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miércoles, 18 de noviembre de 2015

Delicias

   Cuando sumergí los pies en el pies, sentí un alivio inmenso, como si me quitaran el peso que llevaba encima y muchos más. Me quité la mochila de la espalda y la dejé a un lado. Después me subí los pantalones hasta las rodillas y sumergí lo que más pude de mis piernas sin mojarme. El agua estaba perfecta, más que tibia pero apropiada para el frío tan horrible que hacía en semejante monte tan remoto, que parecía alejado del mundo pero, de hecho, no podía estar más cerca.

 Cerré los ojos por algunos minutos y, cuando me di cuenta, ya estaban llegando más personas a las termales. Yo era el único “loco” que tenía la ropa puesta: los demás ya venían con trajes de baño y se comportaban como si la saliva no se les estuviera congelando en la boca como a mi. De todas maneras no me moví ni un milímetro. Me quedé justo donde estaba pues no había poder humano que pudiera calmarme tanto como esas aguas que emanaban de la Tierra. No tenía idea de la etiqueta adecuada para ingresar al sitio pero si estaba incumpliendo alguna regla, ya se vería.

-       Que venga alguien y me saque. - pensé desafiante.

Pero no iba a venir nadie pues el sitio era abierto y la gente podía entrar cuando quisiera. De hecho, alrededor de las termales lo que había era monte: tierra y árboles por doquier, con bichos y animales pequeños incluidos. Las ardillas ya habían olido mi pequeño almuerzo y al parecer estaban interesadas pero no demasiado como para acercarse. Moví los dedos cuando vi una, como tratando de atraerla, pero fracasé pues se dio la vuelta y volvió a su árbol.


sábado, 14 de noviembre de 2015

A París

   La fila daba varias vueltas y yo solo miraba a un lado y al otro, pues no tenía idea de donde debía pararme o que era lo que debía de hacer. No había buena señalización en el lugar y me tomó un buen rato darme cuenta que quienes estaban haciendo fila allí querían tomar trenes de larga distancia a diferentes ciudades en Francia y en otros países cercanos. Entonces, como pude, encontré internet gratis para mi teléfono y pude concluir que debía caminar un poco hacia la estación del tren del aeropuerto que me llevaría hasta la terminal T3. Allí, después de enredarme un poco pues no sabía hasta que estación iba, tomé un tren que me llevaría a la ciudad. El vagón en el que entré era viejo y parecía sacado de una película. Incluso había madera adentro. Me acomodé junto a la ventana y el tren arrancó.

 Saliendo del túnel, vi lo primero de París que recuerdo: campos y edificios industriales y luego barrios que parecían haber quedado congelados en el peor momento de la posguerra. Parecía también salidos de películas pero de aquellas que buscan mostrar solo lo malo y no precisamente el lado romántico de la ciudad. De pronto era porque el invierno había empezado hacía poco, pero la verdad no estaba nada impresionado con lo que veía. El tren entró a un túnel de nuevo y eventualmente tuve que hacer cambio en la estación Gare du Nord. La impresión entonces fue decayendo aún más, pues siempre había escuchado de los grandes transportes franceses y era difícil respetarlos con el olor tan fuerte que emanaba de todos lados.

 El siguiente tren fue rápido pero me bajé en la estación equivocada y tuve que esperar largo rato para que pasara un tren en dirección contraria. Entender los códigos de estos trenes me tomó un tiempo y la verdad todavía no sé si los terminé comprendiendo. En todo caso llegué sano y salvo con mi pequeña maleta al hotel que había elegido hacía unos meses. El barrio era uno de clase trabajadora en el norte de París y el hotel no tenía ningún atractivo excepto su precio. Esa tarde decidí no salir sino hasta la tarde pues quería descansar un poco. Dormí largo y tendido y me levanté antes de oscurecer. El barrio ciertamente era poco acogedor pero el metro estaba cerca y en unos minutos me acercó al río Sena.

