Una, dos y tres veces. Y luego seguí sin que
me importara nada. Seguí y seguí hasta que dejé de sentir los dedos, las manos
enteras. Mis brazos se entumecieron del cansancio y el dolor y fue entonces
cuando por fin me detuve. En mi mente, para mí, habían pasado horas. Pero en
realidad, todo había sido cuestión de minutos. Me di cuenta de que temblaba. Un
frío helado me recorrió la espalda. Ese golpe contundente fue el que me
despertó de mi enojo, de mi rabia y del dolor que me había cegado.
Los nudillos los tenía destruidos. Me
chorreaba sangre de ellos pero no demasiada. Los dedos temblaban con violencia
y no podía estirarlos ni cerrar el puño por completo, no de nuevo. La sangre
que cubría mis manos no solo era mía sino del tipo que tenía adelante, tirado
en el suelo. Lo escuchaba llorar, moquear un poco e incluso decir algunas
palabras de suplica. Pero, como hacía unos minutos, yo no escuchaba nada de lo
que decía. No solo porque no me importaba sino porque había perdido ese sentido
momentáneamente.
Lo que oí primero, sin embargo, fue la sirena
de una patrulla que se acercaba a toda velocidad. Tuve el instinto de correr,
de alejarme de allí lo más rápido posible, pero recordé pronto que ese no era
el plan, eso no era lo que había cuidadosamente preparado. No, debía quedarme
allí y asumir lo que había hecho. De la nada, un chorro de rabia surgió de mis
entrañas, probablemente lo último que tenía adentro. Usé ese impulso para
patearlo un par de veces en el estomago, para evitar que él fuera quien se escapara.
La policía por fin llegó y, como lo esperaba,
me arrestaron. Uno de los uniformados quiso ponerme esposas pero prefirió no
hacerlo por el estado de mis manos. Me miró fijamente y me dijo que me metiera
en la parte trasera de la patrulla. Debió detectar que mis intenciones no eran
diferentes, porque lo dijo de una manera calma, sin presiones. Yo hice lo que
me pidió, pero no cerré la puerta porque no podía. Ellos revisaron al herido y
llamaron una ambulancia. Esperamos hasta que llegó y se lo llevó al hospital.
Por nuestro lado, fuimos a la comisaría. Lo
primero que hicieron allí fue tomarme las fotos de rigor e identificarme. Fue
un proceso rápido, sin ninguna sorpresa. Lo siguiente que hicieron fue enviarme
a la enfermería para una rápida curación de mis manos, que vendaron, no sin
antes usar una crema especial que al parecer ayudaría a que las heridas
cerraran pronto. No me quejé en ningún momento ni me rehusé a nada. Miré a la
cámara directo al lente para las fotos y pensé en todo menos en mi dolor
mientras curaban mis manos. Cuando me metieron a la celda, inhalé
profundamente.
Allí estaba yo solo. Para ser una ciudad tan
violenta y problemática, era un poco extraño que me metieran solo en una celda.
Debía haber otras, supuse. Era el tipo de cosas que me ponía a pensar para no
reflexionar demasiado. Porque si me ponía a pensar mucho en lo que había hecho,
en mi plan, me arrepentiría en algún momento y dañaría todo de manera
irremediable. Me senté en un banco metálico y allí contemplé por mucho tiempo
el suelo y las manchas de sangre seca que allí había.
Seguramente habían peleado allí una banda de
vendedores de drogas o tal vez de habitantes de la calle. Es posible que
algunos cuchillos se hubiesen visto envueltos en todo el altercado o incluso
algo más sutil como una cuchilla para afeitar o algo por el estilo. Quien sabe
cuanta gente había pasado por allí, de paso a la cárcel. Tal vez no eran tantos
o tal vez muchos más de los que la mayoría de gente pensaba. No tenía ni idea
pero todo el asunto me hizo pensar en la posibilidad de terminar encerrado para
siempre.
