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viernes, 28 de diciembre de 2018

El llamado


  La selva ardía y no podíamos hacer nada para detenerlo. El fuego subía por los árboles como si estuviera vivo, carcomiendo la madera y haciendo que el ruido llenara los oídos de todos los que estábamos observando. Uno de los indígenas llamaba por la radio a los bomberos del pueblo más cercano, pero no era muy posible que llegaran pronto. El humo había vuelto el aire un infierno igual que el que se pasaba de árbol en árbol. La mayoría de los que estábamos allí solo podíamos observar lo que ocurría, sin hacer nada más.

 Al otro día, exploramos los restos carbonizados de los árboles, que ya habían sido empujados por el viento hacia un lado y el otro. Era increíble el silencio que había, sin animales ni ningún tipo de planta viviente. Los insectos habían huido quien sabe adónde y la mayoría de los indígenas ni siquiera querían acercarse. Para ellos, el sitio era sagrado y su destrucción era algo que debían primero procesar para luego hacer una ceremonia que ayudara a los espíritus pasar a una mejor vida con el resto de sus ancestros.

 Solo un pequeño grupo se acercó a los restos, con uno solo de los indígenas que dijo tener que mirar solamente hacia abajo para no tener que ver toda la destrucción causada la noche anterior. Por los sonidos que hubo a primera hora del día, era obvio que los bomberos habían venido muy temprano pero su llegada había sido demasiado tarde. Al menos habían detenido el fuego antes de que pasara a una zona más cercana al centro de la comunidad. Pero ahora ya no había nadie, todo estaba en absoluto silencio.

 Tocamos el suelo y nos quedaron las manos negras. Ver ese color en las manos de cada uno de nosotros nos impactó, en especial porque en esa misma parte de la selva había ocurrido nuestra ceremonia de introducción a la cultura de los indígenas. En esa ocasión nuestras manos habían sido pintadas de muchos otros colores a partir de los tintes naturales de la selva. Había amarillo, verde, blanco y rojo, colores que mezclados representaban todo lo que existía en el mundo de las personas que vivían en ese mundo.

 Habíamos luego lavado esos colores en el río, creando surcos en el agua que parecían cobrar vida con el movimiento del fuego de las antorchas y del agua misma. Nuestros cuerpos parecían mezclarse con el agua misma, con los aceites que habían sido extraídos con cuidado de las plantas, con la brisa misma que surcaba con suavidad sobre todo y con el cielo estrellado que teníamos sobre las cabezas. Fue un momento hermoso, lleno de una paz extraña que invadió nuestros cuerpos y nos ayudó a dormir esa noche. Fue un sueño tranquilo, sin sueños, totalmente perfecto.

  Pero de eso ya no había nada. Nuestros pies quedaron completamente negros de caminar tanto entre las maderas retorcidas. Cuando regresamos al pueblo, no había nadie adentro de las estructuras. Todos estaban afuera, trabajando o haciendo lo que hacían normalmente. Se habían pintado en sus brazos la marca del duelo y habían seguido con sus vidas, como lo dictaban sus costumbres. No podían detenerlo todo por una tragedia que no era nueva, que ahora se había convertido en algo casi cotidiano.

 Los fuegos arrasaban con frecuencia la selva, tragándose partes pequeñas cada cierto tiempo, carcomiendo un poco a la vez hasta que un día ya no habría nada. Los indígenas sabían que era algo posible, que el futuro se les venía encima pero no podían cambiar su estilo de vida de un momento a otro. E incluso si lo hicieran, eso no garantizaría que vivirían mucho más de lo que la selva sobreviviría, si es que lo hacía. Planeaban lo de siempre y luego ya pensarían en grupo que acciones tomar.

 Pero no eran todos iguales. Algunos hablaban con los granjeros de las fincas vecinas, para ayudarlos a atrapar a los leñadores y a los pescadores ilegales que entraban a destruir la selva a cada rato. También los ayudaban a no matar a los animales que invadían las granjas para comerse las vacas. Los dormían con químicos especiales de la selva, que eran muy apropiados para tratar los animales y no matarlos de un sobredosis. Buscaban tener una relación en la que ambos se beneficiaran, para construir algo mejor.

