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lunes, 29 de octubre de 2018

Allá


   Escondido debajo del vehículo, Juan trataba de controlar su respiración. Era una tarea casi imposible, un reto demasiado grande en semejante situación. Seguía escuchando disparos a un lado y al otro, los gritos se habían apagado hacía tiempo. Parecía que todos se alejaban, pero él no podía moverse de allí. No porque no quisiera, sino porque sus piernas y sus brazos no parecían querer responder. Era el miedo que lo tenía allí, contra el suelo, temblando ligeramente, con sudor frío mojando su ropa.

 Estuvo allí durante varios minutos más, hasta que de verdad se sintió lo suficientemente a salvo como para luchar contra su cuerpo y moverse. No fue fácil, el dolor parecía querer romperle el alma. Sus huesos y cada uno de los ligamentos que los unía lo hacían gemir de dolor. Pero se tragó ese trago amargo y se arrastró de donde estaba hacia la débil luz de la tarde.  No se había dado cuenta de que pronto caería la noche y con ella regresarían los peligros. En ese lugar no era saludable pasear a la luz de la Luna.

 Se recostó un momento en el carro e iba a empezar a alejarse cuando recordó que tenía su chaqueta adentro y, en ella, su billetera con todos los papeles para identificarse. Se volteó a abrir y a coger la chaqueta. Cuando la tuvo en la mano giró la cabeza a un lado y el instinto de vomitar lo asaltó sin que tuviese tiempo de pensar. Lo hizo allí en el coche y luego afuera. Su conductor, con el que había hablado durante un buen tramo del viaje, yacía muerto en su asiento, parte de su cabeza esparcida por el asiento del copiloto.

 No era una imagen fácil de quitarse de la mente y tal vez por eso Juan se alejó con más rapidez de la que hubiese pensado. Sabía que había más cuerpos por allí, de pronto los de las otras personas que habían estado a su lado durante el viaje desde la capital del departamentos hasta el sector donde iban a tener unas charlas de convivencia. Es raro, pero sonrió al pensar en esa palabra porque parecía ser la más inconveniente después de lo sucedido. Solo caminó, sin mirar atrás o a sus pies sino solo de frente.

 Pronto le dolieron los pies. A pesar de tener un calzado apropiado para caminar sobre una carretera sin pavimentar, el estrés durante el tiroteo lo había dejado demasiado cansado. Quiso descansar pero sabía que debía caminar hasta llegar a un lugar seguro. No podía dejarse liquidar tanto tiempo después, de una manera tan estúpida. Caminó como pudo, dando traspiés, con sudor marcado por todas partes y con lágrimas secas en su rostro. Olía el vómito y sabía que probablemente estaba también manchado de sangre. Pero todo eso podía esperar hasta que llegara a alguna parte.

 Tal vez fue dos horas después, o tal vez más, cuando dio una vuelta la carretera y pudo divisar algunas luces a lo lejos. Era un pueblo pequeño, un caserío, pero eso era mejor que nada. Incluso si estaba bajo control de quienes los habían atacado, podría tener tiempo de llamar por teléfono o contactar con su oficina de alguna manera. El celular no lo tenía, pues se lo había dado a una de sus compañeros justo antes del ataque. Ella quería ver si en realidad no había señal y él le había dado el aparato para que se diera cuenta por ella misma.

 Fueron otros quince minutos hasta que se acercó a las casas más cercanas. Pero no golpeó en ninguna de ellas. Tenía que saber elegir, no podía simplemente tocar en cualquier parte pues de pronto podía caer de vuelta en las garras de quienes habían querido matarlo o llevárselo al monte. Caminó hasta escuchar el sonido de gente, en la plaza principal. Era un pueblo horrible, de esos que aparecen de la nada sin razón aparente. Allí no llegaba la civilización y tampoco parecía que les hiciera mucha falta.

