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viernes, 11 de enero de 2019

El volcán


   Lo que caía del cielo era ceniza. El volcán cercano había empezado su proceso de erupción. Parecía ser una montaña gentil, como las personas que vivían a su alrededor, puesto que no había habido erupciones sorpresivas ni ningún tipo de explosión. Sin embargo, había despertado a todos por la noche cuando había empezado a escupir ceniza. Hacia las diez de la mañana, el cielo parecía como si fuera mucho más tarde o, mejor dicho, como si el tiempo no hubiera avanzado para ninguna parte.

 La capa en el cielo hecha de ceniza era muy gruesa y parecía estar atrayendo lo peor que podía suceder en ese momento: una tormenta de fuego y piedras que podría destruir todo lo que existía y siempre había estado ahí hacía milenios. Las personas, aunque conocían la montaña y de lo que era capaz, habían elegido quedarse. Por extraño que pareciera, estaban seguros que la montaña no los dañaría a ellos o al menos no de manera permanente. No veían lo que otros sí veían a kilómetros de allí.

 Varios medios, cadenas de televisión y emisoras de radio, habían llegado al pueblo para informar a todo el mundo de lo que allí sucedía. No era todos los días que una montaña parecía estar a punto de causar un nivel de destrucción como ese y estaba claro que a las personas les interesaba mucho saber de que aquellos eventos que causaban muerte y destrucción. Las noticias alegres u optimistas no eran las que vendían más y eso lo sabían muy bien los dueños de los varios medios que habían corrido allí en bandada.

 Se habían agolpado en el pueblo más grande de la zona y desde allí hacían todas las tomas que querían, posaban frente a la montaña y hacían entrevistas a todo el que estuviera dispuesto a responder preguntas que ya todo el mundo había respondido. Exploraban la zona reportando sobre la ceniza que seguía cayendo y las rocas incandescentes que caían de vez en cuando destruyendo algún tejado o bicicleta mal estacionada. Eran incansables repitiendo lo mismo una y otra y otra vez.

 Sin embargo, la montaña no parecía estar muy de acuerdo con las personas que habían venido. Solo echaba cenizas y rocas pero no había explosión ni erupción ni nada por el estilo. Lo más cercano era cuando volaban los drones encima de la caldera y podían observar algo de lava. Pero esta no se movía ni salía por ninguna parte. Se consultaba a los científicos de manera diaria, pero ellos no encontraban ninguna evidencia de que el volcán fuera a reaccionar de manera diferente de un día para el otro. Esto causó más problemas que si la montaña de verdad explotara de un momento a otro.

 El turismo que había crecido alrededor de la inminente destrucción de toda la zona fue amainando en los días siguientes y cuando la ceniza dejó de surgir de la montaña, todos se fueron casi sin dejar rastro. Los pueblos quedaron vacíos de nuevo y los campos tan calmados como antes. Eventualmente la lluvia lavó los campos de la ceniza y las rocas incandescentes que habían aterrizado de cuando en cuando, se habían convertido en simples piedras inertes que en la mayoría de los casos solo estorbaban.

 Los últimos en salir de la zona fueron los científicos, que quisieron quedarse más tiempo para verificar el estado de la montaña. Algunos estuvieron allí incluso dos semanas más pero no encontraron nada que indicara que la montaña se iba a comportar de forma violenta. Hicieron estudios exhaustivos y utilizaron una gran cantidad de máquinas, trabajando día y noche. Sin embargo, no encontraron nada y terminaron por irse como todos los demás, dejando al pueblo tan alejado como antes.

 Después de todo el revuelo, las personas de la región volvieron a sus campos y a sus animales, a cuidar de todo y a aprovechar la fertilidad que la ceniza había traído después de ser absorbida por el suelo. Las flores y los frutos crecieron de forma espectacular durante la siguiente temporada y todos, incluso los más pobres de entre ellos, pudieron comer como nunca antes lo habían hecho. Esto, por supuesto, nunca llegó a las noticias. No era de interés de la gente de lejos que otros vivieran bien.