 Pero muchos de los incendios no eran precisamente causados por el calor o por productos de turistas dejados en la mitad de los árboles. Eran mucho de los granjeros que quemaban árboles pues necesitaban cada vez más espacio para plantar soya y maíz o para pasear de un lado al otro sus reses. Incluso había veces en las que se dejaban comprar por empresas madereras para que ellos quemaran los árboles y luego los leñadores les pagaran por sus acciones. Eran crímenes que a nadie le importaban.

 Muchas veces habían venido extranjeros, como nosotros, a visitar las comunidades para conocer más de la cultura y tener una experiencia especial. La idea era que cuando vinieran se les enseñara la realidad de vivir en la selva, los riesgos y lo que tenían que afrontar en el futuro inmediato. Pero la gran mayoría de los visitantes nunca volvían y jamás corrían la voz de lo que habían visto. Para ellos había sido solo una oportunidad de pintarse la cara y hacer algo “exótico”, diferente a lo que eran sus vidas en las grandes ciudades, fuera de sus repetitivos y alienantes trabajos.

 Algunos indígenas querían prohibir el ingreso a más visitantes de afuera y fue en ese momento cuando llegamos nosotros, con nuestras cámaras y preguntas sobre todo y nada. Muchos nos dieron la espalda y luego enviaron a una persona para dejar en claro que no tenían ningún interés en conocernos o en compartir con nosotros. Respetamos su decisión y nos dedicamos a construir nuestro programa con aquellos que sí se acercaban y tenían curiosidad de lo que hacíamos e incluso de nuestras vidas.

 Fueron ellos los que nos introdujeron a su mundo, con la ceremonia en el bosque y luego en el río. Nos enseñaron al pasar de los días a pescar y a cazar, a identificar las flores que usaban para sus medicinas, así como las plantas que necesitaban en el día a día. Grabamos todo lo que pudimos, sin pedirles nada sino solo dejando que sus vidas pasaran por enfrente de nuestros lentes. Pudimos ver la vida real que esas personas llevan en un sitio tan remoto, como son de verdad y no como creemos que son.

 Cuando llegó el momento de irnos, nos hicieron una fiesta muy divertida y especial e incluso aquellos que no nos querían allí asistieron, tal vez felices de que nos fuéramos. Sin importar la razón, estuvieron allí compartiendo comida con nosotros y dándonos una nueva muestra de sus cultura. Bailaron para nosotros, cantaron y también desplegaron algunos otros de sus talentos. Fue una experiencia única, que creo que se incrusto en el pensamiento de cada uno de nosotros y nos comprometió con ellos de manera permanente.

 En el avión de vuelta la ciudad, empezamos a trabajar, editando de una vez algunos de los apartes que habíamos grabado. Todos estábamos como distraídos, como si todo lo que hubiese pasado no fuese real. Debía ser lo que sentían todos los que habían estado allí antes de nosotros y por eso sus respuestas a todo lo ocurrido habían sido similares. Por eso nadie había hecho nada, no que fuera algo muy fácil de hacer. Era extraño como se sentía, por eso ya no hicimos nada más hasta muchos días después.

 Sin embargo, cuando por fin empezamos a trabajar, los hicimos sin parar ni un solo momento. Estuvimos encerrados día y noche, apenas comiendo y saliendo a la calle a ver la luz del día. Queríamos que todo fuera perfecto y cuando lo tuvimos terminado sentimos que era lo mejor que podíamos dar.

 Nunca sabremos de verdad si el programa tuvo el efecto deseado. Pero la realidad es que nos esforzamos tanto como pudimos y desde ya planeamos nuestro regreso. Se siente como algo necesario, como algo que no podemos evitar así lo quisiéramos. La selva nos llama.

miércoles, 31 de enero de 2018

Lo mejor

   Apenas abrí la puerta, nos dimos un beso y lo tomé por el cinturón sin pensar si alguien nos vería por el pasillo o si a él no le gustaría lo que iba a hacer. Nunca habíamos hablado mucho de los gustos que cada uno tenía en la cama, o mejor dicho, en el sexo. Nos habíamos conocido hacía relativamente poco, unos tres meses, y desde ese momento habíamos empezado a salir sin mayor compromiso. Creo que ambos teníamos la idea de pasarla bien con el otro y no pensar demasiado en nada más.

