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viernes, 27 de octubre de 2017

Sabor a enfermo

   Estar enfermo tiene un sabor. Es algo raro y francamente asqueroso de decir pero así es. Cuando algo raro pasa en el cuerpo, todo reacciona. Incluso se dice que hay gente que puede oler enfermedad en otros pero eso es más mito que nada, puesto que los seres humanos tiene un sistema olfatorio bastante pobre. Sin embargo, nuestro sentido del gusto es de lo más avanzado que hay en la naturaleza y por eso nos sirve tanto en la vida. El caso es que podemos saborear un malestar.

 Ese fue el sabor que tuvo Rafa desde el primer momento del día. Se había despertado bien temprano, como todos los días desde hacía unos veinte años. Se duchó rápidamente y mientras se estaba poniendo la ropa del día fue cuando sintió el sabor en su boca. Fue tal el gusto extraño que decidió cepillarse los dientes antes y después de desayunar, cosa que no hizo ninguna diferencia. El sabor permaneció durante horas, mientras llegaba en bus a su lugar de trabajo y durante toda la mañana.

 Trabajaba en uno de esos centros de recepción de llamadas en los que ayuda con varias cosas a personas al otro lado del mundo. Era un trabajo francamente cansino pero no pagaba mal y era lo único que Rafa había podido conseguir después de salir de la universidad. Era un poco molesto oír las voces de cientos de personas hablar al mismo tiempo. Por eso le gustaba bastante la idea de la compañía de proporcionar auriculares que cancelaran el ruido e hicieran de concentrarse una tarea más fácil.

 Ese día se levantó de su puesto apenas pudo y corrió a la cafetería por uno de esos cafés insípidos de máquina automática. Podía tomar uno más fresco pero había gente haciendo fila y no quería dejar el puesto demasiado tiempo solo. Era bien sabido que los supervisores se la pasaban todo el día rondando por cada piso y si no veían a uno de los trabajadores en su puesto, lo anotaban. Se iban a acumulando algo así como puntos en contra. Después de cierta cantidad de infracciones, la persona era despedida.

 Rafa no tenía ninguna. Siempre había llegado temprano, incluso los días en los que había menos carga, y se iba siempre después de la hora marcada para evitar cualquier problema. Era una vida repetitiva y francamente aburridora pero era la que tenía y no podía quejarse. Podía estar peor y suponía que había que agradecer que las cosas le hubiesen ido mejor que a muchos. Claro que quería mucho más para su vida pero todo eso estaba fuera de su alcance por ahora, muy lejos de donde estaba en ese momento de su vida. Tal vez en algún momento pero no entonces.

 El café de la máquina salió hirviendo pero así se lo tomó el joven, quemándose la lengua mientras subía lo más rápido que podía las escaleras para volver a su puesto de trabajo lo más pronto posible. Sabía que ya casi era una hora en punto y ese era el momento que con frecuencia usaban los supervisores para pasarse por cada piso revisando los puestos y el rendimiento general de los trabajadores. Por eso apuró el paso todo lo que pudo y llegó a su puesto de trabajo en el momento justo.

 Tomó lo último del pequeño vaso de papel y lo tiró en un cesto debajo de su escritorio. Mientras veía a una mujer algo mayor que él acercarse, se dio cuenta de que el gusto en la boca seguía. Peor aún, ahora se sentía más fuerte que antes y fue más fácil determinar que debía estar enfermo. Fue como invocar un demonio o algo por el estilo porque justo en ese momento empezó a sentir la nariz congestionada y un escalofrío que le recorrió la espalda desde la base del cuello hasta bien abajo.

 Su piel se erizó justo cuando la supervisora llegó a su cubículo. La mujer lo miró detenidamente y él le sonrió, pues no supo que más hacer en el momento. Sin embargo, agachó la cabeza rápidamente y contestó uno de las millones de llamadas que ese edificio recibía al día. Así prosiguió la tarde y, a medida que pasaban las horas, se empezó a sentir cada vez peor. La congestión nasal era cada vez peor, tanto que tuvo que sacar una caja de pañuelos que nunca usaba para poder trabajar bien.

 Horas antes de salir hacia su hogar, estornudó con tal fuerza que varios de sus compañeros se levantaron y preguntaron por encima de la separación existente si estaba bien. Era obvio que no porque su cara ahora estaba muy pálida y su semblante parecía haber desmejorado en cuestión de segundos. Por primera vez en su tiempo de trabajo en esa empresa, decidió salir un poco antes. En parte para evitar el montón de personas que salían a la vez, pero también para evitar la congestión en el transporte.

