K recordaba la primera vez que otra persona
lo vio volar. Esa persona había sido su madre y afortunadamente él no había
volado muy lejos antes de que se diera cuenta lo que estaba haciendo. En ese
entonces casi no tenía poder alguno sobre sus capacidades. Era un niño asustado
que había acabado de descubrir que no era como todos los demás. Su madre casi
muere de un ataque al corazón y K tuvo que convencerla de que todo estaba bien
y que no había nada que temer.
Pero ser una madre era eso precisamente: preocuparse
y pensar siempre en lo mejor para su hijo. Desde ese día temió por él, en todas
las situaciones que pudiesen presentarse. Pensaba que si alguien se daba cuenta
de lo que era, lo iban a rechazar y hasta le podrían hacer daño. K no creía que
eso fuese posible, pues además de volar, era extraordinariamente fuerte. Podía
tomar una roca y destrozarla solo con una mano, apretando como si fuese una
naranja o algo por el estilo.
Con el tiempo, K aprendió a controlar sus
poderes y tuvo a su madre para ayudarlo todo el tiempo. Ella le recordaba que
esas habilidades que tenía eran un físico milagro y que jamás debería usarlos
para motivos personales. No podía usar esa injusta ventaja en el colegio o para
conseguir algo que quería. Sin embargo K, aunque la escuchaba, era un chico
joven que estaba ansioso por probar sus limites y ver hasta donde podía llegar.
Para cuando terminó el colegio, K ya
controlaba el vuelo y solo necesita correr unos cuantos metros para elevarse.
Lo hacía siempre en las noches para que nadie lo viera. Se había comprado una
máscara de esas que resistían gases peligroso y se la ponía siempre que
quisiera volar alto. Pero después de muchos intentos, se dio cuenta que la
mascara no era necesaria. Podía volar sin ella con toda confianza y nada podía
pasarle o eso parecía.
En secreto, visitó varios lugares del mundo.
Después de que su madre se acostaba, volaba por el mundo, conociendo otras
personas o simplemente caminando por las calles de ciudades mucho más
entretenidas que la suya. Cuando llevaba dinero, compraba algo de comida local
o se mezclaba con la multitud en alguna cafetería o, si podía entrar, en un
bar. Le gustaba sentir que nadie lo veía y que podía pasarse la vida así,
conociendo el mundo.
Sin embargo, todo cambió para K cuando su
madre murió, poco después de su ceremonia de graduación. Había alcanzado a
salir en fotos y ofrecerle su apoyo total para seguir estudiando lo que
quisiera. Su madre no tenía mucho dinero y se había sacrificado desde hacía
mucho trabajando en una fábrica de calzado para ganar el dinero suficiente.
Tenía ahorrado para un viaje que quería hacer con su hijo y otro poco para su
educación. Pero no sabía del cáncer que tenía y que terminó con su vida.
K lloró por varios días y no salió de su casa
por tantos otros, solo hasta el día de la cremación del cuerpo de su madre. Ese
día sintió que sus poderes no eran nada, sentía que todo eso que se suponía lo
hacían especial eran solo parte de una maldición. Sin querer, rompió una pared
de mármol al empujarla con rabia con una mano en la capilla donde hicieron la
cremación. Afortunadamente nadie notó el muro hundido hasta después de
terminada la ceremonia, cuando él tomó la urna con las cenizas de su madre y se
fue directo a casa. Allí se quedó encerrado por varios días.
Amigos y familiares venían a cada rato a
sacarlo de su miseria pero él se la pasaba en el cuarto de su madre, llorando,
y contemplando la urna. Fue en uno de esos momentos en los que recordó el deseo
de su madre y, una noche de lluvia, se elevó por los aires y voló miles de
kilómetros hasta una isla que parecía salida del sueño de alguien. Estaba
rodeada de agua perfectamente clara y palmera que se torcían ligeramente hacia
el agua. La arena era blanca y el cielo estaba despejado.
Viendo que no hubiera nadie cerca, K abrió la
urna y dejó el suave viento de la Polinesia se llevara las cenizas de su madre
hacia el mar y de pronto a alguna de las otras islas cercanas. K vio como la
nube de cenizas se fue alejando y fue solo cuando la perdió de vista que
decidió dejarse caer en la arena y llorar de nuevo. Las lágrimas resbalan por
su cara rápidamente y parecía que hubiese perdido todo control sobre lo que
sentía. Incluso estaba un poco ahogado.
