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lunes, 7 de mayo de 2018

Uno de esos días


   El dolor de espalda no cambió de un día para otro. Cuando hice ejercicio por la mañana, de nuevo sentí como si algo estuviese a punto de romperse en mi cintura. Forcé un poco el cuerpo pero luego me detuve porque el dolor era demasiado intenso. No me gusta ir al doctor ni a nada que se le parezca. No es que sea una perdida de tiempo o dinero ni nada por el estilo. Es solo que no creo que todo lo que sea físico deba ser visto por un médico ya que suelen exagerarlo todo con bastante frecuencia.

Además, dolores como estos van y vienen y no tienen nada que ver con estar a las puertas de la muerte ni nada parecido. Pero eso me duché con agua caliente y me masajee la zona suavemente por un buen rato. Al salir de la ducha me sentí un poco mejor pero sabía que, de todas maneras, el dolor no había pasado. Apenas terminé de vestirme, pude constatar que el dolor había tenido un efecto muy especifico en mi: sentía en ese momento una gran cantidad de pereza, una falta completa de ganas de hacer cualquier cosa.

 Lamentablemente, no podía descansar. Debía hacer la comida del día para luego comer apresuradamente antes de salir a dar clase. Eran solo algunas horas pero lo suficiente para sentirse cansado después. Así que no tenía ni un momento para ponerme a mirar hacia el cielo y descansar. ¡Que más hubiese querido! Pero lo mejor era empezar pronto para así tratar de acelerar el paso de mis responsabilidades del día. Claro que todo estaba amarrado a un horario, pero un esfuerzo es mejor que ninguno del todo.

 Mientras cortaba verduras para hacer un arroz con ellas, me di cuenta que cada vez más me estaba sintiendo como si hubiese corrido una maratón. Mis huesos dolían y cada vez que hacía fuerza con el cuchillo, se sentía como si estuviese gastando los últimos remanentes de energía que tenía dentro de mi. Tuve que parar por un momento y sentarme antes de seguir. Noté que temblaba, muy ligeramente, pero lo hacía sin parar. Me puso algo nervioso en ese momento y no supe qué hacer, me sentí perdido.

 Pero una voz en mi cabeza me dijo que lo mejor era seguir adelante y no detenerme por nada. Al fin y al cabo, era viernes y después de acabar con lo que tenía que hacer, tendría todo el fin de semana para relajarme. Sabía que eso no era exactamente cierto pero sí tendría mucho más tiempo para no hacer nada que entre semana. Así que me forcé a ponerme de pie y seguir con mis quehaceres gastronómicos. Cuando la comida estuvo lista, unos cuarenta minutos más tarde, me sentí contento de poderme sentar a la mesa a comer, tomándome cierto tiempo.

 De hecho, casi me quedo dormido en la mesa. Por un momento cerré lo ojos y luego los abrí de golpe, pensando que había dormido por lo menos quince minutos. La verdad es que apenas unos segundos habían transcurrido pero mi cuerpo sentía todo de una manera más lenta, más pesada. Terminé de comer casi forzándome a meter los alimentos a mi boca. Cuando el plato estuvo limpio, me puse de pie y empecé a arreglar todo lo de la cocina, tratando todavía de seguir alerta y no darme lugar para descansar.

 Me arreglé para salir rápidamente y salí mucho antes de lo necesario, solamente para que no tuviese mucho espacio para quedarme haciendo nada. En la calle tenía que caminar hasta la parada del autobús, lo que requería de mi un movimiento continuo y atención al cruzar las calles. Sentí como si me hubiesen inyectado algo en la sangre que me hacía estar más alerta, incluso creí estar mucho más descansado que cuando estaba comiendo, aunque era obvio que todo era una mentira auto infligida.

 Cuando llegué a la parada del bus, este pasó rápidamente, algo muy poco común. Pero eso me daría oportunidad de dar una vuelta antes de llegar a mi compromiso, lo que me mantendría despierto por el resto de la tarde. Fui hasta el fondo del bus, donde había un puesto libre junto a la ventana. Me quedé mirando hacia el frente y luego por la ventana hacia el exterior, hacia la gente caminando al trabajo o a la casa, hacia aquellos que sacaban a pasear a sus mascotas, hacia los niños que llegaban del colegio.