 Salir antes no importó mucho. Tuvo que ir en el bus como si fuera una sardina enlatada. Era horrible puesto que tenía que retener sus estornudos. La boca y la garganta se fueron secando y cuando faltaba poco para su parada, Rafa empezó a toser con mucha fuerza. Se tapó como pudo pero las personas a su alrededor lo miraban como si estuviese loco o algo parecido. Era como si ninguno de ellos jamás hubiese sufrido de un virus contagioso como el que él obviamente tenía adentro. Se bajó antes de lo debido porque estaba cansado de todo, solo quería acostarse en su cama.

 Llegó unos quince minutos después, más cansado de lo normal y sin ganas de hacer nada. Sin embargo, pensó que no sería mala idea comer algo antes de acostarse. Cocinar no era algo que le gustara pero lo hacía porque salía más barato llevar comida hecha en casa al trabajo que ponerse a comprar todos los días en la cafetería de la empresa. Pero no quería esforzarse demasiado, así que solo se hizo un sándwich con papas fritas de un paquete que alguien le había regalado en el supermercado.

 Se sirvió un vaso grande de jugo de naranja y confió que le sirviera de algo. Comió todo en unos minutos, parado en la cocina y luego fue derecho a la cama. Se quitó la ropa, la tiró al piso y tomó la pijama que ya debía de ser lavada. Pero en ese momento eso no le importó. Apagó la luz y se acostó sin más. Cerró los ojos y empezó a caer en el sueño cuando recordó que al otro día tenía que trabajar. El pensamiento le fastidió bastante pero, por suerte, el sueño fue más fuerte.

 Cuando despertó al otro día, el sabor que tenía en la boca era el peor que había sentido en su vida. Era difícil describir el sabor pero lo que sí sabía era que no era nada bueno. Era algo asqueroso. Ese análisis lo hizo todavía en cama, sin mover un solo musculo. La verdad es que todo el cuerpo le dolía bastante y no tenía ganas ni ánimos para moverse. Sin embargo, movió la mano para poder tomar su celular. Era muy temprano, faltaba todavía una hora para levantarse e ir al trabajo.

 El pensamiento le dio mucho fastidio. Había estado haciendo lo mismo por años y la verdad era que todavía no había notado ninguna remuneración de parte de la vida por siempre seguir al pie de la letra las reglas y los horarios y todo lo que había que hacer. Había estudiado como loco y luego había trabajado como nadie antes. Sin embargo, no tenía nada que mostrar de todo ese esfuerzo. Era como si todo lo que hiciese fuera en vano, no importa que acciones tomara.

 El sabor en su boca era cada vez peor. Se levantó algo fastidiado de la cama y caminó a la cocina. Se sirvió más jugo de naranja. Mientras bebía, miró la ventana de su pequeña sala y se dio cuenta que algunas gotas empezaban a caer con fuerza contra el vidrio.


 Sin hacer mucho alboroto, volvió a su cuarto en penumbra. Apagó el celular, dejó el vaso de jugo medio lleno en la mesita de noche y se metió a la cama rápidamente. Su último pensamiento antes de quedarse dormido fue que estar enfermo podía ser lo que necesitara justo en ese momento de su vida.

sábado, 14 de noviembre de 2015

A París

   La fila daba varias vueltas y yo solo miraba a un lado y al otro, pues no tenía idea de donde debía pararme o que era lo que debía de hacer. No había buena señalización en el lugar y me tomó un buen rato darme cuenta que quienes estaban haciendo fila allí querían tomar trenes de larga distancia a diferentes ciudades en Francia y en otros países cercanos. Entonces, como pude, encontré internet gratis para mi teléfono y pude concluir que debía caminar un poco hacia la estación del tren del aeropuerto que me llevaría hasta la terminal T3. Allí, después de enredarme un poco pues no sabía hasta que estación iba, tomé un tren que me llevaría a la ciudad. El vagón en el que entré era viejo y parecía sacado de una película. Incluso había madera adentro. Me acomodé junto a la ventana y el tren arrancó.

