado sabía de las fotos que me habían tomado el día anterior. ¿Habría visto esas fotos o solo le habrían comentado mi experiencia?

 Cuando por fin me hicieron pasar a su oficina, Carlos me explicó que ellos tomaban todo tipo de fotos para varios tipos de publicaciones. Aunque sí hacían desnudos, trataban de que no fueran grotescos y más que todo artísticos. Pero no me había llamado a mi para eso sino porque le estaba urgiendo una persona que modelara una nueva línea de ropa interior. El problema que tenían era que necesitaban modelos variados y no el típico hombre muy alto y lleno de músculos. El cliente quería hacer énfasis en que todo el mundo puede usar su producto.

 En el momento no supe si sentirme bien o mal al respecto de lo que me dijo. Pero la necesidad tiene cara de perro y de uno muy maltratado, así que acepté hacer una prueba ahí mismo. Me tomaron muchas fotos y de nuevo alegaron que me contactarían si pasaba cualquier cosa. Casi me caigo de la cama cuando, al otro día muy temprano, me llamó el mismo Carlos para decirme que mis fotos le habían gustado mucho al cliente y que me quería para más fotos. Y así fue como resulté en este hermoso edificio vestido con solo ropa interior de varios colores.

 Nunca he sido modelo y la verdad siempre había tenido una relación un poco extraña con mi cuerpo. Mejor dicho, siempre pensé que podía ser mejor. Durante mucho tiempo hice ejercicio para mantenerme distraído y no enloquecerme por la búsqueda de un trabajo que parecía no existir para mi. Nunca hubiese pensado que ese cuerpo que muchas veces me había dado pena mostrar en una playa o en un piscina, iba a ser el que tendría la clave para que yo pudiese empezar a salir de mi casa a vivir mi propia vida. Es que se me olvidaba decir que pagan muy bien.


 Las últimas fotos fueron al lado de un ventanal hermoso en una escalera de caracol muy amplia y lujosa. Era un lugar fantástico. Cuando terminamos, Carlos me agradeció y me dijo que teníamos que hablar sobre otros proyectos. Yo asentí feliz pues él se había ganado mi confianza. De la nada también salió un hombre rubio alto de barba que me abrazó y me dijo muchas cosas bonitas, lo que me hizo sentir algo incómodo. Resultó ser el diseñador de la ropa interior que me prometía un lugar en su nueva línea de ropa para el verano y la playa. Acepté sin dudarlo.

lunes, 15 de agosto de 2016

Correr

   La mujer pasó corriendo entre las casitas que formaban el barrio periférico más alejado del centro de la ciudad. Para llegar a todo lo que tenía alguna importancia, había que soportar sentado durante casi dos horas en algún bus sin aire acondicionado y con la música de letra más horrible que alguien jamás haya escrito. Por eso la gente de la Isla, como se conocía al barrio, casi nunca iba tan lejos a menos de que fuese algo urgente.

 María corría todos los días, muy temprano, antes de tener que empezar su día laboral como todos los demás. Era el único momento del día, cuando la luz afuera todavía estaba azul, cuando podía salir a entrenar y seguir preparada para cumplir sus sueño algún día. En un rincón de su mente había algo que le decía que las posibilidad era mínima pero que si existía la posibilidad, era mejor no darse por vencido tan fácilmente. Y María no era de las que se daban por vencidas.

 Su casa estaba en la zona alta de la Isla. Sí, porque incluso lo barrios más pobres están subdivididos, porque eso hace que la gente sea más manejable, entre más repartidos estén en sectores que solo existen en sus mentes. El recorrido de su ruta de todos los días terminaba allí y apenas llegaba siempre se bañaba con el agua casi congelada de la ducha y ponía a calentar algo de agua en una vieja estufa para hacer café suficiente para todos. Era difícil cocinar con dos hornillas viejas, pero había que hacer lo imposible. María estaba acostumbrada.

 El desayuno de todos los días era café con leche, con más café que leche porque la leche no era barata, pan del más barato de la tienda de don Ignacio y, si había, mantequilla de esa que viene en cuadraditos pequeños. Normalmente no tenía sino para aceite del más barato pero la mantequilla la conseguía en las cocinas del sitio donde trabajaba. No era algo de siempre y por eso prefería no acostumbrarse a comerla. Podía ser algo muy malo pensar de diario algo que la vida no daba nunca.

 María trabajaba en dos lugares diferentes: en las mañanas, desde las siete hasta la una de la tarde, lo hacía en una fábrica de bebidas gaseosas. Pero ella no participaba del proceso donde llenaban la botella con el liquido. Marái estaba en el hangar en el que limpiaban con ácido las viejas botellas para reutilizarlas. Había botellas de todo la verdad pero eran más frecuentas las de bebidas gaseosas.

