Los fuegos artificiales estallaban a un
ritmo constante, asombrando a la multitud que veía el cielo con ojos bien
abiertos y bocas casi siempre igual de abiertas. Niños, mujeres y hombres,
también ancianos e incluso mascotas veían el espectáculo que se desplegaba muy
por encima de la ciudad. Era algo jamás visto por todos ellos y por eso casi
todos habían salido a ver todo con sus propios ojos en vez de verlo por
televisión o en línea. Pero no todos estaban viendo el cielo, más bien al
contrario.
Un par de personas estaban abriendo una de las
bóvedas más seguras de toda la ciudad en ese mismo momento. Como no había nadie
en la cercanía, no tenían porqué preocuparse. El sitio además no tenía
seguridad física sino solo por cámaras de seguridad y otros dispositivos que
habían sido desactivados con gran facilidad antes de entrar al lugar. Por eso
la pareja estaba tecleando con tranquilidad todo el código que debían de
utilizar para terminar de bajar todas las medidas de seguridad que quedaban.
Cuando por fin pudieron entrar al corazón de
la bóveda, escucharon más estallidos en la lejanía. La gente seguía mirando al
cielo. Era seguro entrar y sacar las dos cajas metálicas por las que habían
venido. Las abrieron con una llave maestra que habían creado en una impresora
especial y luego trasladaron el contenido a una simple mochila algo raída, que
no parecía ser la ideal para llevar contenido de alto valor. Todo fue hecho en
unos momentos y pronto estuvieron los dos en la calle, caminando hacia el
espectáculo.
Se metieron
entre una multitud en el parque y se sentaron en un pequeño lugar que
encontraron sobre el césped para ver lo último que quedaba de lo que ocurría.
Sacaron de la misma mochila raída dos botellas de cerveza y brindaron por lo
que habían hecho, aunque la mayoría de las personas creyeron que celebraban por
el fin de año. Sus sonrisas pasaron desapercibidas, aplaudieron como todo el
resto y se besaron y abrazaron como la gran mayoría de las personas que
estuvieron allí.
Mientras las personas se retiraban del lugar,
ellos se tomaron de la mano y caminaron despacio hacia su hogar. Fueron
caminando hacia su hogar, en vez de tomar el tren o el tranvía. Miraron las
vitrinas apagadas de los comercios y las luces que todavía brillaban aquí y
allá. Ya todos habían recibido sus regalos y pronto los mayores regresarían al
trabajo y los niños volverían a la escuela. Y ellos también tendrían que
hacerlo, a sus verdaderos trabajos que nada tenían que ver con lo que habían
hecho con anterioridad esa noche. Cuando llegaron, quedaron dormidos
rápidamente.
Al día siguiente, revisaron lo que habían
tomado de la bóveda encima de la mesa del comedor, una pequeña mesa circular al
lado de la ventana de la cocina. Había algunos documentos pero lo más
importante eran dos pequeños elementos de plástico, uno azul y otro rojo. Eran
memorias para computadora que contenían información esencial para un proyecto
que ellos tenían desde hacía mucho tiempo. Era código clave que alguien había
diseñado para crear programas de computadora innovadores.
Técnicamente habían robado pero al mismo
tiempo estaban seguros que nadie nunca sabría que esos elementos ya no estaban
en la bóveda del banco. Eso lo sabían porque conocían al dueño de la bóveda y
estaba claro que él nunca querría abrir esas cajas. Su novia era la persona que
había diseñado el código y ella le había pedido que lo guardara para siempre,
pues creía que las personas no estaban listas para manejar lo que ella había
creado. Pensaba que los usos que se le darían no serían los mejores.