 Saliendo del túnel, vi lo primero de París que recuerdo: campos y edificios industriales y luego barrios que parecían haber quedado congelados en el peor momento de la posguerra. Parecía también salidos de películas pero de aquellas que buscan mostrar solo lo malo y no precisamente el lado romántico de la ciudad. De pronto era porque el invierno había empezado hacía poco, pero la verdad no estaba nada impresionado con lo que veía. El tren entró a un túnel de nuevo y eventualmente tuve que hacer cambio en la estación Gare du Nord. La impresión entonces fue decayendo aún más, pues siempre había escuchado de los grandes transportes franceses y era difícil respetarlos con el olor tan fuerte que emanaba de todos lados.

 El siguiente tren fue rápido pero me bajé en la estación equivocada y tuve que esperar largo rato para que pasara un tren en dirección contraria. Entender los códigos de estos trenes me tomó un tiempo y la verdad todavía no sé si los terminé comprendiendo. En todo caso llegué sano y salvo con mi pequeña maleta al hotel que había elegido hacía unos meses. El barrio era uno de clase trabajadora en el norte de París y el hotel no tenía ningún atractivo excepto su precio. Esa tarde decidí no salir sino hasta la tarde pues quería descansar un poco. Dormí largo y tendido y me levanté antes de oscurecer. El barrio ciertamente era poco acogedor pero el metro estaba cerca y en unos minutos me acercó al río Sena.

 El caudal estaba furioso, probablemente había estado lloviendo. El agua rugía al lado de los coches que pasaban rápidamente por un lado y otro. El viento frío me acariciaba la cara y lo único que yo hacía era tomar una y otra foto para registrar mi llegada a una de las ciudades más emblemáticas del mundo. En el colegio, que era francés, había oído todas las historias habidas y por haber y siempre sentí la urgencia de conocer París de una vez y saber si todo lo que se decía era cierto. No sé si era por el vuelo o por haber dormido después de llegar, pero todo parecía como sumergido en una nube. Todo se sentía algo irreal pero a la vez no había duda de que sí estaba allí.

 Caminé hasta la isla de Saint Louis y luego pasé a la isla de la Cité, donde se alza la catedral de Notre Dame. Siempre pensé que sería más grande pero es que por detrás la sensación es diferente. Las mil caras y gárgolas que salen por todos lados son únicas y ver a la gente subir las torres es bastante entretenido. Creo que en ese entonces el sitio estaba de cumpleaños pues había una plataforma enorme frente al edificio desde donde se podían tomar fotos. Tomé varias, también pensando en mi familia, que vería las fotos tan pronto las pudiese enviar. Entré a la catedral e imaginé como sería vivir en esos tiempo y agradecí haber nacido en estos. Cuando salí, una mujer de algún país de los Balcanes me pidió dinero en su idioma, que no sé cual era. Yo le di una moneda de un euro y ella se fue feliz. Después pensé que le había dado demasiado.

 Según recuerdo, ese día no hice mucho más sino caminar por esas emblemáticas calles. Al rato sentí ganas de comer algo y creo que me alimenté, y esto fue durante todo el viaje, de algo comprado en una de esas máquina del metro. Era más barato que uno de esos café que podía lucir muy bonito pero tenía precios diseñados para los turistas. Volví al hotel y allí traté de pensar en mi estrategia para los siguientes días. Había tomado mapas del lobby y tenía mejor idea de cómo llegar más rápido a los sitios. Creo que esa noche hablé con mi familia o al menos les escribí algo y me fui a dormir. Para ser un hotel económico, la cama era estupenda y dormí como un bebé hasta que la alarma que había puesto me despertó al día siguiente. La idea era no perder tiempo.

 Me vestí rápido, desayuné de nuevo en la estación del metro y en minutos salía de la boca del metro ubicado en una pequeña placita a un lado del Museo del Louvre. Estaba lloviznando y, con otros turistas, hubo que moverse rápido para evitar mojarse demasiado. Cruzando la calle y un pasaje peatonal, se llega a la majestuosa pirámide que recuerda tantas películas más. Es una entrada genial a un edificio bastante único, no solo por lo que tiene dentro sino por su forma. Me sorprendí a mi mismo al saber que por mi estatus de estudiante no debía pagar nada. Pasé por los controles y comencé mi aventura por el Louvre que duraría todo ese día. Así es, vi todas las exhibiciones y todas las salas, sin excepción. Lo malo fue que volví a comer hasta las seis de la tarde pero lo bueno era mucho más.