 El bus se sacudió y me sacó de un ensimismamiento que no me ayuda en nada a como me sentía. Me di cuenta que tenía sudor frío en la frente y entonces entendí que podría estar sufriendo de alguna enfermedad o virus. De pronto no era pereza lo que sentía sino los síntomas primarios de alguna futura dolencia. Por alguna razón, esto me alegró un poco el viaje porque quería decir que no estaba luchando con algo tan tonto como la pereza sino que mi cuerpo estaba peleando algo más importante y conocido.

 Fue en algún momento durante toda esta argumentación cuando me quedé profundamente dormido. El movimiento del bus ayudó a que cayera en el sueño con facilidad. Desperté un tiempo después, apurado por no saber si mi parada había pasado hacía mucho o poco. Afortunadamente, estaba a solo diez calles cuando pude bajarme del bus. No había contado con la caminata pero al menos tenía tiempo extra por haber salido antes de casa. Por alguna razón, me sentí algo mejor después de esa siesta, a pesar de su naturaleza involuntaria. Cuando llegué a dar clase, me sentía algo mejor, pero todavía con sueño.

miércoles, 17 de enero de 2018

El reencuentro (Parte 2)

   Federico no había exagerado cuando había contado su historia de vida. En las semanas siguientes a la visita a Román, este se había involucrado lentamente pero de manera bastante profunda en la vida de su antiguo romance de colegio. Lo había acompañado a un par de reuniones de alcohólicos anónimos y se sorprendió al ver lo emocionalmente cargadas que podían ser esas reuniones. Muchas personas se desahogaban y terminaban llorando desconsoladas, otros contaban sus historias como si fueran de alguien más.

 Román trató de mantenerse al margen, sentándose casi en la penumbra y solo escuchando. Al fin y al cabo era un lugar para que se reunieran aquellos que de verdad tenían problema con la bebida. Él solo venía de apoyo, o al menos eso se decía a si mismo porque la verdad no sabía muy bien que pintaba él en todo el asunto y menos aún cual era su rol en la vida de Federico. Habían pasado mucho tiempo juntos, después de años de no verse, pero no era como en esas épocas pasadas.

 A veces había algo de tensión, unas veces romántica y otras claramente sexual. Había instantes en que se quedaban sin decir palabra y solo se miraban o, al contrario, dejaban de mirarse pero se tomaban de la mano o se abrazaban en silencio. No era una relación muy común que digamos, eso estaba claro, pero Román sentía que si se ponía a pensar mucho en el asunto, no llegaría a ningún lado y probablemente terminara insatisfecho con la situación actual de su vida, en todo el contexto de la palabra.

 Es que por estar detrás de Federico, salvándolo de botellas de alcohol y yendo a sus reuniones y estando con él para que no enloqueciera, Román había empezado a descuidar su trabajo y su jefe ya le había advertido que su bajo rendimiento no era algo aceptable y que si seguía igual no habría de otra sino despedirlo por sus malos resultados. Cuando lo citó en su oficina para decirle eso, Román no sabía si reír o llorar. Claro que perdería su salario, su modo de vida, pero es que odiaba su trabajo.

 Después del colegio no había encontrado nada, por lo que siguió estudiando y así varios años, buscando cosas que aprender y que explorar, hasta que su padre le consiguió ese puesto como para que tuviera un salario estable y no llegara a viejo con deudas y sin tener una responsabilidad clara en la vida. Había terminado en ese lugar por qué sí y no porque tuviese nada que aportar de valor en ese espacio. La verdad era que Román a veces se sentía igual o peor de perdido que el mismo Federico. Incluso hubo una noche en que se lo confesó y Federico le respondió con un abrazo.

