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lunes, 21 de enero de 2019

Y de repente, en un momento...


   Me tomó de la mano y casi se la suelto por miedo. Su mano se sentía seca y muy caliente. Creo que quiso abrir los ojos, porque su cabeza giró hacia mi pero pronto fue enderezada por uno de los paramédicos que le puso una mascarilla para suministrarle oxigeno. Su ropa estaba destrozada y la tuvieron que cortar con rapidez, por miedo a que el fuego hubiera podido fusionarla con la piel. Por la cara de los paramédicos me di cuenta de que las cosas estaban mal pero no tanto como ellos habían esperado.

 Tuve que coger con mi otra mano un cajón del que pude agarrarme para no caer mientras la ambulancia iba a toda velocidad por entre otros vehículos, dando giros inesperados y deteniéndose a veces de golpe, esperando que los carros se hicieran a un lado para dejar pasar. Cuando por fin se detuvo la ambulancia, la puerta se abrió de golpe y la camilla salió rápidamente, dejándome atrás como si no estuviera allí. Por supuesto, tuve que soltarle la mano, un poco aturdido por todo lo que ocurría.

 Bajé de la ambulancia y caminé hasta la puerta del hospital. Ya no estaba él allí y seguramente lo habían pasado a un lugar en el que yo no podía estar. Me sentía mal por todo lo que había pasado y más que nada porque él había estado entre la explosión y yo. Él me había caído encima y me había protegido de lo peor del estallido. Solo tenía quemados algunos pelos y partes de la ropa, lo menos que me había podido ocurrir en semejante momento. Sin embargo, me zumbaban los oídos y me sentía temblar.

 De la nada, una enfermera me tomó del brazo y me hizo a un lado. Me puso una linterna pequeña en los ojos y los revisó con rapidez. Me tomó el pulso y me miró por todos lados. Me dijo que era obvio que había estado en la explosión. Se puso a hablar de otros heridos que estaban llegando, algunos con heridas mucho más graves que las de Tomás. De repente salí de mi ensimismamiento y le pregunté por Tomás, necesitaba verlo y saber que de verdad iba a estar bien.

 Fue en ese momento que los vi, por encima del hombro de la enfermera que me estaba preguntando el nombre completo de Tomás. Eran Jessica y Francisco, la prometida y el mejor amigo de Tomás. Me di cuenta en ese mismo momento que ya no era necesario. Ya no necesitaba que le sostuviera la mano ni que estuviera allí. Los saludé y le dije a la enfermera que ellos eran los familiares directos del herido. Los saludé y solo les dije que necesitaba descansar pero que volvería pronto para saber qué había ocurrido. Solo es algo que dije, sin pensarlo demasiado.

  Cuando llegué a casa me duché y luego tomé la máquina con la que me arreglaba a veces el cabello y me lo corté por completo. No solo era para quitarme la zona que había sido quemada sino porque tuve un impulso de hacer algo drástico como eso. Fue algo del momento. Tuve que entrar a la ducha de nuevo para limpiarme los pelos de encima y fue entonces cuando él se metió de nuevo a mi cabeza. No creo que hubiese salido en ningún momento, solo que trataba de no pensar en él.

 Cuando me recosté en la cama, estaba todavía allí conmigo y pude sentir su mano en la mía. Seguía pensando en lo que habíamos estado hablando cuando explotó la bomba y eso me apretó el corazón, forzando algunas lágrimas que brotaron lentamente de mis ojos. Me rehusaba a llorar por algo así pero tal vez no podría evitarlo por mucho tiempo más. Me había dicho algo que nadie nunca más me había dicho y simplemente no era algo que pudiera ignorar. Sin embargo, tal vez era lo mejor.

 Cuando desperté al día siguiente, vi los mensajes que Jessica me había enviado, hablando del estado de Tomás. Estaba bien, fuera de cualquier tipo de peligro. Noté que ella hablaba de a poco, cada decena de minutos escribía algo. Fue mucho después de haber empezado a enviar los mensajes cuando me llegó uno diciéndome que él pedía verme. Quedé frío cuando lo leí. Lo había enviado ella, como si no pudiera ser ninguna otra persona en este mundo. Me sentí mal de nuevo y odié toda la situación.