 El caudal estaba furioso, probablemente había estado lloviendo. El agua rugía al lado de los coches que pasaban rápidamente por un lado y otro. El viento frío me acariciaba la cara y lo único que yo hacía era tomar una y otra foto para registrar mi llegada a una de las ciudades más emblemáticas del mundo. En el colegio, que era francés, había oído todas las historias habidas y por haber y siempre sentí la urgencia de conocer París de una vez y saber si todo lo que se decía era cierto. No sé si era por el vuelo o por haber dormido después de llegar, pero todo parecía como sumergido en una nube. Todo se sentía algo irreal pero a la vez no había duda de que sí estaba allí.

 Caminé hasta la isla de Saint Louis y luego pasé a la isla de la Cité, donde se alza la catedral de Notre Dame. Siempre pensé que sería más grande pero es que por detrás la sensación es diferente. Las mil caras y gárgolas que salen por todos lados son únicas y ver a la gente subir las torres es bastante entretenido. Creo que en ese entonces el sitio estaba de cumpleaños pues había una plataforma enorme frente al edificio desde donde se podían tomar fotos. Tomé varias, también pensando en mi familia, que vería las fotos tan pronto las pudiese enviar. Entré a la catedral e imaginé como sería vivir en esos tiempo y agradecí haber nacido en estos. Cuando salí, una mujer de algún país de los Balcanes me pidió dinero en su idioma, que no sé cual era. Yo le di una moneda de un euro y ella se fue feliz. Después pensé que le había dado demasiado.

 Según recuerdo, ese día no hice mucho más sino caminar por esas emblemáticas calles. Al rato sentí ganas de comer algo y creo que me alimenté, y esto fue durante todo el viaje, de algo comprado en una de esas máquina del metro. Era más barato que uno de esos café que podía lucir muy bonito pero tenía precios diseñados para los turistas. Volví al hotel y allí traté de pensar en mi estrategia para los siguientes días. Había tomado mapas del lobby y tenía mejor idea de cómo llegar más rápido a los sitios. Creo que esa noche hablé con mi familia o al menos les escribí algo y me fui a dormir. Para ser un hotel económico, la cama era estupenda y dormí como un bebé hasta que la alarma que había puesto me despertó al día siguiente. La idea era no perder tiempo.

 Me vestí rápido, desayuné de nuevo en la estación del metro y en minutos salía de la boca del metro ubicado en una pequeña placita a un lado del Museo del Louvre. Estaba lloviznando y, con otros turistas, hubo que moverse rápido para evitar mojarse demasiado. Cruzando la calle y un pasaje peatonal, se llega a la majestuosa pirámide que recuerda tantas películas más. Es una entrada genial a un edificio bastante único, no solo por lo que tiene dentro sino por su forma. Me sorprendí a mi mismo al saber que por mi estatus de estudiante no debía pagar nada. Pasé por los controles y comencé mi aventura por el Louvre que duraría todo ese día. Así es, vi todas las exhibiciones y todas las salas, sin excepción. Lo malo fue que volví a comer hasta las seis de la tarde pero lo bueno era mucho más.

 Ver tanta historia, tantos elementos representativos de la humanidad como la conocemos, ciertamente es algo que llena el alma y da un sentimiento enorme de pertenencia. De pronto por eso es que tanta gente se enamora de París, porque allí hay tanto de todas partes y de lo que todos conocemos, que es difícil no quererla de una manera o de otra. Los días siguientes visité muchos museos más y seguí dándome cuenta que sin lugar a dudas era un sitio único para la humanidad. No he visitado todo el mundo pero creo que es de los pocos lugares en los que uno se siente más ciudadano del mundo que turista.