 Trató de pasar desapercibido pero la gente de pueblo siempre se fija en los que no pertenecen al lugar. Lo vieron moverse como fantasma y adentrarse en la tienda del lugar. Por suerte, tenía algunas monedas en la billetera y tenían allí un teléfono, de esos viejos, que podía usar para contactarse con su gente. Las monedas apenas alcanzaron para que su secretaria contestara. La había llamado a su casa, porque sabría que no estaría ya en la oficina. Acababa de llegar del trabajo y se mostró asustada de oír la voz de su jefe.

 Sin embargo, puso atención a lo que él pudo decirle en el par de minutos que duró la llamada antes de cortarse. Le preguntó a la mujer de la tienda el nombre del pueblo y ella se lo dio: Pueblo Nuevo. Típico nombre de un moridero. La secretaria tuvo todo anotado y la llamada terminó justo cuando tenía que terminarse. El hombre agradeció a la mujer de la tienda y preguntó que si tenía un baño para que él usara. La mujer lo miró raro pero lo hizo pasar a la trastienda. Al fondo de un largo pasillo había un baño sucio y brillante

   Juan se lavó la cara y tomó un poco de agua. Seguramente no era potable pero eso no podía importar en semejante momento. Enfrentar un mal de estomago parecía algo mínimo después de todo lo que había vivido. Se revisó el cuerpo, mirando si estaba herido de alguna manera, pero no tenía más que raspones y morados por todos lados. La ropa olía horrible pero no tenía con que cambiársela, así que la dejó como estaba, después de tratar de limpiar las manchas más grandes con un poco de agua de la llave. Era inútil pero hacerlo lo hacía sentirse menos mal.

 Como tendría que esperar, salió de la tienda, no sin antes agradecerle a la mujer. Cuando él estuvo en el marco de la puerta, la mujer le ofreció una cerveza, sin costo alguno, para que pudiera recuperar algo de energía. Él sonrió y agradeció el gesto. Se sentó frente a una mesita de metal barato y tomó más de la mitad de su cerveza de un solo golpe. No se había dado cuenta de cuanta sed tenía. Una bebida fría se sentía como un pequeño pedazo de salvación convertido en liquido. Era maravilloso.

 Miró a la gente en el parque, hablando casi a oscuras, a los niños que corrían por un lado y otro, y a la señora de la tienda que limpiaba una y otra vez el mostrador al lado de la caja registradora. Era uno de esos pueblos, en los que la vida parece enfrascada en un eterno repetir, en un rito rutinario que solo se ve interrumpido cuando se les recuerda en qué parte del mundo viven. Porque seguramente muchas de esas personas conocían a los bandidos que habían matado a unos y secuestrado a otros, unas horas antes.

 De pronto eran sus esposos e hijos, sobrinos y tíos. De pronto eran madres o abuelas, o incluso huérfanos. El caso es que todos se conocían o se habían conocido en algún momento de sus vidas. Y ahora vivían en ese mundo que no era sostenible, un mundo en el que no existe la ley y el orden sino que se confía en que las cosas estén bien solo por el hecho de que deben de estarlo. Sí, es gente simple pero eso no significa que sus vidas lo sean. Solo significa que es su manera de enfrentar sus circunstancias.

 Ellos sabían, en el fondo, que vivían en un pueblo condenado con personas que serían su fin. Pero pensar en eso en cada momento de sus días sería un desperdicio de tiempo y de energía. En sus mentes, no había nada que pudiesen hacer para remediar el caos en el que vivían y por eso era que preferían esa existencia pausada, como suspendida en el aire, casi como si quisieran que el tiempo se moviera de una manera distinta. Eran gente extraordinaria pues eran simples y esa era su fortaleza.

 El sonido de un helicóptero se empezó a escuchar a lo lejos y luego se sintió sobre las cabezas de todos. Juan tomó la botella de cerveza y tomó lo último que había en ella de un sorbo. Se puso de pie y salió al parque, viendo como el aparato sacudía los arbolitos que había por todos lados.

