La pelea del día anterior nos había dejado
cansados y resentidos. Cada uno había dormido de su lado de la cama y, al
despertarnos, habíamos hecho lo propio cada uno por su lado. No nos metimos a
la ducha juntos, ni bromeamos estando desnudos ni comentamos la ropa que nos
íbamos a poner ese día. Estuvimos en silencio total hasta que subimos a la
terraza, donde se servía el desayuno.
En el hotel había poca gente. En parte era
porque no era un hotel muy grande que digamos pero también porque la temporada no
daba para tener muchos visitantes. Sin embargo, el sol bañaba el lugar con
gracias y los pocos comensales tenían una sonrisa muy particular en sus caras.
Él se fue hacia la
barra y yo preferí buscar una mesa. Elegí una cerca del borde, desde donde pudiera
ver la calle. Me gustaba poder ver como se desarrollaba la vida en los sitios
que visitaba y Japón era el lugar ideal para hacerlo. La gente iba de aquí
allá, algunos hombres de oficina pero también amas de casa que iban temprano al
mercado y escolares que corrían para no llegar tarde a clase. Era como en todos
lados pero con un estilo marcado, muy particular.
Apenas él volvió, fue mi turno de ir a la
barra. El desayuno era siempre el mismo pero se podía variar eligiendo cosas
diferentes. Ese día, nuestro cuarto en la ciudad, me serví algunas rodajas de
tomate y de pepino así como sandía y piña. La fruta venía en cuadritos
perfectamente cortados. Al lado puse algo de pan para completar, con un par de
tarritos de lo que parecía mermelada de uva.
Comimos en silencio, no nos dijimos nada, ni
siquiera comentamos el clima que hacía. Él sacó de algún lado, creo que del
bolsillo de la camisa, unas gafas oscuras. Al ponérselas, me sentí todavía más
alejado de él, era como si hubiera una barrera más entre nosotros que no se
podía tumbar fácilmente. Comí rápidamente, queriendo terminar de una vez por
todas por la incomodad del momento. Pensé que ojalá el resto de los días que
nos quedaban de vacaciones no fuesen iguales porque o sino simplemente no los
soportaría.
Apenas terminamos de comer, volvimos a la
habitación a recoger nuestras cosas: yo usaba una mochila donde metíamos casi
todo lo que pudiésemos necesitar (una toalla, la cámara fotográfica
semiprofesional, algo de comer, la sombrilla,…) y él llevaba un pequeño bolsito
ya que se encargaba del dinero y de los documentos. Habíamos quedado en eso
porque él era más cuidadoso con esa clase de cosas y sabía convertir más
rápidamente los yenes en nuestra moneda. Yo siempre había sido malo en
matemáticas y hacerlo con el celular se demoraba más.
Apenas salimos, el sol nos dio de lleno en la
cara de nuevo. El día era perfecto y, en parte, agradecí no tener que ir de la
mano de él todo el día puesto que no quería tener las manos sudadas. Me sentí
mal al pensarlo pero era la verdad. Caminamos solo un par de calles y ya
estaban en el centro de todo, en el núcleo comercial de la ciudad. El
movimiento de gente mareaba un poco. De la nada, me tomó de la cintura para
dirigirme hacia la entrada de la estación de metro. Casi quedé de piedra cuando
lo hizo pero pude fingir que no había tenido reacción alguna.
Su tacto siempre había sido muy efectivo en
mi. Era algo que había sucedido desde el comienzo de la relación. Mientras él
compraba los billetes, lo miré de arriba abajo y me di cuenta que solo habíamos
tenido una pelea y nada más. Seguramente el disgusto se extendería unas horas
más pero inevitablemente nos hablaríamos y todo volvería a la normalidad. Ya en
el andén, creo que sonreí tontamente anticipando nuestra reconciliación.
Media hora después, salíamos a la calle en una
zona algo más residencial. El templo que queríamos visitar quedaba en el parque
que había justo delante. Saqué la cámara y empecé a disparar, encantado con
todo lo que veía. El sol ayudaba a que la escena fuese todavía más hermosa:
gente riendo por todas partes, vendedores callejeros de objetos varios y los
edificios tradicionales que combinaban asombrosamente con la naturaleza
circundante.
