Cuando sumergí los pies en el pies, sentí un
alivio inmenso, como si me quitaran el peso que llevaba encima y muchos más. Me
quité la mochila de la espalda y la dejé a un lado. Después me subí los
pantalones hasta las rodillas y sumergí lo que más pude de mis piernas sin
mojarme. El agua estaba perfecta, más que tibia pero apropiada para el frío tan
horrible que hacía en semejante monte tan remoto, que parecía alejado del mundo
pero, de hecho, no podía estar más cerca.
Cerré los ojos por algunos minutos y, cuando
me di cuenta, ya estaban llegando más personas a las termales. Yo era el único “loco”
que tenía la ropa puesta: los demás ya venían con trajes de baño y se
comportaban como si la saliva no se les estuviera congelando en la boca como a
mi. De todas maneras no me moví ni un milímetro. Me quedé justo donde estaba
pues no había poder humano que pudiera calmarme tanto como esas aguas que
emanaban de la Tierra. No tenía idea de la etiqueta adecuada para ingresar al
sitio pero si estaba incumpliendo alguna regla, ya se vería.
- Que
venga alguien y me saque. - pensé desafiante.
Pero
no iba a venir nadie pues el sitio era abierto y la gente podía entrar cuando
quisiera. De hecho, alrededor de las termales lo que había era monte: tierra y
árboles por doquier, con bichos y animales pequeños incluidos. Las ardillas ya
habían olido mi pequeño almuerzo y al parecer estaban interesadas pero no demasiado
como para acercarse. Moví los dedos cuando vi una, como tratando de atraerla,
pero fracasé pues se dio la vuelta y volvió a su árbol.
La gente que había llegado era toda, al
parecer, vecina de la montaña. Alguien me había contado que era una tradición
para ellos venir al final de la semana para relajar los músculos después de
tanto trabajo. Yo, por mi lado, no había trabajado nada pero sí había caminado
como un condenado, comiendo solo una vez al día, en los buenos dos. Solo tenía
de compañía un libro que me había leído hace años y mi botella de agua
previamente hervida, pues nadie puede confiar en los líquidos cuando está en un país desconocido.
Fue cerrando los ojos, una vez más, cuando me
di cuenta que era muy temprano todavía y que no tendría sentido alguno comerme
mi pobre almuerzo ya, aunque mi estomago exigía comida. Abrí los ojos con una
pereza enorme y saqué de la mochila mi billetera. Daba lástima pues no había
mucho adentro más que un par de billetes y unas monedas que debían durarme por
una semana más. En el hotel había logrado guardar algunas provisiones bien
compradas en un supermercado local, para hacerme mis almuerzos (sándwiches más
que nada) y así ahorra un poco. Pero siempre pasaba que uno se alejaba un poco
de la civilización o caminaba más de la cuenta y el hambre invadía.
El siguiente rugido de mis entrañas, estuve
seguro que fue oído por todos los seres humanos e incluso algunos animales que
estaban cerca. Me hice el loco mirando el agua y mis pies a través de ella. La
verdad era que no se podía ver mucho por la tierra que había en el agua, pero
servía al menos para fingir que no había pasado nada.
Saqué uno de los pies y empecé a masajearlo.
Cuando me ponía a caminar me convertía en un caballo y lo hacía más de la
cuenta, sin descansos y hasta destrozar los zapatos que tenía puestos. Para ese
viaje había traído solo un par especial para caminar, casi nuevo, y ahora
estaban a punto de desintegrarse del mugre y de lo usados. Es cierto que me habían
salido baratos pero yo, que caminaba tanto siempre, me sentía ofendido por
tener unos zapatos que se habían dado por vencidos mucho antes que yo.
Tenía algunas ampollas que me hacían ver el
infierno al caminar pero nada que el agua caliente no estuviera ayudando a
calmar. Me masajee uno de los pies cuidadosamente y fue entonces que vi que la
familia que había llegado hacía un rato, estaba preparándose para desayunar al
lado del agua. Los niños, un par, estaba dentro y jugaban, pero los adultos y,
sobre todo, la abuela, estaban preparados para preparar los alimentos. Tenían
una pequeña parrilla eléctrica y pusieron sobre hecha algunos pinchos, aunque
desde estaba (y con mi miopía) no pude ver de que eran. Pero no fue necesario.
