En lo más alto de la montaña no había nada.
No crecía el pasto ni algún tipo de flor ni nada por el estilo. Era un lugar
desolado, casi completamente muerto. El clima era árido y había un viento frío
constante que soplaba del el sur, como barriendo la montaña y asegurándose que
allí nunca creciera nada. Así fue durante mucho tiempo hasta que dos personas
que venían huyendo, vestidos ambos de naranja, subieron a la parte más alta de
la montaña.
Eran bandidos, uno peor que el otro, y se
habían escapado de la cárcel hacia poco tiempo. Debían haber caminado mucho
pues cualquier pedazo de civilización estaba ubicado muy lejos. Cuando llegaron
a la parte más alta, se dejaron caer en el suelo y estuvieron allí echados un
buen rato, descanso sin decir nada. Fue el mayor de los dos el que interrumpió
por fin la escena y le preguntó al otro hacia donde debían seguir ahora.
Fue el viento el que decidió porque justo
entonces una ráfaga de viento los hizo cerrar los ojos y no volvieron a
abrirlos hasta sentir que estarían a salvo de la tierra volando alrededor de su
cuerpos. Cuando abrieron los ojos, eligieron el lugar desde el cual había
venido el viento. Antes de seguir caminando, se quitaron los uniformes naranjas
y quedaron solo en ropa interior. Algunos pasos abajo, por la montaña, había un
hilillo de agua que utilizaron para lavarse la cara y refrescar la garganta.
Ninguno de los dos se dieron cuenta de que los
habían estado observando desde hacía un buen rato. Los desesperados criminales
solo querían asearse un poco y seguir, caminando y caminando quien sabe hasta
donde. No tenían atención alguna de convertirse en personas sedentarias o en
personas de bien, para el caso. Ambos habían sido encarcelados por crímenes
bastante particulares y, de alguna manera, se notaba en sus rostros lo que
habían hecho.
Cuando terminaron de refrescarse, volvieron a
la parte alta de la montaña y observaron desde ahí si veían algún grupo de
árboles en los que creciera fruta, pues tenían mucha hambre. Miraron a un lado
y al otro pero lo único que había eran pino y pinos por todos lados, ningún
árbol que diera frutos comestibles, jugosos como los que se imaginaban en ese
mismo momento. Eso no existía.
Decidieron entonces
seguir su escape y en el camino encontrar algo de comida. Bajaron por la
pendiente menos inclinada y se adentraron en el bosque. Ninguno dijo nada pero
los árboles parecían más juntos de lo que habían parecido desde arriba. Era
difícil caminar por algunas partes. Aunque no les agradaba mucho, debían
ayudarse tomándose de la mano para no perderse y tener apoyo para no quedar
atascados.
El avance fue poco al cabo de una hora. El
bosque se cerraba, eso era lo único cierto. Cuando habían llegado a la zona no
se veía así, tan apretado y oscuro, como si a propósito quisiera cerrarle el
paso a los dos criminales. Uno de ellos sacó de su bolsillo una cuchilla hecha
un poco de manera improvisada y atacó algunas ramas con ella pero no sirvió de
nada. La cuchilla se desarmó después de algunos intentos y las ramas, a
excepción de un par de hojas, seguían exactamente igual.
La única opción era dar la vuelta y planear algo diferente porque evidentemente su plan actual era demasiado directo y el
bosque parecía reaccionar ante algo que estaban haciendo. Cuando volvieron a la
parte alta, el criminal más joven confesó que había creído ver algo entre las
ramas de la copa alta de un árbol. Su compañero le dijo que seguramente estaba
perdiendo la razón por el desespero que preocupa estar sin rumbo fijo. Le dijo
que era algo normal y que no le diera mucho crédito a nada.
Decidieron pasar allí
la noche, que se instalaba de a poco, y por la mañana planearían algo más. El
viento del sur se detuvo en la noche y los hombres pudieron dormir en paz, sin
ningún ruido que los molestara. Solo el bosque los miraba, con mucha atención.