 Después de ducharme, mientras me vestía, oía en las noticias que la explosión había sido causada por un atentado contra el vehículo de un empresario bastante polémico. Por alguna razón, habíamos estado no muy lejos del carro al momento exacto en el que el chofer había metido la llave y encendido el carro. Había muerto al instante y la onda explosiva nos había enviado lejos, igual que a otras personas que también estaban cerca. Después de todo, era una zona muy transitada, llena de gente yendo y viniendo.

 Decidí dejar mis miedos aparte y visitar a Tomás sin pensar en nada más. Tuve que hablar con Francisco cuando llegué y esperar a que Jessica bajara pues solo podía haber un visitante por vez. Cuando por fin bajó, la saludé con un abrazo. Menos mal ella no tenía muchas ganas de hablar pero no dudó en decirme que no debería demorarme demasiado porque quería estar con él para cuidarlo todo el tiempo. No me gustó mucho su tono al decirlo pero no quería discutir con nadie. Solo caminé al ascensor y subí al piso que me habían dicho. Cuando entré a la habitación, un doctor hablaba con él.

 Al parecer debían seguir haciéndole terapias para curar sus quemaduras, que afortunadamente no eran tan graves como lo habían imaginado en un principio. El doctor salió pronto y pude saludar a Tomás, que estaba algo pálido pero me sonrió apenas estuve cerca. Lo primero que me preguntó fue si la puerta estaba abierta. Me di la vuelta y le dije que no. Entonces me guiñó un ojo y yo sonreí, como siempre lo había hecho antes, cuando no teníamos tantas cosas metidas en la cabeza y en nuestros cuerpos.

 Cuando cerré la puerta, volví con él rápidamente. Me tomó de la mano de nuevo y sin dudarlo le di un beso y él estuvo feliz de aceptarlo. Era como volver a casa después de mucho tiempo, un sentimiento cálido que era hermoso y perfecto. Lo abracé después y el me apretó un poco, con la poca fuerza que tenía. Fue en ese momento cuando no pude evitar llorar y la barrera que había tenido arriba por tanto tiempo se vino abajo en segundos. Lloré como no lo había hecho en muchos años.

 No me dijo nada, solo secó las lágrimas y vi que él tenia los ojos húmedos también. Nos dimos otro beso y estuvimos abrazados un rato hasta que me di cuenta de que había pasado demasiado tiempo. Le dije que pensaría en lo que había dicho pero que la verdad era que él era la única persona que podía ganar o perder con una decisión como esa. No podía pedirme que empezáramos a salir así como así, teniendo ya una boda en el futuro con una chica que lo quería demasiado y que lo conocía hacía mucho.

 Él se puso serio cuando hablé de Jessica, pero sabía que ella estaba allí y que seguiría allí hasta que el hospital lo dejara salir. Solo le dije que tenía que pensarlo todo bien, porque salir del clóset de esa manera podía ser un caos, podía causar mucho malestar con su familia y situaciones difíciles que tal vez él no querría manejar en ese momento. Fue entonces cuando se abrió la bata que tenía puesta y me mostró sus quemaduras. No eran graves pero sí que eran notorias. Me miró fijamente cuando cerró la bata y tomó mis manos.

 Me dijo que era el momento perfecto para hacerlo. Para él, la explosión había sido una suerte de bendición disfrazada. Era horrible pensarlo así pues al menos una persona había muerto esa noche, pero era la verdad. Para él, ese suceso le decía que debía empezar a vivir una vida más honesta, la que de verdad quería.

 Volví a casa un poco más tarde, mirando lo que tenía allí y mi lugar en el mundo en ese momento de mi vida. Yo no me sentía como nadie, no me sentía especial de ninguna manera. Y sin embargo, él me quería en la suya y eso me hacía sentir extraño. Tal vez yo también ganaría mucho de todo el asunto.

lunes, 6 de junio de 2016

Para el alma y el cuerpo

   La pelea del día anterior nos había dejado cansados y resentidos. Cada uno había dormido de su lado de la cama y, al despertarnos, habíamos hecho lo propio cada uno por su lado. No nos metimos a la ducha juntos, ni bromeamos estando desnudos ni comentamos la ropa que nos íbamos a poner ese día. Estuvimos en silencio total hasta que subimos a la terraza, donde se servía el desayuno.

 En el hotel había poca gente. En parte era porque no era un hotel muy grande que digamos pero también porque la temporada no daba para tener muchos visitantes. Sin embargo, el sol bañaba el lugar con gracias y los pocos comensales tenían una sonrisa muy particular en sus caras.

