Sí, el agua muy caliente quema. Pero aún así
se siente mejor que nada en el mundo, sobre todo cuando deseas sentir que las
cosas resbalan por tu cuerpo y se precipitan por un drenajes para nunca más
volver. Es un momento de paz que pocas veces se puede disfrutar en la vida
agitada que todos tenemos hoy en día. La ducha es ese rincón en el que podemos
estar solos con nuestros pensamientos por un buen rato, sin que nadie nos
interrumpa. No es un lugar para compartir, muy al contrario. Es privado de
verdad.
Siempre que llego tarde a casa, o muy
temprano, me gusta relajar el cuerpo con una ducha caliente. Obviamente apenas
llego lo que hago es dormir lo más que se pueda pero después me levanto sin
nada de ropa, entro al cuarto de baño y abro la llave del agua caliente.
Mientras el agua se calienta, me miro en el espejo: casi siempre tengo las
ojeras bastante marcadas pero mi cuerpo se ve como casi todos los días, lo que
es bueno. No soy fanático de los grandes cambios, ni en mi cuerpo ni en mis
alrededores.
Cuando entro a la ducha, siento como si el
agua de verdad limpiara todas las cosas que quiero sacar de mi ser. Puede sonar
exagerado, pero creo que todos tenemos algo adentro que nos conmina a
experimentar y a romper las normas de lo que está establecido en nuestro mundo.
O al menos eso creo yo porque lo he hecho tantas veces. De pronto es por eso
mismos que una ducha para mi es algo casi espiritual, como una limpieza
profunda de mi alma y mi mente que, así no sea algo permanente, se me hace casi
necesaria.
Al comienzo, solo me quedo de pie bajo el
agua, sintiendo como la gotas caen a raudales en mi cara, en mis hombros, en mi
cuerpo. Siento las gotas, ya separadas del resto, resbalar por mis piernas, mi
espalda y todo mi cuerpo. Se siente tan bien que, no es raro que cierre los
ojos y me pierda en ese mundo que creo para mi mismo por un rato. Se siente tan
bien que no puedo evitar dejarme ir, y es entonces que mi mente se pone a
inventar y a recordar y a reflexionar. Se relaja tanto que trabaja mejor que
nunca.
A veces se me va la mano con el tiempo que
paso debajo de la ducha y he tratado de remediarlo, sobre todo cuando tengo que
despertarme temprano. Pero cuando tengo la oportunidad, como en esas mañanas
casi tardes después de una noche de excesos, me quedo más tiempo del que
seguramente es necesario y entro al mundo en el que más me siento cómodo. Yo
creería que puedo estar, en ese extraño trance, unos cinco minutos debajo del
agua, si no es que más. El tiempo pasa de una manera diferente cuando estás
concentrado en algo y te sientes tan a gusto que no te cambiarías por nadie en
el mundo.
Cuando despierto de ese momento mágico, me
siento mejor que nunca. Es como si en verdad el agua tuviera una propiedad
especial que limpia mi conciencia, saca todo el mugre y se lo lleva lejos de
mi. Claro que está solo en mi poder no contaminarme a mi mismo, pero tengo que
admitir que no soy tan bueno en ese aspecto de la vida y por eso las duchas
largas y confortables son para mí la solución perfecta para no morir de estrés.
Me gusta sentir que tengo el poder de limpiarme a mi mismo cuando quiera y cómo
quiera.
Después es que de verdad empiezo a limpiarme a
mi mismo, me refiero al físico. Por fin salgo del trance y tomo el jabón y hago
lo que todos hacemos en la ducha. Ahí ya nada es diferente a lo que hacen
millones de otros, tal vez incluso a la misma hora. En un mismo momento muchos
nos unimos para entrar en ese ritual pero dudo que todos, ni siquiera que la
mayoría, piensen en semejante acto tan común y corriente como algo tan
espiritual e importante como me lo parece a mí. Al menos eso es lo que creo.