 El fin de semana del día de San Valentín fue especialmente difícil para Federico. Cuando Román llegó casi corriendo a su apartamento, lo encontró cubierto en lágrimas y habiendo bebido media botella de vodka. Su aliento era horrible y era más que evidente que no había bebido solo eso. Román pensaba que Federico estaba mucho mejor pero resultaba que todo era una fachada hecha de papel, que se podía venir abajo con nada. En este caso, habían sido los recuerdos del pasado.

 Entre hipos, lágrimas y la resistencia de Federico a revelar la cantidad de botellas que tenía en la casa, él mismo le reveló a Román que había tenido una novia muy especial por algunos años. Ella también había tratado de mantenerlo alejado de la bebida pero no lo logró y salió de su vida de repente, si ningún tipo de aviso o de advertencia. Simplemente desapareció un día y Federico jamás supo de ella hasta que contrató un detective que pudo ubicarla. Pero el pasado dolía mucho así que dejó todo como estaba.

 Sin embargo, le contó a Román que ella había sido su momento más feliz en la vida. Con ella se había planteado incluso tener una familia, con hijos y toda la cosa, una casa grande y perro. Todo lo habían hablado y hubo un tiempo en el que estaban seguros de que podrían lograrlo. Tan hábil era ella, que logró hacerlo tener un trabajo estable por un tiempo hasta que todo se vino abajo y por eso desapareció la mujer entre la neblina que era la vida de Federico, perdido todavía.

 Román no sintió nada en especial cuando le contó esa historia. En parte porque no entendía él que tenía que ver con todo eso y en parte porque Federico vomitó el alcohol encima suyo y tuvo que quitarse la ropa y ponerla a lavar mientras obligaba al dueño del apartamento a entrar a la ducha y darse un baño de agua fría para aclarar la mente. Era como tratar con un niño y Román entendió porque esa mujer había elegido desaparecer: solo quería tener una vida normal y lidiar con sus propios demonios.

 Como pudo, ayudó a Federico a cambiarse y a acostarse en su cama. Había sido extraño verlo desnudo por un momento, pero luego Román se dio cuenta de que la situación no tenía nada que ver con el pasado, con nada de lo que había ocurrido entre ellos o entre Federico y nadie más. Cuando una persona está enferma como él, no importa nada más que hacer que vuelva a estar sano o al menos en un estado en el que pueda tomar algunas decisiones claras sobre lo que quiere hacer. Cuando la ropa terminó de lavar, Román la colgó y se acostó en el sofá.

 Esa noche no durmió nada bien. Cuando despertó de golpe, tras dormir apenas unas tres horas, se apuró a buscar su billetera y demás pertenencias pero entonces una voz le recordó que era sábado y que no tenía porque apurarse. La voz era la de Federico, que parecía mucho más calmado que durante la noche anterior. Tenía bolsas muy marcadas bajo los ojos y su piel era tan blanca que casi parecía ser transparente en algunas partes. Sin embargo, estaba allí de pie, haciendo el desayuno.

 Román se dijo que le había puesto una cobija encima por la noche y lo agradeció, porque el frío era mortal. Además, según el reloj de la cocina, no eran todavía las siete de la mañana. Jamás se despertaba tan temprano un fin de semana, ni siguiera estando enfermo. Pero como su sueño había sido tan intranquilo, no dudó en ponerse de pie y ayudar a Federico a poner todo en orden. Lo hicieron en silencio, sin decir nada sobre la noche anterior ni sobre nada de nada.

 Al sentarse a desayunar los huevos revueltos que habían cocinado, comieron también en silencio, lanzándose miradas cada cierto tiempo. De repente, Federico estiró la mano derecha y tomó la izquierda de Román. La apretó suavemente y así siguieron comiendo sin decir nada. Por supuesto, a Román le pasaron miles de cosas por la mente pero no quería enfocarse en ninguna de ellas. Estaba cansado y tenía hambre y solo quería reponer algo de fuerzas para no sentirse como una bolsa vacía.

 Cuando terminaron, lavaron los platos juntos y luego se miraron de nuevo, como si pudieran ver algo que nadie más podía en los ojos del otro. De nuevo, Federico le tomó la mano y llevó a Román hasta el sofá, donde se recostaron juntos y vieron la televisión hasta quedarse dormidos, abrazados. Se despertaron en la tarde, con el cuerpo algo menos adolorido y una sensación extraña, sentían que algo había pasado pero no estaban muy seguros de qué era o de cómo averiguarlo.