Él se fue hacia la barra y yo preferí buscar una mesa. Elegí una cerca del borde, desde donde pudiera ver la calle. Me gustaba poder ver como se desarrollaba la vida en los sitios que visitaba y Japón era el lugar ideal para hacerlo. La gente iba de aquí allá, algunos hombres de oficina pero también amas de casa que iban temprano al mercado y escolares que corrían para no llegar tarde a clase. Era como en todos lados pero con un estilo marcado, muy particular.

 Apenas él volvió, fue mi turno de ir a la barra. El desayuno era siempre el mismo pero se podía variar eligiendo cosas diferentes. Ese día, nuestro cuarto en la ciudad, me serví algunas rodajas de tomate y de pepino así como sandía y piña. La fruta venía en cuadritos perfectamente cortados. Al lado puse algo de pan para completar, con un par de tarritos de lo que parecía mermelada de uva.

 Comimos en silencio, no nos dijimos nada, ni siquiera comentamos el clima que hacía. Él sacó de algún lado, creo que del bolsillo de la camisa, unas gafas oscuras. Al ponérselas, me sentí todavía más alejado de él, era como si hubiera una barrera más entre nosotros que no se podía tumbar fácilmente. Comí rápidamente, queriendo terminar de una vez por todas por la incomodad del momento. Pensé que ojalá el resto de los días que nos quedaban de vacaciones no fuesen iguales porque o sino simplemente no los soportaría.

 Apenas terminamos de comer, volvimos a la habitación a recoger nuestras cosas: yo usaba una mochila donde metíamos casi todo lo que pudiésemos necesitar (una toalla, la cámara fotográfica semiprofesional, algo de comer, la sombrilla,…) y él llevaba un pequeño bolsito ya que se encargaba del dinero y de los documentos. Habíamos quedado en eso porque él era más cuidadoso con esa clase de cosas y sabía convertir más rápidamente los yenes en nuestra moneda. Yo siempre había sido malo en matemáticas y hacerlo con el celular se demoraba más.

 Apenas salimos, el sol nos dio de lleno en la cara de nuevo. El día era perfecto y, en parte, agradecí no tener que ir de la mano de él todo el día puesto que no quería tener las manos sudadas. Me sentí mal al pensarlo pero era la verdad. Caminamos solo un par de calles y ya estaban en el centro de todo, en el núcleo comercial de la ciudad. El movimiento de gente mareaba un poco. De la nada, me tomó de la cintura para dirigirme hacia la entrada de la estación de metro. Casi quedé de piedra cuando lo hizo pero pude fingir que no había tenido reacción alguna.

 Su tacto siempre había sido muy efectivo en mi. Era algo que había sucedido desde el comienzo de la relación. Mientras él compraba los billetes, lo miré de arriba abajo y me di cuenta que solo habíamos tenido una pelea y nada más. Seguramente el disgusto se extendería unas horas más pero inevitablemente nos hablaríamos y todo volvería a la normalidad. Ya en el andén, creo que sonreí tontamente anticipando nuestra reconciliación.

 Media hora después, salíamos a la calle en una zona algo más residencial. El templo que queríamos visitar quedaba en el parque que había justo delante. Saqué la cámara y empecé a disparar, encantado con todo lo que veía. El sol ayudaba a que la escena fuese todavía más hermosa: gente riendo por todas partes, vendedores callejeros de objetos varios y los edificios tradicionales que combinaban asombrosamente con la naturaleza circundante.

 Ya dentro del complejo religioso, la gente estaba más en silencio, tratando de marcar el respeto que sentían al estar en semejante lugar. Asombrado por las estatuas y todo el arte que había por todos lados, empecé a tomar muchas más fotos y en un momento olvidé todo y me giré hacia él diciéndole algo sobre una de las estatuas de lo que parecía un mono. Pero él ya no estaba a mi lado, sino que se había ido caminando solo hacia el templo principal. Concluí que la reconciliación estaba más lejos de lo que pensaba.

 Lo seguí, no de muy cerca, y noté como el silencio empezaba a ser más y más dominante hasta que, en el interior del templo, casi no había sonidos provenientes de la gente. Solo alguna tos y la voz de algún niño se oía por ahí. De resto era todo silencio. La gente quemaba algo de incienso y rezaba en voz baja o sin decir nada. Cuando me giré para buscarlo con la vista, lo vi orando frente a la estatua principal.