 No voy a decir que en ese momento un impulso se apoderó de mi. Ya había pensado que hacer y era una parte de mi personalidad el hecho de disfrutar el placer en todas sus formas, no iba a disfrazar esa parte de mi ser. Cerré la puerta con la otra mano, mientras lo iba halando lentamente hacia mi habitación. El dejó caer su mochila y una chaqueta algo mojada que traía en la mano. No me pudo resistir y ahí mismo le quité el cinturón, que cayó con un ruido sordo sobre el piso de madera pulida.

 Caminamos como bailando, despacio y sin hablar una sola palabra. Cuando llegamos a la puerta de mi habitación, la empujé de una patada. No sé porqué había cerrado mi cuarto, tal vez sentía que existía la posibilidad de que a él no le gustara todo el asunto y no quería parecer desesperado por tener sexo. Siempre he tenido inseguridades y creo que jamás dejarán de existir dentro de mi. Es algo que cargo encima, un peso muerto que se resiste a dejarse ir con la corriente.

 Ya dentro de la habitación, me senté en la cama y terminé de bajar sus pantalones. Él dejaba que hiciera, mirándome como si estuviese en un sueño. Sus ojos eran muy hermosos, parecían algo cansados pero brillaban de una manera especial, como cuando eres inocente y no sabes nada del mundo que te rodea. Como antes de que el mundo se encargue de corromperte con mil y una cosas que son inevitables. Sabía algo de su vida pero no todo y eso me cautivaba mucho más.

Su ropa interior era muy bonita. Era de un estilo que a mi me hubiese quedado fatal pero que en él se ajustaba perfectamente a su personalidad, a esa sonrisa, a su manera de ser e incluso de moverse. Bajé los calzoncillos mirándolo a él y después vino lo que era inevitable. Creo que lo que más me gustó de ese momento fue sentirlo a él y escuchar que le gustaba lo que estaba pasando. Creo que el placer jamás es completo entres dos personas si solo una siente algo y la otra solo es algo así como un espectador. Al rato nos besamos más y la ropa fue repartiéndose por toda la habitación.

 Él había llegado en la tarde, hacia las seis. Cuando me desperté, cansado de tanto ejercicio inesperado, eran las once de la noche. Eso no me hacía mucha gracia porque tenía hambre y comer tan tarde nunca me sentaba muy bien. Lo que sí me encantaba era verlo allí, con una cara tan inocente como el brillo de sus ojos, durmiendo tranquilamente a mi lado. Me quedé mirándolo un buen rato hasta que me sonaron las tripas y tuve que ponerme de pie e ir a la cocina a ver que podía comer.

 Entonces recordé que quería hacer del fin de semana algo especial y por eso había comprado varias cosas en el supermercado para cocinar en casa. Decidí hacer algo simple, pues no quería pensar mucho: pasta a la boloñesa era sin duda la mejor elección. En poco tiempo tuve todo listo. Incluso me dio tiempo de hacer una pequeña ensalada. Estaba cortando algo de apio cuando él salió de la habitación pero no caminó hacia mi sino al baño. Al fin y al cabo, no había podido ir antes.

 Cuando salió, me encantó ver su cuerpo completamente desnudo a la luz de los bombillos de mi sala comedor. En la habitación la luz había sido escasa o casi nula. Hacer el amor con las luces apagadas tenía ciertas ventajas bastante entretenidas. Pero había sido la primera vez que lo habíamos hecho y ahora que lo veía sin ropa me daba cuenta de que era también la primera vez que veía su cuerpo así. Era extraño pensarlo pues ya lo había tenido bastante cerca pero la vista es un sentido distinto.

 Le sonreí y él tan solo se acercó y me dio un beso que me hizo sentir mejor. No entiendo muy bien porqué o cómo pero así fue. Mientras él miraba la comida en su última etapa de preparación, terminé la ensalada y le pedí que se sentara a la mesa. Él se negó y propuso beber algo apropiado para la velada. Había pensado en comprar vino pero la verdad nunca me ha caído muy bien que digamos. Fue así que él sacó unas cervezas de la nevera y las destapó con bastante agilidad.