 Se posó como si nada en un sitio sin cables ni plantas. Juan se acercó y lo identificaron al instante. Sin cruzar más palabras, el hombre se subió y pronto el aparato volvió al oscuro cielo del fin del mundo, para encaminarse de vuelta a una realidad que estaba tan lejos, que parecía imposible entenderla.

viernes, 19 de octubre de 2018

Fragmentos


   La torre explotó en mil pedazos. Los extremistas habían ganado el día. Su plan, desconectar a la región de la red de telecomunicaciones, había sido un éxito completo. La resistencia no había podido organizarse bien y estaban demasiado ocupados viendo quien ocupaba el puesto de mando para notar que sus mayores enemigos estaban a la puerta y con nada más y nada menos que una bomba. Los pedazos de la torre, doblados y quemados, cayeron por los alrededores, sellando el futuro inmediato de la región.

 Los que resistían debieron de pasar a la oscuridad, a escondites lejanos y profundos en los que los extremistas no pudiesen encontrarlos. Los nuevos lideres se alzaron con rapidez e impusieron pronto sus ideas para un mejor país y una mejor sociedad. Se prohibieron las reuniones en el primer día del nuevo gobierno y para el segundo, se forzó a todos los hombres jóvenes a unirse a las fuerzas armadas. Al fin y al cabo, solo tenían autoridad sobre una región y lo que querían era tener control sobre todo lo que había sido el país.

 Un país lleno de hipócritas e imbéciles que había caído en varias trampas hasta que la última de verdad les pasó la cuenta de cobro. El comienzo del final fue una votación en las urnas, cosa que nadie hubiese previsto. Fueron las personas mismas las que eligieron su destino, el desorden y el caos completo en el que se sumió el país en meses. La guerra fue rápida y destructiva y dio por nacidas regiones aisladas, únicamente enlazadas por torres de comunicación que los extremistas derrumbaron a la primera oportunidad.

 Lo hicieron para tomar el control de formar más fácil, impidiendo que los demás pudiesen meterles ideas “raras” a la gente en la cabeza. Y como estas personas eran tontas, ignorantes y, de nuevo, hipócritas, jamás se resistieron a que los extremistas tomaran el poder. Se quedaron de brazos cruzados mientras que otros, pocos, se escondían entre el mugre de la guerra. Pronto los tuvieron marchando, cultivando a la fuerza y aprendiendo lecciones que no eran más sino un elaborado conjunto de mentiras.

 Incluso alguno que habían resistido se devolvieron a las ciudades con el tiempo, cansados de esconderse y de estar lejos de sus familias. Les importaba más su propio bienestar que la supervivencia de una sociedad decente y educada. Fueron los más grandes traicioneros de la historia del país, cosa que la historia jamás les perdonaría. Los verdaderos resistentes poco a poco huyeron hacia las zonas despobladas, donde el gobierno no ejercía autoridad alguna. Se escondieron entre el monte y aprendieron por vez primera como sobrevivir en lo salvaje, sin todo lo que habían tenido antes.

 Algunos, los más brillantes de entre ellos, crearon pequeñas antenas, de apenas unos cuantos metros de altura, para poder comunicarse con regiones que todavía no hubiesen sido conquistadas por los extremistas. Pero los esfuerzos parecían ser inútiles, pues nadie contestaba. Sus vidas eran tristes, cazando bajo la constante lluvia que ahora reinaba en los bosques o tratando de mantener casitas que podían caerse con el mínimo soplo del viento. Era una vida difícil, que los frustraba constantemente.

 Sus únicos momentos de paz, de una tranquilidad relativa, eran las noches en las que algunos contaban historias del pasado. Los más mayores todavía recordaban como era el mundo antes de la guerra. Siempre repetían que nunca había sido perfecto pero que muchas cosas indicaban que la humanidad podía llegar a ser mucho más de lo que era, pero que simplemente los seres humanos parecían estar más interesados en cosas personales o en temas que a nadie le ayudaban a nada. Eso generaba su presente.