 No dije nada cuando me pasó por el lado para salir. Me di cuenta que hubiese sido una fotografía perfecta pero no en el momento el impacto había sido tal que no había reaccionado con la suficiente rapidez. Nunca hubiese imaginado que él tuviese un lado religioso.

 Estuvimos varias horas caminando por el templo, los demás edificios y los jardines circundantes. La parte más difícil fue esa última, pues había muchas parejas de la mano y algunos incluso se daban besos bajo los cerezos. Había una laguna cercana donde se podían ver cantidad de carpas enormes. Él se quedó allí, mirándolas, por un buen rato. En ese momento sí recordé la cámara y le tomé un par de fotos. Unos quince minutos después ya salíamos de los terrenos del pueblo y volvíamos a la estación de metro.

 En el recorrido de vuelta al centro, el tren estaba mucho más lleno que antes. Tanto que tuvimos que hacernos contra una de las puertas, muy cerca el uno del otro. Por supuesto, a ninguno de los dos nos importaba. Pero en ese momento se sentía todo muy extraño, como si no nos conociéramos. De pronto, sin previo aviso, mi estomago rugió como un león hambriento. Estuve seguro que todo el vagón había escuchado el sonido, por lo que me giré hacia la ventana y quise estar ya en nuestro destino.

 Apenas la puerta se abrió, salí a paso apresurado y en segundos estuve en la calle. Él venía muy cerca, justo detrás. Yo me toqué el estomago y sentí, de nuevo, como rugía. Ya habían pasado muchas horas desde el desayuno y tenía todo el sentido que tuviese hambre. Pero tenía mucha hambre y no podía dejar de pensar ahora en comida. Además estaba avergonzado por el sonido y porque me sentía tonto en un sitio extraño.

 De la nada, sentí su mano suave y caliente sobre la mía. Me apretó suavemente y me dejé llevar. Algunas personas nos miraban pero él seguía, con sus gafas oscuras, caminando como si no pasara nada. Eso sí, miraba a un lado y al otro, como un halcón buscando presa. Yo iba con una sonrisa un poco tonta y también tratando, pero fracasando, en aparentar que no pasaba nada.

 Él me jaló ligeramente hacia una galería comercial y a pocos pasos de la entrada encontramos el lugar al que él me había traído: un restaurante de sushi giratorio. Nos sentamos en la barra, frente a la banda que daba vueltas por todo el restaurante, y empezamos a comer. Ninguno de los dos hablaba, solo elegíamos diferentes paltos e íbamos comiendo.

 Fue al tercero o cuarto, que él comentó algo del sabor. Yo hice lo mismo. Para el siguiente, lo elegimos juntos, juzgando la apariencia. Para el sexto, estábamos riendo, bromeando sobre cosas que habíamos visto en el tempo o el sonido de mi estomago. No pude resistir darle un beso rápido que nadie vio. En el mismo momento el chef anunció que empezaba la hora de descuentos. Él, que sabía japonés, me dijo lo que pasaba y entonces empezamos a comer más comida deliciosa, que nos unió como nunca.


 Había sopa también y arroz blanco con anguila y con cortes de pescados varios. Había pinchos de calamar y bolas de masa con pulpo. Todo lo acompañamos con cerveza y para cuando salimos éramos la pareja más feliz en todo Kioto. No tengo duda alguna al respecto. Por eso cuando ahora miramos las fotos de ese viaje, es inevitable que pasen dos cosas: que nos demos un beso y que pidamos un domicilio sustancioso a nuestro restaurante japonés favorito.rapidamente tumbar fácilmente. ra mcamisa, unas gafas oscuras. Al ponerselas, hacn un par de aba la vida en los sitios que visií ye

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Ir en avión

   Manuel esperó para ser el último en la fila para entrar al avión. La verdad era que nunca antes se había subido a uno de esos aparatos y ahora tenía que hacerlo para tener acceso a una herencia que nadie más iba a reclamar. Un tío abuelo lejano había muerto y solo había puesto en su testamento que la mitad de su dinero debía ir a su familiar vivo más cercano. Como Manuel ya no tenía padres y había sido hijo único, lo ponía de una vez en el primer lugar. Un abogado tuvo que revisar que en efecto fuese la única persona de la familia del hombre muerte que estuviese vivo y eso demoró un par de meses. Pero al final todo salió a favor de Manuel y le anunciaron que una cantidad generosa seria suya. El único inconveniente era que tenía que viajar a Europa para conseguirlo.