 Al rato comimos juntos y me encantó cada segundo de ese fragmento de tiempo. Hablamos como amigos de hacía años, de lo que hacía él y de lo que hacía yo. Hablamos del pasado, del colegio y de la universidad y de nuestras familias, a las que cada uno considerábamos “locos de atar”, de la manera más cariñosa. Entre una y otra cosa, hubo caricias, sonrisas y besos. Y creo que puedo decir que fue uno de los momentos más felices de mi vida. No me importaba lo que hubiese fuera de mi apartamento, qué pasara con el mundo. Mi mundo estaba allí, en esos pocos metros cuadrados.

 Apenas terminamos la cena, lavamos los platos entre los dos y disfrutamos un rato de bromas y más abrazos y caricias. Le propuse ver una película y él aceptó. Elegí algo que no durara demasiado porque ya era tarde y estaba seguro de que caería rendido pronto. Sin embargo, fue él el que tenía más razones para quedarse dormido en pocos minutos. Lo ayudé a ir a la cama y nos acostamos juntos una vez más. Tengo que confesar que al verlo dormir de manera tan apacible, me contagió algo de ese sueño.

 La mañana siguiente me llevé un buen susto. Cuando desperté sentí de inmediato que él no estaba allí. Sentía todavía su calor en las sábanas, pero no estaba por ninguna parte. Salí de la habitación y lo busqué en el baño y en la sala comedor pero no estaba por ninguna parte. Por un momento, sentí que algo se hundía en mi pecho. Creo que de verdad pensé que se había ido así no más y que había considerado nuestra velada juntos algo pasajero y sin demasiada importancia. Me sentí morir.

 Pero entonces vi su mochila en una esquina. Su chaqueta no estaba, por lo que deduje que había tenido que salir por alguna razón pero que volvería. Me volvió el alma al cuerpo solo al ver la mochila. Justo en ese momento oí pasos en el pasillo exterior y su voz que se quejaba por no haber tomado mis llaves. Abrí la puerta de golpe y casi me le lancé encima, dándole un abrazo fuerte, casi haciéndolo caer para atrás. Llevaba una bolsa en cada mano pero no me importó.

 Lo gracioso fue que cuando me quité de encima, caí en cuenta de dos cosas: la primera era que yo estaba desnudo a la mitad del pasillo principal de mi piso, por el que pasaban las personas para acceder a sus apartamentos. Lo otro, era que un chico de unos diecinueve años estaba de pie junto al ascensor, mirándonos con los ojos como platos. Apenas lo vi, me di media vuelta y entré a mi apartamento. Él me siguió y cerró la puerta. Sin poderse resistir, soltó una carcajada. Yo, obviamente, hice lo mismo.

 Nos reímos todo el rato, mientras arreglábamos el desayuno que él había comprado y nos sentábamos a comerlo. Entonces lo miré de nuevo a los ojos y vi que el brillo seguía ahí. Fue entonces cuando me tomó de la mano y empezamos a charlar de cualquier cosa.


 Fue el mejor fin de semana de mi vida. Hicimos el amor varias veces, sí. Pero también nos conocimos mejor de muchas otras maneras. Creo que desde esa ocasión, no hay un día en el que él no tome una de mis manos entre las suyas y en el que yo no vea ese brillo en sus ojos que da energía a mi alma.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Miércoles

   Su abrazo era todavía bastante apretado. Sus cuerpos desnudos estaban uno contra el otro y parecían ser piezas de un juego que encajaban a la perfección. Acababan de hacer el amor pero todavía les quedaba algo de energía para seguir dándose besos y sintiendo la piel del otro. Al rato se quedaron dormidos, así como estaban. Después se fueron acomodando en la cama para estar menos incómodos pero no se alejaron demasiado el uno del otro. El calor de sus cuerpos era ideal para soportar el frío de la mañana, que había cubierto de vaho la ventana de la habitación.