 Su segundo trabajo, que comenzaba a las dos de la tarde, era el de mucama en un hotel de un par de estrellas a la entrada de la ciudad. Era un sitio asqueroso, en el que tenía que cambiar sabanas viejas, almohadas sudadas y limpiar pisos en los que la gente había hecho una variedad de cosas que seguramente no hacían en sus casas.

 Para llegar a ese trabajo a tiempo disponía de una hora pero el viaje como tal duraba cuarenta y cinco minutos por la cantidad de carros en las vías. Solo tenía algunos minutos para poder comprar algo para comer en cualquier esquina y comer en el bus o parada en algún sitio. Lo peor era cuando llovía, pues los buses pasaban llenos, los puestos de comida ambulante se retiraban y no se podía quedar por ahí pues las sombrillas eran muy caras y se rompían demasiado fácil para gastar dinero en eso.

 Mientras hacía el café con leche del desayuno, se vestía con el mono de la fábrica y despertaba a su hermana menor y a su hermano mayor. Él trabajaba de mecánico a tiempo completo. No era sino ayudante pero el dinero que traía ayudaba un poco. Era un rebelde, siempre peleando con María por los pocos billetes que traía, pensando que podía invertirlos de mejor manera en apuestas o en diversión. Su nombre era Juan.

 Jessica era su hermana menor y la que era más difícil de despertar. Ella estaba en el último año del colegio y esa era su única responsabilidad por ahora. Ni María ni Juan habían podido terminar la escuela pero con Jessica habían hecho un esfuerzo y se había podido inscribir en el colegio público que quedaba en la zona baja de la Isla. Era casi gratis y María la dejaba en la puerta todos los días, de camino al transporte que la llevaba a la fábrica de limpieza de botellas.

 Aunque la más joven de las dos estaba en esa edad rebelde y de tonterías diarias, la verdad era que Jessica no se portaba mal o al menos no tan mal como María sabía que los adolescentes podían hacerlo. No había quedado embarazada y eso ya era un milagro en semejantes condiciones. María a veces pensaba que eso podía ser o muy bueno para una mujer o un desastre completo. No era raro oír los casos de violencia domestica y cuando decía oír era escuchar los gritos viniendo de otras casas.

 Sus padres no vivían. Hacía un tiempo que habían muerto. Su padre era un borracho que se había convertido del cristianismo al alcoholismo después de perder montones de dinero en inversiones destinadas al fracaso. Era su culpa que su familia nunca hubiese avanzado. Decían que su muerte por ahogo había sido por la bebida pero algunos decían que era un suicidio por la culpa.

 La madre de los tres no duró mucho después de la muerte de su esposo. No lo quería a él ni tampoco a sus hijos pero sí a la vida estable que le habían proporcionado. Al no tener eso, se entregó a otros hombres y pronto se equivocó de hombre, muriendo en un asunto de venganza de la manera más vergonzosa posible.

 Las mañanas comenzaban muy temprano para los tres. Los tres caminaban juntos al trabajo, apenas hablando por el frío y el sueño. Primero dejaban a Jessica en la escuela, quién ya había empezado a hablarle a sus hermanos de sus ganas de estudiar y María ya le había explicado que para eso tenía que ser o muy inteligente o tener mucho dinero. Y lo segundo ciertamente no era la opción que ella elegiría.

 Juan y María se separaban en la avenida principal. El taller estaba cerca del paradero del bus pero él nunca se quedaba a acompañarla. Se querían pero había cierta tensión entre los dos, tal vez porque no veían el mundo de la misma manera, tal vez porque no veían a sus padres con los mismos ojos. Juan era todavía un idealista, a pesar de que la realidad ya los había golpeado varias veces con una maza. Él no se rendía.

 El bus hasta la fábrica lo cogía a las cinco de la mañana. Casi tenía que atravesar media ciudad para poder llegar justo a tiempo. Le gustaba llegar un poco antes para evitar problemas pero eso era imposible de prevenir. Ya había aprendido que cuando las cosas malas tienen que pasar, siempre encuentran la manera de hacerlo. Así que solo hay que ponerle el pecho a la brisa y hacer lo posible por resistir lo más que se pueda. Y así era como vivía, perseverando sin parar.

 En el transporte entre la fábrica y el hotel siempre le daba sueño pero lo solucionaba contando automóviles por la ventana. Era la mejor distracción.  Ya en el hotel evitaba quedarse quieta mucho tiempo. Incluso con esa ropa de cama tan horrible, a veces daban ganas de echarse una siesta y eso era algo que no podía permitirse.