 Eventualmente, Román volvió a su casa y allí pudo pensar por un tiempo. Pero nada de lo que se le ocurría tenía sentido o simplemente le daba demasiados nervios concentrarse en cosas que no eran o que al menos él no sabía si eran o no eran realidad.


 Decidió simplemente hacer lo que se sentía correcto en cada momento y dejar de dudarlo todo. Tal vez era solo una necesidad que cada uno necesitaba satisfacer y pasaba que ambos estaban en el lugar y momento correctos. Román pensó que ciertamente había cosas peores que podían suceder.

lunes, 8 de enero de 2018

De los deseos

   Mi deseo era bastante simple pero con el pasar del tiempo, y al ver que nunca se cumplía, simplemente deje de imaginar que los sueños existen y que son cosas que se vuelven realidad. Es simplemente una fijación infantil esa que tenemos con las cosas que queremos que sean pero simplemente no son. Supongo que no le hace daño a nadie desear un poco, querer y soñar y esperar. Todo es lo mismo y normalmente solo hacen daño a una sola persona: a uno mismo.

 Pero, como dije, yo ya no tengo nada de eso. Veo a quienes tienen sueños todavía y en ocasiones me da mucha envidia de sus ganas de seguir adelante tratando de conseguir eso que con tantas ganas persiguen. Se esfuerzan todos los días, hacen que toda su vida gire alrededor de eso que quieren. Y creo que tan solo eso los hace felices. Casi nunca ve uno si llegaron a la meta que querían o no pero después de un tiempo para ser que lo menos importante es lograr lo propuesto.

 Parece ser que lo importante de todo no es tanto si llegas al punto culminante sino si entiendes todo lo que pasa a tu alrededor en el camino hacia ese punto. Como seres humanos, es difícil que siempre tengamos la misma meta en la vida y como las metas son un final, es normal que cambien de sitio a cada rato. Solo la muerte puede marcar un final real y es por eso que debemos ir cambiando el objetivo último que tengamos a cada rato para así poder seguir disfrutando del camino por el que vayamos.

 No es fácil, o al menos yo no lo creo que sea. Hay muchas personas que viven fascinadas con todo lo que les pasa en el día a día, e incluso con aquellas cosas que jamás ocurrieron. Se contentan de lo real, de las mentiras, de las verdades, se alegran por ellos mismos y se alegran por otros. Son como esos que sonríen a cada rato y dan ganas de preguntarles que es lo que es tan gracioso o que es lo que los tiene tan contentos todo el tiempo. Es como si el esfuerzo los hiciera más y más felices.

 Yo eso no lo entiendo. Para mi el esfuerzo es dolor y el dolor muy rara vez da un placer en la vida. Tal vez ocasionalmente, en forma de esfuerzo o de pasión, pero nunca demasiado. Nada en grandes cantidades es bueno, pues nos volvemos unos ciegos y simplemente seguimos con lo mismo todos los días de nuestras vidas. Es como la gente que siempre pide lo mismo cuando va a un restaurante o como aquellos que creen que alguien muy similar a ellos mismos sería la pareja ideal para vivir toda la vida y formar una familia. A mi es no me cuadra pero supongo que cada uno verá que hace.

 Me gusta cuando llueve, porque todos los demás sonidos parecen dar paso al que hacen las gotas de lluvia contra las ventanas, el suelo o los muebles. Hay una cierta magia detrás de las gotas de lluvia y creo que eso hace que las personas paren por un momento y simplemente disfruten el sonido de la naturaleza. Me gusta ver a las personas así, calmadas y a tono con lo que los rodean. Dejan de ser bestias hambrientas de todo y vuelven a un estado anterior, tal vez mejor.