Entonces sintió una mano en el hombre y brincó
del susto. Varias lagrimas saltaron también y cayeron sobre la arena. Quién lo
había tocado era una chica, tal vez un poco mayor que él. Por su aspecto
físico, parecía ser de la isla, no una turista, sino una polinesia real. K no
se limpió las lágrimas. Solo dejó de mirar a la chica y volvió el rostro hacia
el mar, continuando su llanto en silencio.
La chica se sentó a su lado y no dijo nada.
Tocaba la arena y arrancaba como montoncito y luego los iba esparciendo
suavemente pero no hacía nada más ni hablaba del todo. Cada cierto tiempo
miraba a K. Parecía que le daba lástima su estado pero también parecía darse
cuenta que había algo que no cuadraba. De hecho era bastante obvio ya que la
ropa que K tenía puesta nada tenía que ver con el clima en el que estaban.
El sol empezó a brillar más aún y fue entonces
que K se dio cuenta del calor que hacía y que, además de llorar, empezaba a
sudar bastante. La chica le tocó el hombro otra vez y le hizo señal de beber.
Él, sin entender bien, asintió. Ella se puso de pie y volvió solo minutos
después.
Traía en sus manos un coco y un palo que
clavó hábilmente en la arena. K la miró con interés, limpiándose la cara y
quitándose la chaqueta, mientras ella partía el coco en el palo que había
clavado y, con cuidado, le pasaba un pedazo que contenía bastante agua. Él tomó
un poco y luego se lo bebió todo. Al fin y al cabo estaba deshidratado, no se
había preocupado por su salud en mucho tiempo. El sol sacándole los últimos
rastros de agua de su cuerpo y por eso empezaba a sentirse raro.
La chica la llamó la atención y señaló su
cuerpo, moviendo sus dedos de arriba abajo. Ella tenía puesto un bikini de
color amarillo con dibujos. Después señaló a K y dijo una palabra que él no
entendió. Ella sonrió e hizo la mímica de quitarse la ropa. Él sonrió también y
entendió lo que ella decía. Y tenía razón, él se había vestido sin pensarlo y
le sobraban varias piezas de ropa. Entonces se pudo de pie y se quitó todo
menos los pantalones cortos que usaba de ropa interior.
Ella le hizo la señal de pulgares arriba y le
ofreció un pedazo de coco. K hizo un montoncito con la ropa y le recibió un
pedazo de coco a la joven. Comieron con silencio y entonces K pensó en lo mucho
que su madre hubiese disfrutado el lugar y el coco y el mar y todo lo que había
allí. Deseó que hubiese vivido para que lo visitasen juntos pero eso no iba a
pasar. Las lágrimas volvieron.
La chica parecía dispuesta a impedirlo porque,
de nuevo, le tocó el hombro y le pidió a K que lo acompañara. Él se limpió los
ojos y la frente y, sin decir ni una palaba, se puso de pie y dejó su ropa
atrás. Caminaron hacia dentro de la isla por unos minutos, empujando ramas y
teniendo cuidado de no resbalar en alguna raíz, hasta que llegaron a un enorme
claro. K no pudo dejar de quedar con la boca abierta.
Era una laguna pequeña, tan transparente como
el mar, en la que no se movía nada y parecía estar allí, congelada en el
tiempo. Los árboles se inclinaban sobre ella y el viento acariciaba la superficie.
La chica se metió de un chapuzón y él entró despacio, disfrutando la
temperatura del agua. Después de un rato, jugaron a salpicarse de agua y bucear
por todos lados.
El atardecer llegó pronto y volvieron a la
playa. La chica la dio la mano y le preguntó algo en su idioma pero él no
entendió. Ella sonrió y le dijo solo una cosas más: “Gaby”. Era su nombre. Se dio
la vuelta y se despidió mientras se alejaba por la playa. K le sonrió de vuelta
y cuando dejó de verla, se dejó caer en la arena, a lado de sus cosas. Entonces
dio un golpe con fuerza al suelo e hizo un hueco enorme, en el que tiró toda la
ropa. Cubrió el hoyo rápidamente y, en un segundo, tomó vuelo.
Sintiendo el aire por todo su cuerpo, se elevó
hacia el atardecer y voló toda la noche por varias regiones del mundo hasta que
decidiera volver a casa. Allí se sentó en la sala, donde había pasado tantas
horas con su madre. Se acostó en el sofá y se quedó dormido rápidamente. Estaba
exhausto y necesitaría toda la energía posible para tomar los siguiente pasos
en su vida.