 Eso lo desanimó bastante porque no tenía ni idea que a su tío abuelo se le hubiese ocurrido irse a vivir tan lejos. Aunque, al fin y al cabo, ni siquiera sabía muy bien quién era él. Sabía que estaba relacionado con su padre, que había muerte hace ya diez años de un ataque cardiaco. Pero su padre jamás lo había mencionado, ni nadie más de la familia para ser sincero. No era de extrañar que al comienzo Manuel no estuviera muy convencido de esa herencia pues todo parecía una broma de mal gusto. Es que, si se ponía a pensar, a quién le sale todo ese dinero de la noche a la mañana, y todo por un pariente muerte del que no sabe nada? Pero menos mal decidió creer porque de lo contrario tal vez no estaría a punto de hacer lo que iba a hacer.

 El tío había dejado el país para sentarse en España y por eso Manuel ahora debía tomar un vuelo de casi diez horas, por encima del océano, para luego allí firmar unos papeles para hacer efectiva la herencia. El problema estaba en que Manuel jamás en la vida había volado. Había visto aviones de niño y había tenido varios aviones de juguete pero todo sus viajes, fuesen familiares o del colegio, habían sido por tierra. Nunca había tenido la necesidad de subirse a un avión y la verdad era que le preocupaba un poco aquello de subirse en un aparato para cruzar por encima de solo agua y así llegar tan lejos. Y encima tenía que hacerlo de nuevo para volver a casa. Para él, fue una tortura pensarlo.

 Pero si quería el dinero, no había más opción. Compró el boleto y esperó las semanas que lo separaban de la fecha con gran nerviosismo y anticipación. La semana del viaje sus amigos intentaron calmarlo porque parecía al borde de un ataque de nervios. Estaba preocupado por todo, desde a que altitud volaría el aparato hasta si se presentaban huracanes ese preciso día. Los conocidos que tenía que sí habían volado en avión le explicaron el proceso pero él seguía muy estresado. Es que además de todo Manuel era un poco claustrofóbico y la idea de estar encerrado doce horas no le era muy atractiva.

 Había estado mucho tiempo en automóviles pero con la ventana abierta y haciendo paradas para comer u orinar. Un avión no hacía esas paradas y mucho menos se podía abrir la ventana, entonces su preocupación fue creciendo exponencialmente hasta que llegó el día del viaje. Estaba temblando de arriba abajo mientras cruzaba los controles, algo que sabía no era bueno pues podían sospechar de él la policía. Pero por suerte no le dijeron nada. Abordó de último y lo hizo respirando profundo varias veces, como si estuviese a punto de lanzarse a un tanque lleno de tiburones. Su silla estaba hacia la mitad del avión y le agradeció a una de las auxiliares de vuelo que lo acompañara a su silla. Le explicó donde guardar sus cosas y él aprovechó para preguntarle si tenían medicina para dormir. La joven dijo que no.

 Manuel se sentó en su silla y miró por la ventanilla. No habían comenzado a volar y la gente ya se veía pequeña, como le habían contado. Revisaban una y otra cosa y entonces Manuel se dio cuenta que ese hubiese sido el mejor momento para ser un hombre creyente. Él no creía en nada en particular pero sí suponía que una persona muy religiosa sabría no sé cuantos rezos para pedir que el avión llegara seguro a su destino. Por culpa de ese pensamiento surgieron otros, que él trató de eliminar de su mente lo más rápidamente posible. Pero fue el anuncio de salida del capitán del vuelo el que lo dejó frío y sacó todo de su mente.

 Era increíble la manera en que se cogía de los brazos del asiento, casi como si quisiera arrancarlos. A su lado estaba una pareja que lo miraba con curiosidad pero él no se dio cuenta de nada pues estaba tratando de no consumir ni mucho aire ni mucha saliva. Veía por la ventanilla como el avión carreteaba hasta la punta de la pista. Vio salir uno, luego dos, luego tres aviones. No tenía idea que hubiese trancón en las pistas de un aeropuerto. Por fin llegaron a la cabecera y entonces el avión se quedó quieto por un momento y después todo empezó a temblar pero también era Manuel que temblaba como loco. Todo pasó bastante rápido y en poco tiempo estuvieron en el aire, donde la presión empezó a hacer lo suyo.