 Siestas no había en su vida, ni siquiera los domingos que eran los únicos días que no iba al hotel a trabajar. Con la tarde libre, María solo corría varias veces, de un lado al otro de la Isla, como una gacela perdida. Los vecinos la miraban y se preguntaban porque corría tanto, si era que estaba escapando de algo o si estaba entrenando de verdad para algún evento deportivo del que ellos no sabían nada.

 Y la verdad era que ambas cosas eran ciertas. En efecto, corría para escapar de algo: de su realidad, de su vida y de todo lo que la amarraba al mundo. Prefería un buen dolor de músculos, la concentración en el objetivo, que seguir pensando durante esas horas en lo de todos los días. También se entrenaba para un evento pero no sabía cómo ni cuando sería. Solo sabía que un día llegaría su oportunidad y debía estar preparada.


 Correr esa su manera de seguir sintiéndose libre, aún cuando no lo era.

lunes, 13 de junio de 2016

Como un vampiro

      Mi casa parece la casa de un vampiro. No porque esté ubicada en una colina lejana con rayos y centellas detrás o porque tenga muchos pasillos secretos y un sótano lleno de ataúdes. Lo digo por los espejos: no hay ni uno solo. Al comienzo, cuando volví, se me hacía raro ir a cepillarme los dientes al baño y no tener donde mirarme. Lo mismo con el espejo que solo había sobre el mueble de la sala, que siempre había hecho parecer que mi pequeño apartamento era mucho más grande de lo que era.

 También habían sido retirados los espejos más pequeños, casi todos en mi habitación y en el baño. Lo único que daba un reflejo era, a veces, los vidrios de las ventanas y los charcos de agua que se hacían en el baño cuando usaba la ducha. No podía culpar a mi familia por haber tomado semejantes decisiones. Al fin y al cabo, tenía dos marcas bastante notables en las muñecas que me recordaban porqué no podía mirarme al espejo nunca y también porqué todavía no estaba listo para volver a hacerlo.

 Hacía casi un año había vuelto a casa, después de vivir un año en una institución alejada de la sociedad. Estaba en el campo, donde había animales para acariciar y gente amable que hacía preguntas con mucho cuidado. Allí me curé de mis heridas y fui, poco a poco, recuperándome de todas ellas, las físicas y las mentales. Creo que el proceso fue muy rápido y todavía me da algo de miedo que todo haya sido tan apresurado. ¿Que tal si no funcionó?

 Supongo que tendré que esperar a ver para saberlo. Es un problema con el que tendré que vivir, lo mismo que con las cicatrices en mis muñecas y con el hecho de no tener espejos. A todo se acostumbra uno. Lo mismo sucedió con mi trabajo que, obviamente, no había esperado por mi mientras estaba encerrado. Tuve que empezar a buscar algo que hacer y lo encontré teniendo dos trabajos en casa. Tuvieron que ser dos para poder pagar las facturas y demás.

 El primer trabajo es muy simple. Soy vendedor por teléfono de productos lácteos para una gran empresa. Desde temprano en la mañana hasta la hora del almuerzo, me la pasa llamando a oficinas y a diferentes tipos de personas, preguntándoles por sus pedidos de yogures, quesos, leche y demás productos. Algunas veces son colegios y otras veces supermercados. Es muy aburrido pero pagan a tiempo.

 Sin embargo, pagan mal y por eso necesito el otro trabajo que hago en las tardes, hasta las ocho de la noche. Soy asistente técnico para una compañía que provee servicios de internet y de telefonía. La verdad es que mi horario no es estable y puede terminarse antes o muchos después, eso depende de cuando llegue alguien a cortar mi tiempo con los clientes. Es casi al azar.

 Los días son pesados pero, gracias a que sé negociar y utilizar mis incapacidades, no trabajo los fines de semana. Esos dos días los tengo solo para mí. Los sábados normalmente son los días más activos, en los que recibo la visita o visito yo mismo a mis padres. Siempre tienen mucho que decir y mucho que hacer. Sea como sea, siempre que me veo con ellos hay comida por montones, sea que la hacen o sea que pedimos a domicilio. Siempre me dicen que me veo flaco y triste pero creo que eso es algo que ya no se puede arreglar y trato de bromear al respecto.

 A veces las bromas salen muy mal y hago llorar a mamá o enojar a papá. Todavía es difícil hablar del tema, de mi tiempo lejos de todos y de porqué no hay espejos en la casa. Es algo delicado y, la verdad, tratamos de que no sea necesario hablar del tema. Porque no lo es. Nadie necesita escuchar esa historia por enésima vez, nadie necesita revivirlo todo de nuevo, ni ellos ni yo, así que simplemente no lo discutimos.