 El primero en despertarse fue Pedro. Tenía la costumbre, desde pequeño, de despertarse a las siete y media de la mañana. Nunca más temprano ni más tarde. El pequeño problema estaba en que hacía dos años no trabajaba en una oficina y podía despertarse a la hora que quisiera. Sin embargo, las viejas costumbres difícilmente mueren y despertarse temprano era una de ellas. No se puso nada de ropa para ir a la cocina y calentar el café y hacer un pan de tostadas. Otra cosa que no le gustaba era “desperdiciar” el tiempo haciendo el desayuno.

 Lo siguiente para él era comer en la sala mientras veía la televisión. Como su vida laboral iba marcada por su ritmo personal, Pedro no tenía necesidad de correr para ningún lado. Y como encima era tan temprano, pues podía decirse que se permitía tomarse todo el tiempo del mundo para cualquier cosa. Le gustaba ver el noticiero de la mañana para ver si algo más había ocurrido en el mundo tumultuoso en el que vivían. Por supuesto gente había muerto en algún lado, había guerra en otro y hambre en un país que conocía solo de nombre.

 Luego seguían las noticias de política, que solían ser las mismas todos los días. Las de deporte le interesaban un poco pues le gustaba el fútbol y lo practicaba cada que podía. Muchos fines de semana se reunía con sus amigos de infancia y jugaban un partido en una cancha alquilada. Era de césped artificial pero para el caso no importaba pues el punto era divertirse, comer algo y hablar tanto del presente como del pasado. A veces iban con sus respectivas parejas pero la verdad era que lo disfrutaban mucho más cuando eran solo los amigos.

 Cuando ya terminaba el noticiero, se iba desnudo como estaba al estudio y se sentaba entonces en su escritorio. Dependiendo del día se ponía a diseñar en el portátil o a terminar algún dibujo a mano que estuviera inconcluso. El trabajo que tenía era por pedido y le llegaba con frecuencia y bien remunerado pues cuando trabajaba había hecho excelentes contactos. Por eso ahora podía permitirse una vida más calmada con los mismos resultados laborales y hasta mejores. Ahora era su propio jefe y le iba mucho mejor que antes, se sentía más creativo como diseñador de interiores.

 Como a las nueve de la mañana se despertaba Daniel. Él era más bajito que Pedro y algo más ancho del cuerpo, sin decir que estuviera gordo ni nada así. De hecho siempre preguntaba si lo estaba pero Pedro le aseguraba que no era el caso. Pedro, por su parte, era bastante flaco. A diferencia de su pareja, Daniel sí trabajaba todos los días pero ese día precisamente era libre pues el restaurante donde era ayudante del chef estaba cerrado por inventario y afortunadamente no le tocaba hacer parte de esa tarea, al menos por esa ocasión.

 Sabía bien que lo habían dejado quedarse en casa porque le debían vacaciones, pero igual él las pediría completas pronto cuando se fueran con Pedro en Navidad a un viaje que habían planeado hacía mucho tiempo a Hawái. Era un destino que ambos morían por conocer y podían permitirse el dinero y el tiempo para por fin ir y conocer de primera mano todas esas hermosas playas, practicar surf, comer mariscos, quedarse en un buen hotel, pasear por las montañas y volcanes y descubrir todo lo que no supieran de esas islas.

 Daniel se sirvió jugo de naranja. El café no era de su gusto personal, salvo el olor que le encantaba. Su desayuno era un poco más elaborado que el de Pedro pero tampoco mucho más: cortaba algo de fruta y aparte untaba mermelada de arándanos a un par de tortitas de maíz. Normalmente le daba mucha hambre en la mañana. O, mejor dicho, le daba hambre durante todo el día. De pronto por eso era cocinero, pues desde siempre le había gustado la comida y prepararla. Desde pequeño les hacía postres e incluso cenas a su familia y ellos siempre lo apoyaron en su sueño.

 Se sentó en el sofá de la sala y, mientras comía su desayuno, veía dibujos animados. Le gustaba tener una buena razón para despertarse bien en la mañana y los dibujos animados siempre servían para eso. Para noticias las leía en internet a lo largo del día, no era su intención ver tristezas desde primera hora de la mañana. Comía despacio, disfrutando cada bocado mientras miraba las travesuras del gato y el ratón. Aprovechaba que no fuera una mañana normal, de esas en que tenía que apurarse y a veces ni tiempo para despedirse había.

