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lunes, 20 de julio de 2015

Desde el borde

   Siempre ha habido alguien al borde de todo. Alguien que no estaba con el grupo, que tenía que quedarse al margen para no comprometer a otros y a sí mismo. Eso es lo que hace el odio y la ignorancia y no podemos decir que sea cosa del pasado. Se ha avanzado bastante en todo lo relacionado con la igualdad y la aceptación pero eso no quiere decir que ya todos seamos iguales para todo el mundo. Las cosas no funcionan así porque siempre habrá quién no entienda, no acepte o simplemente no quiera pensar de la misma manera que los demás y, si se pone uno a pensar, tienen todo el derecho de no estar de acuerdo. No podemos imponerle ideas a nadie, así sepamos o creamos que son las correctas.

 Una vez, todo fue porque Iris y Jorge se tomaron de la mano. Era una ciudad pequeña, no hace mucho tiempo, así que cualquiera se hubiera podido imaginar la reacción de la gente. Iris era una mujer negra y no hay porqué decirlo de otra manera. La gente se ofende con palabras que dicen la verdad porque tienen miedo de que lo que es sea tomado como insulto, cuando solo son palabras. Iris era muy hermosa y había trabajado en la compañía de telefonía de la ciudad por varios años. Cuando llegó Jorge, hacía poco que ella había terminado una relación de varios años. Jorge era blanco y, para ser sinceros, nada muy especial. Es decir, no era un hombre feo pero no era ningún galán de cine. Eso nunca le impidió, sin embargo, conseguir mujeres con frecuencia.

 Jorge era un mujeriego y con Iris se conocieron una noche y tuvieron relaciones horas después. Todo fue relativamente rápido pero con la debida protección y entre dos personas que no tenían compromisos con más nadie. Los dos pensaron que nunca más se verían pero resulto que Jorge no podía dejar de pensar en ella ni Iris en Jorge. Cada vez que podían, durante los seis meses que Jorge vivió en el pueblo. Lo hicieron sin pensar y cuando se dieron cuenta una tarde, todo el mundo los miraba como si tuvieran la peste. Por gente chismosa se entero la familia de Iris quienes le prohibieron verse con Jorge pero lo peor fue que se enteró el tipo con el que ella había estado saliendo.

 El tipo era enorme y un día, cuando estaban comiendo algo los dos, llegó al lugar y los interrumpió golpeando a Jorge en la cara y reclamando que Iris era de su propiedad y que él solo la había dejado ir por unos días para que ella se diera cuenta de que era a él a quién ella necesitaba. El tipo estaba más que loco y Jorge, aunque peleó, no pudo con él. Lo otro fue que nadie ayudó a nada, nadie lo detuve e incluso la policía del lugar no hizo nada. Jorge resultó con cuatro costillas rotas y otras fracturas menores. Lamentablemente el amor no fue tan fuerte y él simplemente nunca volvió. Se dio cuenta que nada valía la pena si había que morir para conseguirlo. Así que Iris quedó sola y nunca más tuvo nada con nadie.

 Algo parecido pasó con Ricardo y Gabriel. Se conocieron en una discoteca y también tuvieron relaciones, estas sin protección, esa misma noche. Esto fue en una ciudad grande y con dos personas ya de la edad suficiente para decidir sobre sus asuntos. Ricardo era algo nuevo en todo el concepto de salir a discotecas y la verdad era que, con excepción de haber conocido a Gabriel, el asunto no le había gustado nada. Gabriel en cambio salía con frecuencia y conocía todos los sitios y a casi todos los gays de una ciudad tan grande como en la que vivían. Ricardo se reía de sus apuntes porque en verdad parecía conocer a todos y cada uno de los que allí bailaban o tomaban algo.

 A diferencia de Iris y Jorge, Ricardo se quedó esa noche en la casa de Gabriel y empezaron ahí mismo una relación que tenía más de una lado que de otro. Estaba claro que Ricardo era más inocente y por lo tanto sus sentimientos eran más verdaderos. Para Gabriel tomó más tiempo, pues él estaba acostumbrado a vagar por el mundo sin tomar en cuenta cosas en las que no creía como el amor. El caso fue que tan solo seis meses después de conocerse, los dos no podían dejar de verse por mucho tiempo. Para Ricardo era casi como respirar estar con Gabriel y para este era lo mejor estar con Ricardo en casa y solo hablar y compartir cosas que le gustaran fuera de la fiesta y el alcohol. De hecho, todo eso lo fue dejando.