  Visité el Museo de Orsay, también el del Quai de Branly, el de la Armada (con la tumba de Napoleón) y otros que no recuerdo ahora pero que seguramente me sacaron una o varias sonrisas. Tomé fotos de todo, porque uno nunca sabe cuando volverá y comí mejor algunos días que otros. Una noche, y nunca se me va a olvidar, mi hambre fue bendecida por un pequeño restaurante japonés que servía arroz con curry. La sopa de ramen estaba deliciosa pero el acompañamiento de arroz la hacía verdaderamente única. Estaba todo picante y temí por las consecuencias en mi estómago, pero tenía tanta hambre y estaba tan rico, que no importó. Otro días comprobaría la superioridad de los baguettes franceses y de sus quesos, fuesen comprados en supermercados o en una tienda en el Palacio de Versailles.

 Ah sí… Se me olvidaba contarles mi día en Versailles, un pueblo no muy lejos de París para el que también me levanté temprano. El palacio, sí o sí, es impactante para cualquiera que lo recorra. Ver los objetos y recorrer los mismos cuartos que tanta gente poderosa recorrió siglos atrás, lo hace a uno sentirse especial de una forma extraña. El frío ese día era aún más fuerte que otros días pero igual recorrí alegremente los jardines que son enormes y tienen varias estatuas y formas. Algunos estaban cerrados pero la mayoría se prestaban para la contemplación en silencio y para las fotografías más artísticas. El recorrido hacia los Trianon, el grande y el pequeño, es una caminata de las románticas. Casi pude sentir la mano de alguien que no tenía a mi lado.

 Lloré como un tonto cuando me di cuenta que estaba solo y no tenía a mi familia ni a nadie al lado. Lloré junto a la granja que Maria Antonieta se construyó y me pregunté si ella alguna vez lloró en ese mismo lugar. Ese día fue simplemente mágico. La estación de tren para volver estaba a reventar y no recuerdo que comí ese día. Solo sé que dormí tranquilamente. Otro día visité el Sacré Coeur y una prostituta en la calle Blanche me arrastró a su lugar de trabajo pensando que yo tendría dinero. Fue una escena graciosa que nadie conoce de mi visita a París. Como pude, tuve que decir que no sin recurrir a desilusionar con la frase “Es que las chicas no son lo mío”. Aunque a veces me pregunto que hubiese pasado si lo hubiese dicho.

 En París me quedé tres semanas. De pronto mucho o de pronto muy poco pero todos los días excepto el 1 de enero, salí a caminar. Fuese por las calles de Ivry, por el Sena o por Bercy, fuera para recorrer el infame Bois de Boulogne, el divertido parque de Disney o los lujosos barrios del distrito dieciséis, siempre disfrutaba salir a caminar y simplemente sentir que no era un turista sino que, de alguna manera pertenecía a París y, en secreto, París me pertenecía a mi. En los más alto de la Torre Eiffel, me sentí como en un globo aerostático, sobre las nubes y más allá de todo, sin importar la cantidad de gente que tenía alrededor.


 Fueron un poco más de tres semanas de gastar los zapatos caminando por aquí y por allá, de tratar de descubrir que era lo que tenía esa ciudad para que todo el mundo, sin exageración, se hubiese enamorado de ella. Y la razón, simple y llana, es que tiene una partecita de todos nosotros. Sea cual sea el aspecto que llame de nuestro ser, París lo tiene en algún lado. Si es el hambre por descubrir, el placer, la diversión, el romance, la aventura, el volver a ser niño o simplemente ese gusto por abrir los ojos y asombrarnos con todo. París está ahí y necesita que todos la visitemos al menos una vez para que podamos respirar mejor y recordar que nos enamora de este mundo.

sábado, 17 de enero de 2015

En Roma

   No estaba perdido ni nada parecido. Había mirado en el mapa que la solitaria calle por la que estaba caminando desembocaba directamente en una avenida más grande, que era donde estaba el museo que Marcos quería visitar. Estaba de paseo, solo, en Roma. Y hasta ahora todo había ido de maravilla. La gente parecía ser bastante amable y no entendía como existían rumores de que los romanos podían ser muy detestables. No eran exactamente los mejores conductores pero de resto, no estaban nada mal.