 Ver tanta historia, tantos elementos representativos de la humanidad como la conocemos, ciertamente es algo que llena el alma y da un sentimiento enorme de pertenencia. De pronto por eso es que tanta gente se enamora de París, porque allí hay tanto de todas partes y de lo que todos conocemos, que es difícil no quererla de una manera o de otra. Los días siguientes visité muchos museos más y seguí dándome cuenta que sin lugar a dudas era un sitio único para la humanidad. No he visitado todo el mundo pero creo que es de los pocos lugares en los que uno se siente más ciudadano del mundo que turista.

  Visité el Museo de Orsay, también el del Quai de Branly, el de la Armada (con la tumba de Napoleón) y otros que no recuerdo ahora pero que seguramente me sacaron una o varias sonrisas. Tomé fotos de todo, porque uno nunca sabe cuando volverá y comí mejor algunos días que otros. Una noche, y nunca se me va a olvidar, mi hambre fue bendecida por un pequeño restaurante japonés que servía arroz con curry. La sopa de ramen estaba deliciosa pero el acompañamiento de arroz la hacía verdaderamente única. Estaba todo picante y temí por las consecuencias en mi estómago, pero tenía tanta hambre y estaba tan rico, que no importó. Otro días comprobaría la superioridad de los baguettes franceses y de sus quesos, fuesen comprados en supermercados o en una tienda en el Palacio de Versailles.

 Ah sí… Se me olvidaba contarles mi día en Versailles, un pueblo no muy lejos de París para el que también me levanté temprano. El palacio, sí o sí, es impactante para cualquiera que lo recorra. Ver los objetos y recorrer los mismos cuartos que tanta gente poderosa recorrió siglos atrás, lo hace a uno sentirse especial de una forma extraña. El frío ese día era aún más fuerte que otros días pero igual recorrí alegremente los jardines que son enormes y tienen varias estatuas y formas. Algunos estaban cerrados pero la mayoría se prestaban para la contemplación en silencio y para las fotografías más artísticas. El recorrido hacia los Trianon, el grande y el pequeño, es una caminata de las románticas. Casi pude sentir la mano de alguien que no tenía a mi lado.

 Lloré como un tonto cuando me di cuenta que estaba solo y no tenía a mi familia ni a nadie al lado. Lloré junto a la granja que Maria Antonieta se construyó y me pregunté si ella alguna vez lloró en ese mismo lugar. Ese día fue simplemente mágico. La estación de tren para volver estaba a reventar y no recuerdo que comí ese día. Solo sé que dormí tranquilamente. Otro día visité el Sacré Coeur y una prostituta en la calle Blanche me arrastró a su lugar de trabajo pensando que yo tendría dinero. Fue una escena graciosa que nadie conoce de mi visita a París. Como pude, tuve que decir que no sin recurrir a desilusionar con la frase “Es que las chicas no son lo mío”. Aunque a veces me pregunto que hubiese pasado si lo hubiese dicho.

 En París me quedé tres semanas. De pronto mucho o de pronto muy poco pero todos los días excepto el 1 de enero, salí a caminar. Fuese por las calles de Ivry, por el Sena o por Bercy, fuera para recorrer el infame Bois de Boulogne, el divertido parque de Disney o los lujosos barrios del distrito dieciséis, siempre disfrutaba salir a caminar y simplemente sentir que no era un turista sino que, de alguna manera pertenecía a París y, en secreto, París me pertenecía a mi. En los más alto de la Torre Eiffel, me sentí como en un globo aerostático, sobre las nubes y más allá de todo, sin importar la cantidad de gente que tenía alrededor.


 Fueron un poco más de tres semanas de gastar los zapatos caminando por aquí y por allá, de tratar de descubrir que era lo que tenía esa ciudad para que todo el mundo, sin exageración, se hubiese enamorado de ella. Y la razón, simple y llana, es que tiene una partecita de todos nosotros. Sea cual sea el aspecto que llame de nuestro ser, París lo tiene en algún lado. Si es el hambre por descubrir, el placer, la diversión, el romance, la aventura, el volver a ser niño o simplemente ese gusto por abrir los ojos y asombrarnos con todo. París está ahí y necesita que todos la visitemos al menos una vez para que podamos respirar mejor y recordar que nos enamora de este mundo.

martes, 10 de noviembre de 2015

A sus pies

   El pobre de Jaime había trabajado en la tienda de zapatos por tanto tiempo, que los pies y el calzado se habían vuelto su vida. Ya era un hombre que pasaba de los cuarenta y no se había casado, no había tenido hijos y, para dejarlo claro, no se había realizado como persona. Claro, nunca había definido en verdad que era lo que quería hacer con su vida. A veces su sueño parecía inclinarse a ser dueño de una tienda y otra veces era ser podólogo y poder ver los pies que necesitaba ver. Porque el detalle era que los necesitaba. Había ido ya a una psicólogo que le había dejado en claro que lo suyo era un fetiche y bastante fuerte. Eso sí, le garantizó que no era algo dañino y que solo en algunas ocasiones podía volverse algo de verdad incontrolable.