Pasados unos minutos, el olor que invadió el sector me rebeló todo lo que
necesitaba saber.
Seguro había pimentón y pollo, tomate y
cebolla en pedazos grandes y champiñones. Al parecer eran las setas que crecían
en este mismo bosque, que se usaban mucho en la cocina de la región. Según
había escuchado eran carnosos y tenían un sabor casi como el de la carne de
vaca. El estomago gruñó de nuevo, como reclamándome por torturarlo, y lo único
que pude hacer fue sobármelo para tratar de calmar su rabia.
Saqué de la mochila mi botella de agua y tomé
un poco, pues me sentía deshidratado ya por el calor del agua. Después saqué mi
libro, uno gordo de historias de ciencia ficción, y me puse a leer. Era lo
mejor para distraer cuerpo y alma hasta que fuese hora de almorzar u hora de
salir del lugar. La verdad no tenía muchas ganas de caminar hasta el templo que
quedaba cerca y tampoco de volver al pueblo, aunque el mercadillo que había
visto pasando la estación del tren parecía ser bastante llamativo.
Me ahondé en uno de los cuentos. Leí un par de
páginas y entonces me di cuenta que no estaba entiendo ni medio palabra de lo
que estaba leyendo. No por falta de interés sino porque mi cuerpo había
decidido que necesitaba comer y no se le quitaría esa idea de encima hasta que
tuviese algo en el estomago. No ayudó en nada cuando la familia que tenía cerca
sacó una hornilla eléctrica y puso un wok con aceite a calentar. Pasados unos minutos,
durante los cuales traté de leer y de desactivar mi nariz como pudiese, me
llegó el olor inconfundible de wontons recién hechos. De nuevo, mi estomago rugió
pero no dejé de lado el libro, tratando de usarlo como un escudo contra ese
olor tan delicioso.
La familia hablaba animadamente y los niños
seguían jugando. Parecían todos muy contentos, al menos por lo que yo podía oír.
Recomenzaba la lectura siempre en la misma palabra, una y otra vez, como si de
pronto hubiese perdido la habilidad de leer.
Después de un rato, cambié de cuento por que era obvio que este tenía
algo que no me dejaba avanzar. Mentirme a mi mismo era lo único que podía hacer
en ese momento.
Fue entonces que sentí más fuerte el olor y
casi estrello la nariz contra el libro para que solo llegara a mi cerebro el
olor de libro viejo y no el de una comida deliciosa. Pero el olor seguía siendo
más fuerte hasta que escuché algunas palabras que no entendí. Algo confundido, subí
la cabeza y miré: era una de las mujeres de la familia que estaba cocinando y
me había traído un plato con uno de cada cosa. Sentí que la sangre inundaba mi
cara y seguramente parecía más tomate que persona.
Me disculpé, como pude, y me tapé la cara para
que ella se diera cuenta de mi vergüenza. Pero a ella no le importó. Y tampoco
a su familia que, desde el otro lado del claro, me invitaba a probar de sus
platillos. Yo recibí entonces el plato y sentí unas ganas increíbles de llorar.
No lo hice por temor a ofenderlos con mis sentimientos pero tuve que limpiarme
los ojos varias veces antes de empezar a comer. Lo hice apenas vi que ellos
empezaban.
Estaba más que delicioso. Se puede decir que
la gloria de los dioses estaba en ese pequeño plato de comida, lleno de
delicias locales y, más que nada, de un amor y respeto por lo que habían
creado. Además, el acto de bondad, le daba un ingrediente extra que era más que
perfecto.
Lo comí todo despacio, aunque mi estomago lo
quería todo en el mismo segundo. Disfruté de cada bocado, de cada olor y sabor,
de las texturas y de las sutilezas propias de cada delicioso elemento que había
en el plato. Cuando ya no hubo nada, una única lágrima logró salir de mi ojo
derecho.
Me limpié y me puse de pie, ignorando que los
pies me dolían todavía. Tomé la mochila y los zapatos y caminé hasta la familia
para darle el plato y para inclinarme ante ellos, agradecido por su gentileza.
Entonces ellos me invitaron a que me quedara, a que me sentara con ellos y
compartiera el resto de la mañana. Aunque no entendía nada de lo que decían,
supe que había hecho nuevos amigos.
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