 Una amiga le había aconsejado a Manuel comer chicles para evitar la molestia en los oídos así que buscó en su mochila y se echó muchos en la boca, formando una masa enorme dentro de ella. Era molesto masticarla pero lo más chistoso es que funcionaba. Nervioso, miró por la ventanilla y por primera vez en su vida vio la ciudad por arriba. Se veía todo como en un juego o algo así. Trató de buscar su casa pero se dio cuenta que estaba para el otro lado. Todavía estaba cogido con fuerza de los brazos de la silla pero al menos estaba mirando para afuera así que no podía ser todo tan malo. Pronto la nave se estabilizó y el capitán hizo otro anuncio.

 Aunque podía quitarse el cinturón de seguridad, Manuel se lo dejó puesto lo que más pudo. No se soltó de los brazos de la silla hasta que una hora después se anunciara el comienzo del servicio de la cena. Mucha gente le había dicho que la comida de los aviones no era muy buena así que él venía preparado con dos sándwiches que había comprado en el aeropuerto. Los tenía guardados en su mochila pero primero quería ver a que sabía lo que servían en el avión. Mientras esperaba a que pasara la señorita, se dio cuenta de que seguía temblando y de que no solo era por los nervios sino por el frío. Abrió su mochila para sacar un saco pero entonces llegó la señorita y se enredó bastante para ponerse el saco y recibe la bandejita que le estaban extendiendo. La pareja de al lado lo miraba perpleja.

 Cuando por fin tenía los brazos bien puestos en las mangas del saco, otra señorita pasó ofreciendo las bebidas. Él decidió pedir un café y jugo de naranja. El café era para el frío tan horrible que empezaba a sentir y el jugo para acompañar su comida y tal vez los sándwiches si se comprobaba que la comida no era suficiente. Pero, a pesar de ser una porción pequeña, Manuel quedó encantado con la comida. Le parecía incluso que debían vender algo así para la casa, como para cuando la gente no tiene ganas de cocinar ni de productos demasiado grasosos como la pizza. Comió todo con ganas y decidió dejar los sándwiches para después. Fue una sorpresa que, después de que recogieran la bandejita y los vasos, Manuel se quedara profundamente dormido.

 No tuve ningún tipo de sueño o pesadilla, más bien una sensación rara de vez en cuando. Se despertó de golpe y se dio cuenta de que era porque había bastante turbulencia. Parecía como si un monstruo enorme estuviese afuera tratando de comerse el avión. De nuevo, Manuel comenzó a temblar como una hoja e incluso algunas lágrimas salieron de sus ojos. No quería morir y menos así. Hubiese sido además muy trágico morir precisamente cuando estaba a punto de tener el dinero necesario para saldar cuentas y de, una manera u otra, empezar una nueva vida sin deudas ni preocupaciones más allá de las prioritarias.

 Pero pronto dejó de sacudirse el avión e incluso avisaron que daban comienzo al servicio de desayuno. Manuel estaba tan confundido que no se secó las lágrimas así que tanto la pareja vecina como la señorita que le diño la bandeja parecían asustados de verlo así. Él se secó la servilleta del desayuno y pidió las mismas bebidas de antes. Comió todo con gana y le dio risa enterarse de que había dormido seis horas sin despertarse una sola vez. Eso no le pasaba nunca en casa. Todavía con frío, miró por la ventana y vio el océano extenderse para siempre, con el sol que empezaba a brillar sobre él. El capitán anunció que aterrizarían en una hora. Y así fue. Allí lo esperaba un abogado para ir a firmar de una vez todos los papeles.


 Se quedó en la ciudad por dos días más, visitando otras oficinas y sellando todo lo relacionado con el testamento pero también conociendo porque hubiese sido terrible viajar tanto y no ver nada. Se dio cuenta que había tenido miedo por nada y que no debía nunca adelantarse a las cosas pues no se sabía que podía pasar. Un primer ejemplo era que había heredado más dinero de lo que le habían dicho en un principio. Y lo segundo fue que, ya en el aeropuerto, le anunciaron que por cuestiones del vuelo, había sido ascendido a clase ejecutiva, por lo que disfrutaría mucho más su viaje de vuelta. Sonrió y esta vez estuvo de primero en la fila. Y eso que a él no le gustaba viajar en avión.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Amigos

   Hacía muchos años que no las veía, que no hablábamos frente a frente y hablábamos de aquellos cosas triviales justo después de hablar de las cosas más serias de la vida. Había pasado mucho tiempo pero seguíamos siendo tan amigos como siempre, sin ningún cambio en nuestra relación aunque sí varios cambios en nuestras respectivas vidas. Y es que la vida nunca se detiene y todo siempre tiene una manera de seguir hacia delante sin detenerse. No éramos exactamente las mismas personas que se habían visto en un pequeño café de nuestra ciudad natal hacía casi tres años. Habíamos todos aprendido un poco más de la vida, éramos tal vez más maduros pero en esencia los mismos de siempre. Era muy cómico pero, a pesar de todo, había cosas que nunca cambiaban.