 A los adultos les gustaban las historias sobre los personajes históricos y las grandes civilizaciones. Les fascinaba escuchar de los acontecimientos más importantes de la humanidad, así que como de sus curiosidades más interesantes. A los niños, por lo contrario, les parecían más graciosas y entretenidas las historias de ficción que se habían creado en esos tiempos. Ya nadie generaba ficción, por lo que para ellos era un mundo completamente diferente, una ventana abierta a mundos que les fascinaban.

 Las sesiones de historias empezaban, más o menos, a las ocho de la noche. Como no había electricidad ni relojes, la gente confiaba en el suave sonido de un ave de plástico para notificar que la sesión de la noche iba a empezar. El ave era un artículo encontrado en la selva, probablemente dejado atrás por alguien que huía. Sabían bien que el bosque estaba probablemente repleto de gente huyendo de las fuerzas extremistas, pero no era la mejor idea buscarlos y unirse porque eso podría llamar la atención del enemigo.

 Solo una persona contaba historias cada noche. La idea era que tuvieran historias para siempre y que todos aprendieran bien lo que habían escuchado, porque tal vez serían los encargados de repetir la historia en el futuro. Dependiendo del orador, se podían demorar entre dos y ocho horas contando una sola historia, dependiendo de su complejidad y del número de preguntas que hiciesen los espectadores. Por supuesto, la cosa siempre mejoraba cuando había muchas preguntas que responder. Eso le daba un nivel más a las historias, una realidad que las hacia más cercanas.

 En las ciudades, la gente no tenía el lujo de contarse historias en la noche. De hecho, cada familia debía permanecer en su unidad de vivienda todo el día, excepto durante las horas asignadas para el trabajo. Y todos trabajaban, sin excepción. No importaba la edad o el genero, no importaban las enfermedades o afecciones físicas, todo el mundo trabajaba en algo. Era la idea del gobierno que todos colaboraran para volver a tener una sociedad que funcionara como una máquina y eso solo podrían lograrlo entre todos.

 Se pensaría que la imagen del gobierno sería mejor entre la gente que gobernaban que entre los resistentes, pero la verdad esto no era así. Muchos llegaban a sus hogares a criticar al gobierno y a hablar pestes de lo que hacían y como lo hacían. Por eso ellos instauraron un sistema en el que si alguien delataba a un vecino, amigo o familiar, serían recompensados con una ración más grande de comida y otros objetos personales. Por supuesto, muchos vieron allí una oportunidad y las cárceles empezaron a abarrotarse.

 Con los nuevos ingresos gracias al trabajo de la mano de obra forzada, el gobierno pudo ampliar sus cárceles, así como su presencia en las ciudades. En cada esquina se instaló una cámara de seguridad de última generación, capaz incluso de ver a través de los muros más densos. No iban a meter cámaras en las casas de las personas, pues no querían tener títeres sino solo aquellos que de verdad quisieran el mismo país que ellos tenían en la mente. Y en poco tiempo, la mayoría de mentes contrarias estaban en las cárceles o en la selva.

 Allá lejos, más allá de las carreteras y las últimas conexiones eléctricas, los pequeños poblados rebeldes se mantuvieron. No crecieron en número ni en tamaño, tampoco que movieron mucho más de lo que ya se habían movido. No construían estructuras vistosas ni se internaban cerca de las regiones controladas por el gobierno. Simplemente vivían y no querían saber nada de quienes los habían traicionado. Había mucho dolor todavía, mucho resentimiento que jamás podría ser propiamente curado.

 En ese mundo, los rebeldes nunca quisieron retomar las ciudades ni nada por el estilo. No se enfrentaron al gobierno de manera frontal ni buscaron tomar su lugar. Eran personas que solo querían una vida tranquila y, de una manera o de otra, habían conseguido tenerla sin tener que recurrir a la guerra, a la muerte.