 Pero una vez se va esa magia del mundo, vuelven todos a mugir y gemir y gritar y pelear. Es falso cuando las personas hablan del mundo como si fuera un hermoso pastel de esos que tienen muchas florecitas y cintas gruesas, de colores pasteles que son inofensivos a la vista. Eso es la que la gente piensa que debería ser la vida. Un soso pastel que no tiene nada de sabor, tal vez algunas nueces, y que está adornado por encima de un poco de porquerías que lo único que hacen es daño.

 Supongo que así viven más tranquilos. No los culpo. Es difícil vivir con lo ojos bien abiertos y prestando atención de tanta cosa que pasa por todas partes. No es fácil vivir en un mundo donde todo te salta a la vista desde cualquier parte. Hoy en día podemos tener todo a la mano, lo que queramos, y no nos damos cuenta de que no es el estado natural de las cosas. Claro que ya a nadie le importa lo natural en ninguna forma, pero sí debería hacernos pensar al menos acerca de nosotros mismos.

 Pedimos y exigimos, esperamos y rezamos, siempre con un ansia extraña de estar en un lugar diferente al que estamos en ese momento, de estar mejor, porque la situación actual nunca es lo suficientemente buena. Nadie se contenta con nada en el mundo de hoy. El que lo diga es un mentiroso o simplemente alguien que no ha querido entender en que mundo es el que vivimos. Y eso también es ser un mentiroso porque a propósito miente a su mente para poder vivir tranquilo.

 En todo caso, no soy nadie para decirle a ninguna otra persona como vivir su vida, en que pensar o como conseguir nada. Al fin y al cabo, yo en mi vida no he conseguido nada y todo se me ha dado, de una manera o de otra. Tengo que hacer un esfuerzo a diario de recordar que debo agradecer lo que tengo precisamente porque no es mío y porque en cualquier día podría irse por entre mis dedos, desapareciendo de un momento a otro. Todo esto a mi alrededor es una ilusión que responde a mi situación privilegiada. Pero la verdad es que no hay nada.

 Me gusta darme duro a mi mismo porque sirve para recordar que las cosas son más difíciles de lo que parecen. Quisiera saber como empujarme a ser como los demás, como perseguir tanto sueño y tanto deseo loco que tienen. Quisiera poder ser como ellos, haciendo hasta lo innombrable para lograr la meta que se han propuesto para una determinada etapa de sus vidas. Me encantaría sudar tratando de llegar a ser alguien, como todos los demás que pelean y dejan todo para poder ser.

 Me falta mucho para eso. Me falta la fuerza interior y física para ser ese personaje grande y robusto que puede con todo lo que le ponen encima. Obviamente no es algo físico como tal pero sé que todos en nuestra vida hemos visto a esos seres humanos que son más grandes que la vida misma. Parecen incluso ser de mentiras pues no creemos que existan personajes así, como ese impulso impresionante que los hace hacer y deshacer, ir y venir por todos lados y seguir adelante.

 Por mi parte, he hecho lo que he hecho pero nada más que eso. El resto de cosas que hago es porque no sé que hacer. Leo esto y parece no tener sentido pero creo que si se repite lo suficiente, va a terminar siendo una de esas realidades que simplemente no puede uno tapar con la yema del dedo. Es un hecho y nada más que yo no soy mejor que nadie y que seguramente hay muchas personas que son mejores que el resto, porque se molestan en ir adelante, hacia donde sea que eso sea.

 He hecho pero no la clase de cosas que lo llevan a uno a alguna parte. Tengo pasión pero del tipo que impulsa a un ser humano a moverse y a crear algo para su propia vida. Mi energía, mi impulso, apenas es suficiente para llevar un poco más allá, cortas distancias que me ayudan a seguir viviendo pero no sé por cuanto tiempo más. No sé adonde voy a terminar y por mucho que los demás digan que tienen miedo, sé que yo soy de los pocos que en verdad tiene razones para estar asustado.

 El cuerpo se me pone como de piedra de solo pensar en todo esto. Las mano se empiezan a tensionar, la espalda duele como ella sola y los nervios de las piernas se vuelven hipersensibles, de la punta de los dedos hasta esa parte donde las piernas y la cintura se unen.