 Por ejemplo, la efusividad en nuestros abrazos, nuestros besos, nuestra honesta alegría al vernos allí parados. No era que temiéramos que cada uno fuese a desaparecer de un momento para otro, sino que la vida daba tantas vueltas que cuando nos vimos después de tanto tiempo, sabíamos que había mucho que decir, mucho que contar. Nos vimos en un restaurante, nada muy pretencioso. La idea era subir un escalón respecto a lo que habíamos hecho en el pasado, cuando nos reuníamos para tomar una cerveza o un café en los lugares más simples del mundo. Esta vez, decidimos juntarnos para comer, pasando por cada plato y con postre, para tener oportunidad de hablar de todo lo que teníamos que hablar y de preguntar lo que tanto queríamos saber del otro.

 Ese día, yo estaba muy emocionado. Mi esposo, con el que llevaba un año de casado, estaba sorprendido de verme tan nervioso pero a la vez tan contento. Esa mañana, cuando notó mi actitud mientras me vestía, me tomó de la cintura y me dio un beso como solo él lo sabe dar. Me abrazó y me dijo que le encantaba verme así, tan feliz como nadie más en el mundo. Él no conocía a mis amigas pero quería que fuera pronto, que todos nos conociéramos entre todos para, tal vez, hacer otros planes en parejas o algo así. Ese día tenía que trabajar como cualquier otro, pero era viernes así que se me pasó rápidamente y cuando fueron las cinco salí corriendo de vuelta a casa.

 Allí me cambié de ropa y para ir al restaurante tomé el autobús. Mi esposo me dijo que si lo necesitaba me podía llamar para recogerme pero yo le dije que de seguro no iba a ser necesario pero que lo tendría en cuenta. El tráfico del viernes en la tarde me hizo demorar un poco y ya estaba algo nervioso, aunque no sé porqué. Tal vez era ansiedad de verlas, de todo lo que no sabía. Al fin y al cabo ellas eran como una parte de mi familia que quería aún más que a mi familia extendida por sangre. De hecho podía jurar que teníamos conexiones más grandes que la misma sangre.

 Cuando entré al restaurante, me di cuenta de que había llegado primero así que aparté la mesa y esperé tan solo cinco minutos hasta que llegó una de mis amigas. El saludo debió ser bastante efusivo pues varias personas en otras mesas se dieron la vuelta para ver que pasaba. Pero a mi eso no me importaba. Era Rosa, mi amiga que se había casado primero. Y al parecer se veían los frutos pues estaba embarazada. Era asombroso ver como aquella joven que conocía desde sus veinte años estaba ahora embarazada frente a mi. Me decía que tenía casi cinco meses y que estaba muy feliz. No le habían dado nauseas graves ni nada por el estilo, aunque estar de pie si le afectaba mucho, así que nos sentamos rápidamente, yo ayudándola un poco con la silla.

 Me contó que había vivido fuera del país por unos meses pero que simplemente no había funcionado. Su esposo era extranjero y lo habían hecho para que él retomara raíces que había perdido luego de venirse a vivir al país con ella, después del matrimonio. Pero ya el cambio había sucedido y no tenían razones para volver así que dieron pasos para atrás y se quedaron en su casa de siempre, donde ya había espacio para el bebé. No se sabía el sexo aún y a Rosa no le importaba con tal de que fuese un niño calmado y no de esos que gritan y patalean y hacen escandalo por todo. Ella sufría de migrañas ocasionales y esperaba no tener que lidiar con ello y con el bebé al mismo tiempo.