 Y como el poder aumentaba para los extremistas, se terminaron confiando demasiado y ese siempre es el problema con aquellos que se embriagan de poder. Creyeron que el enemigo había huido, cuando ellos mismos lo fueron creando poco a poco en las partes más oscuras de las cárceles más sórdidas.

viernes, 16 de marzo de 2018

Por más lejos que vayas...


   Antes de aterrizar, solo vi un gran parche de selva y montañas a lo lejos. Antes de eso tenía los ojos cerrados, pues el cansancio me había vencido. La nave había tomado un desvío a causa de una explosión estelar imprevista, y el viaje se había alargado un par de días más. Por mucho que se pudiera viajar, a veces parecía no ser suficiente. Cosa que no me importaba puesto que el trabajo me tenía sometido, cansado, con cada musculo gritando en agonía y mi mente pidiendo dormir al menos una hora más.

 El viaje fue lo único que me dio esas horas extra de sueño que tanto necesitaba. Siempre decían que dormir era una excelente idea en esos viajes largos pero nunca lo había probado yo mismo y me alegró confirmar que era exactamente así. La joven asistente de vuelo que me había ayudado a quedar dormido, a través de una mascarilla especial, me saludó con una sonrisa y preguntó si alguien vendría por mi al aeropuerto. Le dije que no estaba seguro pero que encontraría mi camino.

 El planeta todavía no tenía grandes ciudades ni muchos sitios adónde ir, así que el único centro poblado era mi destino. Si mi compañía no había enviado a nadie, no era un problema. Perfectamente podría tomar un transporte local y ojalá llegar a un hotel para ducharme y descansar otro poco. Creo que la gente subestima lo bueno que es no hacer nada y solo echarse en la cama. Caminando por la plataforma, bajo un sol muy brillante, tuve la sensación de haber llegado a la mismísima selva amazónica.

 Pero no, estaba a millones de kilómetros de allí. Mi pensamiento, sin embargo, era completamente válido. Detrás del edificio del aeropuerto, bastante modesto, había una selva enorme, con árboles tan altos como rascacielos. Me pregunté si la zona del aeropuerto siempre había estado sin árboles pero pronto me di cuenta de que la pregunta era un poco inocente, incluso estúpida. En la terminal recogí mi equipaje, una sola maleta, y al cruzar la entrada vi como una mujer más joven que yo saltaba y saludaba con un letrero en la mano.

 En el cartón estaba escrito mi nombre, por lo que me le acerqué lentamente. Me dijo que trabajaba para mi compañía y que había sido enviada para recogerme y llevarme a mi alojamiento. Le agradecí su entusiasmo y caminamos al vehículo, un jeep rojo al que subimos mi maleta y nuestros traseros. En poco tiempo estuvimos recorriendo la carretera que bordeaba la selva, nunca penetrándola por ninguna parte. Le pregunté si de ella no salían animales ni nada parecido y me dijo que desde la construcción del aeropuerto, no se acercaban mucho a la carretera.

 Media hora después, cuando ya el viento cálido había cambiado mi peinado por completo, se vieron las primeras casitas del único asentamiento humano del planeta. Estaba ubicado alrededor de un río, que cruzamos por un puente lleno de vehículos y gente. Me pareció una escena algo triste, pues nunca pensé que después de viajar una distancia tan larga, llegara a ver lo mismo: humanos irrespetando su entorno y haciéndolo todo casi siempre más feo de lo que era con anterioridad.

Mi hotel estaba sobre la margen del río. La arquitectura era mi particular: parecía una de esas pagodas japonesas, en escala real. La recepcionista era japonesa también, así como el chico que llevó mi maleta a la habitación. Una vez allí, me di cuenta de que el hotel era de hecho un “ryokan”, o un hotel de estilo japonés. No pregunté a la chica del jeep la razón de ese alojamiento pero sí cuando debía ir con ella a las oficinas centrales a comenzar mi parte en todo el asunto. Se le medio borró la sonrisa al instante.

