A lo lejos se oyeron las campanas de alguna
iglesia y por cada una de las callecitas se escucharon los gritos de jubilo de
todos los que estaban afuera esperando que el año nuevo llegase. Había gente
con amigos esperando con unas cervezas, familias con niños besándolos y
premiándolos con algún dulce, como si un nuevo año tuviese que empezar
premiándolos por nada. También había muchas personas de otros lugares, con
otras tradiciones, a las que el año nuevo les daba un poco lo mismo. Sin
embargo, algunos estaban en la calle con el resto de sus amigos que sí
celebraban o porque estaban de turismo y deseaban unirse a la fiesta o
simplemente porque eran dueños de algún negocio y tenían que aprovechar cada
momento.
En uno de esos negocios estuvo P unos diez minutos
antes de que sonaran las campanas. Vendían allí muchas cosas pero lo que él
compró fue un gofre cubierto de chocolate liquido y calientito. Era lo mejor
para una noche tan fría y para distraerse mientras eran las doce de la noche.
Había decidido salir a pasear a esas horas solamente porque hubiese resultado
muy triste irse a dormir antes o pasar la medianoche en la cama con los ojos
abiertos, pues sabía que iba a estar despierto de todas maneras.
Más temprano había salido a dar una vuelta por
ahí, visitando algún museo o no sé qué. El caso es que había caminado mucho y
ya estaba cansado de sentir los pisos de piedra de las calles antiguas del
centro de Bruselas, donde estaba solo de visita. Era una ciudad curiosa, como
comprimida en un pequeño valle, casi se podía decir que era una ciudad en
miniatura, pues todo parecía haber sido puesto ágilmente por las manos de un
gigante, nada parecía nuevo pero seguro que había muchas cosas que no tenía
sino meses de existir o menos.
Comiendo el gofre, paseó por las calles que ya
se sabía de memoria y vio como ya había borrachos, turistas despistados y una
fila enorme para entrar en la plaza principal y ver las luces y el show musical. Como ya lo había visto otras
noches, ni siquiera intentó entrar. Mucho menos sabiendo que no iba a haber
juegos artificiales ni nada por el estilo. Todo iba a ser muy normal, muy
sobrio. Caminaría hasta que la medianoche lo encontrase, terminaría de comer y
se iría al hotel a dormir. P ya lo había pensado así y no pensaba cambiar de
plan.
Sin embargo las cosas nunca pasan exactamente
como uno las prevé. Caminando por ahí, pensando en su familia y sus amigos, tan
lejos de allí, P se dio cuenta de pronto que estaba en un barrio que no
conocía. De hecho, no sabía cuanto había caminado desde el centro de la ciudad
para encontrarse allí. Sacó el celular para buscar la ruta más corta al hotel
pero el aparato no servía, la pantalla no se encendía. Siguió caminando por
miedo a quedarse solo en la mitad de la nada y entonces lo vio.
Salió de un bar, o lo que parecía un bar. La
verdad era que todo su entorno tenía algo raro, como si lo estuviera viendo a
través de una botella o de un vidrio empañado por el frío. Pero apenas lo vio,
supo que era él. En sus sueños siempre lo sentía, no lo veía nunca lo
suficientemente claro. Pero esta vez lo veía completo y era lo más hermoso que
hubiese visto nunca. Su nombre era Q, lo sabía. Sacó él su celular y contestó
una llamada y eso le causó curiosidad a P, pues el suyo seguía sin servir. Se
acercó con cuidado para no asustarlo y cuando Q colgó, P lo saludó.
Ambos entrecerraron los ojos. Al parecer el
fenómeno visual lo sentía todo el mundo. Pero cuando Q lo tuvo en frente, se le
dibujó una sonrisa enorme y se le lanzó encima a abrazarlo y besarlo. Y P no
hizo nada para detenerlo, al contrario, le correspondió tanto el abrazo como el
beso. Fue un tanto extraño pues no conocía bien a Q, al menos no en persona, en
al realidad. Pero ahí estaban los dos abrazándose, Q diciéndole que menos mal
que había decidido venir pues no le gustaba cuando peleaban. Le preguntó a P si
había estado en la casa todo el tiempo y P asintió, sin saber de que le
hablaba.
Fue todo tan confuso, que P solo se dejó
llevar de la mano hacia el interior del local donde los esperaba gente que no
conocía pero que lo saludaron como si ellos sí lo conocieran. A algunos creyó
reconocerlos de alguna parte y a otros no los había visto jamás. Estaban apenas
bebiendo algo y decían que después de las doce era la hora perfecta para comer.