 Terminado el desayuno iba a un pequeño cuartito que había al lado del baño, como un depósito, y de ahí sacaba uno de esos tapetes de yoga para hacer ejercicio. Hacia una rutina con ejercicios varios durante media hora. Para eso se ponía ropa apropiada pues ejercitarse desnudo podía ser bastante incómodo. Normalmente se ejercitaba de noche pero como era un día diferente pues aprovechó para hacerlo más temprano. Después de terminar, guardó el tapete y se dirigió a la habitación principal.

 Mejor dicho, entró al baño y se quitó su ropa deportiva. Abrió la llave de la ducha y dejó que el agua calentara por unos segundos. Ese tiempo era suficiente para untar de crema dental su cepillo. En la ducha se cepillaba los dientes y luego se enjabonaba el cuerpo, disfrutando el agua tibia. Se sentía muy rico y podía disfrutar de una ducha bien dada y no como le pasaba casi todos los días, en los que debía ducharse en cinco minutos y no importaba si el agua salía fría o caliente. Era algo a lo que se había acostumbrado y por eso ese día lo disfrutaba tanto.

 Pegó un ligero salto cuando, distraído por estar echándose champú en el pelo, sintió una mano en su cintura. Se lavó el pelo con rapidez y entonces se dio cuenta que era Pedro. Se besaron un rato, abrazados bajo la lluvia de la ducha. Después uno le pasó el jabón por el cuerpo al otro y terminaron haciendo el amor de nuevo allí mismo. En total, estuvieron en la ducha por una media hora. Era mucha más agua de la que se permitían gastar normalmente pero es que el día casi pedía que pasaran cosas así, diferentes a la rutina.

 Se limpiaron bien y luego salieron al mismo tiempo. Se secaron en la habitación, dándose besos y sin decir ni una palabra. La verdad era que llevaban tres años viviendo juntos y podían decir que el último año había sido el mejor para los dos. No solo Pedro había dejado por completo el trabajo de oficina, sino que Daniel había empezado a hacer lo que en verdad le gustaba en el trabajo y eso era la repostería. Llevaba años cocinando ensaladas y carnes y un sinfín de cosas pero ahora por fin estaba haciendo lo que en verdad le gustaba.

 Ese bienestar personal se traducía en una vida de pareja mucho mejor. Las peleas habían quedado atrás al igual que las confrontaciones por dinero o las tensiones causadas por razones que ahora les parecerían verdaderamente idiotas. Ahora no era raro que hiciesen el amor todo los días, que se besaran en silencio, sin decir nada. Cuando ya tuvieron la ropa puesta, Daniel le dijo a Pedro que cocinaría el almuerzo del día. Pedro dijo que compraría algunas películas por internet para ver más tarde. La idea era hacer de ese un día especial.


 Lo raro de todo era que solo era un miércoles, clavado allí a la mitad de la semana. Los dos días anteriores y los dos días después serían iguales que siempre, con trabajo, llegar tarde, no verse ni hablarse casi en el día. Solo el fin de semana era un descanso y a veces ni eso porque debían hacer ciertas vueltas esos días o visitar a sus familias. Ese miércoles era tan importante por eso mismo, porque era como una joya que no podían permitirse perder. Era su día para celebrar quienes eran juntos y por separado.

viernes, 26 de febrero de 2016

Adicción

   Nunca hubo una razón en especial pero siempre terminaba pasando lo mismo, tanto así que tuvimos que ir a una profesional para saber si todo marchaba bien. Era preocupante que siempre cayéramos en el mismo vicio, casi a las mismas horas todos los días pero siempre de modos diferentes. La verdad no era algo que buscáramos, ninguno por su lado ni ambos por un acuerdo mutuo. No había nada de eso. Lo explicábamos así: como empezamos de manera clandestina, pues siempre teníamos un cierto miedo, un apuro particular y por eso la costumbre nunca se nos quitó. Alguna gente lo sabe y no le importa, algunos otros lo saben y nos miran como bichos raros. Y otros más no lo saben ni lo van a saber nunca porqué son cosas privadas al fin y al cabo.