 Sentía mucho decirme que solo tenía unos veinte minutos para descansar, puesto que le había encomendado llevarme lo más pronto posible a las oficinas. Ella les había dicho, según ella misma, que eso sería cruel puesto que nadie llega mi descansado de semejante viaje tan largo. Así que los convenció de darme algo más de tiempo, que ella aprovecharía para ir a la oficina de correos por algunos paquetes que tenía que recoger. Cuando volviera, yo iría con ella. Se disculpó pero le dije que no había problema.

 Apenas salió de la habitación, entré al baño y me desnudé. Me miré en el espejo como si jamás me hubiese visto a mi mismo en uno. Estaba sudando, varias gotitas adornaban mi frente. Mi cuerpo se veía diferente, más delgado tal vez. ¿Sería una consecuencia del viaje? Pues no me molestaba si así era. Entré a la ducha y estuve allí diez de los minutos más relajantes que había tenido en memoria reciente. El agua fría calmaba mi cuerpo y mi mente. Podía pensar mejor ahora, con las ideas frescas.

 Tuve el tiempo justo para ponerme otra ropa y mirarme una vez más en el espejo. Apenas bajé a la recepción, vi a la chica del jeep preguntando por mí en la recepción. La mujer japonesa le hizo un reverencia y ella le dijo algo en japonés que yo sabía significaba “gracias”. Nos subimos al vehículo y en muy poco tiempo estuvimos frente a un edificio blando, de unos veinte pisos, que se ubicaba en la margen de la selva. En el aire había un olor muy particular que no había olido en años. No lo veía, pero sabía bien que el mar no podía estar muy lejos de aquél edificio.

 Como siempre, saludé y sonreí más de la cuenta en un lapso de tiempo bastante corto. Agradecí tener a la chica del jeep conmigo todo el tiempo, puesto que ella era la única que me decía quién era quién y qué era lo que hacía. Por alguna razón, todo el mundo parecía demasiado ocupado para hablar más de dos palabras. Eventualmente subimos al último piso y ella me dirigió a una gran oficina toda adornada con objetos blancos y cromados. Me dijo que el gran jefe no demoraría y que lo esperara allí. Ella salió.

 Mientras esperaba, me acerqué a la gran ventana que había a un lado del escritorio del jefe. Se podía ver a la perfección la selva en todo su esplendor. Era fascinante como, a lo lejos, se veían árboles tan altos como el edificio en el que estaba en ese momento. Era una vista hermosa y, irremediablemente, pensé de nuevo en la gran cantidad de árboles que habría que talar para hacer semejante edificio. Y muchos más para construir el pequeño pueblo que, tarde o temprano, crecería para ser una gran ciudad.

 Salí de mis pensamientos cuando vi algo salir de entre la selva. Era parecido a un ave, o eso pensé al comienzo solo porque vi sus alas. Parecía no poder moverse bien y apenas mantenerse a flote. Estaba lejos pero acercándome más al vidrio pudo ver que le gruñía a algo debajo, algo que estaba en la selva. Viéndolo de más cerca me di cuenta de que parecía más un murciélago que un ave común y corriente. Las alas eran delgadas, sin plumas. Su cara era horrible, algo inexplicable. No podría.

 Entonces algo saltó de la selva, algo enorme, y mordió al murciélago gigante. Un momento después, ya no había nada en el cielo, ni en ningún lado. Me di la vuelta, pues sentí justo entonces que alguien me miraba y tenía razón: era el gran jefe de las oficinas locales. Era mi subordinado, un hombre que yo mismo había elegido para este emprendimiento tan complicado. Sin embargo, lo que acababa de ver, cambiaba por completo mi perspectiva de lo que estábamos haciendo allí y la manera en la que lo hacíamos.

“¿Porqué nunca se me informó?”, le pregunté. Él dijo que sabían mantener a las bestias alejadas. Además, ellas no parecían tener interés alguno en los seres humanos o en sus actividades en el planeta. Pero yo no estaba tan seguro, había algo que no me gustaba respecto al “murciélago” y no era su aspecto.