Sin duda todo lo que estaba vivo sabía de la presencia de aquellos personajes y
estaban definiendo si hacían algo o si no hacían nada. Lo hacían en silencio, sin palabras claras, a
través de un código invisible.
Al otro día, los criminales estaban cubiertos
de hojas. Se las sacudieron rápidamente y miraron a un lado y al otro pero el
lugar seguía tan pelado como siempre. Llegaron a pensar que había sido gente
pero no tenía sentido ponerse a bromear estando tan lejos de todo. La única
explicación era el viento, que de nuevo soplaba aunque de manera mucho más
suave que antes. Estuvieron sentados un buen rato, tratando de idear algún
plan. Pero no salió nada.
Tenían tanta hambre, que se metieron al bosque
de nuevo solo para tratar de conseguir algo que comer. Les daba igual lo que
fuera, solo querían no morirse de hambre pues sus estómagos casi no los habían
dejado dormir. La caminata empezó a buen ritmo y los árboles parecían algo más
separados que la noche anterior.
Pero más adelante, donde se oía el agua de un
río más amplio, más caudaloso, los árboles también se habían juntado para
formar una barrera que era imposible de pasar. Al otro lado estaría la ribera
del río y tal vez en él habría peces y demás vida acuática que serviría muy
bien para calmar sus apetitos y darle las energía suficiente para seguir su
largo viaje, que de hecho no sabían cuanto duraría.
Golpearon el cerco con fuerza, tratando de
partir algunas ramas y troncos. En algún punto el mayor de los dos, el que
tenía más fuerza bruta, parecía haber hecho un pequeño hoyo en una parte de la
muralla pero se cubrió de hojas tan pronto se acercó para mirar si veía el río.
Era inútil luchar contra algo que parecía no darse cuenta que ellos estaban
allí. Decidieron caminar a lo largo de la muralla de troncos y hojas hasta
llegar a un punto donde no hubiese más. Pero no lo había.
De nuevo llegó la noche y tuvieron que volver
a la parte alta de la montaña. Pero esta vez no era un lugar sin vida. Por
primera vez en años había una pequeña planta creciendo allí. No sabían de que
era pero supieron entender que se trataba de un suceso raro. Decidieron echarse
a un lado de la planta y seguir como antes, tratando de expulsar los deseos de
comida de la mente y confiando que las cosas terminarían bien a pesar de que,
la verdad, nada pintaba bien.
Al otro día, la pequeña plata nueva era un
árbol de metro y medio. El crecimiento acelerado, sin embargo, no fue lo que
los sorprendió. Fue más el hecho de descubrir que era un limonero y desde ya le
estaban creciendo algunos limones por todos lados. Contando con cuidado,
establecieron que había exactamente treinta pequeños limones. Es decir, quince
para cada uno. Con el hambre que tenían, no había manera de discriminar ningún
tipo de alimento.
Cada un arrancó uno de los limones y se quedó
sentado donde había dormido para comer. No había a cuchillo y tuvieron que
mirar por los alrededores para ver si había algún instrumento que los ayudara.
Desesperado, el más joven de los dos le hincó el diente a la fruta así como
estaba. Como esperando, el sabor fue tremendamente amargo, solo un poco dulce.
Pero era refrescante y, aunque dolía comer la pulpa, no paró hasta que no
hubiese nada más.
El mayor encontró una piedrita afilada y ella
pudo abrir su limón en dos parte iguales. Se comió una primero y pensaba
guardar la segunda pero no habría manera. Al cabo de unos minutos ya no quedaba
nada de los limones. Enterraron los restos de fruta bajo un montoncito de
tierra y se dieron cuenta que todavía tenían hambre.
Pero también les había dado sueño. Mucho sueño.
Quedaron acostados allí mismo y al cabo de un rato el bosque vino por ellos y
los envolvió. Los limones habían hecho su trabajo. El bosque podía expulsar los
cuerpo, lejos de la montaña sagrada. Ya esos asesinos tendrían un mundo hostil
al cual enfrentarse y se lo debían a algo que ni habían visto.