 Los sábados también suelen ser para salir a dar una vuelta. Normalmente voy con ellos, casi nunca solo. Me acompañan a comprar ropa, a comer algo, a ver gente por aquí y por allá. A pesar de que gano mi dinero, todavía necesito el apoyo económico de mis padres. Sin él no tendría que vestir ni tampoco electricidad para cocinar o para tener la luz prendida toda la noche como me pasa seguido.

 Tengo que confesar que no son pocas las veces que me siento mal por ello. No creo que mis padres tengan la responsabilidad de cuidarme a esta edad todavía pero lo hacen sin decir nada más. Al comienzo, cuando apenas había vuelto del “lugar”, me tuve que quedar con ellos y fue tras mucho insistir que me dejaron volver al apartamento que alguna vez había comprado con dinero ganado en mi trabajo anterior.

 Cuando los convencí que podía vivir solo, decidieron que lo mejor era traerme bolsas llenas de cosas. Me compraban ropa y la traían directo de la tienda o venían con bolsas y bolsas del supermercado. Pasaron un par de meses, en los que venían varios días en la semana, antes que escucharan y entendieran que yo no necesitaba actos de caridad de nadie. No quería que me regalaran las cosas como si no tuviese pies o manos.

 Lo mejor que pudieron hacer fue llevarme a los lugares y limitar sus compras. Tampoco quería que se gastaran el poco dinero que tenían en mi. Pero querían ayudar con tanto ahínco que los dejé que me hicieran un pequeño mercado cada mes y que me compraran una prenda de vestir cuando yo se le los pidiera. Era lo máximo que podía normalizarse nuestra relación después de lo ocurrido.

 Fue en uno de esas salidas a comprar ropa en las que me volví a mirar en un espejo. Normalmente me compraba todo acorde a las tallas y si había que hacer arreglos pues mamá haría su mejor esfuerzo. Pero para comprar pantalones era mejor probármelos, porque cada marca era distinta, todas las tallas, así fuesen del mismo número, no eran iguales en un almacén que en otro. Entonces me decidí por dos modelos en una gran tienda e hice la fila para entrar a los probadores. Yo empecé a sudar allí, pues me molestaban tales aglomeraciones.

 Desafortunadamente para mí, la fila se movió con rapidez. Me tocó en el último probador en un pasillo estrecho y apenas entré, caí en cuenta del espejo. Al comienzo, lo ignoré completamente. Hice el ejercicio de darle la espalda y quitarme los pantalones que tenía puestos así. Me temblaba todo y me demoré más de lo normal quitándome la ropa. Casi tropiezo al quitarme los pantalones de los tobillos y fue entonces, casi en el suelo, que mis ojos se tropezaron con mi reflejo.

 Todo volvió a ser como ese día, hacía casi dos años. Lo recordé todo de golpe, cada detalle de esa escena en la que había cogido a puños el espejo del baño hasta destrozarlo. Mis puños sangraban pero no había terminado. Tomé uno de los trazos más grandes y, sin dudas, me corté las muñecas como pude. Por suerte, era sábado y no demoraron en encontrarme unos amigos que venían a tomar algo todos los fines de semana.

 Me puse de pie en el vestidor a pesar de estar mareado. Creí que iba a vomitar pero me contuve. Miré los pantalones que esperaban a ser probados pero me di cuenta entonces que me sentía muy débil. Todo me daba vueltas y mis brazos se sentían como hechos de papel. No era momento de probarme ropa ni nada de esas tonterías. Como pude me puse mis pantalones de nuevo y salí corriendo de allí. Les dije a mis padres que compraran los de mi talla.

 Cuando volví a casa, fui directamente a la cama. Me quité la ropa y me acosté boca abajo. Tenía ganas de llorar pero no lo hice, no había lágrimas en mis ojos. Sin embargo no podía dejar de pensar en como se sentía el vidrio sobre mi piel y mis manos destrozadas por el vidrio del baño. Instintivamente, me miré las muñecas y los nudillos. Cualquiera vería con facilidad lo que había dejado ese episodio de mi vida en mi cuerpo.


 Como era común, no pude dormir en toda la noche. Me la pasé pensando, en la oscuridad, en los sentimientos que me habían hecho destrozar ese espejo. Recuerdo bien que lo destrocé simplemente porque me vi en el él y no soportaba verme. Aún hoy, eso no ha cambiado. Agradezco a mi familia que haya convertido mi casa en la de un vampiro.