 Y ellos siguen allá abajo haciendo y corriendo y deseando y rezando y llorando y riendo. Y yo sigo aquí, un poco más arriba, menor que muchos y pensando una y otra vez en lo que debería estar haciendo, lo que debería haber hecho y lo que tendré que hacer.

viernes, 8 de diciembre de 2017

De sangre y arena

   Limpiar sangre es bastante fácil, si se hace de inmediato. Solo hay que tomar un trapo untado de un excelente agente limpiador, de esos que se usan para quitar manchas en la ropa, y restregarlo con fuerza donde sea que haya caído la sangre. Eso sí, no funciona en grandes cantidades puesto que en ese caso las manchas tienden a crecer y la sangre empieza a extenderse por todas partes, como negándose a irse. Puede ser muy difícil en ese caso y ser de gran impacto visual. No es para todos.

 Pero las manchitas que había sangrado Rebeca sobre la almohada eran solo unos puntos que cayeron con facilidad ante la potencia de los químicos en el agente limpiador. Después de un rato ya no había nada que apuntara a la sangre, excepto tal vez la mancha que había en su nariz. Rebeca la vio cuando limpió el trapo en el baño. Se limpió la cara por completo y fue entonces cuando se dio cuenta del dolor de cabeza que le aquejaba. Podría haber sido el causante del sangrado.

 Se sentó un momento en el borde de la cama y respiro lentamente. Volteó a mirar a su teléfono, que estaba cargándose sobre la mesita de noche, y se estiró para tomarlo y ver la hora. Casi se cae de la cama por no ponerse  de pie e ir hasta él pero valía la pena por el dolor. Quedó allí, recostada sobre las sabanas revolcadas, pues el dolor hacía que sus ojos se cerraran. No hacía ruido pero la mano que sostenía el celular empezó a apretar más de la cuenta, tanto que el cable salió volando de la pared.

 Afortunadamente, no hubo ningún daño. Pero de eso se dio cuenta mucho tiempo después. En ese preciso instante lo único que podía hacer era concentrarse en el dolor y esperar a que pasara. Pero no parecía querer irse, era persistente y claramente invasivo. Trató entonces de concentrarse y de que su voluntad fuese la que hiciera desaparecer el dolor. Pero no funcionó pues era más fuerte que ella misma, más que nada que hubiese sentido jamás. Poco a poco, se volvió un malestar general.

 Como pudo, se incorporó y caminó hacia la ducha. Sin quitarse la ropa que tenía puesta, giró la llave del agua, que empezó a caer con fuerza sobre ella. Sus rodillas cedieron al peso de su cuerpo y ahí quedó la pobre Rebeca, pidiendo a quien fuera, Dios o lo que exista, que le quitara el dolor que tenía, proveniente del cráneo pero ahora expandiéndose como liquido derramado por todo su cuerpo. Poco después empezaron los espasmos y no duró mucho tiempo consciente después de eso. No había manera de resistir semejante embestida generalizada.

 Cuando despertó, estaba en una cama de hospital. El dolor seguía y no podía decir nada porque tenía una máscara para respirar en la cara y la garganta la tenía seca, como si hubiese caminado por un desierto por varios días. Pasaron un par de semanas hasta que estuvo bien o al menos tan bien como podía estar después de semejante experiencia. Quería volver a casa pero el doctor le aclaró que debía volver dos veces a la semana para más exámenes y terapias, pues la verdad era que no sabían que le había ocurrido.

 Primero creyeron que era algún caso extraño de epilepsia pero eso fue descartado con los primeros exámenes. Todo lo básico, lo obvio si se quiere, fue descartado en ese mismo momento o poco después. Era obvio que para todos esos médicos Rebeca era un interesante conejillo de indias pues tenía algo en su interior que ellos jamás habían visto. Daba algo de asco verlos casi emocionados por revisarla, por sacarle sangre y ponerla bajo aparatos que parecían salidos de una película de terror.