 En una ceremonia después de la cosecha se honró a los espíritus de la montaña y a aquellos que vivían dentro del volcán. Por muchos años se les había honrado con ofrendas de distintos tipos pero esta era la primera vez que de verdad podían agradecer a la naturaleza por darles tanto. Es que habían podido comerciar de verdad, vender sus productos en sitios lejanos y ganar dinero para invertirlo en la región. Como lo habían hecho ellos mismos, no habían tenido que depender de los políticos y sus mentiras de turno.

 Sin embargo, vivir a la sombra de semejante gigante era algo que no se podía predecir ni entender por completo si no se vivía en el lugar por mucho tiempo. A veces la montaña se comportaba de manera reacia con los vecinos y otras veces podía ser muy generosa. Ellos habían comprendido que era una criatura viva y era así que se lo explicaban a otros, muchos de los cuales no creían ni una sola palabra pero les parecía “bonito” que los campesinos pensaran así acerca de un volcán que para muchos en el planeta no era nada más sino un destructor en potencia.

 Así siguieron las cosas hasta que un día los campesinos empezaron a notar algunos cambios en su entorno. Todo parecía haber cambiado en pocos días y la respuesta de quienes vivían allí era simplemente dejar de trabajar de manera tan intensiva el campo. En algunos sitios encontraron rajas en el suelo y en otros fumarolas que exhalaban un olor podrido que provenía del mismísimo centro del volcán. Cuando el olor fue demasiado para la mayoría, las personas solo empezaron a irse de la región.

 Pronto, no hubo nadie o casi en esas tierras. Los últimos que se quedaron fueron los más ancianos, los que sabían lo que iba a ocurrir y simplemente no les importaba. A ellos les daba igual que pasase una cosa o la otra, puesto que ya estaban listos para la siguiente etapa de sus vidas. Nadie los visitó cuando la región se vació de gente, nadie informó acerca de los extraños sucesos que allí tenían lugar. Nadie dio aviso cuando las personas se fueron ni cuando los ancianos trabajaron solo por meses.

 Un día, el cielo se volvió negro y el volcán explotó con una violencia inusitada. Rocas, cenizas, el campo mismo y las personas volaron por todos lados. Los que habían sido los costados de la montaña ahora eran ríos de lava y la gruesa ceniza ocultó todo lo que había existido allí. Por casi un día entero, todo fue un infierno y no hubo nada que recordara la hermosa región de campos de colores y de vastos cultivos que alguna vez había existido allí. Eso se había terminado para siempre, o al menos eso parecía.

 Todo terminó para cuando los medios por fin llegaron a reportar lo sucedido. Lo único que pudieron mostrar fueron los campos calcinados y la lava ya endurecida bajo el sol de la mañana. Toda la zona había quedado destruida, tanto los pueblos como los campos. Al comienzo se reportó que la mayoría de habitantes había muerto por culpa de la explosión de la montaña, pero con el tiempo se pudo verificar que no estaban allí ni una cuarta parte de los cuerpos que deberían haber sido encontrados.

 Nunca se encontraron a las demás personas que habían vivido allí tantos años. Era como si se hubieran desvanecido de un momento de a otro, por arte de magia o de los muchos ritos que allí habían practicado por tantos años. Muchos buscaron y buscaron pero nunca encontraron nada.

 La montaña, eventualmente, se curó a si misma y a los campos alrededor. Ninguna destrucción de ese tipo se da así no más, sin razón o consecuencias. Algún día, volvería a ser un lugar del cual estar orgulloso y donde poder vivir una vida feliz. Pero había que esperar, como antes otros lo habían hecho.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Volar

   K recordaba la primera vez que otra persona lo vio volar. Esa persona había sido su madre y afortunadamente él no había volado muy lejos antes de que se diera cuenta lo que estaba haciendo. En ese entonces casi no tenía poder alguno sobre sus capacidades. Era un niño asustado que había acabado de descubrir que no era como todos los demás. Su madre casi muere de un ataque al corazón y K tuvo que convencerla de que todo estaba bien y que no había nada que temer.