 Le pedí que me entregara los informes más recientes y que convocara una reunión urgente. Él ya había pensado en eso, dijo que ya me esperaban en una sala cercana. Antes de salir de allí miré a la selva y no vi nada. Pero tuve mucho miedo, muchas dudas.

lunes, 17 de julio de 2017

Tan cerca, tan lejos

  La herida estaba abierta, casi escupía sangre. Era un corte profundo pero había sido ejecutado con tal agilidad que al comienzo no se había dado cuenta de que lo habían atacado de esa manera. Corriendo, solo se había sostenido el costado y había notado como se le humedecía la mano a medida que corría y como se cansaba más rápido. Su respiración era pausada y las piernas dejaron de funcionar al cabo de unos veinte minutos. Su compañero llamado B, lo ayudó a seguir adelante.

 El bosque en el que habían estado durante meses parecía haber adquirido alguna extraña enfermedad. Los árboles habían languidecido en tan solo unos días De ser unos gigantes verdes, pasaron a ser unas ramas marrones casi negras que se sostenían en pie porque el viento ya no soplaba con tanta furia como antes. Notaron que, lo que sea que estaba acabando con la vegetación avanzaba poco a poco. Tras una colina, encontraron un pedazo de bosque que apenas comenzaba a podrirse.

 Cuando se detuvieron, lo hicieron en la zona más espesa para evitar ser atacados. Pero si ya no los seguían quería decir que su enemigo se había cansado y había decidido dejar sus muertes para más tarde. Estaba más que claro que eran ellos los que llevaban las de perder. Estaban heridos y no habían comido como se debía en varios días. Se había alimentado de los pocos animales que quedaban y de plantas y frutas pero todo se moría. Pronto sería la falta de agua lo que los llevaría a la tumba.

 Al dejarse caer en el suelo, la sangre empezó a salir de A a borbotones.  Era demasiada sangre de un cuerpo que no era alto y ya había adelgazado demasiado por la falta de comida. Cuando se dieron cuenta de la extensión del daño, supieron de inmediato que su enemigo los había dejado ir para que murieran por su cuenta. Podía esperar a encontrar los cadáveres. No era un planeta grande, no podían correr para siempre. Ellos sabían que estaban perdidos.

 B trató de limpiar la herida lo mejor que pudo. Luego, rompió la camiseta sucia que llevaba puesta y, con la cara limpia, cubrió toda la cintura de su compañero. Tuvo que romper la tela en varios sitios, morder y gemir porque no habían descansado aún. A no paraba de llorar pero no emitía sonido mientras lo hacía. Era el dolor el que lo obliga a derramar lágrimas pero no quería dejarse terminar por algo que venía de sus adentros. Quería seguir corriendo, seguir luchando, pero al mismo tiempo sabía que no había más oportunidades en el horizonte.

 Había llegado la hora de darse cuenta, de abrir los ojos y ver la muerte a la cara. Por un lado, estaban tristes, devastados. Habían venido de muy lejos y todo había sido un paraíso terrenal. Pero las cosas habían empeorado de una manera vertiginosa y ahora estaban a solo pasos de su muerte. El tiempo podría ser corto o largo, si es que la vida quería torturarlos un poco más. Pero al fin de todo, sabían que muertos serían más felices. Era la única manera de estar juntos para siempre.

Ya no era un secreto a voces. Nunca se lo dijeron en palabras pero sabían bien lo que sentían y simplemente lo habían expresado y desde ese momento su tenacidad como compañeros había sido imparable. De cierta manera, el hecho de solo tener una herida de muerte entre los dos, era un hecho de admirar. Solo ellos habían enfrentado una legión de criaturas sedientas de sangre, locas por la carne humana y obsesionadas con la muerte. Se podía decir que habían salido bien librados.