 La tienda para la que trabajaba Jaime era enorme, una de las más grandes de la ciudad que era bastante pequeña aunque tenía una vida comercial activa por estar ubicada cerca de una frontera nacional. Venían extranjeros seguido y todo porque la mano de obra era allí más barata y los zapatos también. Jaime era tan dedicado y sabía tanto del tema que no era solo un vendedor sino que supervisaba todas las áreas. Ese era su máximo logro en la vida: su jefe tenía tan claro que le encantaban los pies, que había utilizado esa obsesión para convertirlo en un experto. Jaime sabía de zapatos deportivos, de mujer, para hombre, para niños y sabía todo también del pie humano: sus partes, las funciones de cada una de ellas y como estaban mejor en un calzado que otro.

 Muchos pensaban que su obsesión era algo meramente físico y que su respuesta era de la misma naturaleza pero la verdad era mucho más que eso. Él tipo sentía un placer más allá de su cuerpo al ayudar a alguien a encontrar un calzado perfecto y más aún cuando le ponía el calzado a quién fuera. Obviamente las mujeres le eran especialmente atractivas por su delicadeza pero también habían hombres que le habían llamado la atención. Su obsesión era tal, que la mantenía a raya coleccionando fotos de revistas donde encontrara los mejores pies que hubiese visto. Era algo privado y jamás se lo había mostrado a nadie y pensaba nunca hacerlo pues era su manera de mantener todo a raya.

 Un día, sin embargo, conoció a una mujer en el trabajo. Una de esas extranjeras que venían a comprar calzado. Si somos sinceros, la mujer era más bien normal de cara y de cuerpo, no era una belleza ni mucho menos. Pero, como cosa rara, Jaime quedó prendado de sus pies. Y ella, que no era tonta, se dio cuenta de esto y le llamó la atención así que decidió coquetearle, pasándole los pies suavemente por la pierna mientras le ponía un calzado que había pedido o modelando atractivamente frente a un espejo. Y se daba cuenta que su técnica daba resultado, a juzgar por la mirada de idiota de él.

 Cuando se decidió por un par, le pasó a Jaime su tarjeta y le dijo que le encantaría cenar con él antes de volver a casa al día siguiente. Le dijo en que hotel se quedaba, la habitación y que lo esperaría en el restaurante del hotel a las nueve de la noche. Jaime estaba casi al borde del colapso pues ninguna mujer se le había acercado así nunca. Él era consciente de que ella no era la típica belleza pero igual era atractiva y sabía usar lo que tenía. Lo que no le quedaba muy claro del todo era porqué se había fijado en él. Sabía que no era un buen partido para nadie y, a diferencia de ella, él no era atractivo y era muy torpe tratando de atraer la atención sobre si mismo. Lo había comprobado hacía años cuando era más joven y ahora ya era muy viejo para ponerse en esas.

 En todo caso, esa noche se puso su mejor ropa (que no era más que un traje apropiado para entierros) y buscó los mejores zapatos para acompañar. No solo sabía de calzado y de pies, también le gustaba ponerse lo mejor que hubiera. Había ahorrado toda su vida y tenía piezas de calzado de las mejores marcas, hechas con los cueros más finos. Para esa noche se puso un par de zapatos negro tinta de una marca italiana que se caracterizaba por las formas que recibían sus zapatos al ser cosidos. Casi todos los pares eran únicos por ello. Eran los más caros que Jaime tenía en su clóset y no dudó en ponérselos esa noche pues sabía que era una ocasión especial, aunque no sabía porqué.

 Cuando llegó al hotel, se dio cuenta que era bastante antes de las nueve. La buscó a ella y no estaba así que se sentó en el bar y pidió whisky en las rocas para darse un poco de valentía. Su poco cabello se lo había peinado sobre la parte calva de su cabeza y se había esforzado por lucir una piel algo menos grasosa de lo normal. Verse en uno espejo que había sobre el bar le resultó algo fuerte pues se dio cuenta que parecía un tonto, creyendo que una mujer se había fijado en él de una manera física. Seguramente ella quería hacer negocio con la tienda o algo por el estilo y lo necesitaba a él para facilitarle algunos datos o algo por el estilo. Estaba seguro de que algo así debía de ser.