Marcos caminaba despacio por la calle empedrada, mirando a un lado y otro los hermosos edificios, que claramente eran más viejos que él e y que sus padres. Algunos habían sido visiblemente restaurados pero otros tenías las paredes cubiertas de moho y parecía que la pintura iba a caerse toda al mismo tiempo, un día muy próximo. De todas maneras tomó fotos de todo, como si quisiera luego reconstruir todo el lugar con esas imágenes.

Siguió caminando, tratando de no resbalar por las lisas piedras, y entonces llegó al frente de una majestuosa iglesia, con inscripciones en latín y relieves y esculturas en la fachada. Tomó algunas fotos y estuvo tentado a entrar pero se dio cuenta que las puertas tenían sendos candados puestos así que no hubo manera. Se dio la vuelta para seguir caminando pero entonces se estrelló contra un chico algo mayor que él que cargaba, con otro, una impresionante luz profesional, de las que usan para el cine.

- Disculpe.

Pero los hombres ni lo miraron, probablemente porque el objeto era muy pesado y las piedras en el piso hacían muy difícil la movilidad. Entraron la enorme luz por las puertas de un hermoso edificio, al que Marcos se acercó al instante. Allí afuera había otras luces de muchos tamaños y otros objetos de los que él no sabía nada. Miró por una ventana y vio que el interior del edificio era igual de impresionante que el exterior.

Había hermosos muebles y un papel tapiz precioso, que parecía ser verdadero satín. Del otro lado de la sala, llena de colores y brillos, se veía un patio interior iluminado con las luces en el cual había una fuente y varias personas iban y venían. Marcos se apoyó en el borde de la ventana y vio como una pareja se sentada en el borde de la fuente y recibía direcciones de un hombre con audífonos y una barba frondosa.

Los actores lo miraban y luego miraban lo que parecía un libreto en sus manos. La mirada iba de arriba abajo, como si verificaran lo que él decía. Frente a la ventana pasaron dos mujeres, que iban con un vestido de época muy bonito, de color azul cielo, y con un collar enorme que seguramente iba a ser usado por la misma actriz que usara el vestido.

Marcos estuvo viendo por la ventana varios minutos hasta que una mano se posó sobre él y casi lo hace resbalar sobre las piedras lisas. Se dio la vuelta para ver al chico de la luz, que le ayudaba a no caer cogiéndole el brazo. Marcos se incorporó rápidamente y se soltó de las manos del hombre.

- Gracias.
- Español? Yo hablo un poco. Italiano?

Marcos movió la cabeza negativamente. La verdad era que solo sabía algunas palabras y dudaba que una de ellas le sirviera de mucho en una conversación hecha y derecha.

- Gusta? – dijo el chico, señalando la ventana.

El chico turista tontamente volteó la mirada hacia allí, como si no supiera que por la ventana se veía como preparaban lo que seguramente era la siguiente escena de una película.

- Sí. De que trata la película?
- No película. Televisión.

Marcos abrió la boca, exagerando sorpresa. La verdad era que se sentía bastante incomodo, ya que el chico de la luz lo mantenía entre él y una pared. Además tenía la cámara colgando y un canguro color verde que lo hacía verse realmente estúpido. Pero eso no importaba en un museo o algún sitio turístico. Pero allí, lucía tremendamente estúpido.

Quieres entrar?

La invitación fue recibida por un asentimiento de cabeza de Marcos, que siguió al chico adentro de la casa. De verdad, el lugar era hermoso. Los muebles delicados, pintados de color dorado y tapizados con tela roja que tenía también bordado en hilo dorado. Algunas personas trabajaban aquí y allá. Todos parecían demasiado inmersos en sus cosas como para notar que alguien que no pertenecía allí los miraba con interés.