Me tranquilicé rápidamente diciéndome que
sería un injusticia enviarme a la cárcel por golpear a un hombre. Al fin y al
cabo, no lo había matado. Eso sí, no me habían faltado las ganas y debo admitir
que mi primer plan había contemplado esa posibilidad. Pero mi abogada, con la
que había hablado antes de planearlo todo, me había aconsejado no hacer algo
tan extremo. Ella era de esos abogados que se mueve muy bien en el agua turbia
pero sabía el tipo de persona que era yo y no quería verme envuelto en algo
demasiado oscuro.
Eso sí, no puedo decir que ella me diera ideas
para nada. Ella solo escuchaba lo que yo tenía para decir y después de un
momento me decía su opinión al respecto y las consecuencias legales que
existirían en cada caso. Nunca me aconsejó nada en especifico, seguramente
porque no era nada tonta y tenía claro que no podía arriesgarse a que yo la
culpara, en el futuro, de ser la artífice de todo el plan. Pero la verdad era
que yo no tenía ninguna intención de echarle la culpa a nadie más por mis
acciones.
Más allá de ser abogada, Raquel era una de mis
pocas amigas. Me conocía bien y sabía de primera mano todo lo que había
ocurrido en los últimos meses, comprendía bien mis motivaciones para hacer lo
que quería hacer y jamás me quiso detener. De pronto ese era el único problema
que tenía respecto a todo el asunto, y sí detecté ese nerviosismo en ciertas
ocasiones, pero la última vez que nos vimos me dio un abrazo que fue más
explicito que escribirme una carta de cuatro páginas. Ella sabía muy bien lo
que yo quería y porqué. Creo que la aprecio más ahora que nunca antes.
Un policía por fin vino y tomó mi declaración,
junto con un enviado de la fiscalía. Conté todo lo que había ocurrido ese día,
cómo había planeado desde el primer segundo de la mañana seguir a ese hombre, y
esperar con paciencia hasta que estuviese completamente solo para hacer lo que
quería hacer. Confesé haberlo secuestrado y llevado al lugar al que habíamos
llegado, una fábrica abandonada en la mitad de la ciudad adónde nadie llegaría
a menos que yo dijera donde estábamos.
Y de hecho, eso fue exactamente lo que hice.
Con anticipación, programé un correo electrónico que sería enviado a la policía
y a otras entidades para que llegaran al lugar en el momento preciso en el que
yo quería que llegaran. Debo confesar que mi calculo falló por algunos minutos,
que fueron los que utilicé para patear al infeliz en el estomago. No me siento
orgulloso de ese ataque de rabia pero tampoco me avergüenzo pues creo que tenía
todo el derecho de hacer lo que hice.
Fue entonces cuando les pedí que revisaran su
cuenta de correo electrónico de nuevo. Había programado un segundo correo, esta
vez conteniendo un video con toda la información que tanto la policía y la
fiscalía, como miles de otros pudieran querer y necesitar para absolverme al
instante. Además, el video se subió automáticamente a varias redes sociales y
mi intención de hacerlo viral fue un éxito total. A esa hora, ya muchos sabían
de mis razones e incluso me aplaudían por mi proceder.
A la hora, Raquel vino a recogerme. Había
quedado libre, a pesar de que todavía había algunos cargos contra mí, cargos de
los cuales podría deshacerme con una increíble facilidad. Todos me miraban de
camino al coche y cuando me bajé en mi edificio y subí a mi apartamento. Al
parecer todos se habían quedado sin voz y yo no entendía que parte de todo el
asunto los hacía quedarse así: sería lo que había sucedido, lo que yo había
hecho o toda la situación? En todo caso, los entendía a todos, sin importar la
razón.
Nadie esperaba ver a un hombre rico, con
familia y nombre, en un video casi pornográfico. Y no lo era porque el video no
mostraba sexo consensuado entre dos adultos sino una violación. Poder obtener
ese video me costó mucho más que sangre pero valió la pena.
Destruí a un hombre por completo y lo único
que tuve que hacer fue centrar la atención sobre mí, convertirme en un villano
para entregarle al mundo el villano real. Lo que pensara la gente sobre mí no
me importaba ya. Solo quería que la gente, por una vez, abriera los ojos.