Cuando termino con el jabón, casi siempre,
cierro la llave de golpe. Lo hago así porque si lo pienso demasiado jamás
saldría de allí. Es como interrumpir algo que sabes que no debes seguir porque
tienes muchas otras cosas que hacer. Se siente feo, es verdad, pero creo que es
la mejor manera. Mi cuenta del agua llegaría por las nubes y ni se diga la de
la electricidad. Esa es la razón práctica. Pero la verdadera, la importante, es
que he aprendido a guardar esos momentos como pequeñas joyas y he aprendido a
manejarlos.
Cuando cierro la llave, casi siempre me quedo
allí un pequeño momento, pensando y mirando a mi alrededor. Me gusta pensar que
todos nos sentimos igual cuando estamos sin ropa. Es un momento vulnerable pero
que todos conocemos. No existe un solo ser humano que simplemente haya nacido
vestido o que nunca se quite sus ropas. Incluso aquellos que viven en la calle,
por una razón o por otra, se quitan alguna vez sus harapos para disfrutar algo
de agua fresca, así sea para limpiarse la cara o las manos o refrescarse los
pies.
Todos somos iguales en ese momento después de
ducharnos. Y eso siempre me ha parecido que es uno de esos grandes conectores
de la humanidad. Claro que a la mayoría de seres humanos les parece que el
estar desnudo es algo casi tan malo como moler a golpes a otra persona, pero de
todas maneras es algo que disfruto pensar. Además, nunca me ha molestado en lo
más mínimo estar desnudo. Es lo que soy y no va a cambiar de un momento a otro
así que, ¿porqué tendría que preocuparme de lo que piensen los demás de mi
físico? No tiene nada de sentido sentir vergüenza en ese momento. No le veo
sentido.
Cuando por fin salgo, me envuelvo con la toalla
y miro la pantalla de mi celular, que casi siempre dejo a la mano por si acaso.
Miro la hora y veo que he estado entre cuatro y diez minutos bajo el agua. Es
lo normal en mi caso pero no sé si eso se repita en la vida de todos, supongo
que tiene que ver con el poder adquisitivo y el nivel de culpa que tenga cada
uno acerca del cambio climático. El caso es que salgo de la ducha un poco
renovado, con menos toxinas en el cuerpo y en la mente. Me siento mejor
entonces.
En mi cuarto me tomo mi tiempo para ponerme la
ropa. No me apuro y menos aún si se trata de unos de esos días en los que sé
que no haré nada. Me paseo desnudo por la habitación eligiendo la ropa que
vestiré y luego me echo en la cama y me distraigo un largo rato hasta que
recuerdo que me estaba vistiendo y prosigo con la ropa interior, las medias y
así hasta que solo me falte ponerme los zapatos. Siempre en el mismo orden,
casi siempre de la misma manera. Esa rutina es una que nunca me ha molestado
pues, ¿porqué lo haría?
Con el agua habiendo relajado mis músculos,
empiezo en varias cosas que debería hacer. Algunas veces escribo mis ideas,
otras veces las guardo en compartimientos mentales que sé que podré acceder en
el momento que yo quiera. Pueden ser ideas sobre un tema para escribir o para
un video o para hacer en la vida en general. Pueden ser tonterías como volver a
jugar un videojuego que no he volteado a mirar en años o algo tan importante
como recordar pagar una cuenta especialmente importante.
Ese es el momento en el que todo aflora, casi
como después de una tormenta o de una erupción volcánica severa. Por eso creo
que la ducha actúa como un calmante para la mente, que se inquieta y excita
cuando desafías a la vida misma. Es una relación simbiótica que, y creo en esto fervientemente, hay que conocer
al menos una vez en la vida. Es importante saber cuales son nuestros limites y
lo que estamos dispuestos a hacer con tal de conocernos a nosotros mismos como
los seres humanos complejos que sabemos que somos.
Cuando ya tengo los zapatos puestos y han
pasado un par de horas desde el momento de la ducha, se empieza a sentir que
los efectos se van poco a poco. Las ideas fluyen menos y las ganas de hacer
algo, sea lo que sea, no son tan imponentes como antes. Es como si todo cayera
en un sueño ligero.
Sin embargo, la ducha no es la única cosa que
podemos hacer en la vida para sentirnos libres. Hay muchas otras y creo que
dependen de las personas, cada una con su personalidad individual
particular. Solo digo que el agua nos
une sin lugar a dudas, y luego nosotros elegimos nuestro mejor camino.