El sitio no era un bar sino un restaurante y el dueño era uno de ellos que
empezó a acercar fuentes y platos y bandejas con comida deliciosa. Q le dio
otro beso a P antes de atacar las berenjenas gratinadas y otro más antes de los
corazones de pollo con especias.
Era surreal pero P quería estar allí todo lo
necesario y aprovechaba cada segundo para verle la cara a Q, para recordar cada
detalle de su rostro para que nunca la olvidase: tenía el pelo suave y algo más
claro que él, era más alto y con una sonrisa enmarcada por unos labios color
rosa. Tenía la nariz ligeramente grande pero muy bonita y la línea de la
mandíbula marcada pero sin ser brusca. Su cuello era el de un hombre trabajador
así como sus hombros. Sus manos eran suaves y él, todo él, olía a una mezcla de
mandarinas y vainilla, algo fantástico.
Entonces P se giró a la puerta y esperó que
entraran miembros de su familia y sus amigos, gente a la que extrañaba
profundamente. Pero ellos no venían. Pensó en qué estarían haciendo y esperó
que no estuvieran solos, que no pasaran esa noche mirando las estrellas o
durmiendo para escapar de la realidad, que es dura y fea.
Sirvieron lasaña y hubo más besos de parte de
Q, que se dio cuenta que P estaba algo triste. Solo dijo la palabra “familia” y
eso lo hizo acreedor de un beso suave y largo, que les mereció burlas
bienintencionadas del resto de los comensales. Fue ahí que P se dio cuenta pero
no le importó. La lasaña estuvo deliciosa, así como el postre después e incluso
la cidra casera. Se despidieron de los demás hacia la una y media de la mañana.
A esa hora, las calles estaban cubiertas de niebla pero Q parecía tan seguro
caminando que P solo se dejó llevar, una vez más.
De la mano fueron hablando y compartiendo
silencios. El camino pareció durar una eternidad pero no podía haber sido mucho
tiempo. En ese lapso hablaron de su vida futura, de si comprarían por fin esa
mascota de la que tanto hablaban o si siquiera la tostadora que a veces hacía
tanta falta. A P le encantaba como Q era gracioso pero sin exagerar, era
romántico pero lo justo y era autentico, cuanto podía serlo. Y P estaba más que feliz.
Llegaron entonces a un edificio que parecía
ser de eso que no llevaban meses en la ciudad y P siguió a Q cuando sacó unas
llaves y abrió la puerta principal. Subieron dos pisos por las escaleras y
luego Q abrió otra puerta y P trató de disimular que había quedado sin habla.
Mientras P guardaba un vino que les habían regalado y hablaba de lo delicioso
de todo en la cena, P se quedó en el recibidor y contempló algo que nunca había
visto: su casa. Había fotos de él y de Q, en algunas juntos y en otras no
porque había fotos de hacía muchos años. Cuando estaba en el colegio, por
ejemplo. Q lo pilló viéndolo las fotos y no dijo nada, solo se le acercó en
silencio y le tomó la mano.
Lo llevo a la habitación y allí empezaron a
besarse más y abrazarse y tocar los cuerpos del otro. Una a una, las prendas de
vestir fueron cayendo al suelo formando montoncitos con los que nunca
tropezaban. Primero las bufandas que se habían puesto para el frío, después las
camisetas, después los zapatos seguidos de los pantalones. Al final las medias
y la ropa interior, justo antes de cubrirse con la gruesa colcha blanca de la
cama de matrimonio. Hicieron el amor. Así se llamaba lo que hicieron con tanta
pasión y dulzura y cariño. No se podía negar nada. Cuando terminaron, se dieron
muchos besos y se abrazaron, quedando encadenados bajo el hechizo del sueño que
llegó justo al final.
Cuando P se despertó, hizo un esfuerzo
consciente para no abrir los ojos, hundiendo su cara en la almohada. Pero sabía
que eso no podía durar. Entonces afrontó la realidad y contempló con pesar la
habitación del hotel. Estaba desnudo y era ya más de mediodía. Pero eso le daba
igual. Su mente lo había traicionado, le había jugado una mala pasada.
O tal vez, solo tal vez, había visto un pedazo
de su futuro y su cerebro y algo en el mundo se habían aliado para darle a
probar un bocado de lo que podría suceder. Era muy conveniente verlo así pero
así tenía que ser, justo en un momento en el que ya no quería seguir adelante,
en el que estaba cansado de un esfuerzo que parecía inútil. Los extrañaba a
todos y por eso lloró luego de despertarse. Porque también lo extrañaba a él, a
Q, y ni siquiera sabía quién era.
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