 Ella entró cuando él no podía estar más al fondo en sus penas. Y lo vio al instante y lo saludó animadamente. Ella sonreía y llevaba un vestido azul con flores y los zapatos rojos de tacón que había comprado esa misma tarde. Le dijo a Jaime que habían sido una excelente elección pues le quedaban como guante. Los modeló para Jaime que se olvidó por un instante su miseria interna y se dedicó a contemplar tan bellos pies en tan bellos zapatos. Ella sonrió por fin y lo invitó a que tomaran asiento en la mesa que había reservado. Cuando llegaron a ella, había un par de velas encendidas y el mesero les ayudó a sentarse.

 Lo primero que hicieron fue pedir vino. Ella dijo que quería el mejor de la casa. Jaime entonces pensó que tenía dinero pero que no quería gastar demasiado pues tenía todos sus movimientos monetarios bastante bien controlados. Sabía que si gastaba mucho en una cosa, debía gastar menos en otras. Por un momento ese pensamiento lo alejó de ella, hasta que la mujer le tomó una mano y lo miró a los ojos. Jaime no supo que decir y ella visiblemente no iba a pronunciar palabra. El gesto fue interrumpido por el mesero que abrió la botella frente a ellos y les hizo degustarlo antes de servir propiamente. Les entregó las cartas y los dejó a elegir su cena de la noche. Jaime todavía estaba algo nervioso, mientras paseaba sus ojos por la sección de ensaladas.

 Al final, se decidieron por calamares rellenos para él y trucha al limón para ella. Compartieron una entrada de alcachofas, de las que Jaime casi no como por estar pendiente de que la mujer no hiciera de nuevo de las suyas. Era lo normal que las mujeres lo pusieran nervioso pero ahora estaba peor que nunca y se arrepentía de haber aceptado la invitación. Cuando las alcachofas por se terminaron y la mesa quedó libre, ella de nuevo le tomó la mano con sorpresiva habilidad y le dijo que le tenía una propuesta que sabía le iba a encantar. Le dijo que no iba a decir palabra, que solo tenía que leer. De su bolso sacó un celular y se lo pasó cuando mostraba lo que ella quería que él viera.

 Eran fotos de pies. De todos los tipos de pies posibles. Unos al lado de los otros, de todo tipo de personas, de tamaños y de características. Mientras él veía las imágenes ella le decía que trabajaba para una firma que quería hacer el mejor calzado en el mundo, para cada pie y de la mejor forma posible. Querían hacer obras de arte con su calzado, elevando el estatus de este accesorio para vestir al máximo. Desde chanclas hasta zapatillas para ballet, para hombres, mujeres y niños y todos los demás. No había limite en lo que querían hacer y todo tenía una base clara. Ella le apretó la mano que tenía libre y le dijo que lo necesitaban a él, necesitaban a alguien que comprendiera.

 La comida llegó y entonces hablaron más, y Jaime se abrió a ella como si no pudiera contenerse. Le habló de los arcos del pie, de la complejidad de los dedos y de la sensibilidad de las plantas. Le dijo que el calzado era lo que definía, por completo, la vestimenta de una persona más que ninguna otra cosa que tuviese encima. Y ella le dio la razón y el dijo que ellos ya tenían expertos en la parte física del pie. Pero necesitaban a alguien que los amara, que se dedicara de corazón a ellos, para que les ayudase a diseñar los mejores modelos para las mejores ocasiones, siempre siendo únicos y particulares.


 Ella explicó que lo habían encontrado hacía un tiempo, en parte por su trabajo y en parte por sus búsquedas en internet. Él iba a preguntar que si eso no era ilegal pero se frenó porque se dio cuenta que no le importaba. Por fin tenía frente de él esa oportunidad de ser alguien, de realizarse por completo como ser humano. Y no la iba a desaprovechar por tecnicismos tontos. Le dijo a la mujer que la ayudaría en lo que pudiera y que aunque no era un experto, le encantaría hacer parte del proyecto. Mientras les ponían la comida en frente, ella le tocó la cara y le dijo que de hecho él sí era un experto y que sabía que lo que harían sería arte puro pues el amor de él por la idea, era verdadero.