 Cumplieron el primer año juntos y se dieron cuenta que jamás se habían tomado la mano en la calle y, una noche que salieron a comprar víveres, decidieron hacerlo pues el camino no era muy largo y quería ver que se sentía pasearse con total libertad. Lo que nunca consideraron fue que el barrio donde vivían era uno de muchas vertientes tanto políticas como sociales y siempre había alguien mirando a los demás. A solo dos calles de su casa, cinco hombres se les atravesaron y empezaron a insultarlos, diciéndoles nombres ofensivos y escupiéndoles a sus pies. En ningún momento Gabriel soltó a Ricardo y confiaron que alguien los ayudaría pero nunca llegó nadie. Incluso vieron una patrulla a lo lejos pero no se acercó.

 Los tipos los golpearon, primero con puños en el estomago y luego con patadas en ese mismo lugar. Y con el pasar de los minutos se volvieron más violentos y sus insultos más fuertes y más hirientes. Cuando se dieron cuenta que ya habían hecho demasiado, tomaron de los brazos a Ricardo y lo apartaron. Otros dos hicieron que Gabriel se arrodillara y empezaron a pegarle, primero con puños y patadas, luego con un tubo que había por ahí. Cuando terminaron, los dejaron allí tirados. Ricardo, como pudo, gritó varias veces pero nadie vino. Llamó a una ambulancia y llegaron tarde, cuando ya Gabriel había dejado de respirar y todo se había terminado. Ricardo se fue de la ciudad y nunca volvió.
 Aunque no todo termina mal. Hay historias que aunque empiezan con obstáculos, terminan mejor de lo que uno espera. Así fue la historia de Pedro que siempre quiso que lo llamaran Samantha. Resulta que desde pequeño, Pedro siempre tuvo un gusto claro por lo femenino. Sus padres nunca le vieron nada de malo, tal vez por que sus padres habían sido hippies. El caso es que Pedro tuvo muñecas y jugaba con maquillaje y demás utensilios femeninos de juguete. También le gustaban, a veces, los carritos y cosas así pero nada se asemejaba a cuando recibía una muñeca nueva o cuando podía ponerse un vestido en Halloween. Y los vecinos y demás tampoco decían nada porque para ellos era probablemente una fase así que no tenían nada que decir al respecto, con tal de que no fuera algo permanente y no se lo “pegara” a sus hijos.

 Pero no fue una fase. Cuando llegó la adolescencia, Pedro se dio cuenta de que él no se sentía bien con su apariencia ni con su situación como ser humano. Sus padres lo enviaron al psicólogo quién no supo que decirle a los padres y les aconsejó tratar de forzar a Pedro a que tuviera gustos más definidos. Desde ese momento se sintieron decepcionados de la psicología y buscaron ayuda en otras partes. La madre de Pedro era la más preocupada, tratando de entender lo que pasaba. Y él se sumía cada vez más en la depresión, sintiéndose sin salida y sin posibilidad alguna de entender que era lo que estaba pasando. Un día decidió suicidarse pero afortunadamente no lo logró.

 Su madre entonces habló con él y descubrieron que era lo que ocurría: Pedro no se sentía bien siendo hombre y siempre había querido ser mujer aunque no era consciente de ello. Cuando pequeño, había sido muy joven para entenderlo pero ahora lo entendía. Pedro nunca se había sentido como Pedro sino como alguien más. Fue así, durante un proceso largo y bastante difícil, que Pedro fue transformándose en Samantha. Fue duro para sus padres pues nadie los apoyó y todos pensaban que estaban apoyando a su hijo de la manera equivocada, que debieron ser más duros en su juventud para imponer “lo que era correcto”.