 El caso es que, como le confesamos a la psicóloga, creemos ser adictos al sexo. Así de simple y claro. No, no estamos orgullosos de serlo. Sería lo mismo que estar orgullosos de ser diabéticos o de que nos gustara los espagueti a la boloñesa. Pero la verdad es que tampoco nos sentíamos mal por ello y la doctora nos dijo que posiblemente no hubiese nada malo con nosotros. Nos miramos a los ojos y no sabíamos si soltar una carcajada o echarnos a llorar. Bueno, al fin y al cabo ella ni nos conocía, ni sabía como éramos cada uno por su lado y en pareja.

 Le contamos cómo empezó todo. Trabajábamos juntos, en la misma oficina. Eso se acabó hace unos meses pues nos dimos cuenta que la gente empezaba a hablar y que el clima social se iba a poner muy pesado por lo que habíamos hecho. De nuevo, no era algo que nos enorgulleciera pero habíamos empezado como una pareja clandestina. Al comienzo nos caíamos mutuamente mal. Hasta nos echábamos miradas de odio cada cierto tiempo y evitábamos la presencia del otro. Pero un buen día al ascensor del edificio se le ocurrió averiarse y nos quedamos solos. Ambos pensamos que nos iban a lanzar a la garganta del otro y sí fue así pero no exactamente. Cuando salimos de ese ascensor nuestra visión del otro era completamente distinta.

 La psicóloga parecía estar a punto de reír pero retrajo su sonrisa cuando le explicamos que cada uno estaba en una relación por su parte y que empezamos a vernos a espaldas de personas que queríamos pero ya no amábamos como antes. Su expresión se endureció y, como una profesora de jardín de infantes, nos preguntó porqué lo habíamos hecho. Le dijimos que no había sido planeado pero que tampoco lo habíamos podido evitar. Las cosas eran como eran y no pudimos quitarnos las manos de encima del otro. Simplemente había un magnetismo, una fuerza más allá de nuestras capacidades que nos acercaba y nos hacía sucumbir a nuestros más bajos instintos. De nuevo, hay que decir que no estábamos orgullosos pero definitivamente estábamos felices.

 Entonces la doctora preguntó por cuanto tiempo habíamos mantenido nuestra relación en secreto. De nuevo nos miramos, pero esta vez fue con vergüenza, bajando la cabeza pero tomándonos las manos y apretando para darnos fuerzas mutuamente. Respondimos que fue todo un año, un año que, a decir verdad, fue fantástico. No solo nos enamoramos perdidamente sino que lo hacíamos en todas partes, incluso en la misma oficina. No podíamos decir que habíamos sido como conejos, eso sería incluso grotesco. Pero es justo decir que habíamos intentado quitarles el trono en el reino de los animales en celo.

 Nuestras parejas se enteraron casi al mismo tiempo y cuando eso sucedió no hubo tanto trauma y tanto drama como podía haber habido. Tampoco fue que todo fuera color de rosa pero hablando las cosas se solucionan y eso hicimos. Hablamos y ellos se dieron cuenta que las relaciones estaban ya muertas o por lo menos agonizando. Se habían acostumbrado tanto al rigor de la rutina que ya nada era emocionante y por eso nuestros escapes al deposito de materiales de la oficina eran como inyección de adrenalina que entraba directamente a la sangre y al cerebro con la fuerza de un ejercito.

 Sí hubo peleas, argumentos y discusiones. Pero no pasó de ser una semana pesada, de esas en que no se duerme ni se vive como una persona normal. Y suena mal pero nos teníamos el uno al otro. No dormíamos pero lo hacíamos en la misma cama, no cerrábamos los ojos pero nos hablábamos al oído y nos dábamos animo. Sí, también tuvimos mucho sexo y posiblemente fue muy bueno pero la conexión que establecimos fue tan importante que el sexo se convirtió entonces en solo una parte del todo, de toda esa gran estructura que llamamos amor.