 Comieron lo último que tenían en su pequeña y desgarrada mochila. Decidieron caminar más, en silencio y fue ese el momento para pensar en todo. A pensó que jamás volvería a respirar más y eso lo hizo sentir bien. Porque ahora su garganta le dolía y su cuerpo le pesaba. Ya no quería seguir así y sabía muy bien que no habría ninguna salvación milagrosa en el último minuto. Esas criaturas lo habían condenado y él no podía pelear contra la fuerza de la muerte.

 B, sin embargo, se había cuenta de un pequeño detalle: el seguiría vivo después de la muerte de A. Era estúpido pensar algo tan obvio pero cuando había visto la herida no la había sentido como exclusiva de su compañero. Para él, era un peso que cargaban en pareja y no en solitario. El solo hecho de no haber pensado en su supervivencia le había hecho pensar que de verdad era amor lo que sentía pero también le había hecho caer en cuenta que estaría solo, al menos por un tiempo.

 Al fin y al cabo, las criaturas y su maestro los seguirían cazando, con herida y sin ella. Eso quería decir para B, que vería al amor de su vida morir pero lo seguiría muy de cerca. Eso a menos que la tortura de parte del enemigo fuese dejarlo vivir y ahora que lo pensaba, sería algo muy horrible de vivir. Sin consultarlo con su pareja, recordó el cuchillo que habían robado y como colgaba de su cinto. Cuando A muriera, lo usaría en sí mismo para acabar con todo. No viviría un segundo más que la persona con la que había sobrevivido a tanto.

 La noche llegó y parecía apresurada. El cielo no se tiñó de colores al atardecer. Solo hubo un cambio repentino de luz a oscuridad. Era muy extraño pero el lugar en el que se encontraban era tan raro, que preferían no dudar de nada y no pensarlo todo demasiado. Se recostaron entre algunos árboles pequeños y se quedaron dormido uno contra la espalda del otro. Así podían sentirse cerca el uno del otro, sin descuidar el lugar donde estaban y sus provisiones, por pocas que fueran.

 Sin embargo, no durmieron todo lo que hubiese querido. En la mitad de la noche los despertó un gran estruendo. Se pusieron de pie de un salto, pensando que venían por ellos los asesinos. Por un segundo, pensaron en su muerte. Se tomaron de la mano y esperaron el ataque. Pero otro sonido les hizo caer en cuenta que lo que los había despertado venía de arriba, del cielo. Era como una mancha y luego se transformó en luces. Cuando estuvo cerca, pudieron ver que era un vehículo.

Aterrizó cerca de ellos pero los dos hombres no se movieron. No podían confiar en nada de lo que vieran. Así que B hizo que A se recostará en un tronco aún fuerte y esperaron juntos, en la sombra. El vehículo se quedó en silencio y, de repente del costado, apareció una puerta. A través de ella salió una criatura hermosa. Era similar a una mujer humana pero algo más alta, con piel rosada y escamas iridiscentes en sus piernas. Era lo más hermoso que hubiesen visto nunca.

El ser caminó de manera estilizada hasta ellos. No dudó por un segundo. Apartó ramas y los miró a los ojos. Ellos no sabían que hacer. La miraron y ella hizo lo mismo, sin emitir un solo sonido. El momento parecía durar una eternidad porque la mujer parecía analizarlos y algo por el estilo. Había una sensación de urgencia en el aire pero, al mismo tiempo, de una extraña paz que les impedía salir corriendo hacia el costado opuesto. Era todo demasiado raro, loco incluso.

 A finalmente cedió al dolor. Sus rodillas se doblaron y cayó de golpe al suelo. Sangre salía de su boca. B saltó hacia él y entonces la mujer, o lo que fuera, abrió la boca, como si fuera a gritar. Pero ellos no oyeron nada. Cuando cerró la boca, ayudó a B a cargar a su compañero a la nave.


 En la puerta, B miró hacia atrás cuando la nave se elevó. Lo último que vio fue los cadáveres de sus enemigos, destrozados. La mujer había hecho algo allí, algo que ellos no entendían. Y ahora ella y su piloto trataban de tomar a A de los brazos de la muerte.