 Pero Samantha surgió y vivió la vida que siempre quiso. Totalmente mujer, por fin sintió que la vida era tan hermosa como siempre había escuchado que podía ser. Y con el tiempo conoció un hombre que la aceptó por quién era y no por lo que otros creían que debía haber sido. Además Samantha era una guerrera y se había enfrentado, incluso a los puños, con quienes la trataban de engendro o de demonio. Al graduarse de la escuela, se quedó en su ciudad y se casó. La gente nunca cambió y de vez en cuanto oía comentarios o insultos pero lo gracioso era que ella ahora era inmune a todo eso. No le importaba pues su vida había sido lo que ella quería y sabía que toda esa rabia también era por envidia. Porque ella sí sabía quién era.


 La ignorancia puede ser brutal, puede acabar con vidas y destruirlas sin siquiera terminarlas. Pero cuando la gente que está en el borde pelea y aguanta, se vuelven más fuertes y son quienes en verdad se dan cuenta del valor de la vida y de quienes son y porque son, cosas que la mayoría de las personas no saben. En el borde las cosas tienen mayor perspectiva y por eso es posible que nunca estemos con los demás, porque para qué perder esa vista de las cosas que nos hace ver el potencial que tenemos?

lunes, 24 de noviembre de 2014

Michael Jackson

Todas las mañanas toma algo de leche y come su concentrado, como cualquier otro gato. Y, también como muchos otros gatos, sale por la ventana y se pierde por horas y horas. No lo hace todos los días. Es casi como si supiera que su dueño se preocupa por él.

Su primera parada suele ser el apartamento de la señora Flores. La pobre señora Flores es casi ciega, aunque eso no sorprende a los 83 años. Es una mujer muy dulce. Vive sola. Su marido murió hace ya cinco años y lo primero que hace al levantarse es observar la foto del joven apuesto e inteligente que conoció alguna vez en una parada de bus. Era tan galante que no tuvo ningún reparo en enamorarse perdidamente de él.

Después la señora toma su desayuno y suele ser a esa hora que llega el gato negro y blanco. La señora Flores se asegura de siempre dejar una ventana abierta para él y él sabe que la mujer siempre le tendrá un plato de leche fresca, su segundo del día y de la hora.

Allí permanece por algunas horas. La mujer disfruta de verlo comer o le acaricia la cabeza mientras ve algo de televisión. El gato le recuerda a un perrito que tuvo cuando niña y como le gustaba acariciarlo para tranquilizarse. Era una niña avanzada para su edad pero sus padres nunca lo pensaron así. Ella era brillante, más que muchos otros, pero sus padres no la apoyaron. Y por ser mujer, no pagaron su carrera de química. Lo único que hicieron fue dejarla casar joven y cuando tuvo uno, dos, tres hijos, ya no hubo tiempo para estudiar.

Al mediodía el gato sale por la ventana de la señora Flores y le da la vuelta a la manzana para llegar al negocio del Ramón Rugeles. El señor Rugeles tiene un restaurante para los oficinistas que van a vienen. Lo mejor para Ramón ha sido el reciente desarrollo inmobiliario que ha atraído tanto a empresas como ciudadanos al barrio. Esto ha supuesto la revitalización de su negocio, heredado de su padre, y una prosperidad que siempre agradece.

El gato de cuerpo negro pero de patas y una mancha blanca en su rostro, llega siempre a la hora más ocupada, la del almuerzo. Pero jamás es un fastidio ni se cuela por entre las piernas de quienes comen a toda prisa. No, el gato se podría decir que es respetuoso. Siempre espera afuera a que Ramón venga por él. Lo carga hasta el cuarto de aseo donde le tiene bastantes trozos de pescado, sobrantes del caldo marinero del día. El gato come con gana y él se le queda mirando, a la vez que grita órdenes a sus empleados.

Ramón nunca descuida su negocio, ni siquiera cuando, viendo al gatito, recuerda su pasado, mucho más humilde. El restaurante fue iniciado por su padre pero nunca fue buen negocio. La familia tuvo que pasar dificultades con frecuencia y muchas noches no había nada que comer más que pan duro y algo de leche, cerca de la fecha de caducidad. El gato le recordaba lo hambriento que había estado en el pasado y lo agradecido que estaba ahora por el éxito repentino.