Marcos dio un respingo casi peligroso cuando el chico de la luz tomó su mano sin decir nada y lo llevó al patio interior que él había visto desde la ventana. Allí, lo ubicó frente a los actores a quienes saludó y ellos de vuelta. Les presentó a los dos y ellos se comportaron perfectamente amables, sonriendo siempre y sin parecer que tuvieran algo mejor que hacer que saludar a un turista. Se retiraron pasados unos minutos. De la mano de nuevo, el chico llevó a Marcos a un segundo piso, también bellamente adornado.

Estuvo tan ocupado mirando por todos lados, los variados colores y telas y tantos muebles y detalles, que no se dio cuenta que no había soltado a su guía. El chico le dijo que ya habían terminado de poner las luces que necesitaban para la próxima escena y que, si lo deseaba, podía ver el rodaje desde allí. Señaló entonces una terraza que daba al patio, donde había varias luces grandes distribuidas a su alrededor, mirando hacia abajo.

Se acercaron allí, finalmente soltando la mano del chico de la luz que saludó a algunos de sus compañeros de trabajo. Marcos se apoyó en la terraza y vio como otros actores, vestidos espléndidamente, estaban ahora en el patio y se disponían a hacer lo que mejor hacían. El chico trató de no moverse y miró si no estorbaba de alguna manera y entonces suspiró, sintiéndose bastante satisfecho consigo mismo.

La escena se rodó. La repitieron un par de veces pero Marcos pensó que, desde la primera, había quedado formidable. Aunque no entendía todo lo que decían los actores, estaba claro que eran muy buenos y que la película era de época, algún drama relacionado a una pobre mujer. En todo caso era fascinante ver todo eso ocurrir allí frente a sus ojos. Ciertamente era más entretenido que ver un objetos viejos en vitrinas, cosa que podría hacer otro día.

Cuando terminaron de rodar, una mujer de voz potente gritó algo muchas veces, pero Marcos no entendió que había sido. El chico de la luz se le acercó y le explicó que era la hora de comer. Le hizo una señal a Marcos para que lo siguiera y fue así que llegaron a un cuarto grande pero desprovisto de muebles o de la belleza del resto de la casa. Era solo un cuarto con polvo y las paredes y el piso bastante afectados por el tiempo.

El chico de la luz se acercó a una mochila y sacó de ella dos emparedados de pan baguette, cada uno bastante grande. Parecían tener muchas carnes frías y quesos y se sorprendió al ver que el chico le ofrecía uno. Él se negó pero el chico insistió y la verga es que Marcos tenía bastante hambre. Su desayuno no había sido nada que alabar. Así que recibió el sándwich y lo abrió al mismo tiempo que el chico de la luz abría el suyo.

Entre mordisco y mordisco, Marcos le confesó al chico que todo lo que hacían allí le había parecido increíble: los vestidos, los muebles, las enormes luces, los gritos de cada uno, los actores,… Era muy entretenido ver como hacían un programa de televisión. El chico le respondía, con la boca algo llena, que aunque era difícil a veces e incluso molesto, él no cambiaba su trabajo por nada más en el mundo. Su sueño, dijo ya tomando jugo de un termo, era ser director de cine. Quería ser como los grandes, aquellos que marcaban tendencias y todos conocían.

Marcos le sonrió y le contó que él estaba apenas estudiando para ser dentista. No era un mundo tan fascinante como este. Pero el chico lo animó, diciendo que todos necesitaban buenos dientes. Rieron un poco pero fueron interrumpidos por otro grito, anunciando una nueva escena.

Fue entonces que el chico le propuso a Marcos quedarse todo el día, y ver el resto del rodaje. Él aceptó, sin pensar en nada más. El chico entonces le cogió la mano de nuevo y juntos caminaron al balcón, uno a trabajar y el otro a seguir viendo la vida pasar frente a sus ojos.