Ya dentro del complejo religioso, la gente
estaba más en silencio, tratando de marcar el respeto que sentían al estar en
semejante lugar. Asombrado por las estatuas y todo el arte que había por todos
lados, empecé a tomar muchas más fotos y en un momento olvidé todo y me giré
hacia él diciéndole algo sobre una de las estatuas de lo que parecía un mono.
Pero él ya no estaba a mi lado, sino que se había ido caminando solo hacia el
templo principal. Concluí que la reconciliación estaba más lejos de lo que
pensaba.
Lo seguí, no de muy cerca, y noté como el
silencio empezaba a ser más y más dominante hasta que, en el interior del
templo, casi no había sonidos provenientes de la gente. Solo alguna tos y la
voz de algún niño se oía por ahí. De resto era todo silencio. La gente quemaba
algo de incienso y rezaba en voz baja o sin decir nada. Cuando me giré para
buscarlo con la vista, lo vi orando frente a la estatua principal.
No dije nada cuando me pasó por el lado para
salir. Me di cuenta que hubiese sido una fotografía perfecta pero no en el
momento el impacto había sido tal que no había reaccionado con la suficiente
rapidez. Nunca hubiese imaginado que él tuviese un lado religioso.
Estuvimos varias horas caminando por el
templo, los demás edificios y los jardines circundantes. La parte más difícil
fue esa última, pues había muchas parejas de la mano y algunos incluso se daban
besos bajo los cerezos. Había una laguna cercana donde se podían ver cantidad
de carpas enormes. Él se quedó allí, mirándolas, por un buen rato. En ese
momento sí recordé la cámara y le tomé un par de fotos. Unos quince minutos
después ya salíamos de los terrenos del pueblo y volvíamos a la estación de
metro.
En el recorrido de vuelta al centro, el tren
estaba mucho más lleno que antes. Tanto que tuvimos que hacernos contra una de
las puertas, muy cerca el uno del otro. Por supuesto, a ninguno de los dos nos
importaba. Pero en ese momento se sentía todo muy extraño, como si no nos
conociéramos. De pronto, sin previo aviso, mi estomago rugió como un león
hambriento. Estuve seguro que todo el vagón había escuchado el sonido, por lo
que me giré hacia la ventana y quise estar ya en nuestro destino.
Apenas la puerta se abrió, salí a paso
apresurado y en segundos estuve en la calle. Él venía muy cerca, justo detrás.
Yo me toqué el estomago y sentí, de nuevo, como rugía. Ya habían pasado muchas
horas desde el desayuno y tenía todo el sentido que tuviese hambre. Pero tenía
mucha hambre y no podía dejar de pensar ahora en comida. Además estaba
avergonzado por el sonido y porque me sentía tonto en un sitio extraño.
De la nada, sentí su mano suave y caliente
sobre la mía. Me apretó suavemente y me dejé llevar. Algunas personas nos
miraban pero él seguía, con sus gafas oscuras, caminando como si no pasara
nada. Eso sí, miraba a un lado y al otro, como un halcón buscando presa. Yo iba
con una sonrisa un poco tonta y también tratando, pero fracasando, en aparentar
que no pasaba nada.
Él me jaló ligeramente hacia una galería
comercial y a pocos pasos de la entrada encontramos el lugar al que él me había
traído: un restaurante de sushi giratorio. Nos sentamos en la barra, frente a
la banda que daba vueltas por todo el restaurante, y empezamos a comer. Ninguno
de los dos hablaba, solo elegíamos diferentes paltos e íbamos comiendo.
Fue al tercero o cuarto, que él comentó algo
del sabor. Yo hice lo mismo. Para el siguiente, lo elegimos juntos, juzgando la
apariencia. Para el sexto, estábamos riendo, bromeando sobre cosas que habíamos
visto en el tempo o el sonido de mi estomago. No pude resistir darle un beso
rápido que nadie vio. En el mismo momento el chef anunció que empezaba la hora
de descuentos. Él, que sabía japonés, me dijo lo que pasaba y entonces
empezamos a comer más comida deliciosa, que nos unió como nunca.
Había sopa también y arroz blanco con anguila
y con cortes de pescados varios. Había pinchos de calamar y bolas de masa con
pulpo. Todo lo acompañamos con cerveza y para cuando salimos éramos la pareja
más feliz en todo Kioto. No tengo duda alguna al respecto. Por eso cuando ahora
miramos las fotos de ese viaje, es inevitable que pasen dos cosas: que nos
demos un beso y que pidamos un domicilio sustancioso a nuestro restaurante
japonés favorito.