Sin embargo, era lo que necesitaba la pareja
que había extraído la información del banco. Con cuidado, habían podido ir
averiguando más y más detalles de todo el asunto. Habían tenido que ser muy
pacientes hasta que por fin sintieron tener lo suficiente para hacer el
siguiente paso. El robo había sido muy fácil de ejecutar y de planear, pues el
último día del año era el día ideal para algo de ese estilo. La gente estaría
distraída y no notaría ligeros cambios en la seguridad de un banco que no tenía
mucho de especial.
Por suerte, no era un lugar donde la gente con
dinero guardara sus cosas o dónde se escondieran muchos secretos. Era solo un
banco más, como había cientos o miles por todo el país y la ciudad. Así que
nadie tenía porque estar mirando justo ahí y en ese momento. Eso sin decir que
ellos no eran del tipo del que nadie sospecharía para hacer algo semejante.
Eran gente promedio. Ni resaltaban de la multitud ni eran extraños. Eran solo
personas como muchas otras y eso era todo.
En la cocina, aprovecharon que era un día
festivo y empezaron a meter el código en un portátil que habían construido
ellos mismos comprando partes a lo largo de varios meses. Los dos conocían muy
bien lo que tenían que ir haciendo y estaban muy pendientes de no usar el
programa de forma errónea ni de dejar rastros detrás de lo que hacían. La
concentración tenía que ser óptima y por eso habían decidido que una persona
debía trabajar en ello a la vez, para minimizar interrupciones y evitar
equivocaciones en momentos clave que podrían cambiar el producto final de su
pequeño proyecto.
El programa había sido diseñado, en un
principio, para mejorar la vida de las personas. Lo que hacía, para decirlo de
manera directa, era simplificar la vida de todos haciendo que los trámites que
todo el mundo debía hacer en la vida fueran más sencillos, unificándolo todo en
una sola plataforma rápida, eficiente e inteligente. Sin embargo, el código
requería muchos elementos clave y ahí recaía el problema con el que se había
encontrado la diseñadora original. No había contemplado el problema ético.
Ella era una de esas personas que solían
pensar siempre en los mejores aspectos de una persona, siempre tenía en mente
el potencial de los seres humanos y creía que todas las personas siempre tenían
presente hacer lo mejor para y por todos. Sin embargo, era obvio que la
realidad era otra y se había dado cuenta muy tarde. El código requería datos
que parecían inofensivos pero que podían destruir la vida de una persona con
sorprendente facilidad. Era algo tan inocente que a ella no le había parecido
evidente.
Pero lo era para todos los demás. Su mismo
novio le había hecho caer en cuenta que su programa tenía un potencial
destructivo enorme, que podría incluso acabar con la vida normal y corriente de
las personas. Alguien con otras intenciones, podría destruir las vidas de
muchos con facilidad y arreglarlo sería casi imposible. Por eso la diseñadora
decidió echarse para atrás, guardándolo todo en una bóveda de banco para que
alguien en algún momento pudiera aprender de ello, si es que alguien lo
descubría.
Y ahora la pareja lo estaba actualizando y
cambiando algunos de los aspectos más arriesgados del programa. Debían trabajar
en el proyecto con constancia, por varios días hasta que lo tuvieran a punto
para hacer lo que necesitaban hacer. No sabían las consecuencias ni querían
pensar mucho en ello. Lo único que sabían era que necesitaban hacerlo, tenían
que hacerlo porque era la única vía que encontraban para lograr su proyecto que
no era nada más sino algo que veían como de vida o muerte.
Cuando terminaron, usaron el programa para
usarlo contra ellos mismos. La idea era destruir por completo su propia
existencia. Cada una de las informaciones que existían sobre los dos,
desaparecerían con un solo clic. En pocos minutos, todo rastro de su vida
desaparecería. Cada imagen, cada escrito, cada rastro de educación o trabajo,
cada lazo de parentesco o de amistad, serían borrados para siempre. Ellos
quería dejar de existir y probar por una vez algo que la mayoría de las
personas nunca probarían en sus vidas: la verdadera libertad, la sensación de
no tener limites ni restricciones.