 Ella resistió lo que pudo, incluso nuevos ataques que fueron mucho más suaves que el primero. Pero con el tiempo se cansó de ir tanto al hospital. No se sentía bien que las enfermeras supieran ya su nombre como si fueran amigas, algo en su cabeza le decía que las cosas no debían de ser así. Un día le preguntó a su medico de cabecera si podían suspender las terapias y pruebas por un tiempo y él se negó rotundamente. Tal vez esa fue la gota que rebasó el vaso o tal vez ella ya estaba decidida.

 El caso es que cuando llegó a casa, verificó sus ahorros en su cuenta personal y luego empacó una sola maleta en la que trató de poner todo lo que podría necesitar para un viaje corto pero no demasiado corto. No le dijo nada a nadie más, ni a sus padres ni a su novio ni a sus amigas. Se fue al aeropuerto sin que nadie supiera nada y allí compró el primer boleto que vio en oferta. No era un destino lejano pero sí muy diferente a la ciudad donde estaba. Eso bastaría por un tiempo, después ya se vería.

 En el avión, viendo las nubes pasar bajo el sol que bajaba tras su recorrido del día, Rebeca respiró profundo y en ese momento supo porqué hacía lo que hacía. Estaba ahora claro para ella y aunque no era algo que quisiera aceptar, era la realidad y no había nada que hacer contra ella. Por eso empezó a cambiar su manera de ser en ese mismo instante, pero no su personalidad sino la manera como hacía las cosas. Ya no sería la preocupada y apurada de siempre. Ahora  trataría de disfrutar un poco la vida y dejar de lado todo lo que la había llevado hasta ese punto en su vida.

 Ya en su destino, usó sus ahorros para comprar un bikini muy lindo y un sombrero de playa apropiado. Llegó a un hotel promedio, ni bueno ni malo, y decidió quedarse allí algunos días. Después de recibir las llaves de su habitación y de ver la hermosa cama que la esperaría todas las noches, salió del cuarto directo a la playa, con su hermoso traje de baño nuevo puesto y el sombrero como remate del atuendo. Normalmente le hubiese importado si los demás se quedaban viendo. No más.

 No hizo como la mayoría, que se matan buscando un sitio donde sentarse para mirar al mar. Lo que hizo Rebeca fue caminar por la orilla de la playa, sin sandalias, disfrutar del agua y del viento y mojar su bikini saltando cada vez que venía una ola. Cuando se dio cuenta, estaba riendo y soltando carcajada como una niña pequeña. Jugó un buen rato sola hasta que decidió que tenía hambre. Compró un raspado de limón y ahí sí se sentó en la orilla, a mirar lo hermoso que era el mundo.

 Sus días en el hotel estuvieron llenos de pequeñas aventuras pero también de cosas de todos los días que hacía mucho tiempo Rebeca ya no disfrutaba. Cosas tontas como hacerse el desayuno o de verdad saborear lo que iba en una comida. Había aprendido a ver de verdad. Lo hacía con el mar y las diferentes personas que iban y venían, cada una cargando un mundo entero a cuestas, sin de verdad pensárselo mucho. Algunas cosas que vio las anotó en una pequeña libreta, otras solo las guardó en su memoria.

 Cuando llegó el momento de volver, tuvo muchas dudas. Al fin y al cabo, si lo que ella sentía era la verdad, no tenía mucho sentido en ir a casa. Pero allí estaban aquellos seres queridos que tal vez estuviese preocupados por ella. Sería injusto desaparecer para siempre, sin que supieran que había sido de ella. No que tuviese que vivir por otros o algo así, pero eran piezas demasiado importantes de su vida para ignorarlos en un momento tan crucial como ese. Entro al avión y no miró atrás.

 Ya en casa, los abrazó a todos y les contó todo lo que había hecho. En ese momento rieron y luego lloraron cuando Rebeca misma les dijo la razón de su regreso. Ellos no querían aceptarlo, no tan rápido como ella al menos, pero a la realidad  no le importa lo que opinen los seres humanos.


 Fue al doctor una última vez para decirle que no volvería nunca. Le agradecía de todo corazón lo que había hecho pero no era necesario seguir con ello. El hombre no dijo nada. Ella salió con una sonrisa en la cara y con espíritu en paz, por fin un mar en calma durante una tormenta que debía de terminar pronto.