 En ese momento llegó mi otra amiga, Tatiana. Ella estaba también muy cambiada, pues se había bronceado ligeramente y tenía una expresión en su rostro que nunca le había visto. Nos saludamos con fuertes abrazos, durante los cuales más gente volteó a mirar y luego nos sentamos y hablamos un poco de ella. La razón por la que estaba contenta era porque hacía unos días había firmado un contrato excepcionalmente bueno y la habían halagado bastante para que firmara y aceptara. Ella sabía desde el comienzo que lo iba a hacer pero era ese esfuerzo de ellos de cortejarla lo que le encantó pues la querían a ella y no a ninguna otra. Serían algo más de horas pero un salario mucho mejor y más abierto a posibilidades.

 Cuando llegaron las cartas, nos tomamos el tiempo para decidir y mientras lo hacíamos hubo bromas y anécdotas del pasado que se nos venían a la mente. De golpe, recordábamos momentos que pensábamos perdidos en nuestro subconsciente pero veíamos que allí estaban, tan claros y especiales como siempre. Cada uno pidió una entrada, una plato fuerte y algo de tomar. Ya después miraríamos lo del postre, que para nosotros era una tradición. Casi siempre que nos veíamos comíamos algo dulce o algo que pudiésemos compartir, así que era casi una obligación hacerlo, como para no perder la costumbre.

 Tatiana también nos contó que salía con un tipo pero que no era nada serio, o al menos no aún. Eso sí, estaba feliz también por ello pues hacía mucho rato no tenía nada con nadie y el tipo parecía ser diferente a los que ya había conocido. Lo que la emocionaba aún más es que con el nuevo pago podría terminar de pagar el apartamento que había comprado hacía relativamente poco. El lugar me lo había mostrado por internet: tenía dos habitaciones pero era tipo loft, así que no había paredes excepto las del baño. Quedaba en un lugar bonito y lo había decorado muy bonito, tanto que todo el mundo se lo decía cuando la veían. Algunos solo habían visto fotos de su vista desde el apartamento y eso era suficiente para enamorarse del lugar sin jamás haber estado allí.

 Rosa, en cambio, todavía no se decidía por comprar y yo estaba en el mismo proceso. Estuvimos hablando del tema un buen rato, hasta que estábamos a la mitad de nuestros platos fuertes. Ya éramos adultos, hablando de nuestros hogares y de dinero como si siempre hubiera sido así, pero obviamente cuando éramos estudiantes no había dinero y mucho menos propio. Las relaciones con otras personas no eran ni remotamente igual de formales y serias como ahora. Era gracioso hablar de cómo dos de nosotros estábamos casados y, lo que lo hacía gracioso era que éramos los dos que menos pintábamos para estar casados. Por mi parte, nunca pensé que fuese hacerlo pero pues, como dice la película, nunca digas nunca.

 Reímos bastante cuando hablamos de todas esas personas que recordábamos de la universidad y de otros sitios. De algunos de ellos sabíamos cosas porque siempre estaban las redes sociales e incluso porque los habíamos visto alguna vez. Aunque no lo decíamos, cada uno había revisado un poco su conocimiento respecto de la vida de los otros para venir con la información más reciente y más interesante. Al fin y al cabo al vernos teníamos que cubrir todas las bases y hablar de todo lo que pudiéramos hablar. Sabíamos que después nos veríamos, pero teníamos que aprovechar pues yo hacía poco que había llegado de fuera del país y la movilidad de Rosa cada vez sería más limitada.

 Eso sí, prometimos visitarla seguido para ver el progreso de su barriga y el nacimiento del bebé. Yo no había estado para su boda y necesitaba estar para ese otro gran momento, pues sentía que le debía aunque ella decía que no. Y con Tatiana debía hablar más seguido pues su vida cambiaba de manera tan rápida que lo que era una realidad hoy, ya no lo era la semana siguiente.  Necesitábamos vernos más seguido y aprovechar que las distancias no estaban pues había poco gente que nos conociera tan bien como nos conocíamos entre nosotros mismos. Nos conocíamos las caras, las mañas, los gustos y hasta la manera de disgustarnos. Sabíamos lo que los otros querían, lo que nos hacía felices y lo que nos derrumbaba.


 Lo que éramos se llamaba amigos. Y eso no quiere decir que estemos todo el tiempo unos encima de otros. Hay veces que pasamos sin vernos un mes o dos pero cuando nos vemos de nuevo es como si el tiempo jamás hubiera avanzado y como si todo lo que siempre fue cierto lo siguiera siendo, porqué así es. Los amigos, cuando son de verdad y auténticos, son así. Duran para siempre y no se van por que haya distancias o peleas o el tiempo trabaje en contra. Los amigos son los amigos y punto.