 Pero ser una madre era eso precisamente: preocuparse y pensar siempre en lo mejor para su hijo. Desde ese día temió por él, en todas las situaciones que pudiesen presentarse. Pensaba que si alguien se daba cuenta de lo que era, lo iban a rechazar y hasta le podrían hacer daño. K no creía que eso fuese posible, pues además de volar, era extraordinariamente fuerte. Podía tomar una roca y destrozarla solo con una mano, apretando como si fuese una naranja o algo por el estilo.

 Con el tiempo, K aprendió a controlar sus poderes y tuvo a su madre para ayudarlo todo el tiempo. Ella le recordaba que esas habilidades que tenía eran un físico milagro y que jamás debería usarlos para motivos personales. No podía usar esa injusta ventaja en el colegio o para conseguir algo que quería. Sin embargo K, aunque la escuchaba, era un chico joven que estaba ansioso por probar sus limites y ver hasta donde podía llegar.

 Para cuando terminó el colegio, K ya controlaba el vuelo y solo necesita correr unos cuantos metros para elevarse. Lo hacía siempre en las noches para que nadie lo viera. Se había comprado una máscara de esas que resistían gases peligroso y se la ponía siempre que quisiera volar alto. Pero después de muchos intentos, se dio cuenta que la mascara no era necesaria. Podía volar sin ella con toda confianza y nada podía pasarle o eso parecía.

 En secreto, visitó varios lugares del mundo. Después de que su madre se acostaba, volaba por el mundo, conociendo otras personas o simplemente caminando por las calles de ciudades mucho más entretenidas que la suya. Cuando llevaba dinero, compraba algo de comida local o se mezclaba con la multitud en alguna cafetería o, si podía entrar, en un bar. Le gustaba sentir que nadie lo veía y que podía pasarse la vida así, conociendo el mundo.

 Sin embargo, todo cambió para K cuando su madre murió, poco después de su ceremonia de graduación. Había alcanzado a salir en fotos y ofrecerle su apoyo total para seguir estudiando lo que quisiera. Su madre no tenía mucho dinero y se había sacrificado desde hacía mucho trabajando en una fábrica de calzado para ganar el dinero suficiente. Tenía ahorrado para un viaje que quería hacer con su hijo y otro poco para su educación. Pero no sabía del cáncer que tenía y que terminó con su vida.

 K lloró por varios días y no salió de su casa por tantos otros, solo hasta el día de la cremación del cuerpo de su madre. Ese día sintió que sus poderes no eran nada, sentía que todo eso que se suponía lo hacían especial eran solo parte de una maldición. Sin querer, rompió una pared de mármol al empujarla con rabia con una mano en la capilla donde hicieron la cremación. Afortunadamente nadie notó el muro hundido hasta después de terminada la ceremonia, cuando él tomó la urna con las cenizas de su madre y se fue directo a casa. Allí se quedó encerrado por varios días.

 Amigos y familiares venían a cada rato a sacarlo de su miseria pero él se la pasaba en el cuarto de su madre, llorando, y contemplando la urna. Fue en uno de esos momentos en los que recordó el deseo de su madre y, una noche de lluvia, se elevó por los aires y voló miles de kilómetros hasta una isla que parecía salida del sueño de alguien. Estaba rodeada de agua perfectamente clara y palmera que se torcían ligeramente hacia el agua. La arena era blanca y el cielo estaba despejado.

 Viendo que no hubiera nadie cerca, K abrió la urna y dejó el suave viento de la Polinesia se llevara las cenizas de su madre hacia el mar y de pronto a alguna de las otras islas cercanas. K vio como la nube de cenizas se fue alejando y fue solo cuando la perdió de vista que decidió dejarse caer en la arena y llorar de nuevo. Las lágrimas resbalan por su cara rápidamente y parecía que hubiese perdido todo control sobre lo que sentía. Incluso estaba un poco ahogado.

 Entonces sintió una mano en el hombre y brincó del susto. Varias lagrimas saltaron también y cayeron sobre la arena. Quién lo había tocado era una chica, tal vez un poco mayor que él. Por su aspecto físico, parecía ser de la isla, no una turista, sino una polinesia real. K no se limpió las lágrimas. Solo dejó de mirar a la chica y volvió el rostro hacia el mar, continuando su llanto en silencio.