A la misma hora que los oficinistas corrían para no llegar tarde,  algo adormilados, el gato salía del restaurante y se colaba a un edificio distinto a donde vivía. La gente lo conocía y, muchas veces, ni lo determinaban. Era como un vecino más. En el segundo piso rasguñaba una puerta y esperaba que lo dejaran entrar.

En ese pequeño apartamento vivía Soledad, cuyo nombre era más que apropiado. Era una estudiante de Bellas Artes, que estaba completando su tesis. Estaba terminando una exposición ambiciosa, constituida por tres obras distintas que había pensado hasta el más mínimo detalle: una escultura, una pintura y una recopilación de poemas.

Sin embargo, como le recordaba su madre por teléfono, era bueno para ella comer y ver gente de vez en cuando. Había pasado meses encerrada logrando su objetivo, incluso se veía más pálida que nunca. A la hora en que el gato de dos colores entraba a su casa, se tomaba un descanso merecido. Normalmente comía poco, ya que no era fanática de la comida. Había sufrido mucho por ello en el pasado y ahora trataba de enmendarse, medio fracasando: su almuerzo era un sandwich de queso en pan de cereales y jugo de naranja. Nada más. Para el animal tenía jamón, que su madre compraba pero a ella le daba asco.

Viendo a la criatura comer con gana, recordó a su mejor amiga Clara. Ambas eran fervientes defensoras de los animales y habían hecho un pacto para permanecer veganas por el resto de su vida. Ambas habían desarrollado disgusto por todos los tipos de carne y sus derivados y compartían recetas que solo utilizaban verduras o frutas frescas.

Pero hacía mucho no hablaba con Clara. Ni siquiera sabía si era vegana todavía. Terminó su comida y retomó su pintura, que estaba casi lista. Pintar la distraía y evita que pensara en cosas que la distraían de su tesis, como Clara. Ya habría tiempo para ello, pensaba siempre, esperando no estar equivocada.

El gato permanecía allí unas horas, durmiendo. Alrededor de las cuatro de la tarde, se despertaba de golpe y arañaba la puerta para que lo dejaran salir. Salía del edificio y entonces cruzaba la calle al mismo tiempo que lo hacía la gente.

Del otro lado había un bonito parque, cubierto de hojas secas y en sombra gracias a los numerosos árboles que allí había. El gato visitaba el parque por dos razones. La primera eran los pájaros. A pesar de ser un animal domestico, era para él una necesidad seguir cazando como lo habían hecho sus ancestros y otros felinos grandes.

La otra razón era más interesante. A esa hora, siempre había niños pequeños en los varios juegos que habían en todo el parque para su diversión. Y eso para el gato de patas blancas no tenía precio. Se acercaba con cuidado a, por ejemplo, los columpios, y los niños siempre se le acercaban para acariciarlo y él se dejaba.

Lo mejor de todo era que muchos niños venían de la escuela o de su casa y traían comida. No era inusual que recibiera pedazos de galletas, pan, jamón, queso, varios tipos de jugo, leche, chocolate,... Era todo un festín para cualquier animal que lo supiera valorar.

Lo malo era que muchas madres y padres se ponían histéricos y les prohibían de un grito a sus hijos que tocarán a un gato "callejero". Al gato esos apelativos le daban igual. Lo que hacía era cambiar de campo de juego y retomar su merienda y las caricias de los niños.

Casi a las seis de la tarde, se iba de allí. Los niños se iban con sus guardianes y ya no había interés alguno para él en quedarse en un parque que, de noche, podría tornarse desagradable. Esto especialmente por la presencia de perros.

Así que el gato se encaminaba a la casa y entraba por la misma ventana que había salido y allí, Felipe su dueño, lo recibía con concentrado y agua.

Felipe estaba casi siempre fuera de casa, excepto los fines de semana. Era un humano que trabajaba demasiado pero siempre tenía la mejor comida del día y el gato lo agradecía. Además, el animal dormía encima de la cama de Felipe y no había mejor lugar para dormir que ese rinconcito calientito.

 - Adonde te vas todo los días? - le pregunta el dueño.

Y el minino con nombre de cantante solo lo miraba y le maullaba, respondiéndole pero sin que él nunca pudiera entender.