Se quitó los calzoncillos y, sin vacilación
alguna, se lanzó al agua. Tenía gracia al nadar, sabía dar las brazadas con
exactitud casi matemática y mantenía la respiración por varios minutos bajo el
agua. Se nota que disfrutaba el agua, así la laguna estuviese todavía fría por
el invierno que se negaba a retirarse de aquellas tierras altas. Alrededor la
vegetación era espesa y casi tapaba el sol alrededor del cuerpo de agua. Solo
se le podía ver directamente desde el centro de la laguna pero la estrella no
brillaba con tanta fuerza como podía. El calor recibido no era mucho y el
hombre se quedó ahí un buen rato, tratando de calentarse pero sin ningún éxito.
La mejor manera de calentarse, sin duda, era
seguir nadando y fue lo que hizo por varias horas más. A veces se detenía pues
tenía que descansar pero incluso entonces solo movía con suavidad las piernas
para mantenerse a flote y poder reflexionar mientras iba a la deriva por la
laguna. Pensaba en las responsabilidades que tenía y en las que no tenía, pensaba
en todo lo que era y lo que no era y casi se puso triste hasta que una brisa
suave lo sacó de sus pensamientos y le recordó que se estaba haciendo tarde. Visiblemente
aburrido por no poder quedarse más, nadó desganado a la orilla.
La ropa que había dejado sobre una roca estaba
tan seca como siempre, aunque debió sacudirla pues varias hormigas habían
decidido posarse sobre su camiseta y pantalones. No se puso los calzoncillos,
solo los pantalones así sin nada, la camiseta y metió las medias y los calzoncillos
en los zapatos deportivos, que llevó en la mano cruzando el bosque. Quería
sentir antes de irse la hierba y la tierra bajo sus pies, quería disfrutar al máximo su pequeño escape
que no había sido tan largo como el hubiese querido pero había servido al menos
para relajarlo un poco.
El recorrido no fue largo. Salió a un lado de
la carretera, donde había una bahía de parqueo. Allí estaba su viejo coche
esperándolo. Se puso los zapatos con la puerta abierta y fue entonces que
sintió un olor delicioso. Era evidente que no era una comida gourmet ni algo
muy saludable. El olor era de algo grasoso pero delicioso a la vez. Terminó de
ponerse los zapatos y cerró la puerta del coche pero con él afuera pues quería
averiguar de donde venía el olor.
Se sintió un poco tonto al ver que solo a unos
metros había un restaurante de comida típica. No lo había visto cuando había
llegado, tan apurado estaba por ir al pequeño santuario. Echó un vistazo y vio
que solo una mesa estaba ocupada y que la vista desde el restaurante era
increíble. Al final y al cabo estaban sobre un acantilado desde el cual se
observaba, muy a lo lejos, el valle del río más grande del país. Sin pensarlo,
se adentró en el lugar y tomó una silla en la mesa con la mejor vista. No movió
la cabeza de posición hasta que una voz lo sacó de su ensimismamiento.
Una joven le preguntaba que deseaba ordenar.
Él la miró al comienzo sin entender muy bien lo que decía, todavía inmerso en
su mente. Al rato se espabiló y le preguntó a la joven qué era lo mejor en el
menú y ella le enumeró tres platillos que le gustaban mucho: una sopa, un plato
fuerte y un postre. Él le dijo que le trajera los tres y que ojalá no se
demorase. Ella sonrió coquetamente y se retiró. Él volvió la mirada a la
hermosa vista y se dio cuenta que no había dejado la laguna. Es decir, no había
dejado de pensar en todo y nada, en él y en los demás.
No era que tuviera problemas reales pero para
él lo eran. Se sentía algo alejado de su familia pero no tenía manera de
conectarse con ellos de nuevo y eso le dolía profundamente. Hasta hacía poco se
había dado cuenta de lo importante que eran ellos para él. Lo otro era su
trabajo, en el que se sentía terriblemente miserable. La gente lo admiraba
porque era respetado y su nombre era conocido para la gente del medio pero para
él eso no era nada. No lo llenaba ya nada de lo que hacía, ya no sentía esa
fuerza juvenil que impulsa las pasiones. Ya no sentía nada.
Cuando la chica volvió con una sopa algo
espesa y poco atractiva, él no pensó nada más sino en su mirada y sonrisa. Era
muy linda, pero no era hermosa. Tomó una cuchara de un pequeño cesto y empezó a
comer. La sopa era una simple maravilla, compuesta de muchos elementos y de un
sabor muy difícil de identificar. Se la comió toda, pensando en que el amor no
era algo que él comprendiera y esas sonrisas como la de la joven, siempre eran
como un rompecabezas para él.