 La chica se sentó a su lado y no dijo nada. Tocaba la arena y arrancaba como montoncito y luego los iba esparciendo suavemente pero no hacía nada más ni hablaba del todo. Cada cierto tiempo miraba a K. Parecía que le daba lástima su estado pero también parecía darse cuenta que había algo que no cuadraba. De hecho era bastante obvio ya que la ropa que K tenía puesta nada tenía que ver con el clima en el que estaban.

 El sol empezó a brillar más aún y fue entonces que K se dio cuenta del calor que hacía y que, además de llorar, empezaba a sudar bastante. La chica le tocó el hombro otra vez y le hizo señal de beber. Él, sin entender bien, asintió. Ella se puso de pie y volvió solo minutos después.

  Traía en sus manos un coco y un palo que clavó hábilmente en la arena. K la miró con interés, limpiándose la cara y quitándose la chaqueta, mientras ella partía el coco en el palo que había clavado y, con cuidado, le pasaba un pedazo que contenía bastante agua. Él tomó un poco y luego se lo bebió todo. Al fin y al cabo estaba deshidratado, no se había preocupado por su salud en mucho tiempo. El sol sacándole los últimos rastros de agua de su cuerpo y por eso empezaba a sentirse raro.

 La chica la llamó la atención y señaló su cuerpo, moviendo sus dedos de arriba abajo. Ella tenía puesto un bikini de color amarillo con dibujos. Después señaló a K y dijo una palabra que él no entendió. Ella sonrió e hizo la mímica de quitarse la ropa. Él sonrió también y entendió lo que ella decía. Y tenía razón, él se había vestido sin pensarlo y le sobraban varias piezas de ropa. Entonces se pudo de pie y se quitó todo menos los pantalones cortos que usaba de ropa interior.

 Ella le hizo la señal de pulgares arriba y le ofreció un pedazo de coco. K hizo un montoncito con la ropa y le recibió un pedazo de coco a la joven. Comieron con silencio y entonces K pensó en lo mucho que su madre hubiese disfrutado el lugar y el coco y el mar y todo lo que había allí. Deseó que hubiese vivido para que lo visitasen juntos pero eso no iba a pasar. Las lágrimas volvieron.

 La chica parecía dispuesta a impedirlo porque, de nuevo, le tocó el hombro y le pidió a K que lo acompañara. Él se limpió los ojos y la frente y, sin decir ni una palaba, se puso de pie y dejó su ropa atrás. Caminaron hacia dentro de la isla por unos minutos, empujando ramas y teniendo cuidado de no resbalar en alguna raíz, hasta que llegaron a un enorme claro. K no pudo dejar de quedar con la boca abierta.

 Era una laguna pequeña, tan transparente como el mar, en la que no se movía nada y parecía estar allí, congelada en el tiempo. Los árboles se inclinaban sobre ella y el viento acariciaba la superficie. La chica se metió de un chapuzón y él entró despacio, disfrutando la temperatura del agua. Después de un rato, jugaron a salpicarse de agua y bucear por todos lados.

 El atardecer llegó pronto y volvieron a la playa. La chica la dio la mano y le preguntó algo en su idioma pero él no entendió. Ella sonrió y le dijo solo una cosas más: “Gaby”. Era su nombre. Se dio la vuelta y se despidió mientras se alejaba por la playa. K le sonrió de vuelta y cuando dejó de verla, se dejó caer en la arena, a lado de sus cosas. Entonces dio un golpe con fuerza al suelo e hizo un hueco enorme, en el que tiró toda la ropa. Cubrió el hoyo rápidamente y, en un segundo, tomó vuelo.


 Sintiendo el aire por todo su cuerpo, se elevó hacia el atardecer y voló toda la noche por varias regiones del mundo hasta que decidiera volver a casa. Allí se sentó en la sala, donde había pasado tantas horas con su madre. Se acostó en el sofá y se quedó dormido rápidamente. Estaba exhausto y necesitaría toda la energía posible para tomar los siguiente pasos en su vida.