 La mujer, sin explicación alguna, se secó una lágrima con un pañuelo. Al parecer la habíamos emocionado y ni nos habíamos dado cuenta. Pero volvimos al tema central de la visita: nuestra vida sexual. Empezó a ser aún más emocionante y mejor después de nuestras respectivas separaciones y de ahí en adelante fue sorpresa tras sorpresa y la verdad es que teníamos pocos limites, mejor dicho, teníamos aquellos limites que toda persona sensata y responsable tiene pero el resto de barreras las quemábamos todas juntos. Había fines de semana que no salíamos de casa porque como ya no trabajábamos juntos pues no había sexo en la oficina y lo compensábamos con maratones increíbles en una cama que era básicamente solo el colchón pues estábamos conscientes del ruido que hacíamos.

 La doctora tosió, interrumpiendo nuestro discurso, que parecía también tener una energía en constante aumento. Se disculpó y fingió que no había sido a propósito sino solo algo del momento. Continuamos.

 Compramos cuanto juguete se nos ocurrió, vimos algunas películas aunque la verdad teníamos más que suficiente con el otro en la cama. Bajamos aplicaciones en el teléfono que nos aconsejaban intentar posiciones nuevas y solo no deteníamos en un momento de la noche para comer algo, recargar baterías y, si acaso, estar un tiempo separados el uno del otro, así fuera por algunos metros. El descanso podía ser de hasta dos horas, pues era lo necesario para pedir un domicilio, esperar a que llegara (aunque a veces utilizábamos ese tiempo), recibirlo y comer.

 La doctora interrumpió de nuevo pero esta vez con una pregunta. Quiso saber si hablábamos mientras comíamos o si solo comíamos y ya. Le respondimos, un poco extrañados, que siempre hablábamos. Incluso durante el sexo no todo eran gemidos y gritos y palabras obscenas. Algunas veces estábamos con la situación tan controlada que podíamos compartir ideas, anécdotas del día que habíamos tenido o noticias que habíamos escuchado en alguna parte. Lo mismo hacíamos cuando comíamos, incluso nos tocábamos las manos y nos mirábamos a los ojos. Eso mismo hicimos en la oficina de la doctora, solo que también hubo una sonrisa y un brillo especial en nuestros ojos.

 Ella entonces preguntó que nos gustaba más del sexo? Las palabras que salieron de nuestras bocas se atropellaron unas a las otras pues respondimos al mismo tiempo. Con diferentes palabras, habíamos dicho exactamente lo mismo. Esta vez nos quedamos mirándonos las caras, un poco asustados pero más que todo apenados. Lo que habíamos dicho era simplemente que lo mejor de tener sexo era complacer al otro. La doctora pidió que elaboráramos sobre eso. Cada uno dio sus razones pero en concreto se trataba de que nos gustaba ver al otro feliz, ver al otro sentir placer y hacerlo sentir mucho más que bien. Eso era lo que preferíamos. No tanto hacerlo en un sitio o en otro o con mucha o poca frecuencia.

 Ella dio dos palmas solas y nos miró, feliz. Tenía una sonrisa tan grande en la cara que daba un poco de miedo y tuvimos que tener valor y preguntarle porque estaba feliz. Nos tomó de las manos y no explicó que la gente que solo busca tener sexo, quienes de verdad están obsesionados con ello, normalmente no sienten lo que sentimos nosotros. Buscan el placer efímero en el acto pero no complacer a nadie y es muy frecuente que no amen a la persona con la que comparten esos momentos. La doctora se puse de pie y nosotros también. Nos abrazó, cada uno por su lado, y dijo que no había nada que temer. Éramos una pareja envidiable, en sus palabras, y la única recomendación que nos hacía era tratar de hacer otras actividades que también tuvieran el mismo fin, el placer, para variar las cosas y no aburrirse.


 Eso fue lo que hicimos. Empezamos a jugar tenis, cosa difícil pues uno de nosotros no era muy deportista que digamos, y también nos propusimos hacer pequeños viajes cada cierto tiempo para compartir otro tipo de vida y no solo la de nuestros hogar. Pero lo cierto es que nos amábamos y que cuando nos mirábamos de una manera especial y nuestras manos, piernas o dedos se encontraban, teníamos el mejor sexo de nuestras vidas y de la vida de muchos otros. “Hacíamos el amor”, dicen que es mejor decir. Pero creemos que el sexo es también una hermosa palabra.