Le impresionaba cuando alguien le dirigía una
de esas o un guiño de ojo o cualquiera de esas sutilidades poco sutiles. No se
creía merecedor de nada de eso, principalmente porque no correspondía a ninguno
de los estándares de belleza que entendía eran los actuales. Pero sin embargo,
muy de vez en cuando, recibía esos mensaje confusos y no entendía nada. De eso
al amor había mucho trecho pero el caso es que los juntaba pues para él unos
llevaban a eso otros, a ese hondo y oscuro misterio que él simplemente no
entendía aunque quería entender.
El plato principal eran papas saladas, plátano
maduro, carne frita de carne y de cerdo, longaniza, chorizo y morcilla, todo en
pedacitos y en una porción un poco más generosa de lo que comería normalmente
una sola persona. Sí, esa era la grasa que había olido, el aroma que le había
atraído y estaba tan delicioso como él supo que estaría. Comía despacio,
mirando el valle sumirse poco a poco en los colores del atardecer y pensando en
que algún día le gustaría compartir todo esto con alguien y luego acariciarle
la mejilla y robarle un beso de eso que se sienten en el alma.
El último elemento de la comida eran una
simples brevas con arequipe. Nunca le había gustado ese postre pero esta vez se
comió todo y pidió una botella de agua con lo último para poder refrescar el
paladar. Cuando terminó, él mismo fue a la caja y le pagó a la joven con la
mejor sonrisa de la que fue capaz. Al darle el cambió, ella hizo lo propio. De
vuelta en el coche, se estiró un poco y se dio cuenta de que ya era de noche. No
le gustaba conducir de noche pero no había otra manera. Quería descansar pues
ya se sentía agotado.
Arrancó y en poco tiempo se acostumbró a la
noche. No era un buen conductor, pues pensaba con frecuencia en el barranco que
había a su derecha y que pasaría si por alguna razón seguía derecho, que
pasaría si perdiera el control y el coche rodara por el lado de la montaña, sin
nada que lo detuviese. Al parecer no pasaba tan a menudo pero la sola idea lo
obsesionó y casi invade el carril opuesto de la curvilínea carretera por estar
tan inmerso en sus oscuros pensamientos.
Su velocidad fue buena hasta que tuvo a un
camión adelante y tuvo que conducir lentamente detrás, esperando una oportunidad
para pasarlo. Le dolían las piernas y se acordó que sus calzoncillos estaban en
el asiento contiguo, haciendo la vez de copiloto. Los miró de reojo y se dio cuenta
que no le gustaban para nada esos calzoncillos. No solo porque tal vez
necesitase lavarlos, sino porque no parecían su estilo. De hecho, él no tenía
estilo pero se daba cuenta que no le gustaban. De hecho se miró en el espejo y
no se gustó en nada.
Pero eso no era nuevo. Tenía esos momentos al
menos una vez al mes, en los que se miraba en el espejo del baño por las
mañanas y sentía que el ser que le devolvía la mirada no podía ser más feo y
simplón. Tenía una cierta manía, en esas ocasiones, de verlo todo malo y todo
como un problema. Odiaba su corte de pelo, el color de sus ojos, los granitos
que todavía le salían habiendo ya cumplido más de treinta, su barba que no era
barba, su cuerpo escuálido en partes y grueso en otras, sus genitales pequeños
y sus muslos grandes… En fin, era una guerra que siempre había tenido con si
mismo y ahora volvía.
Recordó los meses, largos y muy tediosos
cuando era más joven, en los que malgastó su vida yendo a terapias con psicólogos
para mejorar su imagen de si mismo y trabajar en esas oleadas de
existencialismo que le daban. Pero todo eso fracasó y lo sintió como un timo
porque ellos querían quitarle todo eso y la verdad era que a él le gustaban
mucho sus momentos existenciales y si tenía que vivir también con su odio hacia
si mismo para tenerlo, pues alguna manera encontraría de existir.
La rabia que le empezó a emerger, a arder en
el pecho, le hizo acelerar el automóvil y pasar al camión en el peor momento
posible. Fue bueno que estuviese con buenos reflejos, porque pudo evitar a un
coche que venía en dirección correcta justo a tiempo. Volvió a su carril y
aceleró más, hasta que estuvo cerca da la ciudad. Seguramente le llegaría uno
de esos comparendos electrónicos pero le daba igual. Había liberado un par de
demonios con la adrenalina y se sentía de nuevo, extrañamente, con el control
total de su vida.
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